Verdades que matan
Así como hay verdades que pueden matar, también hay una insaciable pero siempre vital sed de sentido, que al tratar de ser saciada, sin dogmatismos, con lucidez crítica y con voluntad de vivir, puede mantenernos con vida en este mundo.
En marzo de 1801, es decir, 20 años después de la primera aparición de Crítica de la razón pura, de Immanuel Kant, el célebre poeta Heinrich von Kleist escribía a su hermana Ulrike y a Wilhelmine von Zenge sendas cartas en las que se leen las palabras que siguen: “Hace poco trabé contacto con la filosofía kantiana y ahora voy a comunicarte un pensamiento que he extraído de ella y del que me permito no temer que vaya a estremecerte tan profunda y dolorosamente como a mí. […] Nosotros no podemos decidir si eso que llamamos verdad es efectivamente verdad o solo nos lo parece. Si es lo último, entonces la verdad que aquí acumulamos, después de la muerte, no es nada y todo el esfuerzo que realizamos, para obtener un capital y que nos sigue hasta la tumba, es en vano. […] Si la punta de este pensamiento no toca tu corazón, no te rías de quien, por ello, se siente profundamente herido en su más sagrado interior. Mi único, mi más supremo fin se ha hundido y ya no tengo ningún otro.” (Versión de Fernando Moreno Claros)
Lo primero a destacar, en esas palabras del gran romántico alemán, es lo cruel que puede resultar la filosofía ejercida con el rigor de alguien como Kant. Lo que von Kleist descubre en su pensamiento –todo indica que ha leído Crítica de la razón pura– es la escéptica y paradójica verdad de que no es posible la verdad; por lo menos, no al modo en que el realismo ingenuo entiende por tal.
A Descartes y a Kant se les reconoce haber efectuado el giro copernicano de la filosofía, al poner en cuestión la entidad de lo que representamos como objetividad real, y cifrar su existencia en las estructuras de la subjetividad humana. De acuerdo con el llamado “idealismo trascendental” –al que se adscriben el solipsismo de Berkeley y el criticismo kantiano– algo es en la medida en que es percibido o, para apelar a una fórmula schopenhaueriana, solo hay objetos para el sujeto; es decir: sin sujeto no hay objeto, no hay realidad.
En su célebre opúsculo Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, el joven Nietzsche roza los resortes de la demasiado humana voluntad de verdad, al poner de relieve el fondo de ilusión placentera y de garantía de vida personal y social que alberga la referencia de las palabras y las cosas al parámetro de lo verdadero. A fin de cuentas, un simplista relato sobre el origen –esa banalidad tan decimonónica– de los conceptos abstractos y sus vínculos con las palabras, le permite al pensador alemán llamar la atención sobe los nexos del apetito de veracidad con la voluntad de vivir, la incardinación de intelecto y razón al ciego impulso de afirmación vital, animal. Contra lo que suele pensarse con frecuencia, esa ‘escandalosa’ apreciación nietzscheana reafirma la ‘condena’ del ser humano como ‘ser del sentido’, como ente inexorablemente confinado en el orden del sentido, de la representación, del principio de razón (que es el principio de necesidad).
En la segunda consideración intempestiva, Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida, Nietzsche critica con acrimonia el historicismo en boga en su tiempo, a la vez que reconoce la importancia vital del olvido y de algunas formas de producción de verdad histórica. Según él, el animal carece de sentido histórico debido a que no dispone de memoria, por lo que solo puede vivir en el instante, esto es, en ese nudo del espacio-tiempo sin suelo, donde el afuera de la objetividad y el adentro de la representación subjetiva coinciden: seco pedregal donde no crecen ni interpretaciones ni palabras. Se diría que cada instante en el devenir de la existencia del animal se constituye en un puntual, espontáneo y, en el fondo, intranscendente ‘estado de verdad’. Al ser humano, animal complicado donde los haya, no se le da semejante ‘estado de perfección’, puesto que está dotado de memoria: una facultad que comporta establecer una distancia entre los vivido y el presente, como condición de continuidad hacia un futuro. Es en esa distancia donde opera un impulso de interpretación histórica, que sólo puede cifrarse en el orden del sentido, que es al que se adscribe la humana voluntad de verdad. En ese interregno, de acuerdo con Nietzsche, puede haber ocasión para ciertas verdades de historia con potencial de vida, único fruto que justificaría los afanes de dirigir la mirada hacia tiempos pretéritos.
Nietzsche coloca el asunto de la verdad en el terreno de la vida y ello salva al pensamiento de las complicaciones inherentes a las tematizaciones e intentos de dar razón de lo que el lenguaje ordinario registra como ‘verdad’, ‘mentira’, ‘verdadero’, ‘falso’ y nociones afines. En último análisis, verdadera es toda representación que da cuenta de las cosas del mundo de manera que da vida, sostiene una existencia con trazas de sentido. El pensador alemán va más allá del relativismo; lo suyo es más bien algo más radical: perspectivismo. La Segunda Intempestiva pone a la vista que el ansia historicista de verdades que van tras el vagón de cola del devenir puede resultar mortal, pero también destaca que hay posibilidades de reconstrucción histórica del pasado que ayudan a vivir, en la medida en que ofrece referencias de vida superior de las que podemos aprender, de cara a nuestro horizonte existencial futuro, con demasiada frecuencia entenebrecido por nubarrones y asechanzas.
Aunque sea de manera implícita, la profunda conexión de la verdad con la vida ya fue descubierta, por lo menos, por el pirronismo y su derivación escéptica clásica. Es muy fácil refutar al escepticismo, al señalar que su negativa a reconocer la posibilidad de la verdad solo puede sustentarse en el supuesto de que es verdadera. Pero la epojé escéptica (se entienda como abstenerse de juzgar o como suspensión permanente de todo juicio) es una prevención contra los efectos perniciosos de la verdad para la existencia humana: en lugar de amargarse la vida con juicios acerca de todo lo que nos acontece en todo momento, es mejor obturar o poner en suspenso esa inclinación demasiado humana y alcanzar así la ataraxia, una radical vivencia de felicidad. En definitiva, los escépticos se afanan en cerrar el paso a tantas “verdades que matan”. Si la asunción kantiana de la actitud escéptica hubiera considerado esta dimensión vital de la sképsis originaria, cabría colegir que la tremenda sensibilidad de alguien como von Kleist no habría sido tan trágicamente afectada, tras conocer las tesis del filósofo, como el propio poeta confiesa.
Desde otra perspectiva, también Miguel de Unamuno se pone en guardia ante la verdad. En su obra maestra, Del sentimiento trágico de la vida, el pensador bilbaíno asienta con énfasis que una verdad que no da vida simplemente no es verdadera; si la común suma “2+2 = 4” no resulta útil para vivir, es falsa. Por su parte, en su noveleta –o “nivola”, como la llamaba– San Manuel Bueno, Mártir, el cura ateo que da nombre al libro y que ha hecho de la felicidad de sus inocentes feligreses su única meta existencial, no tiene empacho en afirmar que la verdad es una tortura de lujo, que la gente del común debe evitar a toda costa, si no quiere sumirse en una insoportable acedía moral.
Pero Unamuno –arriesgado peregrino de la paradoja, al fin– vive en carne propia la contradicción existencial entre la conciencia de las trampas de la verdad racional y la irrefrenable vocación humana de sentido. De ese ‘estado de imperfección’ surge el retruécano que, según confesión propia, es nada menos que la síntesis de ‘su religión’: “…buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad, aun a sabiendas de que no he de encontrarlas mientras viva”. Así como hay verdades que pueden matar, también hay una insaciable pero siempre vital sed de sentido, que al tratar de ser saciada, sin dogmatismos, con lucidez crítica y con voluntad de vivir, puede mantenernos con vida en este mundo.
Ciudad de México, octubre de 2021
©Trópico Absoluto
Josu Landa (Caracas, 1953) es doctor en Filosofía y profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha publicado obras de teoría literaria: Poética (Fondo de Cultura Económica, 2002), Canon City (Afinita, 2010) y los compendios de textos Tanteos (Afinita, 2009) y Ensayes (Eternos Malabares, 2014). En el campo de la ética resaltan sus obras De archivos muertos y parques humanos en el planeta de los nimios (Arlequín, 1999) y Éticas de crisis: cinismo, epicureísmo, estoicismo (Fondo Editorial del Caribe, 2012). Entre sus poemarios, destacan Treno a la mujer que se fue con el tiempo (Arlequín, 1996), Estros: Antología Poética (Monte Avila Editores Latinoamericana, 2006) y Extinciones (Edición del autor, 2012 y 2014). Sus libros más recientes son Anafábulas (UNAM, 2013 y 2014) y Mundo Neverí (Monosílabo, 2018). Su trabajo mereció el Premio Carlos Pellicer de Poesía, en 1996, y la Orden Andrés Bello, en 1997.
2 Comentarios
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Magnífico ensayo de mi amigo Josu Landa…
Me suscribo inmediatamente.
Bello artículo, muy claro y elegantemente escrito. Sin duda, el perspectivismo, con su necesaria cautela ante el dogmatismo, es la más coherente posición ante la verdad, que no rechaza a ésta. El rescate del escepticismo tradicional también resulta interesante, aunque no sé si los escépticos antiguos lo habrían suscrito. Sugerente la asociación con Unamuno. Oportunisima ilustración de uno de los mejores pintores venezolanos.