Historias del transtierro (Liliana Lara y su Método rumano para dejar de fumar)
Miguel Gomes (Caracas, 1964) reseña el volumen de cuentos Método rumano para dejar de fumar, de Liliana Lara (Caracas, 1971), una obra cuya poética “esboza las transacciones simbólicas que se producen en el ahora mundializado campo cultural venezolano”, y que “depara al lector algunos de los mejores pasajes de una prosa a menudo reflexiva, con un mirador a la actualidad pensante, en particular la de su país, y otro a un oblicuo sentido del humor que sabe redirigirse a sus fuentes”.
Cultivadora del cuento —Los jardines de Salomón (2008), Trampa-jaula (2015)—, de la novela —La música de los barcos (2019)— y de experimentos transgenéricos —Abecedario del estío (2018)—, la obra de Liliana Lara se ha desarrollado íntegramente en el periplo histórico de una literatura que, sea de manera franca o velada, mediante sus temas o las huellas formales de estructuras afectivas, registra los bruscos cambios económicos, políticos, culturales y anímicos de Venezuela en los albores del milenio. Su escritura ofrece rasgos que en numerosas oportunidades he señalado como indisociables de buena parte de la producción literaria nacional de este período, entre ellos, una elocución que persevera en retratar oscuridades físicas y morales que todo lo ganan y traspasan, con una espacialidad en permanente derrumbe donde las ruinas de diverso orden se suman hasta suscitar una sensación de abyección material e inmaterial no distante del fatalismo.
Aquí me detendré en su colección de relatos más reciente, Método rumano para dejar de fumar (LP5, pról. F. Santaella, 2022), cuya afinidad con las fábulas del deterioro a las que me refiero es evidente. Cuando el país surge en la trama, de hecho, viene acompañado casi siempre de alusiones ominosas. “Casas vivas”, el primero de los nueve cuentos, evoca a una inmigrante en Israel que se gana la vida limpiando casas con un sueldo superior al recibido como maestra en su Venezuela natal (p. 23); además de la solapada amargura de ese bienestar, nos enteramos de que la mujer que le cuida la residencia vacía en la avenida Fuerzas Armadas está robándole pertenencias que seguramente colocará en el mercado negro, y el narrador no puede abstenerse de observar: “tan mal estaban las cosas” (p. 25), para añadir más adelante, cuando la protagonista considera la posibilidad de deshacerse de su propiedad, que en su tierra “no se podía vender nada en estos momentos, que la situación económica, que la inestabilidad, que el hambre… Venezuela había sido tragada por un agujero negro” (p. 34). En “Un paisaje alpino”, en clave más irónica, se nos describe la necesidad de emprender un recorrido por la geografía nacional en un auto “Frankenstein”, totalmente reencauchado, armado de piezas heterogéneas recogidas en cementerios de vehículos, para ir a ver a un padre que agoniza, y el hablante terciopersonal reflexiona desde la perspectiva de la protagonista:
Para no extender indebidamente este repaso, bastaría notar que en el texto que da título al conjunto y lo clausura tampoco faltan las remisiones a la destrucción:
Ahora bien, entre los libros de Lara, Método rumano para dejar de fumar —acaso con Abecedario del estío— es el que más se aparta de ese lenguaje de estragos y postración. No lo hace solo como en veces anteriores, con la explícita metáfora del claroscuro con que nos hemos tropezado en la última de las citas, sino también gracias a una vertiente temática que había estado latente en la narrativa de la autora y ahora se manifiesta sin tapujos. El universo que habitan sus nuevos personajes se define como predominantemente transterrado: un umbral en el cual las identidades se negocian una y otra vez con escenarios o expectativas inestables y en el cual la sensación de extranjería parece acompañar los segmentos del proceso de formación que se nos presenta. El término “transtierro”, desde luego, lo entiendo con José Gaos, tal como lo reformuló hacia el final de su carrera, desplazando el pathos de la pérdida de un lugar de origen a la percepción de que ese espacio puede ser móvil, dado que sus límites no son meramente geográficos, sino mentales y espirituales. Si las nociones de destierro o exilio son estáticas y reifican la privación, el transtierro recalca un dinamismo ontológico en el que el individuo intenta o logra dialogar con su nuevo entorno y se asienta en él sin quedar exento de la experiencia que obtuvo en sus circunstancias iniciales. Si bien las historias de Lara prodigan descripciones sombrías del país decadente que sirve de punto de partida para sus personajes, ha de repararse en que el desmoronamiento de ese centro de gravedad constituye en las páginas de su nuevo libro un trasfondo en el cual su imaginación lejos está de paralizarse.
La lucidez con que Lara exhibe su instrumental depara al lector algunos de los mejores pasajes de una prosa a menudo reflexiva, con un mirador a la actualidad pensante, en particular la de su país, y otro a un oblicuo sentido del humor que sabe redirigirse a sus fuentes.
El nombre de la escritora, en efecto, destaca entre los vinculados a la literatura venezolana del exterior que, desde mediados de los años noventa —tras disiparse el espejismo “saudita”—, ha venido creciendo en proporciones significativas a tal punto que no es hoy menos importante ni menos representativa que la proveniente del territorio nacional. El de Lara es un sistema de horizontes que intermitentemente se abren y cierran entre la carencia y la posesión, modelando las mudables expectativas de sus criaturas ficticias. Para la mayor parte de estas en Método rumano para dejar de fumar no hay vivencia más crucial que el extrañamiento. En “Exhibición permanente”, por ejemplo, la narradora venezolana a punto de relevar en sus síntomas a Lea, una israelí obsesionada con visitar una exposición, reflexiona hasta darse cuenta de que la repetición del gesto tiene un aspecto oculto: “ese volver al mismo museo, a la misma sala, era un ritual”, revelación que precede de inmediato a otra, acerca de sí misma: “Volví escuchando la voz de Lea cuando había dicho en aquella cena que hay una casa en los rituales. Una casa. Tal vez me lo había dicho a mí de manera indirecta, porque era yo quien había perdido todo ritual, triplemente extranjera” (p. 74). La anécdota entre kafkiana y bufa de “Gavetas que no abren” pone a otra inmigrante en Jerusalén a presenciar intercambios de dos mujeres en los que la comunicación —¿debido a desavenencias omitidas?, ¿enfermedad mental de una de ellas?— persistentemente se frustra, anunciando alienaciones acaso más radicales que las padecidas por la testigo; que a esta la inquiete el polvo que las caminatas han dejado en sus botas y que el percance entre las mujeres suceda a bordo de un autobús solo enfatizan lo movedizo del escenario y su hostilidad a los emplazamientos sólidos.
El nomadismo es a la vez tangible e intangible, abarcando geografías y credos que se turnan sin descartar vestigios de un pasado que acaba encerrado en la oscuridad y del que podrán emerger amenazas que ni la más potente luz de la razón atenúa. En “Migdal Or”, justo eso le ocurrirá a Illia Kontov, centinela de un solitario faro, quien da con sus mayores miedos al explorar un túnel subterráneo —tal vez ilusorio— que va de la torre a un monasterio vecino, cuya índole se anticipa desde las primeras líneas:
Por lo anterior se deducirá el cuidado con que Lara evita entregarse a anécdotas que se agoten en la mecánica superficial de las acciones: la verdadera tensión se halla en la psique de sus protagonistas. Eso la convierte en uno de los escasos cuentistas venezolanos capaces de crear personajes de indudable espesor, no simples actantes. La extranjería que evocan sus tramas es, por ende, profunda y ello de un modo casi literal en algunas piezas. “Migdal Or”, para no ir muy lejos, nos depara un descenso a los infiernos en el que Illia parece devorado por un inconsciente personal —y, recordémoslo, familiar— el cual no ha sabido hasta entonces confrontar:
En “Método rumano para dejar de fumar” la clausura a la que se somete el narrador lo hace sentir su habitación como un “féretro callado” y advertir que “un hueco comenz[aba] a crecer[le] por dentro” (p. 211). Mientras sus amigos y conocidos suponen que está de viaje, él admite que se trata de “un viaje de negocios a las tinieblas de [sí] mismo” (p. 213). En esa drástica introspección no hay pieza más acendrada que “Un paisaje alpino”, donde la protagonista, emigrada a Israel, en su desplazamiento en auto al oriente venezolano recupera menos el paisaje a la vista que el horizonte personal segregado por su memoria:
Las simas o los túneles diseminados en el libro —«reflejos de una realidad paralela», según se acota en algún momento (p. 88)— podrían sugerir un parentesco con otras narraciones venezolanas de entre milenios hasta cierto punto articuladas por los motivos clásicos del descensus ad inferos o la nekya; entre otras, no cabría olvidar “Boquerón” (1992) de Humberto Mata; Bajo tierra (2009) de Gustavo Valle; “El quiosco de Nilda” (en Para no perder el hilo, 2009) de Krina Ber; El círculo de Lovecraft (2011) de Carlos Sandoval; Cuaderno de Manhattan (2014) de Víctor Carreño o Broadway-Lafayette (2019) de Pedro Plaza Salvati, todas en diversos grados relacionables con la intuición de un país cuya superficie está en crisis y cuyo subsuelo —lo venido de él— sigue ejerciendo sobre el destino colectivo una espectral tiranía, capaz de perseguir a sus víctimas incluso a distancia. En el caso de Lara, pese al “agujero negro” con que en “Casas vivas” se equipara a Venezuela, esos lazos son más bien secundarios, pues el orbe ctónico con más urgencia insinúa mises en abyme donde un proyecto estético, acudiendo a reiteraciones, se examina con plena conciencia de sí mismo y del tipo de indagación que se ha propuesto: “El sol detenido sobre los cielos no marcaba ninguna hora. Un carro en movimiento perpetuo llevaba una máquina en reposo por un mapa desconocido. Como si todo hubiera sido un desvío, dentro de un desvío, dentro de un desvío” (p. 98). La máquina musical que la protagonista de “Un paisaje alpino”, por traerle recuerdos de su niñez y su padre, compra en una “taguara” miserable del camino —ni más ni menos “entre algunos árboles y un abismo” (p. 85)— funciona como sutil alegoría de los mecanismos expresivos de la autora: la adquisición, posibilitada por “cajitas con tierra santa” que había traído para sus tías (p. 93), completa la sardónica exposición de una poética en la cual se intuyen y esbozan las transacciones simbólicas que se producen en el ahora mundializado campo cultural venezolano.
La lucidez con que Lara exhibe su instrumental depara al lector algunos de los mejores pasajes de una prosa a menudo reflexiva, con un mirador a la actualidad pensante, en particular la de su país, y otro a un oblicuo sentido del humor que sabe redirigirse a sus fuentes. En “Método rumano para dejar de fumar” la mise en abyme se orienta hacia los avatares de la emigración, el motivo que cohesiona la totalidad del volumen, presentando como desesperado e imposible el escape de “todas las carencias que vivíamos en Caracas” (p. 193), ya que el afuera, en este caso Israel, puede tornarse también en una trampa, una prisión: “De alguna manera solo pudimos probar que yo era descendiente de judíos y así pudimos recalar en este suburbio de mierda. Un suburbio, de otro suburbio, de otro suburbio” (p. 215). En “Exposición permanente”, empujada por una obra de arte, la narradora se precipita en la infinita fosa de la pertenencia, pero sin angustia al principio; lo que atisba, por el contrario, es una serenidad inusitada, la de quien ha empezado a desconfiar de la existencia o validez de centros sociales, políticos o metafísicos:
Esa visión siquiera fugaz de una identidad fluida, plástica, más allá de las axiologías tradicionales, o sea, ni correcta ni incorrecta, ni verdadera ni falsa, decididamente atada a vivencias irreductibles del sujeto, coincide con el “umbral” al que párrafos atrás he aludido, donde los arraigos se producen de manera inesperada aun en lo que puede ser, en principio, ajeno u otro. Liliana Lara cartografía la delicada superficie de tales hallazgos del ser con un tono siempre amable, nada nihilista, movida por una simpatía sin fin hacia sus personajes, por más que resulten fracasados o ridículos, dueños solo de una existencia que se fragmenta. Y es que en sus renglones hay tantas luces como sombras: la literatura, después de todo, también sabe de vez en cuando ser risueña en medio de las desgracias, revolotear grácilmente sobre las tinieblas convertida en luciérnaga.
©Trópico Absoluto
Miguel Gomes (Caracas, 1964), estudió literatura en la Universidad Central de Venezuela y en la Universidad de Coimbra. Doctor en literatura por la Stony Brook University, New York. Board of Trustees Distinguished Professor de la Universidad de Connecticut, donde enseña desde 1993. Miembro de la Academia de Artes y Ciencias de Connecticut y miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Posee una amplia obra narrativa. Entre sus libros de crítica se cuentan: Los géneros literarios en Hispanoamérica (Navarra: Ediciones Universidad de Navarra, 1999) y La realidad y el valor estético: configuraciones del poder en el ensayo hispanoamericano (Caracas: Editorial Equinoccio, 2010).
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