/ Mariano Picón-Salas: Fervor de Venezuela

Pequeña confesión a la sordina

Mercado en la plaza Bolívar de Mérida en 1873. Colección Biblioteca Nacional de Venezuela.

De mi obra literaria he suprimido las páginas anteriores a 1933. Aun las de esa fecha resultan para mi gusto de hoy exage­radamente verbosas y no  desprovistas  de  pedan­tería juvenil. Parece que en ellas me encrespaba un poco como para lucirme en un examen sabihondo. A pesar de los reveses de la suerte  (de muchacho de acomodada fa­milia burguesa pasé a ser estrechamente pobre al final de mi adolescencia, cuando el dinero se necesitaba más), conservé cierta ambición en el terreno intelectual. O ese moceril intelectualismo era un proceso compensatorio por tantas cosas que me arrebató bruscamente la vida. Acaso contra  mi  voluntad, el destino  me  impuso  una vocación de escritor nómada, y por ello mis escritos obligan fre­cuentemente al lector a largas expediciones por el mapa. Nacido en Mérida, en los Andes venezolanos, terminé mis estudios universitarios en Chile; volví a mi tierra con las primeras canas treintañeras, a la muerte de Juan Vi­cente Gómez, moviéndome después por Europa, Estados Unidos, México y Sudamérica. No olvidé, sin embargo, mi verde altiplanicie andina guarnecida de cumbres ne­vadas, de donde se desgajan blanquísimos ríos torrento­sos, y mi vieja ciudad de arriscados aleros y campanarios, donde en el tiempo de mi infancia aún se vivía en un sosiego como de nuestro colonial siglo XVIII. Esto –lo con­fieso– siempre produjo  en mi espíritu un pequeño con­flicto entre mis ideas y mis emociones, porque si la inte­ligencia aspiraba a ser libérrima, el corazón permanecía atado a esa como añoranza de un paraíso perdido. Es­cribí un librito, Viaje al amanecer, como para librarme de esa obstinada carga de fantasmas y seguir «ligero de equipaje» –como en el verso de Antonio Machado– mi peregrinación del mundo.

Todas estas tierras, paisajes y sugestiones de la cultura pasaron por una inquieta –a veces difusa– mente sudame­ricana que, entre todos los contrastes de la época, ansiaba ordenar lógica, estética y emocionalmente sus peculiares categorías de valores. Los europeos que nacieron en el regazo de civilizaciones viejas, ya ordenadas y sistemati­zadas, no pueden comprender  esta  instintiva  errancia del hombre criollo, la continua  aventura  de  argonautas que debemos cumplir aún para esclarecer nuestras propias realidades. Lo universal no  invalida para mí lo regional y lo autóctono. Los españoles, por ejemplo, a quienes estamos unidos por ancestrales vínculos de idioma y costum­bres, a veces nos llaman «cosmopolitas» porque a pesar de ser tan venerables los valores de la cultura hispánica, ne­cesidades y circunstancias especificas de América nos obli­garon a pedir en préstamo a otros pueblos técnicas y for­mas para las que no parecía valernos el viejo legado tradicional. Con ideas francesas, inglesas y aun norteame­ricanas, se vistió nuestra insurgencia política para crear Repúblicas a comienzos del siglo XIX. Tuvimos un positivismo franco-inglés y un modernismo afrancesado. Estados Unidos está demasiado cerca y sufrimos no siempre ven­turosamente el impacto de su periodismo y de su peda­gogía. A los diecinueve años me encantaba la prosa de Azorín, hasta me esmeraba en imitarla, pero ¿de qué rin­cones viejos y patinadas rutas de Don Quijote iba a hablar en este tormentoso  y cambiante mundo sudamericano? A algunos de los grandes amigos de América en España, desde Menéndez y Pelayo hasta el muy comprensivo y genial Unamuno (a quien hubiéramos otorgado titulo de gaucho, guajiro o llanero honorario), les faltó la experiencia directa del escenario, americano y de toda la especial problemática que aquí suscitan el inmenso espacio geo­gráfico, el mestizaje, la inmigración, la imperiosa vecin­dad de un enrarecido mundo tecnológico y supercapita­lista como el de los Estados Unidos. Por ello no es culpa nuestra, sino de ineludibles tensiones históricas, que  nues­tra moderna cultura hispano-americana se ofrezca a ratos al espectador con cierta  proliferancia babélica. A Ortega y Gasset le sobró orgullo cuando en nombre de una vieja coherencia europea regañaba a un estudiante argentino de filosofía, hace veintitantos años. Desde entonces, Amé­rica ha avanzado mucho en  la especialización y el rigor crítico, pero aún no puede pedírsenos ese orden como de culturas cerradas y repensadas en sí mismas que es  tra­dición de Europa. Vivo en una ciudad como Caracas, que si en algunas viejas calles, balcones y patios puede re­cordar algo de Cádiz y de la bisabuela provincia andaluza en otras es un remedo banal de Houston, Texas y de Los Angeles, California. Muchos artistas y escritores no qui­siéramos que sucediese así; aún defendemos el ancestral de lo nuestro, pero nosotros no pertenecemos al mundo de los negocios, que ahora determina el rostro de las ciudades.

La nostalgia de esa naturaleza perdida es uno de los leit motiv de mi obra literaria, pero al  mismo tiempo el público que nos lee en los periódicos pide orientaciones, retratos y síntesis de ideas, y por eso fui llamado un ensayista.

A estos complejos culturales que condicionan sobre el subsuelo hispano-indígena lo peculiar y paradójico de la vida hispano-americana, se mezcló en los escritores de mi generación (los que concluíamos la adolescencia hacia 1920) el carácter tan desgarrado de la época. Ya ni en la lite­ratura era nuestra tarea primordial un «esteticismo autó­nomo» como el de los escritores del «Modernismo». Siendo tan grande Rubén Darío, los poetas de 1920 ya no tenían voluntad de continuarlo, como los  prosistas no se iban a conformar con hacer «pastiches» de Valle-Inclán, Gabriel Miro, Díaz Rodríguez o Ventura García Calderón. En un venezolano de mi promoción literaria se juntaban el natu­ral instinto de rebeldía contra la  bárbara dictadura de un Juan Vicente Gómez y aquella desenfrenada corriente de ideas y nuevos credos políticos que  estaba esparciendo el mundo de la primera postguerra. A los movimientos revolucionarios europeos correspondían en nuestra histo­ria criolla las grandes revueltas civiles de México, con sus programas de reforma agraria y redención del indio; los de las juventudes estudiantiles de Argentina, Chile, Perú etcétera, luchando por una Universidad nueva; la emer­gencia agresiva de sindicatos y organizaciones obreras con su reclamo de nuevos derechos sociales. Y todo eso nos alborotó en los años mozos con el ímpetu de quien quiere bogar en el embravecido mar de la época. ¡Cuántos manifiestos y planes para la radical reforma del mundo escribimos entonces! ¡Qué alegre y caliente bullicio en aquella Federación de Estudiantes de Chile, donde los his­pano-americanos de todas partes nos confundíamos con los chilenos en el ansia de hablar y remecer al continente entero! Si como escritores o aprendices de escritores en un tiempo peculiarísimo nos interesaba la Poesía, la Historia, los clásicos, las formas más explosivas del arte moderno, leíamos también obras de política; estábamos creyendo –con demasiado ardor– que avanzábamos súbitamente al umbral esplendoroso de una nueva humanidad. Acaso des­de que cayó Roma y se expandió el Cristianismo no se había presenciado en el horizonte histórico una crisis o una aurora parecida. Que llamáramos, contradictoriamen­te, «crisis» o «aurora» lo que estaba ocurriendo, dependía entonces de la   excitación juvenil o del último libro leído. Y un conflicto inevitable con las generaciones viejas que ya no conocían los métodos para abordar estas nuevas situaciones y cuyas fórmulas considerábamos o muy par­simoniosas o muy gastadas. No es extraño, por ello, que fuésemos estridentes y pedante. ¿Pero es que no lo son, también, los muchachos que ya empiezan a   encontrarnos viejos?

Avidez de cultura y sensibilidad social se precipitaron aluvionalmente para configurar los impulsos de nuestra generación. Nunca he leído más que en aquellos años en que fui empleado de la Biblioteca Nacional de Chile y pasaban por mis manos –para clasificarlas– obras de la más varia categoría. Algún diccionario extranjero puesto sobre la mesa de trabajo me auxiliaba en la palabra inglesa, alemana o italiana que no conocía. Y con esa capacidad proteica de los veintitantos años, el gusto de devorar li­bros no se contradecía con el ímpetu con que asistíamos a los mítines políticos y forjábamos ya nuestro cerrado dogma –en apariencia muy coherente– para resolver los problemas humanos. Cuando volví a Venezuela  después de la muerte de Gómez y figuré transitoria, pero ardientemente, en la acción política, pude medir de modo más concreto la distancia entre los esquemas lógicos y la muy singularizada realidad. Cierto gusto por la  forma  esté­tica y cierto escepticismo que producen los libros de His­toria, cuando enseñan que la Humanidad repite en distintas épocas parecidos errores y experiencias, me libra­ron, sin embargo, del fanatismo ideológico que caracte­rizó a otros amigos. Y todavía me pregunto, con esa crítica implacable que uno aprende a ejercer sobre sí mismo, si esto fue cualidad o defecto, y si en las raras circunstancias en que de intelectual quise convertirme en hombre de acción, no fallé por falta de ardor sectario, por creer que la parte de verdad que se me pudo otorgar debía compartirla o confrontarla con las verdades de los otros. Por eso he actuado, a veces, como franco-tirador que dispara con­tra lo que encuentra sucio o reprobable, pero con capa­cidad analítica para calcular el rumbo y el diámetro  de la puntería. Nunca fui fanático y pensé que a los proble­mas menores bastaba  herirlos por las  piernas, mientras los otros, aquellos en que estaba en juego la conciencia, requerían más certero disparo en el corazón. Y como son las palabras las que producen las más enconadas e irre­parables  discordias  de  los  hombres,  a veces  he  cuidado –hasta donde es posible– la sintaxis y la cortesía, con ánimo de convencer más que de derribar. (Al lado de los estetas puros, el Modernismo produjo en América gentes de naturaleza irrefrenable; violentos a la manera de un Rufino Blanco Fombona, y este culto de la ecuanimidad es en mí hasta una reacción literaria contra los hombres de las promociones anteriores. ¿A qué gritar, cuando las gentes pueden también entenderse  en el tono normal de la voz humana?)

Temo que me estoy idealizando, aunque en este auto­rretrato espiritual hay también bastantes sombras. Duran­te mis años de mocedad pretendí tan varias cosas, que la mayor parte de mis trabajos de juventud se deshicieron en énfasis y fracasos. Aquellos libros de la Revista de Occi­dente que entre los años 20 y 30 Ortega y Gasset desparramó por todo el orbe cultural hispánico, cuando los leíamos de prisa y con ánimo de ser «hombres del siglo XX», nos vistieron de nuevo conceptismo y fraseología. A los veintitantos años yo –como muchos mozos universitarios de entonces– hice ensayos «spenglerianos» y era poseedor de mi orgullosa concepción del Universo. Luego, de lo conceptual quise escaparme a lo puramente sensorial y esté­tico, y siguiendo el viejo consejo de Goethe quise educar mi vista y mi oído.  Durante  temporadas  enteras  anduve en compañía de pintores y artistas plásticos y me puse  a estudiar Historia del Arte. En muchos de mis relatos ju­veniles, sobre el interés de la narración, frecuentemente rota y difusa, predomina esa búsqueda de valores pictóri­cos. Hay más paisaje y naturaleza muerta que coherencia relatista. Un crítico chileno de gran fineza, Alone  (Her­nán Díaz Arrieta), supo aclararme este asunto en un ex­celente articulo que escribió sobre mi juvenil libro Registro de  huéspedes.

Los años, naturalmente, arrojaron por la borda un in­menso lastre de cosas decorativas. Lo primero que tuve que suprimir en este proceso de simplificación y resignada conquista de la modestia fue el abuso del «yo». Mis páginas de los veinte y los treinta años estaban casi todas escritas en primer a persona. Semejante yoísmo no es sino la ilusión de que las cosas que a uno le acontecen son excepcionales y que solo uno puede expresarlas con su más entrañable autenticidad. El tiempo nos enseña con el viejo Montaigne que hay una ley y condición común de los hombres que uniforma lo vario y narcisistamente individualizado, y que bajo tensiones parecidas otras gen­tes sintieron cómo nosotros hubiéramos sentido. Si la educación nos enseñara a ser mutuamente más sinceros; si hubiera más tiempo para el diálogo libre de los hom­bres;  si nuestras formas habituales de vida no ocultaran la persona en el conflicto y complicidad de los intereses e impusieran por eso, una continua reticencia y censura, quizá advertiríamos que la soledad e incomunicabilidad de cada ser no es tan desgarrada e irremediable como lo propalan ciertas filosofías existencialistas. Y la literatura, para ser eficaz y hablar al alma de nuestros semejantes, no puede prescindir de esa clave común. Desde los griegos hasta Sartre los grandes temas del drama humano casi pudieran reducirse a poco más de una docena de motivos con sus respectivas combinaciones. Casi hemos olvidado aquellos seres tan refinados y excepcionales, tan preten­ciosamente únicos dentro de su especie en que se compla­cía la novela de «fin de siglo», pero nos sigue conmoviendo en su universalidad de todos los tiempos lfigenia, El rey Lear o Pére Goriot.

Si a los veinte años la literatura puede confundirse con una invitación a lo artificioso, a los cincuenta –y si per­dura nuestro amor por ella– es más bien pasión de ex­presar lo concreto. Envidiamos a ese viejo Homero que sabía tanto de caballos, naves y armaduras, tan próximo a un mundo natural que se huele el sudor de los guerre­ros y la brea de los barcos; o a este otro viejo, Tolstoy, que pinta con la mayor exactitud física el aliento de los animales, la verde humedad de los campos, el ardiente rubor de la muchacha virgen o la muerte que viene, pesada y jadeante, como otra fuerza más de la Naturaleza sobre su gran campesino Iván Ilitch. Y de aquí surge uno de los problemas del escritor en este mundo mecanizado, de grandes y antinaturales ciudades en que ahora vivimos. Conceptos, fórmulas e ideologías reemplazan el ámbito de las cosas concretas. Nos acercamos a una vida cibernética en que la máquina que calcula y reduce a cifras o combinaciones todo lo humano sustituye a la acción y el impulso espontáneo. Si en los últimos cien años la máquina fue como un brazo o una mano multi­plicadora del trabajo del hombre, ahora ya aspira, tam­bién, a reemplazar su cerebro. Aún la vida psíquica pre­tende medirse y desintegrarse en una especie de atomismo psicológico, aislar el «complejo» como antes se hacía con las cosas materiales: con la leche, el azufre o la sal. En nuestro amoblado cerebro de hombres modernos se guar­dan y se deshidratan para  cualquier ocasión las frases y las consignas de moda. Ya no escuchamos cuentos junto al fuego ni nos viene en rapsodia de ancianos la poesía legendaria. Todavía cuando yo era niño en mi pequeña ciudad montañesa conocí chalanes y yerbateros y gentes que hicieron la guerra civil a pie, y parecían llevar en las plantas la orografía de los caminos, el olor de las yerbas pisadas, toda una fresca y personalísima ciencia popular de leyendas, refranes y canciones. Cada circunstancia, aventura o azar determinó su conducta, sin traducirla al psicoanálisis o al dogma inexorable de las ideologías po­líticas.

La nostalgia de esa naturaleza perdida es uno de los leit motiv de mi obra literaria, pero al  mismo tiempo el público que nos lee en los periódicos pide orientaciones, retratos y síntesis de ideas, y por eso fui llamado un ensayista. Sería una especie de vanidad al revés ya no ensayarme, sino ensañarme, en una autocrítica de mis insuficiencias. He hecho lo que pude en una vida que a los veinte años soñé sedentaria y contemplativa y que se pobló de accidentes. Tampoco la literatura –suma conso­lación en los días malos– fue mi exclusivo oficio. He sido profesor con cariño por su cátedra; funcionario un poco indisciplinado y de petulantes iniciativas que a veces in­comodaban a los jefes; diplomático eventual y periodista. Sobre todo he tenido una profesión diversificada e inconcebible para cualquier europeo o norteamericano aislado en su robinsónico islote especialista. Mis compatriotas y contemporáneos saben en qué estriba esa primordial profesión de llamarse venezolano, es decir, de actuar y pensar en un país en tormentoso y contradictorio proceso de crecimiento, un país que todavía está descubriendo ríos y riquezas geográficas y que parece entrar al futuro con un pánico y una utopía no muy diversa a la de aquellos primeros exploradores que penetraban en las selvas de América. De nuestra situación histórica, de nuestra ansia de fundir en una cultura, intensa y extensa a la vez, los elementos todavía heterogéneos de la nacionalidad, pro­ceden en gran  parte nuestras contradicciones. No las jus­tifico, y corresponde a los críticos hacer el frío o cruel inventario de todos nuestros defectos. Pero seríamos muy malos hijos de esta tierra si nos aislásemos con nuestro pequeño botín intelectual a espaldas  de  las  gentes y de sus clamores. Venturosamente no hemos llegado a ese in­telectualismo orgulloso e inhumano. No  nos basta el arte tan solo, porque aspiramos a compartir con otros la múl­tiple responsabilidad  de haber vivido.

©Trópico Absoluto

Mariano Picón-Salas

Reproducimos el texto de Mariano Picón-Salas (1962). Obras Selectas (Segunda edición corregida y aumentada). Madrid/Caracas: Ediciones Edime, pp. VIII-XV.

1 Comentarios

Escribe un comentario

XHTML: Puedes utilizar estas etiquetas: <a href="" title=""> <abbr title=""> <acronym title=""> <b> <blockquote cite=""> <cite> <code> <del datetime=""> <em> <i> <q cite=""> <s> <strike> <strong>