Pequeña confesión a la sordina
De mi obra literaria he suprimido las páginas anteriores a 1933. Aun las de esa fecha resultan para mi gusto de hoy exageradamente verbosas y no desprovistas de pedantería juvenil. Parece que en ellas me encrespaba un poco como para lucirme en un examen sabihondo. A pesar de los reveses de la suerte (de muchacho de acomodada familia burguesa pasé a ser estrechamente pobre al final de mi adolescencia, cuando el dinero se necesitaba más), conservé cierta ambición en el terreno intelectual. O ese moceril intelectualismo era un proceso compensatorio por tantas cosas que me arrebató bruscamente la vida. Acaso contra mi voluntad, el destino me impuso una vocación de escritor nómada, y por ello mis escritos obligan frecuentemente al lector a largas expediciones por el mapa. Nacido en Mérida, en los Andes venezolanos, terminé mis estudios universitarios en Chile; volví a mi tierra con las primeras canas treintañeras, a la muerte de Juan Vicente Gómez, moviéndome después por Europa, Estados Unidos, México y Sudamérica. No olvidé, sin embargo, mi verde altiplanicie andina guarnecida de cumbres nevadas, de donde se desgajan blanquísimos ríos torrentosos, y mi vieja ciudad de arriscados aleros y campanarios, donde en el tiempo de mi infancia aún se vivía en un sosiego como de nuestro colonial siglo XVIII. Esto –lo confieso– siempre produjo en mi espíritu un pequeño conflicto entre mis ideas y mis emociones, porque si la inteligencia aspiraba a ser libérrima, el corazón permanecía atado a esa como añoranza de un paraíso perdido. Escribí un librito, Viaje al amanecer, como para librarme de esa obstinada carga de fantasmas y seguir «ligero de equipaje» –como en el verso de Antonio Machado– mi peregrinación del mundo.
Todas estas tierras, paisajes y sugestiones de la cultura pasaron por una inquieta –a veces difusa– mente sudamericana que, entre todos los contrastes de la época, ansiaba ordenar lógica, estética y emocionalmente sus peculiares categorías de valores. Los europeos que nacieron en el regazo de civilizaciones viejas, ya ordenadas y sistematizadas, no pueden comprender esta instintiva errancia del hombre criollo, la continua aventura de argonautas que debemos cumplir aún para esclarecer nuestras propias realidades. Lo universal no invalida para mí lo regional y lo autóctono. Los españoles, por ejemplo, a quienes estamos unidos por ancestrales vínculos de idioma y costumbres, a veces nos llaman «cosmopolitas» porque a pesar de ser tan venerables los valores de la cultura hispánica, necesidades y circunstancias especificas de América nos obligaron a pedir en préstamo a otros pueblos técnicas y formas para las que no parecía valernos el viejo legado tradicional. Con ideas francesas, inglesas y aun norteamericanas, se vistió nuestra insurgencia política para crear Repúblicas a comienzos del siglo XIX. Tuvimos un positivismo franco-inglés y un modernismo afrancesado. Estados Unidos está demasiado cerca y sufrimos no siempre venturosamente el impacto de su periodismo y de su pedagogía. A los diecinueve años me encantaba la prosa de Azorín, hasta me esmeraba en imitarla, pero ¿de qué rincones viejos y patinadas rutas de Don Quijote iba a hablar en este tormentoso y cambiante mundo sudamericano? A algunos de los grandes amigos de América en España, desde Menéndez y Pelayo hasta el muy comprensivo y genial Unamuno (a quien hubiéramos otorgado titulo de gaucho, guajiro o llanero honorario), les faltó la experiencia directa del escenario, americano y de toda la especial problemática que aquí suscitan el inmenso espacio geográfico, el mestizaje, la inmigración, la imperiosa vecindad de un enrarecido mundo tecnológico y supercapitalista como el de los Estados Unidos. Por ello no es culpa nuestra, sino de ineludibles tensiones históricas, que nuestra moderna cultura hispano-americana se ofrezca a ratos al espectador con cierta proliferancia babélica. A Ortega y Gasset le sobró orgullo cuando en nombre de una vieja coherencia europea regañaba a un estudiante argentino de filosofía, hace veintitantos años. Desde entonces, América ha avanzado mucho en la especialización y el rigor crítico, pero aún no puede pedírsenos ese orden como de culturas cerradas y repensadas en sí mismas que es tradición de Europa. Vivo en una ciudad como Caracas, que si en algunas viejas calles, balcones y patios puede recordar algo de Cádiz y de la bisabuela provincia andaluza en otras es un remedo banal de Houston, Texas y de Los Angeles, California. Muchos artistas y escritores no quisiéramos que sucediese así; aún defendemos el ancestral de lo nuestro, pero nosotros no pertenecemos al mundo de los negocios, que ahora determina el rostro de las ciudades.
La nostalgia de esa naturaleza perdida es uno de los leit motiv de mi obra literaria, pero al mismo tiempo el público que nos lee en los periódicos pide orientaciones, retratos y síntesis de ideas, y por eso fui llamado un ensayista.
A estos complejos culturales que condicionan sobre el subsuelo hispano-indígena lo peculiar y paradójico de la vida hispano-americana, se mezcló en los escritores de mi generación (los que concluíamos la adolescencia hacia 1920) el carácter tan desgarrado de la época. Ya ni en la literatura era nuestra tarea primordial un «esteticismo autónomo» como el de los escritores del «Modernismo». Siendo tan grande Rubén Darío, los poetas de 1920 ya no tenían voluntad de continuarlo, como los prosistas no se iban a conformar con hacer «pastiches» de Valle-Inclán, Gabriel Miro, Díaz Rodríguez o Ventura García Calderón. En un venezolano de mi promoción literaria se juntaban el natural instinto de rebeldía contra la bárbara dictadura de un Juan Vicente Gómez y aquella desenfrenada corriente de ideas y nuevos credos políticos que estaba esparciendo el mundo de la primera postguerra. A los movimientos revolucionarios europeos correspondían en nuestra historia criolla las grandes revueltas civiles de México, con sus programas de reforma agraria y redención del indio; los de las juventudes estudiantiles de Argentina, Chile, Perú etcétera, luchando por una Universidad nueva; la emergencia agresiva de sindicatos y organizaciones obreras con su reclamo de nuevos derechos sociales. Y todo eso nos alborotó en los años mozos con el ímpetu de quien quiere bogar en el embravecido mar de la época. ¡Cuántos manifiestos y planes para la radical reforma del mundo escribimos entonces! ¡Qué alegre y caliente bullicio en aquella Federación de Estudiantes de Chile, donde los hispano-americanos de todas partes nos confundíamos con los chilenos en el ansia de hablar y remecer al continente entero! Si como escritores o aprendices de escritores en un tiempo peculiarísimo nos interesaba la Poesía, la Historia, los clásicos, las formas más explosivas del arte moderno, leíamos también obras de política; estábamos creyendo –con demasiado ardor– que avanzábamos súbitamente al umbral esplendoroso de una nueva humanidad. Acaso desde que cayó Roma y se expandió el Cristianismo no se había presenciado en el horizonte histórico una crisis o una aurora parecida. Que llamáramos, contradictoriamente, «crisis» o «aurora» lo que estaba ocurriendo, dependía entonces de la excitación juvenil o del último libro leído. Y un conflicto inevitable con las generaciones viejas que ya no conocían los métodos para abordar estas nuevas situaciones y cuyas fórmulas considerábamos o muy parsimoniosas o muy gastadas. No es extraño, por ello, que fuésemos estridentes y pedante. ¿Pero es que no lo son, también, los muchachos que ya empiezan a encontrarnos viejos?
Avidez de cultura y sensibilidad social se precipitaron aluvionalmente para configurar los impulsos de nuestra generación. Nunca he leído más que en aquellos años en que fui empleado de la Biblioteca Nacional de Chile y pasaban por mis manos –para clasificarlas– obras de la más varia categoría. Algún diccionario extranjero puesto sobre la mesa de trabajo me auxiliaba en la palabra inglesa, alemana o italiana que no conocía. Y con esa capacidad proteica de los veintitantos años, el gusto de devorar libros no se contradecía con el ímpetu con que asistíamos a los mítines políticos y forjábamos ya nuestro cerrado dogma –en apariencia muy coherente– para resolver los problemas humanos. Cuando volví a Venezuela después de la muerte de Gómez y figuré transitoria, pero ardientemente, en la acción política, pude medir de modo más concreto la distancia entre los esquemas lógicos y la muy singularizada realidad. Cierto gusto por la forma estética y cierto escepticismo que producen los libros de Historia, cuando enseñan que la Humanidad repite en distintas épocas parecidos errores y experiencias, me libraron, sin embargo, del fanatismo ideológico que caracterizó a otros amigos. Y todavía me pregunto, con esa crítica implacable que uno aprende a ejercer sobre sí mismo, si esto fue cualidad o defecto, y si en las raras circunstancias en que de intelectual quise convertirme en hombre de acción, no fallé por falta de ardor sectario, por creer que la parte de verdad que se me pudo otorgar debía compartirla o confrontarla con las verdades de los otros. Por eso he actuado, a veces, como franco-tirador que dispara contra lo que encuentra sucio o reprobable, pero con capacidad analítica para calcular el rumbo y el diámetro de la puntería. Nunca fui fanático y pensé que a los problemas menores bastaba herirlos por las piernas, mientras los otros, aquellos en que estaba en juego la conciencia, requerían más certero disparo en el corazón. Y como son las palabras las que producen las más enconadas e irreparables discordias de los hombres, a veces he cuidado –hasta donde es posible– la sintaxis y la cortesía, con ánimo de convencer más que de derribar. (Al lado de los estetas puros, el Modernismo produjo en América gentes de naturaleza irrefrenable; violentos a la manera de un Rufino Blanco Fombona, y este culto de la ecuanimidad es en mí hasta una reacción literaria contra los hombres de las promociones anteriores. ¿A qué gritar, cuando las gentes pueden también entenderse en el tono normal de la voz humana?)
Temo que me estoy idealizando, aunque en este autorretrato espiritual hay también bastantes sombras. Durante mis años de mocedad pretendí tan varias cosas, que la mayor parte de mis trabajos de juventud se deshicieron en énfasis y fracasos. Aquellos libros de la Revista de Occidente que entre los años 20 y 30 Ortega y Gasset desparramó por todo el orbe cultural hispánico, cuando los leíamos de prisa y con ánimo de ser «hombres del siglo XX», nos vistieron de nuevo conceptismo y fraseología. A los veintitantos años yo –como muchos mozos universitarios de entonces– hice ensayos «spenglerianos» y era poseedor de mi orgullosa concepción del Universo. Luego, de lo conceptual quise escaparme a lo puramente sensorial y estético, y siguiendo el viejo consejo de Goethe quise educar mi vista y mi oído. Durante temporadas enteras anduve en compañía de pintores y artistas plásticos y me puse a estudiar Historia del Arte. En muchos de mis relatos juveniles, sobre el interés de la narración, frecuentemente rota y difusa, predomina esa búsqueda de valores pictóricos. Hay más paisaje y naturaleza muerta que coherencia relatista. Un crítico chileno de gran fineza, Alone (Hernán Díaz Arrieta), supo aclararme este asunto en un excelente articulo que escribió sobre mi juvenil libro Registro de huéspedes.
Los años, naturalmente, arrojaron por la borda un inmenso lastre de cosas decorativas. Lo primero que tuve que suprimir en este proceso de simplificación y resignada conquista de la modestia fue el abuso del «yo». Mis páginas de los veinte y los treinta años estaban casi todas escritas en primer a persona. Semejante yoísmo no es sino la ilusión de que las cosas que a uno le acontecen son excepcionales y que solo uno puede expresarlas con su más entrañable autenticidad. El tiempo nos enseña con el viejo Montaigne que hay una ley y condición común de los hombres que uniforma lo vario y narcisistamente individualizado, y que bajo tensiones parecidas otras gentes sintieron cómo nosotros hubiéramos sentido. Si la educación nos enseñara a ser mutuamente más sinceros; si hubiera más tiempo para el diálogo libre de los hombres; si nuestras formas habituales de vida no ocultaran la persona en el conflicto y complicidad de los intereses e impusieran por eso, una continua reticencia y censura, quizá advertiríamos que la soledad e incomunicabilidad de cada ser no es tan desgarrada e irremediable como lo propalan ciertas filosofías existencialistas. Y la literatura, para ser eficaz y hablar al alma de nuestros semejantes, no puede prescindir de esa clave común. Desde los griegos hasta Sartre los grandes temas del drama humano casi pudieran reducirse a poco más de una docena de motivos con sus respectivas combinaciones. Casi hemos olvidado aquellos seres tan refinados y excepcionales, tan pretenciosamente únicos dentro de su especie en que se complacía la novela de «fin de siglo», pero nos sigue conmoviendo en su universalidad de todos los tiempos lfigenia, El rey Lear o Pére Goriot.
Si a los veinte años la literatura puede confundirse con una invitación a lo artificioso, a los cincuenta –y si perdura nuestro amor por ella– es más bien pasión de expresar lo concreto. Envidiamos a ese viejo Homero que sabía tanto de caballos, naves y armaduras, tan próximo a un mundo natural que se huele el sudor de los guerreros y la brea de los barcos; o a este otro viejo, Tolstoy, que pinta con la mayor exactitud física el aliento de los animales, la verde humedad de los campos, el ardiente rubor de la muchacha virgen o la muerte que viene, pesada y jadeante, como otra fuerza más de la Naturaleza sobre su gran campesino Iván Ilitch. Y de aquí surge uno de los problemas del escritor en este mundo mecanizado, de grandes y antinaturales ciudades en que ahora vivimos. Conceptos, fórmulas e ideologías reemplazan el ámbito de las cosas concretas. Nos acercamos a una vida cibernética en que la máquina que calcula y reduce a cifras o combinaciones todo lo humano sustituye a la acción y el impulso espontáneo. Si en los últimos cien años la máquina fue como un brazo o una mano multiplicadora del trabajo del hombre, ahora ya aspira, también, a reemplazar su cerebro. Aún la vida psíquica pretende medirse y desintegrarse en una especie de atomismo psicológico, aislar el «complejo» como antes se hacía con las cosas materiales: con la leche, el azufre o la sal. En nuestro amoblado cerebro de hombres modernos se guardan y se deshidratan para cualquier ocasión las frases y las consignas de moda. Ya no escuchamos cuentos junto al fuego ni nos viene en rapsodia de ancianos la poesía legendaria. Todavía cuando yo era niño en mi pequeña ciudad montañesa conocí chalanes y yerbateros y gentes que hicieron la guerra civil a pie, y parecían llevar en las plantas la orografía de los caminos, el olor de las yerbas pisadas, toda una fresca y personalísima ciencia popular de leyendas, refranes y canciones. Cada circunstancia, aventura o azar determinó su conducta, sin traducirla al psicoanálisis o al dogma inexorable de las ideologías políticas.
La nostalgia de esa naturaleza perdida es uno de los leit motiv de mi obra literaria, pero al mismo tiempo el público que nos lee en los periódicos pide orientaciones, retratos y síntesis de ideas, y por eso fui llamado un ensayista. Sería una especie de vanidad al revés ya no ensayarme, sino ensañarme, en una autocrítica de mis insuficiencias. He hecho lo que pude en una vida que a los veinte años soñé sedentaria y contemplativa y que se pobló de accidentes. Tampoco la literatura –suma consolación en los días malos– fue mi exclusivo oficio. He sido profesor con cariño por su cátedra; funcionario un poco indisciplinado y de petulantes iniciativas que a veces incomodaban a los jefes; diplomático eventual y periodista. Sobre todo he tenido una profesión diversificada e inconcebible para cualquier europeo o norteamericano aislado en su robinsónico islote especialista. Mis compatriotas y contemporáneos saben en qué estriba esa primordial profesión de llamarse venezolano, es decir, de actuar y pensar en un país en tormentoso y contradictorio proceso de crecimiento, un país que todavía está descubriendo ríos y riquezas geográficas y que parece entrar al futuro con un pánico y una utopía no muy diversa a la de aquellos primeros exploradores que penetraban en las selvas de América. De nuestra situación histórica, de nuestra ansia de fundir en una cultura, intensa y extensa a la vez, los elementos todavía heterogéneos de la nacionalidad, proceden en gran parte nuestras contradicciones. No las justifico, y corresponde a los críticos hacer el frío o cruel inventario de todos nuestros defectos. Pero seríamos muy malos hijos de esta tierra si nos aislásemos con nuestro pequeño botín intelectual a espaldas de las gentes y de sus clamores. Venturosamente no hemos llegado a ese intelectualismo orgulloso e inhumano. No nos basta el arte tan solo, porque aspiramos a compartir con otros la múltiple responsabilidad de haber vivido.
©Trópico Absoluto
Mariano Picón-Salas
Reproducimos el texto de Mariano Picón-Salas (1962). Obras Selectas (Segunda edición corregida y aumentada). Madrid/Caracas: Ediciones Edime, pp. VIII-XV.
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Extraordinario.