“La reproducción del gesto ruinológico sonámbulo generó nuestra modernidad literaria”. Entrevista con Juan Cristóbal Castro
Claudia Cavallin (San Cristóbal, 1972) entrevista a Juan Cristóbal Castro (Caracas, 1971) a propósito de la lectura de su libro Arqueología sonámbula (Anfibia, 2021), publicado en Santiago de Chile. “La arqueología sonámbula trabaja la pulsión fantasmática y utópica de la ruina desarrollista y bolivariana, pues ciertamente subjetiviza el deterioro como una manera de reconocer su colapso, de asumirlo, hacerlo paisaje personal e interiorizarlo hasta cierto punto. Su telos sin embargo no es reificar esos desechos, sino por el contrario aceptarlos como una forma de duelo, que se aleja de la pretensión de usarlos como capital simbólico autoral”. (JCC)
Cuando nos aproximamos a una obra literaria que se mueve entre diversos fragmentos de lo imaginario, trasladándonos como lectores desde ciertas historias escritas, pasando por las referencias de las notas de investigación periodística o detallando un grafiti de las “Clases de Kun-Fu Wushu” –en las ruinas de una casa donde habita parte de la memoria–, hasta llegar a la embriaguez de un edificio quebrado donde “Chávez Vive”, podemos viajar en la memoria histórica venezolana para retomarla, utilizando ciertas fuerzas que Juan Cristóbal Castro reconstruye como un valioso espacio compartido. Partiendo de esta sensación lectora, surge nuestra conversación sobre Arqueología Sonámbula (Santiago de Chile: Editorial Anfibia, 2021).
Claudia Cavallin: Quisiera comenzar con el contexto político social detallado en tu escritura. En Arqueología Sonámbula, cada página gira sobre una “lógica fatal” que el destino parece imponer por encima de todas las cosas. Aquí “Caracas ya es otra”, “Venezuela ya se fue” y las ruinas se imponen, como diría Foucault, con el poder disciplinario de la reclusión en múltiples espacios que –en el libro– se abren y cierran bajo la antigua cuenta de los números romanos. Partiendo de lo que detallas en los capítulos I, II, III, IV …XVII. ¿Crees que tu novela puede formar parte de una corriente historiográfica venezolana necesaria, más allá de la ficción?
Juan Cristóbal Castro: La verdad es que no lo he pensado. Es un buen punto, aunque lo que hace Arqueología sonámbula no es historiografía, pues el discurso histórico está vinculado con algunos presupuestos positivistas, muy válidos, que rehúyen de cierta dimensión especulativa. Yo pensaría más bien en algunas líneas que se vienen abriendo después del llamado “giro lingüístico” con tendencias más recientes vinculadas a los estudios de las materialidades (nuevas y viejas). Claro, hay algo de moda académica en ello, pero, si se digiere bien, podría abrir recorridos interesantes para pensar nuestros pasados fuera de los esquemas dominantes de nuestra pequeña esfera pública, que lamentablemente pareciera seguir anclada en fórmulas muy rígidas y convencionales para comprender la situación que se vive. Recuerda que el mismo Walter Benjamin, pionero en algunas de estas líneas, se desmarcaba de lo que consideraba como un historicismo más empírico. Por otro lado, si revisas el arte contemporáneo venezolano (sin obviar muchos trabajos críticos estupendos), verás que se viene trabajando cada vez más desde esta línea, que por suerte tiene muchas vertientes.
En lo personal, no trataría de escindir lo que hice en la obra de cierta idea de ficción. Mi “investigación” arqueológica es una boutade que simula una pesquisa, pues trabaja con lo especulativo, lo vacilante, lo indeterminado, precisamente en ese campo de (im)posibilidades que ofrece lo ficcional, donde el pasado se abre al presente y al futuro en conexiones inesperadas. Mis precedentes están en el contexto literario venezolano, por más que Antonio José Ponte haya sido una marca relevante. Al final yo no hago sino reproducir el gesto ruinológico sonámbulo que generó nuestra modernidad literaria. Los poemas de Ramos Sucre no son sino producto de una labor sobre ruinas culturales, donde la crítica a lo heroico tiene un peso relevante a partir de fragmentos de escenas, situaciones e imágenes de la tradición canónica occidental. Por su parte, Enrique Bernardo Núñez con Cubagua trabaja con ruinas fantasmales de la colonización española y su deseo de riqueza que reaparece en la modernización petrolera. Y finalmente está el Salustio González Rincones de La yerba santa, quien usa vestigios del discurso antropológico y filológico que pretendieron esencializar lo folklórico nacional, en una particular modalidad de lo que llamaría “(im)popular”, es decir, lo popular que no ha sido absorbido por el poder estatal o mediático y reciclado como “populismo”.
A diferencia de las indagaciones arqueológicas que desarrollaron después autores como Picón Salas, Briceño Iragorry o el mismo Cabrujas, para explorar el avance acelerado de la modernización venezolana, estas tendencias no quisieron quedarse en una dimensión hermenéutica de los vestigios, sino que buscaron sus marcas fantasmales y oníricas. Salieron además de la fría mirada del científico social o del intelectual humanista, y se atrevieron a entrar en el mismo laboratorio que habían construido para examinar el espesor de estos desechos. Gracias a ello, y gracias a la libertad especulativa de la ficción literaria moderna que usaron, pudieron entrever el remanente utópico de carácter embriagante que organiza todavía nuestras fantasías sociales, pues bajaron al infierno de lo negado y olvidado, por decirlo de una manera, no sólo para analizar esa difícil capa tectónica que se oculta en los despojos discursivos, materiales, culturales, de nuestros relatos nacionales, sino para divisar otras trayectorias incipientes de futuros (im)posibles que no hemos podido entrever.
C.C.: Me mudo ahora a un poder similar, dentro de la historia, que también podría estar en la narrativa fotográfica. Cada una de las imágenes que incluyes, como parte de un archivo visual, representa lo que Barthes destaca como un mecanismo de producción de sentido. Aquí se imponen las representaciones pictóricas del espacio compartido, del afuera, de los símbolos. En tu obra, ¿consideras que el lector como Spectator inmediatamente conecta las imágenes con un sentimiento similar al de una herida o un profundo quiebre de la democracia en Venezuela? ¿Representan, como diría Baudelaire, “la verdad enfática del gesto en las grandes circunstancias de la vida” en el país?
J.C.C: Es difícil colocarse uno en el lugar del lector o espectador. Como bien sabes, siempre las obras van más allá de lo que uno intente hacer o decir, pero desde luego mi deseo hubiese sido efectivamente trabajar una idea de crisis, aunque muchas veces mis elecciones fueron aleatorias a partir de lo que conseguía en mis viajes a Caracas, sobre todo el que hiciera en el 2014, fecha clave para el libro.
Pensé que era mejor abrirme a lo que conseguía allí de manera azarosa, contingente, pues ya marcaba en sí un testimonio de un tiempo, de una época de la ciudad. Trabajé así con una metodología menos periodística o académica que surrealista, un archivo documental de sorpresas prosaicas, por decirlo de alguna manera. Intuía que la dimensión de nuestra crisis haría inevitable que cualquier cosa que consiguiera desde esta instancia impredecible se iba a convertir en una evidencia de época, porque el avance del deterioro revolucionario era inevitable. Se sabía desde el 2007, cuando se vivía bajo la burbuja petrolera. La alternativa que nos brindaba la revolución era insostenible, inviable, fantasiosa, por más visibilidad que se le diera en ese entonces a los sectores desfavorecidos.
Por otro lado, estaban imágenes de artistas que me interesaron, y luego algún trabajo en las bibliotecas que hiceron algunos amigos por mí, cuando estaba fuera del país. Tenía muchas cosas, pero fui fluyendo con ellas, decidiendo en el momento. Quizás por eso se me hace difícil poder circunscribir todas las imágenes a un solo significado o gesto, pero muchas de ellas buscaban erigir una dimensión profana sobre el corazón sagrado del historicismo revolucionario, de su narrativa dominante enmarcada en la pretensión de un destino histórico trascedente y triunfante.
Así, frente a la cambiante realidad revolucionaria y frente a lo difícil que fue oponerse a su avance (des)acelerado, no me quedó sino buscar maneras de testimoniar creativamente lo que sucedía, como le sucedió por cierto a muchos otros escritores y artistas; aunque, insisto, en mi caso muchas veces los materiales vinieron a mí y no yo a ellos, y ese azar mágico, contingente, tuvo también un sentido para alguien que pretendía ser un arqueólogo sonámbulo.
C.C.: Ya que mencionas la cambiante realidad revolucionaria, en el ensayo “Juan Cristóbal Castro y las ruinas sonámbulas de Caracas”, publicado en el Papel Literario de El Nacional (2022), Camila Pulgar Machado parte de la idea de que tu obra “es un relato donde el autor goza”. En tu genealogía del goce, que Pulgar Machado destaca como parte de la novela, ¿mudas la arqueología del contexto social compartido en los restos de la historia, al modo individual y personal del placer, el deseo y la memoria; conjugando erotismo y literatura?
J.C.C: La maravillosa lectura de Camila, como la de otros conocidos críticos y amigos (a quienes, de paso, agradezco su interés), abre muchas puertas. Ella se centra en una escena paradigmática que tiene que ver con una aventura que vivió mi papá, que arranca como si fuese un episodio heroico, con fracaso incluido, y termina como una lección de mundanidad existencial, una lección hermosa de vivencia compartida, de experiencia placentera, de redescubrimiento personal y colectivo. Es parte de lo que se desprende del baúl encontrado en los Chorros, que para Camila es un insumo más del “archivo criollo” (que yo asociaba por cierto a una especie de molde detrás del cual relucía la figura trágica de Miranda). En este caso, se trataba de un conjunto de historias verídicas de mi familia (pues otras historias del personaje son inventadas, o tomadas más bien de historias de amigos y conocidos), aunque con la diferencia de que, detrás de ellas, existía (o pretendía existir) una crítica al heroismo patriarcal que tanto daño nos ha hecho. Cada anécdota o recuerdo de ahí mostraba, por decirlo de alguna manera, una forma peculiar de lo Real de su fantasía social.
Si bien el libro tiene una factura melancólica, rehuye de un tipo de nostalgia restaurativa o monumental, o al menos eso creo. No sólo porque no busca restituir un pasado perfecto, que nunca lo fue, sino porque precisamente intenta advertir en algunos casos precisos un reconocimiento de la fuerza misma de la vivencia. La historia del viaje de rugby es, como dije, relevante en ese sentido; también pensaría que las reflexiones sobre la obra del artista Roberto Obregón.
Por otro lado, es bueno reconocer varias dimensiones del goce, siguiendo lo que abre la lectura de Camila. Una sería picaresca y algo compulsiva del personaje principal que, frente a la crisis que vive, busca (en el sentido lacaniano) cierta satisfacción desesperada en lo sexual, como una manera inconsciente de integrarse al entorno deteriorado que visita y que a su vez lo viene expulsando en cada intento de acercársele. Después está la relación amorosa fallida, que también era otra manera de reconectarse con lo que va dejando atrás de su ciudad, pero de nuevo termina siendo una fantasía de falso consuelo que lo excecra más, que lo arroja más fuera de sí.
Al mismo tiempo, podemos decir que, frente a estas derrotas, hay otro ámbito del placer que tiene que ver con el reconocimiento de la vitalidad de la vida, de la fuerza y resistencia del vivir, donde hay recuerdos personales que se disfrutan, que divierten y alimentan el deseo de escribir y conectarse con el pasado de manera más lúdica. Ahí se nota cierto eros de la escritura misma, de su fuerza evocativa e imaginal. Se da junto a la investigación arqueológica y las aventuras que vive el protagonista, como una forma para lidiar con el trauma de ese deterioro y su falta de explicación racional, una manera de confrontarla o aceptarla también, pues al final esas imágenes son lo que permanece del país dentro del protagonista. Por eso mismo no los veo disociados, sino más bien interconectados.
El libro narra desde un quiebre que no se entiende del todo, porque el acontecimiento traumático ha sido difícil de comprender, y, más aún, de procesar. Además, seguimos inmersos en él.
C.C.: Hace poco, publicaste en las redes sociales una conexión abierta con tus ensayos itinerantes en Tierras de Agua (CEVAM 2022) y allí mencionas que “como nunca antes en la historia, la ficción nos ha tomado a todos y ha logrado, sin hacerse realidad, tener resultados bien concretos: hambre, soledad, migración, falta de medicamentos o alimentos, suicidios, odios, miedos”. Como dices, en esta guerra del lenguaje y de la imaginación, que difumina las fronteras entre literatura y realidad ¿Arqueología sonámbula logra concretar los recuerdos compartidos? En una de sus páginas, leemos que “la memoria es un palimpsesto donde uno se va perdiendo a lo largo del tiempo de lo vivido …”
J.C.C: El libro narra desde un quiebre que no se entiende del todo, porque el acontecimiento traumático ha sido difícil de comprender, y, más aún, de procesar. Además, seguimos inmersos en él. No es como el golpe dictatorial que ocurrió en los setenta en Suramérica donde hubo una violencia inmediata, un cambio radical, unos militares que hablaban de restitución de orden y despreciaban lo social. Aquí fue lento, progresivo, con complicidades, errores, con gran perversión también: corrupción, histeria, odios, resentimientos, bajeza. Y todo esto detrás de lenguajes humanísticos, con usos estratégicos de diferencias sociales, culturales, raciales y de clase. Por eso el personaje está escindido, como su país, como sus amigos, como su política, y los soportes mismos para custodiar su memoria familiar y personal. A ello se añade cómo, por todo esto, lo individual y lo colectivo quedaron fracturados, cruzándose de maneras nunca antes vistas. Es verdad que hubo algo antes de la llegada del chavismo donde las instituciones públicas empezaron a gozar de cierta decadencia, sin la intensidad polarizada que se dio después, claro. Es bueno decirlo: esa fantasía liberal que repartía racionalmente el espacio privado del público nunca fue una realidad en Venezuela, por mas que las redes vinieran después a confundirlo todo aún más. La gente salía a las calles, jugaba fútbol o rumbeaban en ellas, mientras otros ponían cercas por miedo a la delicuencia. La televisión era más importante que la lectura, y la chica de bikini de la Polar se anunciaba junto a una noticia de un crimen. Después, con la revolución, la complejidad de nuestros paisajes culturales terminó dividiéndose en dos: chavistas y opositores, este y oeste, blancos europeos contra afros venezolanos o indígenas, clases altas contra clases bajas. Era una guerra desde el lenguaje; una guerra civil de baja intensidad, claro está, pero guerra al fin.
Si bien, como argumentaron algunos, eso estaba antes, siempre se dio de forma latente, nunca binaria, pues existían todavía muchos puentes, muchas maneras de coexistir, de entablar relaciones, sin obviar cómo los abruptos momentos de riqueza petrolera abrieron puertas vertiginosas de ascenso social que cambiaban el panorama jerárquico, sin obviar la tradición del “igualitarismo venezolano” que nos viene desde el siglo XIX.
El discurso revolucionario aquí logró amplificar la división, usar la fractura, imponiendo el esquema reductivo anterior. Desde esa escición que vive el narrador, incluso antes de la revolución, se le hace una especial obsesión conseguirle cierto sentido a su lugar ya perdido en el país, pero al mismo tiempo con él y desde él empieza a fluir dentro de la realidad que le toca vivir: a aceptarla, reconocerla, usarla. Desde ahí es que podía conectar su especial singularidad con lo colectivo, que se le aparecía no como una sustancia homogénea, sino como algo cambiante, con múltiples caras. No se trataba entonces de darle un orden a todo ello, al más puro sentido moderno, ni tampoco de glorificar su fragmentariedad en el sentido posmoderno. Se trataba, por el contrario, de entrever su naturaleza quebrada, herida, como una manera de hacer mundo, de conectarse con otros, ya no como abstracciones idológicas, consignas, sino como figuras variadas: historias personales de distintos tiempos y espacios, encuentros y desencuentros con amigos y conocidos.
Frente a las ficciones totalizantes y conspirativas que erigió el poder revolucionario, que antecedente por cierto a lo que hará gente como Trump y muchos otros populistas autoritarios del siglo XX, la ficción literaria que quise trabajar con mi “arqueología” intentaba ofrecer otras maneras de imaginarnos desde una idea de lo común que busca más bien la aceptación empática con memorias pasadas plurales, singulares, sin cerrarlas en un “yo” identitario o en una lección ejemplar generalizadora.
Quisiera haber logrado trabajar (desde mis propias limitaciones) eso, trayendo a colación otras maneras de pensar una relación con los diversos tiempos venezolanos desde una idea de ficción reflexiva, ensayística, que la consideraría más hospitalaria.
C.C: Finalmente quisiera volver al “animal anfibio que traza la historia de los últimos veinte años en Venezuela”, como describe Gina Saraceni a tu Arqueología sonámbula. Al final de la novela, aparece un texto de Juan Cristóbal Castro en el cuaderno azul que encuentra el narrador de esta obra que tú mismo escribes. Pareciera que hay un texto, dentro de otro texto, dentro de otro texto, al que los lectores tenemos el placer de ingresar, como siguiendo la curvatura de Fibonacci, cada vez más lejos del centro, de nuestros orígenes, de nuestro país. Pensando en la filosofía de la historia de Benjamin ¿Crees que la historia en Venezuela terminará reconstruyéndose repleta de vacíos o de la ilusión de un sistema de espejos que nos reflejan como a Juan Cristóbal Castro en la novela?
J.C.C.: Para contestarte, quisiera valerme de una analogía que puede ser problemática y muy especulativa. Primero que nada, hago una breve aclaración sobre lo que comentas. Recuerdo que mi proyecto inicial era hacer una suerte de diario con reflexiones sobre la ruina en general. Le di a una persona conocida uno de los primeros bocetos, quien me los intervino y corrigió como si fuese una pieza académica. Al leerlo en esta nueva versión más pulida, tuve una sensación de extrañamiento, pues no los sentí míos. Perdieron mi voz, mi ritmo, mi estilo. Pero después de cierto tiempo, me pareció más bien maravillosa esa sensación de extrañamiento. Me di cuenta de que tenía que huir del lugar anterior. Y decidí por eso reescribir todo en tercera persona, con otra voz. Así, al valerme de ese dispositivo impersonal, se me abrieron posibilidades de repensar mi acercamiento de manera radical.
Fue en ese interregno cuando la ficción se coló más y empezó a infectar los escritos, como nunca me había imaginado antes. Empecé a darme cuenta de la necesidad de cuestionar mi lugar como testimonante de los hechos, como autor legítimo, pues era fácil colocarme en una zona de superioridad moral, siendo el hijo de quien era, usufructuando casi aristocráticamente prebendas simbólicas que no eran mías, sino de mi papá (de sus luchas y experiencias como investigador e intelectual), de modo que empecé a intervenir quirúrgicamente al narrador, a incluir cosas que no había vivido yo en lo personal, a considerarlo como alguien más decadente, más patético, más ruinoso. Y ahí también, como bien nota Camila, empecé a gozar, a divertirme como escritor que juega con las expectativas de un lector venezolano “correcto”, monumental. Quise así trabajar menos con la auto-ficción, género que en algunas tendencias terminó en una suerte de exhibicionismo narcisista, sino más bien con lo que algunos han llamado “alterficción”, para usar un término del escritor y crítico Evando Nascimento, donde uno deviene “otro”, distinto a sí mismo, destituyendo la soberanía egolátrica, núcleo por cierto de la teatralización populista que compartimos en las redes sociales.
Desde ahí me interesó considerar dos cosas. Por un lado, la desgarradura que propone todo evento traumático, que disocia al sujeto de sus lugares de enunciación nacional (de hecho, el narrador no es confiable porque le roba las vivencias al autor, precisamente en tiempos de “expropiación” revolucionaria); por otro, el cuestionamiento a la centralidad del escritor, figura a partir de la cual nos hemos ido monumentalizando muchos en las redes, en la escritura, en el pequeño mercado opositor como presencias incólumes, inmunes al virus corruptible, incivilizado e irracional del chavismo, cuya mayor perversión se evidenció por casualidad hace unos años cuando condenamos, después de muerto, al poeta Willy Mckey con una moralina parecida a lo que tanto criticábamos de los sectores más radicales de la revolución, y lo digo sin excusar lo que hizo reprochándole incluso ese intento de manipular en las redes sociales a sus seguidores, que evidenció, por lo demás, que él mismo se sentía demasiado seguro del poder de esa monumentalización de la que vengo hablando.
La arqueología sonámbula trabaja la pulsión fantasmática y utópica de la ruina desarrollista y bolivariana, pues ciertamente subjetiviza el deterioro como una manera de reconocer su colapso, de asumirlo, hacerlo paisaje personal e interiorizarlo hasta cierto punto. Su telos sin embargo no es reificar esos desechos, sino por el contrario aceptarlos como una forma de duelo, que se aleja de la pretensión de usarlos como capital simbólico autoral. Desde esa distancia también es que puede a la vez investigarlos para ver qué nos dicen de nuestras fantasías, aunque eso tiene un precio: ser parte de esa misma disolución y fragmentariedad. Rehúye, en todo caso, de una idea de apropiación ruinosa romántica, principio a partir del cual el sujeto escribiente y recolector erige otra historia futura y oficial de superación de la decadencia.
Otra cosa sería también trabajar el derrumbe como una fotografía en proceso desde el cual el narrador o escritor se mantiene al margen del acontecimiento, viendo la decadencia fuera de él, en un gesto de exteriorización radical que, si bien pudiera darle vida a las fuerzas vibrantes de las mismas materias en su devenir deteriorado, por otro lado exonera al autor de cualquier vínculo afectivo y ético con lo derruido, incluso cayendo en una suerte de apología secreta de su factura destructiva, al estilo de lo que hizo la gente del Techo de la Ballena. Hay de hecho toda una crítica de la modernización espectacular venezolana desde ahí, pero todavía no me convence una política estética o literaria que consista sólo en invertir el gesto desarrollista grandilocuente, cambiando lo monumental por lo abyecto. De hecho, no sé qué “polis” genera un historicismo al revés, una simple estetización de la catástrofe; lo que no excluye otras lecturas que relaciones lo humano con lo no-humano, abriendo otro tipo de comunidad.
Dicho esto, vuelvo a tu pregunta. Se me hace difícil predecir cómo lograremos reconstruirnos, pero ciertamente vale la pena interrogarnos sobre el patrón a partir del cual estamos pensando e imaginando esa reconstrucción. Hablo de su lógica misma.
Dudo que sirva buscarla con las herramientas del pasado de una manera diría que tautológica: repitiendo cosas que en su momento funcionaron, pero que ahora se enfrentan a otra realidad. Además, encuentro peligroso asumirla desde un centro orgánico que hemos perdido y al que debemos volver, como si fuese algo que tuvimos completamente claro. Sustituir a Bolívar por Gallegos o Betancourt, restituir la autoridad de los expertos como un nuevo panteón de notables, o volver a una idea de racionalidad de la política como mera tecnocracia absolutista, sin afectos o conexiones con lo popular, me parece que sería un grave error, y veo que muchos sectores opositores lo hacen con recurrencia.
No estoy ciertamente igualando el pasado democrático con la revolución. Estoy, insisto, tratando de advertir las maneras cómo hemos ido reinventando la cura y el daño en este tiempo, pues hasta ahora ha sido un ejercicio muy insatisfactorio: muy moralizante, sectario y melodramático. El ejercicio de hacer balances debe protegerse de la tentación de valorar los hechos reinventando jerarquías geométricas, esquemas personalistas y reactivos: el CAP que traicionaron o el Betancourt que negaron, como cúspides de las luchas políticas y sus fracasos. Dudo mucho de un orden, de un arkhé perfecto que hubo antes. Rescato más bien esfuerzos instituyentes, formas de vida mejor, trabajos sobre lo común, cuya energía motriz se condensó en eso que que llevó al Pacto de Puntofijo, más allá de sus lecturas meramente circunstanciales, anecdóticas o contractuales. Me parece más productivo verlo como un ejercicio de integración prospectivo que generó el ánimo de respetar las libertades públicas, impulsar la economía moderna, desarrollar instituciones democráticas y satisfacer demandas sociales, incluso tratando posteriormente de integrar a la disidencia misma (es decir, a la izquierda radical), que un simple encuentro de notables bajo un pacto mínimo de gobernabilidad.
Ese horizonte de comunión de energías, que logró apostar por un futuro realizable, no tuvo una forma concreta, sino una voluntad de fuerzas que se conectaron a lo largo del tiempo. Su centro vacío, despersonalizado, pudo por algunos años (y con muchas deficiencias, claro) realizar la promesa republicana de vida en común que movió a nuestras luchas independentistas, a nuestras rebeliones de esclavos, a nuestras reivindicaciones culturales y sociales. Pero lamentablemente no hay relato para ello. Hay narrativas de la “resistencia”, historias de presidentes abandonados, de luchas maravillosas de nuestros insignes civiles (virilizados y/o blanqueados), pero nada que hable cómo se construyó esa idea milagrosa de comunidad estatal y social, sin usar el petróleo para perpetuarse y logrando terminar en una paz momentánea, cuando el continente todavía permanecía preso bajo la lucha armada.
Por otro lado, cualquiera de las formas en la que se reconstruya la historia venezolana, estará condenada a miles de vacíos que habrá que llenar con ejercicios imaginativos propios de nuestro presente, de espejos que nos miren, como dices de Juan Cristobal Castro, pero no en forma narcisista, sino más bien en forma dilemática, interrogativa, interpelándonos en lo (im)personal, obligándonos a trabajar desde una identidad cuestionada. No habrá una sola historia teleológica por restituir, por más que algunos políticos se impongan erigiendo de nuevo una sola, sino muchas que podrán girar (ojalá) dentro de la órbita instituyente que vengo comentando, pues ahora los venezolanos somos más heterogéneos. Hay que aceptarlo. Vivimos afuera y adentro. Conformamos comunidades evangelistas o seguidoras de las luchas LGBT. Hablamos varios idiomas políticos, culturales, sociales. Algunos de nosotros saldrán de las mejores universidades del mundo y otros serán analfabetos, con problemas de nutrición, pero eso no impedirá que se dé algo que me parece clave: que todos querrán reunirse en el mismo deseo (siempre renovado) de buscar mejores formas de vida. Deseo que anhelará también mejores instancias de relación. Hablo de vínculos más respetuosos, más pacíficos, más libres y saludables.
Sólo en un marco que integre (sin subsumir uno de los bandos sobre el otro) las reivindicaciones de los derechos individuales con los colectivos (tanto en lo institucional como en lo cultural), es que se podrá abrir espacios creativos para germinar lo común y lo singular de cada uno de nos-otros. Podemos hablar de la llamada “democracia liberal”, que a veces es muchas cosas, pero necesita ser llenada de contenido, de contexto, de vida. Dejar de convertirse en un mero fetichismo formal, apto sólo para arrogantes criollos ilustrados, y convertirse en un recipiente plural de muchas luchas por derechos sociales, culturales y personales.
No veo otra salida.
©Trópico Absoluto
Juan Cristóbal Castro (Caracas, 1971), estudió Comunicación Social y Letras en la Universidad Central de Venezuela. Es Doctor en Literatura por la Universidad de California. Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Chile. Ha publicado los libros Alfabeto del caos: crítica y ficción en Paul Valéry y Jorge Luis Borges (Facultad de Humanidades y Educación, Universidad Central de Venezuela, 2007), Idiomas espectrales: lenguas imaginarias en la literatura latinoamericana (Editorial Javeriana, 2016) y El sacrificio de la página: José Antonio Ramos Sucre y el arkhe republicano (Almenara, 2020). También publicó el texto-ficción Arqueología sonámbula (Anfibia, 2021).
Claudia Cavallin (San Cristóbal, Venezuela, 1972) es Profesora Asociada en la Universidad Simón Bolívar (Venezuela) y docente en el Departamento de Lenguas y Literaturas de Oklahoma State University. Es autora de los libros: Ciudades de película: Ficciones urbanas del cine, la literatura y la música (Editorial Académica Española, 2012) y Espectros de la palabra. La metáfora en Borges: los juegos del lenguaje que hacen posible la configuración de un universo de imágenes recursivas (Editorial Académica Española, 2012). Entre 2012 and 2015, fue directora de Estudios. Revista de Investigaciones Literarias y Culturales.
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