Tiempos de desencanto, de ruinas, de huidas y revueltas, de vueltas y despidos de la Patria
“¡Mi patria! ¡Mi país! ¿Acaso es esta mi patria? ¿Acaso es este mi país?”, son las palabras de Alberto Soria, el personaje de Idolos Rotos (1901), la novela de Manuel Díaz Rodríguez, al momento de decidir su retorno a París. Qué duda cabe, la máquina de la historia no ha parado de girar, y a más de un siglo de su publicación, las circunstancias que generaron tales emociones parecen haberse apoderado nuevamente de esta “tierra de tanta luz… y tanto absurdo!”, como la definiera Pérez Bonalde en una de sus epístolas. Pero ni la historia ni la literatura se repiten de forma idéntica como círculos concéntricos alejados en el tiempo. De allí el interés en este ensayo de Arturo Gutiérrez Plaza (Caracas, 1962), quien aborda las novelas Llévame esta noche (2020), de Miguel Gomes; Vamos, venimos (2019), de Victoria de Stefano, y Arqueología sonámbula (2021), de Juan Cristóbal Castro; para ubicarlas en esa ya larga tradición del desencanto asociado a la política y las letras en nuestro país.
Entre albores apenumbrados y una Petit Paris
Estamos en tiempos de desencanto, de labrada desesperanza, lo sabemos, tiempos que nos aplastan y percibimos como únicos e irremediables, como inéditos en nuestra historia, pues tenemos plena certeza de que hubo tiempos mejores; aunque muchas veces hayamos olvidado que antes de llegar a ellos, en recurrentes ocasiones durante nuestra travesía como nación, dimos por cierto el hecho de haber descendido al fondo del abismo.
Sirvámonos para testimoniar lo dicho de un ilustrativo y emblemático ejemplo, de entre otros a los que podríamos acudir. Valgámonos de unos pocos fragmentos de cartas escritas hace más de un siglo por un joven entre sus 26 y 28 años de edad. Un joven que con el tiempo se convertiría en uno de los principales forjadores de la educación, la justicia social y la democracia en Venezuela; alguien que con los años ganaría una notoria fama internacional hasta convertirse en el escritor más prominente del país, aunque a esa edad se veía como alguien destinado a “renunciar a la idea de vivir de la literatura”, que tendría que “dejar las letras para las horas muertas y escribir por amor al arte”; alguien que se propuso, como razón de ser, la tarea de comprender y representar la idiosincrasia del venezolano sin dejar de hurgar en sus particularidades regionales; alguien que de modo efímero, pero por primera vez, como resultado de una elección democrática y de carácter popular ostentó la Presidencia de la República; alguien que vivió y padeció el exilio y las secuelas del ancestral militarismo venezolano, pero que en su momento volvió a la patria para quedarse en ella hasta el fin de sus días: alguien que nadie podría llamar apátrida. Sí, por supuesto, me refiero a Rómulo Gallegos (1884-1969), quien en una serie de cartas escritas entre el 19 de noviembre de 1910 y el 21 de enero de 1913 le decía a un amigo que se había marchado poco antes a Europa, cosas como estas:
“Qué peor se ha puesto esto! En cuanto a mí, nunca he estado sin esperanzas como ahora […] Por lo que a tu carta se trasluce veo que tienes esperanzas, que vuelves a ver la vida, buena y generosa […], esta confianza tuya nos alienta a todos […] Al fin lo que urgía era salirse de aquí y tú lo hiciste”; “Aguántate firme por allá y no se te ocurra venir. Yo supongo que a ti no se te ha ocurrido, porque en realidad nada harías con venirte. La familia, aparte de las consideraciones sentimentales del caso, no tiene mayor necesidad de que te vengas […] Aquí, esto lo sabes tú demasiado, aquí no hay posibilidad de vida para nosotros. No se te ocurra venir, ahora ni nunca. Si se llega el caso, muérete de hambre por allá, que al fin es mejor que vejetar aquí. Yo, como te he dicho antes, ya que no puedo escaparme, he resuelto renunciar […] estoy con el agua al cuello. […] Pero basta de cosas tristes que le quitan a uno las ganas de vivir, por lo menos, cuando detrás de ella no columbra uno ni una esperanza que lo estimule, como nos pasa a los que estamos aquí, viviendo una vida estúpida, tan sin razón de ser. Siquiera tú te confortas pensando en tus cosas. Te envidio pero sin tristeza”; “A ti no se te ocurrirá más nunca venirte, ni yo podré ir nunca”; “Compadécete de este pobre que está condenado a no ver más cielo que el suyo […] todo es preferible antes que vivir en este país”; “No voy a entristecerte con la acostumbrada plañidera de los que nos quedamos: aquí no se vive, etc. Sabido lo tienes tú y basta.” (González 357-380)
El amigo a quien Gallegos dirigió sus cartas fue uno de sus compañeros de La Alborada, Salustio González Rincones. Esta agrupación, como se sabe, estuvo conformada por cinco jóvenes intelectuales inquietos: Henrique Soublette, Julio Planchart, Julio Horacio Rosales, además de Gallegos y González Rincones. Dicen que tenían por costumbre reunirse al pie de la estatua de José María Vargas en la vieja sede de la Universidad Central de Venezuela, para discutir sobre los problemas del país y la urgente necesidad de reformas que permitieran un mayor desarrollo social y material, en conjunción con el fomento de la educación, las ciencias, las artes y la cultura. Por eso, en diciembre de 1908, al producirse un cambio importante en la conducción del país cuando Juan Vicente Gómez desalojó a Cipriano Castro del poder, estos jóvenes vieron una esperanza, un inminente amanecer y una posible apertura hacia la libertad y la democracia. Lamentablemente, tanto la vigencia de esa ilusión como la existencia de la agrupación y de la revista que fundaron para ser portavoz de sus planteamientos fueron efímeras. En enero de ese mismo año el gobernador de Caracas se ocupó de notificarles a los editores de La Alborada sobre los peligros del mal uso de la libertad de expresión. Esta advertencia produjo como resultado que la historia de la revista se limitara a apenas 8 números, publicados entre el 31 de enero y el 28 de marzo de 1909.
“Sustituir la noche por la aurora” fue el verso de Leopoldo Lugones que los integrantes del grupo escogieron como epígrafe de su proyecto editorial. Sin embargo, la realidad contra la que se enfrentaron y que los llevó a perder rápidamente las esperanzas depositadas en esa presunta alborada, no sólo desmintió la concreción de ese deseo, sino que agravó el pesimismo y el desasosiego que los perseguía sin tregua. Este estado anímico, el sentirse inútiles para emprender la tarea de “civilizar” su propia nación y remediar tanto “dolor de patria” no hallaba sino dos respuestas: la aceptación de una vida mediocre, sin escapatorias ni mayores aspiraciones, u otra, para algunos la mejor: la huida a otras latitudes. Jesús Sanoja Hernandez describió la atmósfera vivida por los miembros de esa generación, en estos términos:
“Venezuela, a pesar de la ilusión que en muchos había despertado el primer año de gobierno gomecista, era una cámara de gas. El escritor y el artista padecían una no muy extraña enfermedad, la asfixia existencial, cuyo remedio, creían ellos, era la emigración. El país, sobre todo el país cultural, los ahogaba. Y en aquellos tiempos de fatal eurocentrismo el refugio quedaba del otro lado del Atlántico.” (“Salustio y su teatro” 3)
De los cinco integrantes del grupo, dos emigraron a Europa en aquellos años, Soublette y González Rincones. El primero murió trágicamente en Tenerife, en mayo de 1912, luego de haber vivido un tiempo en Barcelona; el segundo, en 1933, a bordo del barco Caribia —el mismo que un 14 de enero de 1939 zarparía desde Hamburgo hacia las costas venezolanas para salvar a 86 judíos, la mayoría vieneses, de la persecución nazi—. Falleció intentando volver a la tierra natal, cuando “el corazón lo tenía en acoso y la madre se había ido para siempre” (Sanoja “Salustio González Rincones” 7).
Por aquellos tiempos, tanto la huida como la muerte trágica y prematura eran, también, fórmulas de desenlace frecuentes en la narrativa de la época. Estas funcionaban como respuestas al denunciado agobio existencial producido por la mediocridad del entorno social, político y cultural de una Venezuela reactiva a todo ideal de superación, hecho contrario, sobre todo, a las aspiraciones de los más jóvenes. Esos fueron los casos representados en los personajes Alberto Soria y Tulio Arcos, por ejemplo, de las emblemáticas novelas Ídolos rotos (1901) y Sangre patricia (1902) de Manuel Díaz Rodríguez. La impronta de la escritura de este notable prosista venezolano, sin duda el mayor renovador de la literatura venezolana en la transición entre los siglos XIX y XX, celebrado por figuras como Rubén Darío, Rodo o Unamuno —a pesar de la enturbiada valoración que tuvo su obra por aquel tiempo en su propio país, debido a la visión pesimista dominante en sus novelas sobre el destino de la patria y a sus posturas políticas e ideológicas complacientes con el gomecismo— ha sido una lección determinante para el cultivo del arte de la prosa en otros novelistas venezolanos posteriores como el mismo Rómulo Gallegos o Teresa de la Parra.
Esa era la atmósfera que se vivía tras la instauraron de los andinos en el poder, en aquella Venezuela de finales del siglo XIX y durante el primer tercio del siglo XX, y esa era la visión altamente contrastante que se tenía de una Caracas pueblerina, pacata y atrasada respecto a aquella París idealizada, summum de la civilización.
A París se fue a vivir Salustio González Rincones, con el tiempo allá terminó ejerciendo cargos como funcionario del régimen de Gómez, y desde allá intentó su fallido retorno, ya enfermo de sífilis. “Nunca, nunca podré vivir mi ideal en mi patria. ¡Mi patria! ¡Mi país! ¿Acaso es esta mi patria? ¿Acaso es este mi país?” (Díaz 162), esas son las palabras de Alberto Soria al momento de decidir su vuelta a la capital francesa, palabras que anteceden la última y lapidaria frase de Ídolos rotos, libro por cierto escrito en París y publicado en esa ciudad: “FINIS PATRIAE” (163). De París tuvo que volver también María Eugenia Alonso, la protagonista de Ifigenia, tras la muerte de su padre, obligada a adaptarse a las circunstancias de la sociedad y la política venezolana del gomecismo, tan ajenas y distantes a sus aspiraciones y deseos. Esa Venezuela en la que se hizo testigo de discusiones en las que un personaje, dolido por no obtener los previsibles favores que habrían de proveerle sus amistades en los círculos del poder, dice: “¡Ah! ¡qué ignominia! ¡qué país! ¡qué horror! No hay más remedio que irse, sí, emigrar a cualquier parte, lo más pronto posible, en falúa, en cayuco, a nado: ¡no importa cómo!” (124), mientras otro le replica en defensa de las conocidas tesis raciales y sociológicas del positivismo vigente en la época:
“Mira: en Venezuela estamos muy bien. Hay organización, hay progreso y hay paz; ¿qué más quieres? Tu gran error consiste en quererte parangonar con las grandes naciones europeas, países que marchan desde hace siglos en los rieles formidables de su pasado y de sus tradiciones, unidos como una sola entidad sobre los rasgos firmes de una raza ya hecha. Nosotros, por el contrario, atravesamos un período de gestación sociológica, un período de fusión de razas cuya principal característica ha de ser siempre la anarquía. Por lo tanto, el gobierno que durante esta edad sociológica sepa implantar la paz a toda costa, será siempre en Venezuela el gobierno ideal” (124-25).
Esa era la atmósfera que se vivía tras la instauraron de los andinos en el poder, en aquella Venezuela de finales del siglo XIX y durante el primer tercio del siglo XX, y esa era la visión altamente contrastante que se tenía de una Caracas pueblerina, pacata y atrasada respecto a aquella París idealizada, summum de la civilización. Un personaje de los Ídolos rotos, Emazábel, denuncia los peligros de esta situación:
“Con los daños cada vez mayores del cosmopolitismo en su país, y quizás en todos los pueblos de la tierra latinoamericana, era posible hacer un gran volumen, al cual se diese por solo título París, porque si otra ciudad europea y alguna de la América sajona ejercen, al igual que París, grande influencia en el desarrollo y costumbres de aquellos pueblos, París, que en el mal, en los vicios y en la seducción compendia a todas las ciudades, había que compendiarlas, así como en la culpa, en el reproche” (94).
Al parecer, muy distintas eran las percepciones que algunos caraqueños tenían de su ciudad —obviamente risibles— sólo unas décadas antes, en los años en que Guzmán Blanco, el llamado “Ilustre Americano”, quiso hacer de Caracas una Petit Paris mediante una serie de construcciones y reformas urbanas que pretendían afrancesar y civilizar la capital venezolana. Al menos, esto es lo que se desprende de los testimonios que recogió en su libro de recuerdos e impresiones de Venezuela, Souvenirs de Vénezuéla (1884), la dama francesa Jenny de Tallenay:
“Sus periódicos más autorizados no mencionan nunca la población de Caracas sin calificarla de “civilizada”, de “refinada”, o algún otro adjetivo muy sonoro. Su tono es tal que pasarían en Europa, a pesar de su seriedad, por hojas satíricas untadas de miel. Se comprende pues, cuán difícil es, para cualquier persona que haya residido entre los venezolanos y se haya creado relaciones de amistad, el no herir los sentimientos al indicar aquí y allá en este concierto de alabanzas algunas falsas notas.
—¿Cómo encuentra usted a Caracas? —decían unos—. ¿No se parece a París?
—¿Tienen ustedes en Europa —preguntaban otros— parques tan bonitos como la plaza Bolívar?
Casi había miedo de contradecirles.” (De Tallenay 304)
Toujours recommencée
Tal vez apreciar estas percepciones tan contrarias, registradas en cartas, novelas o testimonios del periodo comprendido desde tres décadas antes del inicio del siglo XX hasta la medianía de sus años veinte, sirva para ilustrar una constante que hoy en día pareciéramos haber perdido de vista, la de los vaivenes en que se ha desarrollado la historia de Venezuela, y la de los cambios de percepción que sus habitantes han tenido de ella y de sí mismos. Así, al deseo de escapar también le ha sucedido el de la vuelta y la nostalgia en la lejanía, y a la constatación de la prosperidad y la riqueza, el agobio de la ruina. Digamos que los vaivenes de su historia han sido también como los de las olas que bañan sus litorales de arenas y arrecifes, un movimiento continuo de acercamientos y alejamientos, un eterno ir y venir siguiendo el dictamen de las mareas, como si se tratara de rememorar los versos que alguna vez escribió Paul Valery: “La mer, la mer, toujours recommencée!”. Su devenir político, económico y social, desde la llegada de Colón en 1498, quien al navegar por la desembocadura del Orinoco la llamó “Tierra de Gracia” creyendo haber llegado al Paraíso Terrenal, ha estado signado por la alternancia de tiempos de bonanza y desolación, de ilusión y desesperanza.
El país ha sido, alternativamente, polo de atracción para extranjeros y lugar de huida. Durante la Colonia solamente alcanzó el rango administrativo de capitanía general, condición que la mantuvo en una posición marginal con respecto a los grandes virreinatos. Sin embargo, a pesar de ello, durante la última fase de esa etapa histórica, precisamente en la época en que nacieron y vivieron en Caracas figuras como Francisco de Miranda, Simón Rodríguez, Andrés Bello y Simón Bolívar el país vivió una primera época de prosperidad como consecuencia de un importante incremento del comercio que se reflejó en la multiplicación por 6 de la población de Caracas, con respecto a la que tenía al iniciarse el siglo, alcanzando una cantidad de unos 40000 habitantes; población equivalente a las que para ese momento tenían Río de Janeiro, Buenos Aires y Santiago de Chile. Tal fenómeno llevó a afirmar al historiador P. Michael McKinley, que: “ninguna otra colonia, con la posible excepción de La Habana, experimentó tal combinación de crecimiento económico y calma política y social durante las últimas décadas del imperio” (Citado por Jaksic 39). (1)
Alejandro de Humboldt, por su parte, quien luego de visitar Caracas entre noviembre de 1799 y febrero de 1800, donde entre otras cosas ascendería al Ávila en compañía del joven Andrés Bello que apenas contaba con 18 años, diría: “… en ninguna parte de la América española ha tomado la civilización una fisonomía más europea […] cree uno estar en La Habana y Caracas más cerca de Cádiz y de Estados Unidos que en otra parte alguna del Nuevo Mundo” (330-1). Pocos años después, concluida la Guerra de la Independencia, el panorama sería otro muy distinto. En 14 años de conflagración, entre 1810 y 1824, Venezuela perdió la tercera parte de su población —más que cualquier otro país del continente— y la elite criolla a la cual pertenecía Bolívar había literalmente desaparecido. En una carta escrita por el mismo Libertador a su tío Esteban Palacios, fechada el 10 de julio de 1825, después de la batalla de Ayacucho, se constata esta trágica realidad: “Caracas no existe”, pero al menos “sus cenizas, sus monumentos, la tierra que la tuvo, han quedado resplandecientes de libertad; y están cubiertos de la gloria del martirio” (353). Esto lo constató José Antonio Maitín, poeta de notable importancia en el siglo XIX —quien al radicarse nuevamente en Venezuela hizo de Choroní su refugio— cuando al regresar de Cuba, adonde había huido y permanecido desde 1812 hasta 1824, encontró un país devastado por la guerra, en la absoluta ruina. (2) Este hecho se corrobora en los datos de los censos de la época, según los cuales Venezuela pasó de tener 975.972 habitantes, en 1807, a 659.633 en 1825; y Caracas de 47.228 en 1807 a 21.000 en 1816 (De Lisio 218). En el terremoto de Caracas, de 1812, se calcula que murieron alrededor de 12.000 personas, de algo más de 40.000 mil habitantes que poseía. A esta tragedia le sucedió el éxodo de miles de blancos de las ciudades centrales, alrededor de 20.000, muchos de los cuales perecieron en el trayecto intentando huir junto con Bolívar hacia Oriente, temerosos de la llegada de Boves luego de la caída de la Segunda República.
Años después, en 1846 —el mismo en que vendría a nacer Juan Antonio Pérez Bonalde— Andrés Bello, quien no pudo volver a su patria esperando infructuosamente en Londres que su antiguo discípulo, Simón Bolívar, lo llamara a servir a su país en su tierra natal, le escribiría a su hermano Carlos, un 17 de febrero:
“En mi vejez, repaso con un placer indecible todas las memorias de mi Patria […] Cuantas veces fijo la vista en el plano de Caracas, creo pasearme otra vez por sus calles, buscando en ellas los edificios conocidos y preguntándoles por los amigos, los compañeros que ya no existen… Tengo todavía presente la última mirada que di a Caracas desde el camino de la Guaira. ¿Quién me hubiera dicho que en efecto era la última?.” (Lastra 124)
Y en otra anterior, también a su hermano, del 30 de abril de 1842, afirmaba: “La vista de Caracas estará colgada en frente de mi cama, y será quizás el último objeto que contemplen mis ojos cuando diga adiós a la tierra” (Lastra 124). Juan Antonio Pérez Bonalde, el poeta y poliglota, el versátil traductor, el autor de uno de los más famosos e icónicos poemas que habitan en la memoria histórica de la venezolanidad, tampoco gozó del calor del terruño por mucho tiempo. Cuando se inició la Guerra Federal, en 1859, otro de los episodios más destructivos y sangrientos de la historia de Venezuela, Pérez Bonalde apenas contaba con 13 años. Dada la situación bélica, su familia decidió emigrar hacia Puerto Rico en 1861. Allá se dedicaría a estudiar diversos idiomas logrando dominar con significativa competencia el inglés, el alemán, el francés, el italiano y el portugués, además del griego y el latín. En 1864, tras la firma del Tratado de Coche que puso fin a la contienda el año anterior, volvería sin saber que no sería por mucho tiempo, pues en 1870 hubo que expatriarse nuevamente en vista de los riesgos que corría al enfrentarse a Antonio Guzmán Blanco, el nuevo caudillo instaurado y ahora “ilustrado” en el poder, a quien le dedicaría varios poemas no precisamente de adulación, como acostumbraban hacer muchos otros poetas de su tiempo. En uno de ellos, titulado “Epístola”, el verso de cierre podríamos leerlo hoy como la contracara de “Vuelta a la patria”. El verso dice así: “Tierra de tanta luz…y tanto absurdo!”. En 1876 volverá, por escasos días, tras la muerte de su madre, motivo fundamental de su célebre poema. La oportunidad fue propicia dado el clima de apertura y tolerancia que ofreció el breve gobierno de Francisco Linares Alcántara. En 1889 retorna a Venezuela ya gravemente enfermo, víctima de las drogas y el alcohol. Tres años después morirá en su país, tras una intensa vida de idas y venidas. Apenas tenía 46 años.
Y así el balancín de la historia siguió en movimiento. Después de todo un siglo XIX plagado de revoluciones, rebeliones y revueltas militares en las que siempre un nuevo caudillo encarnaba las esperanzas de un prometedor programa de redención y tras la llegada de Castro y Gómez al poder, a partir de la década de los 20 la economía comenzó a cambiar aceleradamente con el descubrimiento de los grandes yacimientos de petróleo. (3) Con la muerte de Juan Vicente Gómez, el 17 de diciembre de 1935, se anuncia —en palabras de Mariano Picón Salas— la entrada del país al siglo XX. Desde esa década hasta las postrimerías del milenio Venezuela se reconocerá a sí misma y será vista por el resto del mundo como un país próspero, bendecido por la riqueza petrolera.
Hasta 1958 los exilados por razones políticas siguieron siendo numerosos. Después de esa fecha, cuando el país finalmente fue capaz de hallarse con mayor solidez y convicción dentro de la dinámica de un sistema democrático, con verdadera alternancia de partidos políticos encabezados por civiles, a pesar de los enfrentamientos con las guerrillas de los años 60 empeñadas en abortar dicho proceso, volvió a llenarse progresivamente de ilusiones y hasta soñó con convertirse en una nación del primer mundo. Venezuela se veía desde el exterior como una democracia estable, singular y ejemplar en un continente azotado por dictaduras de todos los signos, y los venezolanos se veían a sí mismos como un caso excepcional. Esta visión comenzó a cambiar tras el llamado “viernes negro”, el 18 de febrero de 1983, cuando se hizo evidente que el país enfrentaba dificultades económicas de gravedad que anunciaban un porvenir menos optimista. Luego, a finales de los 80, vendría el Caracazo y en 1992 dos nuevos intentos de golpe de estado, liderados por el nuevo futuro caudillo de turno, un nuevo redentor llamado esta vez Hugo Chávez Frías, conocido en la actualidad como el “Comandante Supremo y Eterno”.
El presente siglo, a pesar de la inmensa bonanza petrolera con que contó el país hasta el 2013 —calculada en más de un billón de dólares— nos habla de una historia distinta, pues relata más bien la crónica del resurgimiento del militarismo y el caudillismo providencial, del derrumbe de las ilusiones de prosperidad y civilidad, de niveles inconmensurables de corrupción y de la consolidación de un fracaso estruendoso, cuyo saldo ha sido junto a la regresión a la ruina y la miseria, la aparición de una diáspora de dimensiones antes inimaginables, que de acuerdo a las estimaciones de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) ya supera los 5 millones de personas. Cuando parecía impensable, el éxodo y el deseo de emigrar ha vuelto a tomar protagonismo en la historia del país. Aquellos episodios que dábamos por superados y relegados a la historia del siglo XIX y comienzos del XX, parecieran reeditarse incluso con mayor fuerza, dentro de las particulares circunstancias políticas, económicas y sociales del presente.
Tríptico desde Bogotá, ya no desde París
Son muchas las novelas que en la literatura venezolana han representado buena parte de este recorrido histórico de ires y venires, y en varias encontraremos referencias a esa icónica “Vuelta a la patria”. Bien para que luego del regreso al “terruño” se propicie una nueva huida, como la de Alberto Soria de Ídolos rotos, o para que se consume la compleja y en ocasiones conflictiva decisión de quedarse por el resto de la vida, como le ocurriera a la María Eugenia Alonso de Ifigenia, quien afirmaba: “¡Qué triste es llegar para siempre a cualquier sitio!…” (13). En ambos casos y en muchos otros, el elemento recurrente, el motivador de la vuelta, será la muerte ya acaecida o a punto de suceder del padre o la madre del personaje. Basta leer la primera página de la mencionada novela de Díaz Rodríguez para constatar la huella del poema de Pérez Bonalde en ese imaginario patrio:
“Alberto Soria volvía a la patria después de cinco años de ausencia. Cuando vio la tierra muy cerca, todas las memorias de su niñez y juventud, hasta aquel instante confundidas con muchas cosas exóticas, recobraron su primitiva frescura; y desde la cubierta del buque se dio a reconocer, al través de esas memorias, la costa y los grises peñascos de la playa, las colinas áridas medio sumergidas en el mar, los verdes cocotales y las casas del puerto, agazapadas una al pie del monte que sigue la curva costanera, desparramadas las otras por la misma del monte, cuesta arriba. A medida que se acercaba a la tierra y más claramente distinguía los objetos unos de otros, con más vigor el pasado revivía en su alma. Casas, arboles, peñascos y algunos lugares muy conocidos de él evocaban en su espíritu un enjambre de recuerdos.” (3)
Es obvia la presencia de este leit motiv del imaginario venezolano: la llegada a las costas de La Guaira, tras años de ausencia, con el majestuoso escenario de El Ávila que comienza a agigantarse, junto a los recuerdos, a medida que se da el acercamiento al puerto. Recordemos los versos con que se inicia el poema de Pérez Bonalde:
!Tierra!, grita en la proa el navegante,
y confusa y distante,
una línea indecisa
entre brumas y ondas se divisa.
Poco a poco del seno
destacándose va del horizonte,
sobre el éter sereno
la cumbre azul de un monte;
Y así como el bajel se va acercando,
va extendiéndose el cerro
y unas formas extrañas va tomando;
formas que he visto cuando
soñaba con la dicha de mi destierro (1-13).
Esas dichas soñadas, esas recreaciones memoriosas de una Caracas añorada que parecieran hacerse presentes ante la inminencia de la llegada, de la vuelta al lar nativo, también tienen lugar desde la nostalgia cultivada en la distancia, acentuada por la imposibilidad o improbabilidad del regreso, como lo evidenciamos en las cartas de Bello. Esa Caracas, producto de la memoria fabuladora y del deseo irrealizable de recobrarla, es la que de otro modo conoció Gabriel García Márquez en su infancia, quien según decía la primera vez que escuchó de ella fue en una frase de Simón Bolívar: “La infeliz Caracas”. Así el Gabo describía los recuerdos de esa época y de ese lugar, en los tiempos de la dictadura gomecista:
Desde aquella remota frase de la escuela primaria, Caracas ha sido siempre para mí algo parecido a una obsesión. En el pueblo donde nací, que también tenía algo de infernal y no sólo por su calor de infierno, uno se encontraba a Caracas en el agua y la sal. Era un refugio de expatriados y apátridas del mundo entero, pero existía una categoría aparte, mucho más nuestra que las otras, que eran los fugitivos del infierno de Juan Vicente Gómez. Ellos me dejaron a Caracas sembrada para siempre en el corazón, a veces por los horrores de sus cárceles, y a veces por la idealización de la nostalgia.
Pero además, según aseguraba el narrador colombiano, esa “infeliz Caracas” también comenzó a adquirir protagonismo en su vida gracias a la existencia de una persona que, en parte, ayudó a construir su infancia, una venezolana llamada Juana de Freites que hacía las veces de maestra o mentora exilada en Barranquilla, “una mujer inteligente y hermosa, y el ser humano más humano y con más sentido de la fabulación” que decía haber conocido jamás. Ella le contaba historias que correspondían a las conocidas por otros niños de su edad, pero con escenarios diferentes, pertenecientes siempre a un mismo lugar: Caracas y sus urbanizaciones; no importa que en realidad algunas de estas no existieran para el momento en que el Gabo supo de ellas. De eso se encargaría el futuro, cuando le tocara vivir en esa “ciudad infernal” entre finales de 1957 y comienzos de 1959, y presenciar allí tanto el derrocamiento de Pérez Jiménez como el triunfo de la Revolución Cubana. Así es como el autor de Cien años de soledad nos cuenta que recordaba la impresión de las historias reveladas por Juana de Freites:
“Crecí con la certidumbre mágica de que Genoveva de Bravante y su hijo Desdichado se refugiaron en una cueva de Bello Monte, que Cenicienta había perdido la zapatilla de cristal en una fiesta de gala de El Paraíso, que la Bella Durmiente esperaba a su príncipe despertador a la sombra de Los Caobos, y que Caperucita Roja había sido devorada por un lobo llamado Juan Vicente el Feroz.” (4)
Este inciso, aparentemente forzado, en realidad tiene una causa que está en el origen de estas reflexiones, pues al seguir las huellas que el poema de Pérez Bonalde ha tenido en nuestra narrativa, desde entonces hasta nuestros días, me ha resultado sorpresivo encontrarme con tres libros de autores venezolanos, publicados en los últimos años, no en París sino en Bogotá, todos referidos a ese reencuentro con una Caracas signada por la ruina, muchas veces conjugada con la persistencia de la memoria. El hecho de que se hayan publicado en Colombia, ya es evidencia del cambio de signo de una época. Si antes, durante el gomecismo, Teresa de la Parra le escribía al Benemérito numerosas cartas para manifestarle su aprecio y admiración, además de solicitarle y agradecerle ayuda financiera para la publicación de Ifigenia en París (5) y Juana de Freites se imaginaba una Caracas que le permitiera mitigar de algún modo su condición de desterrada, hoy los desterrados no solo son muchos de los escritores venezolanos sino incluso los libros, publicados ahora en el país del Gabo, ya que en el propio cada día tienen menos lugar. Los libros a los que me refiero son los publicados por Seix Barral: Vamos, venimos, en 2019, de Victoria de Stefano y Llévame esta noche, en 2020, de Miguel Gomes; además del de Juan Cristóbal Castro, Arqueología sonámbula, publicado por Anfibia, en 2020.
Hay varios elementos comunes que podríamos identificar en estos tres libros, sin embargo, dentro de los propósitos aquí perseguidos quisiéramos señalar como particularmente significativo, aparte del hecho de que sean obras de tres autores venezolanos publicadas en Bogotá, que aprovechándose de técnicas narrativas muy distintas cuentan historias referidas a la Venezuela actual —en el caso de Vamos, venimos de un modo más elusivo, pues se evitan, aunque no se ocultan, alusiones espacio temporales precisas de Caracas—, en todas, además de recrearse el tópico de la “Vuelta a la patria” existen referencias explícitas al icónico poema de Pérez Bonalde. Veamos esto con mayor atención y a partir de ello exploremos algunos aspectos relevantes de cada uno de estos libros.
“Usted no será un fantasma hasta que llore a sus muertos caminando por las calles de Salamanca. Eso, Lucio Cavaliero, no lo he dicho ni pensado en pleno dominio de mis facultades; alguien me lo susurró en lo que tal vez haya sido un sueño” (11). Así comienza Llévame esta noche. David de Sousa, protagonista de la novela, se lo comenta en una carta a su amigo Lucio, con quien ha intercambiado apartamentos por una breve temporada. David escribe desde el del padre del amigo, en Salamanca, mientras este se encuentra de vacaciones en el suyo, en Figueira de Foz. La extraña frase le ronda en la memoria sin saber con precisión su procedencia, si se trató de algo ocurrido verdaderamente o del recuerdo de un sueño, el personaje rememora, como algo perteneciente a un ámbito indeciso, una escena en que se cruza con un viejo que se la susurra en una calle solitaria, la calle de Jesús de Salamanca.
Sea casual o no, no deja de llamar la atención que Ídolos rotos se inicie con una escena que sirve justamente como anticipo a la que recrea el comienzo de “Vuelta a la patria”, una situación onírica al igual que en la novela de Gomes. Leamos el primer párrafo del libro de Díaz Rodríguez:
“Mil emociones, a cual más intensa, le traían vibrando desde el alba: unas tristes, otras alegres, luchaban entre sí, pero sin alcanzar ninguna el predominio. De aquí cierta confusión, cierta perplejidad risueña, estado semejante al del éxtasis, o mejor al estado de alma de quien empieza a despertarse y duerme todavía, cuya conciencia en parte responde a los reclamos de la vida real, en parte se recoge, obstinada y feliz, bajo las últimas caricias de un sueño” (3).
En Llévame esta noche, al poco de iniciarse la lectura de la novela nos damos cuenta de que estamos leyendo una carta que está siendo escrita, que somos lectores con ciertas prerrogativas, adelantados a Lucio, el virtual destinatario, en la lectura y conocimiento de lo contado:
“¿A qué viene todo eso, Lucio? Siempre me has pedido que cuente mis historias. Ponlo por escrito, David, repites. Estoy en el apartamento de tu padre ―piso, dicen acá― y, con esta vista, ¿cómo no hacerte caso y redactar lo que si estuvieras presente estaríamos conversando? Si hasta la mesa parece que la hubieses dispuesto para que no haraganee y comience a teclear mis letanías; qué importa que sea jubilado, ¿no? Tenme paciencia: sospecho que cuando acabe de contarte el último viaje que hice a Venezuela todavía será de noche; solo que por ella habrán transcurrido el mes que tú y Beatriz están pasando en mi casa de Portugal” (13).
La carta relata acontecimientos ocurridos en 2013, al parecer, algo más de tres lustros antes del momento de su escritura. Durante esos años David afronta varias situaciones complejas que implicarán cambios significativos en su vida: severos padecimientos psicológicos de su esposa, proceso de recuperación y crisis matrimonial, divorcio, cambio de trabajo —de la Universidad de Nebraska a la Universidad de Yale— y jubilación. La imprecisión con que se maneja la cronología de ese período de la vida de David, de la que apenas se asoman datos sueltos e indicios, ha de contribuir también a esa atmósfera confusa entre la vigilia y el sueño que, sutilmente, predomina y determina el sentido general de la novela. El recurso recrea también, de modo ingenioso y sutil, la estrategia utilizada por Teresa de la Parra para el inicio de Ifigenia, cuya primera parte se titula, muy enfáticamente: “Una carta muy larga donde las cosas se cuentan como en las novelas”. La primera frase corresponde, explícitamente, a esa carta: “!Por fin te escribo, querida Cristina!” (7). En el caso de Llévame esta noche, contar ese último viaje hecho a Venezuela, yendo a lo suyo —como dice— “que es una madre”, es uno de los asuntos, tal vez el fundamental, de la novela: un viaje para despedir y acompañar en su muerte a una madre enferma que agoniza, una madre en la que se encarnan el universo afectivo, los recuerdos, los sueños, las raíces de una identidad incierta, difusa, fragmentada. Un viaje que se sabe, antes de partir, que será el “último” no en el sentido de más reciente, sino de definitivo. Una despedida para siempre de la madre y del lecho donde estuvo el cuerpo matriz y donde vio por primera vez la luz el propio protagonista, es decir, de la patria. La noche, por otra parte, esa larga noche a la que se alude, esa noche que abre “infinitos ojos” en nosotros —como lo recuerda el epígrafe de Novalis que preside el libro— connota la atmósfera onírica con que se inicia la novela y que, de algún modo, constituirá en definitiva el ámbito esencial en que se desenvuelve la trama, la cual, a pesar de desarrollarse muchas veces con aparente y asombrosa ligereza, cargada de una grotesca comicidad y excesos lúbricos al momento de enfrentar situaciones terribles y de evidente gravedad, nunca dejará de ser marcadamente pesadillesca. “Me pregunto si seré un fantasma. Mi alma croa encima de las calaveras” (8) —dice David. Tal estrategia narrativa, los temas y el propósito de lo escrito, el mismo personaje-narrador los deja al descubierto desde las primeras páginas: “Prometo ocuparme de cada una de esas cosas: elogiaré mi necedad sin moralina, única forma de recobrar la inocencia antes de despedirme” (14).
En esa primera parte de la novela, antes de la escena pérezbonaldiana se aportan otros datos relevantes que singularizan esta recreación del tópico mencionado. Allí nos enteramos de que tanto a Lucio como a David la vida los ha hecho conocer la trashumancia, por eso, después de que este llamara a aquel “Alférez Mayor de la Ínsula de Manhattan, Príncipe de la Toscana, Marqués de Salamanca y Patriarca de Mystic, Connecticut” (6), le pregunta: “¿dónde más tienes residencias?” (6). Esta caracterización es significativa, pues sin duda incidirá en la noción de patria asumida por el personaje al final de la novela y la hará verosímil, pues se trata de un hombre de mundo, erudito y políglota, viajado, que vive y busca con avidez y gozo ser partícipe de la cultura universal. Desde esa perspectiva David asume las pérdidas y ganancias, el debe y el haber, digamos que los dividendos que le ha aportado y le irá aportando la vida: “La Caracas que perdí para siempre; el Portugal que recuperé, adonde irán a parar mis huesos en una extraña perversión de mi vida: estaré enterrado en su lado europeo, habiendo nacido en Venezuela; a mi madre, en cambio, el polvo de Caracas la hizo suya” (15). Allí se explica también el por qué no ha de volver a esa patria perdida, incluso si ello implicara renunciar a tener consigo las cenizas de su madre, dejadas en aquella tierra: “Cuando comprendí que no habría cremación si no me presentaba, me di cuenta de que tal vez no valiese la pena. La vida nos carga de suficientes angustias como para estarnos flagelando con símbolos; y volver a Venezuela era para mí hacer agonizar de nuevo a la difunta. Me refiero a lo que llevamos dentro que es madre de uno” (16).
Como veremos, hay una diferencia fundamental entre la manera como se describen las impresiones de David de Sousa al llegar a las costas de Venezuela (en su caso al aeropuerto de Maiquetía, no al puerto de la Guaira) y el ascenso a Caracas, y el modo en que se hace en el poema “Vuelta a la patria” y en Ídolos rotos. En la novela de Gomes no hay ni un mínimo resquicio de ilusión ni regocijo por estar de nuevo en el terruño o por activar, a partir de esa experiencia, recuerdos añorados. No hay nostalgia y ni siquiera la oportunidad de que se dé. A diferencia de los casos de Alberto Soria y María Eugenia Alonso, cuyas actitudes convergen, según lo señala el propio Miguel Gomes, en rol de crítico, en un artículo académico en el que compara y emparenta las obras de Manuel Díaz Rodríguez y de Teresa de la Parra, “en la expectativa de los recién llegados ante Caracas y su desilusión inmediata, expresadas en ambos mediante recuperaciones fugaces de paraísos infantiles o juveniles que se pierden en el presente” (Gomes, Ifigenia 56). David de Sousa trae una visión muy claramente determinada de antemano, lapidaria y sin concesiones. Esta nueva experiencia de llegada no hará otra cosa que corroborar el estado de ruina, destrucción y miseria, hasta de asco, de aquel lugar en que alguna vez vivió. Leamos un fragmento del pasaje en cuestión:
“¿Te ha pasado que subiendo del aeropuerto a Caracas presintieses que en el avión te sirvieron un plato de arena? Era mi impresión en el taxi. Cerca de un barranco vi una valla publicitaria vacía: me acordé de aquello que me refirió tu suegro, que en paz descanse… decidió hacerse amigo tuyo cuando leyó los graffiti que dejabas en los baños de la Escuela de Letras. Cosillas a la Rimbaud como Y Caracas me trajo la espantosa risa del idiota. Dejar una frase así en la valla me habría parecido adecuado.
Subía, y el movimiento interno era el contrario: me precipitaba. El golpe de humedad tropical en la cara cuando uno sale del aeropuerto nunca me fue grato; tampoco avistar las rancherías, aquellos sórdidos casebres haciendo equilibrios en los cerros, a punto siempre de caerse a la menor lluvia. Casebre es la palabra que usaba mi padre cuando les describía a los amigos de Figueira da Foz la miseria, la suciedad, la fealdad del trayecto. Lo oía dar detalles más deplorables aún, disuadiendo al vecino que quería visitar a un amigo en Venezuela; entonces me atrevía a interrumpirlo: Si tanto te repele el país, ¿por qué me hiciste nacer allá? (…)
La memoria tiene una rara noción de la línea recta. Los casebres venezolanos me habían parecido horrorosos desde que me fui a estudiar a Portugal por primera vez. Cada regreso más difícil. Cuando me largué a hacer el posgrado en los Estados Unidos el recuerdo del camino entre Maiquetía y Caracas me frenaba, me impedía comprar pasajes para visitar a mis padres; a estos los veía cuando estaban en Madeira o Figueira da Foz, o en las pocas ocasiones en que se quedaron conmigo en Boston o Lincoln. Había otros motivos, naturalmente, para temer mis Vueltas a la patria, pero el disgusto que suscita la carretera que trepa por las montañas desde el Caribe hasta unos mil metros tocaba la fanfarria. Busqué excusas para no aportar en Venezuela en las vacaciones: charlas en Londres o Barcelona; unos amigos que tenían una cabaña cerca de un lago, en Quebec; clases de verano en Tolosa; Helen proponía que fuéramos a pasar unas semanas con sus padres ―antes que fallecieran― y yo no me negaba. Todo menos volar a Caracas. La enfermedad de mi madre me obligó a hacerlo.
La ciudad fue clavándome sus imágenes dondequiera que el nervio óptico y los recuerdos se juntasen. Había una riña: cada edificio seguía en su lugar, igual que a mi partida, solo que revestido de una piel oscura, como corroída por la lepra, a jirones. Rascacielos, parques, estatuas, puentes, el río color de mierda: idénticos a los del inventario mental privado; idénticos y arruinados de alguna manera. Viejos los edificios, cariados, pelándose por falta de mantenimiento, renqueando de la manera inmóvil como la arquitectura lo hace si uno sabe mirar. El ruido, el tráfico, el calor. El Guaire no olía mal: apestaba. En el hombrillo de la autopista había bolsas de basura abandonadas. Los zamuros de mi niñez eran puntos negros en el cielo, perdidos en el fulgor del trópico; ahora se volvían transeúntes, posados en las barreras que separaban la vía del canal del río: alguno se refocilaba en la basura; los demás estaban tan hartos que digerían impasibles, sencillamente chatos, asquerosos, carentes de la siniestra gracia de los buitres africanos. Invasión de zamuros: me costaba pensar mientras avanzábamos hacia el este de la ciudad. A un lado y otro iba reconociendo Bello Monte, el CCCT, Chuao. Pordioseros mugrientos bajo los puentes, dormidos al lado de pancartas que despedían al Comandante Eterno” (16-19).
Las impresiones de David a su regreso no pueden ser más desoladoras, como también lo fueron las de Gallegos más de un siglo antes, cuando solo aspiraba a huir y le aconsejaba a su amigo Salustio: “Si se llega el caso, muérete de hambre por allá, que al fin es mejor que vejetar aquí”. Es obvio que el Miguel Gomes novelista está al tanto de la existencia y de los escritos del profesor y crítico del mismo nombre, quien en el artículo señalado afirmara lo siguiente: “Ídolos rotos comienza, ni más ni menos, con una vuelta a la patria” (53). Y en una nota a pie de página añade: “De aires perezbonaldianos, lo que indica que el motivo ya estaba arraigado en las letras venezolanas desde el romanticismo” (53). No es de extrañar, por tanto, que en Llévame esta noche el poema de Pérez Bonalde funcione también como un hipotexto, resemantizado ahora desde una lectura en clave contemporánea —la de la Venezuela insalvable sumida en ruinas— que a su vez se ha de incorporar a la tradición del tópico señalado y ya fuertemente acuñado en la literatura del país.
Como intento de recuperación de esa “inocencia”, a la que se refiere David en su larga carta a Lucio, se acude a la parodia, la comicidad y el ingenio: formas de atenuar cierta risa nerviosa que recorre toda la trama, cuya carga trágica es evidente a pesar de la adopción de esa estrategia de distanciamiento. Asimismo, en procura de enmascarar una autoficción frontal se acude a una suerte de exploración heteronímica como técnica de configuración de personajes. Para el lector venezolano, familiarizado con el campo literario del patio, resulta inevitable no ver en toda una serie de personajes representaciones de algunas figuras del medio local. Para el lector que conozca al autor o tenga algunas noticias de su vida, no pueden pasar inadvertidos los correlatos referenciales de muchas de las situaciones narradas. Así, en varios sentidos, podríamos decir que también hay un componente lúdico que se encuentra al servicio de elaboraciones paródicas, cómicas y heteronímicas que dan cabida, precisamente, a esos espacios de incertidumbre, no sólo entre la vigilia y el sueño, como comentamos anteriormente, sino entre la realidad y la ficción donde los límites se quieren difusos. En la novela se alternan nombres de personas conocidas con otros inventados pero que no disimulan su intención de aludir de manera evidente a seres reales. Tal vez podríamos afirmar, incluso, que una condición constitutiva de muchos personajes de esta novela es la de conformarse, justamente, como representaciones de retazos acumulados de personajes reales o de seres ficticios pertenecientes a una red intertextual construida tanto desde la propia obra (otros cuentos y novelas de Gomes) como de textos de diferentes géneros y procedencias que dan noticias, sin que se caiga nunca en la ostentación, de la cultura enciclopédica del autor.
Una ilustración del modo en que se construyen esas subjetividades ficcionales en esta obra es la siguiente: Lucio Cavaliero, amigo y destinatario de la carta de David de Sousa, es ya un personaje existente en los cuentos de Gomes y protagonista de su primera novela Retrato de un caballero. David de Sousa, por su parte, también tiene una existencia previa en la obra de Gomes, pero no en un espacio textual sino paratextual, pues antes de su aparición como protagonista de Llévame esta noche, aparece como autor de una de las notas de la contratapa de Retrato de un caballero. Allí afirma: “Entre el desparpajo y los excesos, la imaginación de Lucio, sin embargo, acaba desplazándose por caminos imprevistos; el desencanto vital, la extranjería, el descubrimiento de los afectos mediante la risa, y el Eros fundan en su prosa nuevos órdenes de la experiencia, abren —tanto para quien escribe como para nosotros, sus lectores— las compuertas de la vida interior”. Así pues, ese David comentador de la vida de Lucio lo conoceremos luego como su amigo y corresponsal epistolar en Llévame esta noche. Confieso que yo mismo, autor del otro texto que aparece en la contratapa de ese libro, nunca supe de él hasta la lectura de esta novela. Simplemente, lo imaginé como un agudo crítico de ancestros portugueses interesado en la obra del autor de Retrato de un caballero. Aunque en ese momento no me detuve en buscar motivos para dudar de su existencia en el mundo que llamamos “real”, ciertamente había espacio para las sospechas. De otro modo, no me hubiera atrevido a señalar en el texto que me correspondió elaborar que Lucio Cavaliero era “autor de buena parte de los cuentos que equivocadamente suelen atribuirse a Miguel Gomes”. Por la novela nos enteramos también de que el mismo David era “descendiente de Egas Gomes de Sousa, Capitán General, que humilló en combate al rey de Túnez en la batalla de Beja, allá por el siglo XI”. Ahora bien, más allá de que se persista o no en esa atribución autorial de la novela que ahora nos ocupa, es necesario decir que el segundo nombre de Miguel Gomes es “Alexandre”, y que el Alexandre Gomes de quien se nos habla en la novela, según afirma el narrador “todavía enseñaba en Stony Brook” (lugar donde, por cierto, estudió su doctorado el Miguel Gomes “de la vida real” que algunos hemos conocido). Habría que recordar, además, que Alexandre Gomes es un personaje que apenas se menciona, de pasada, en “Cuento de invierno” de la colección Viudos, sirenas y libertinos (2008), pero que luego tendrá un rol significativo en Retrato de un caballero. Alexandre Gomes aparece allí como un profesor brasileño de Arte, con quien Lucio Cavaleiro se reúne en una sala del Museo Metropolitano, lugar nuclear de parte de la trama de la primera novela de Miguel Gomes. El cuadro de Broncino al que alude el título de esa novela y que se encuentra en ese museo es copiado por Alexandre, y juntos —él y Lucio— conciben y realizan el exitoso libro Arte y sexualidad en la cultura occidental. Afortunadamente, las claves para comprender el origen de este galimatías en el que se procuran los enredos entre la ficción y la realidad nos las da la misma novela de modo muy diáfano. Basta con leer la escena en la que David le confiesa a Lucio un secreto:
“Y confío en que harás honor a tu apellido: si se te antojase divulgar el secreto en uno de tus cuentos, cambia los nombres. Ya lo hice en una novelita fallida donde puse a Boada, por ejemplo, de lingüista, viudo y en conflicto con su hijo. Además, lo situé en una Caracas como destruida luego de una guerra (distópica, llaman a eso los hipsters). ¿Te acuerdas de Miguel Gomes, el heterónimo que, jugando, nos inventamos una vez para ver cómo reaccionaba Alexandre si alguien leía una relación de sus aventuras gremiales? Pues ahora te confieso que firmé la novelita con ese nombre y se publicó en una antología de cartas ficticias en que me invitaron a colaborar, incluso cuando era como narrador (lo soy todavía) la mar de virginal. Le había comentado a la editora, en nuestra correspondencia, que ansiaba dedicarme a la creación. Apareció la novelita y nadie la leyó (visto en frío, por fortuna: tiene ripios). Tanto me desencanté de ese estreno como escritor de ficción (sácale al anglicismo sus posibles acepciones en español) que, en efecto, como autor acabé ficticio: nadie se enteró de que existíamos ni yo ni la tal obrita de Miguel Gomes… Debí haberte contado antes que usé a nuestro personaje. Quizá ahora que estoy jubilado y te paseas por el mundo con tu familia saquemos unos días y escribamos, por fin, algo para que Miguel, inventado en una noche de vino y chistes, allá en Mystic, salga al ruedo. A mi edad admito la quimera. En nuestra imaginación el pobre estaba quedándose sordo, para distinguirlo de Alexandre; y era lusovenezolano, no lusobrasileño; seguí por una temporada sopesando sus percances; adiviné que perdía del todo la audición: ¿te imaginas escribir las memorias de un jubilado sordo que vive frente al estrecho de Long Island pensando en las ruinas de su país lejano? Allí tenemos una mina. Por lo pronto, se me ocurre la primera línea de su autobiografía: El sonido no es necesario; la tragedia son los empeñados en que los oiga” (287-288).
Al final de Llévame esta noche, David, ese personaje múltiple y multiforme, como tantos otros en esta obra, que se proyecta y es proyectado en otros, sin distinguir —o más bien para evitar distinguir— la ficción de la realidad, ese personaje viajero que vuelve a su patria para despedirse de ella definitivamente, ciertamente no deja de viajar en los diversos cruces de la trama de esta novela, de desplazarse y buscarse en su interioridad; tal vez, con el único fin de conocerse y reconocerse en los muchos otros que es y ha sido: para hacerse a sí mismo —como a su patria, tal como lo afirma—“a su rigurosa medida” (403).
La singularidad de la estructura de este libro es uno de sus mayores atributos, así como, quizás, su mayor riesgo. En él se hace uso de algunos recursos clásicos del arte narrativo, (…) elementos al servicio de un propósito central: la elaboración de una suerte de inventario de las diversas formas de ruina que acechan la existencia del protagonista
No pocas coincidencias podemos hallar, así como notables diferencias, entre Llévame esta noche y el libro Arqueología sonámbula, que no llamaremos novela, pues su cualidad genérica es notoriamente híbrida. Su autor, Juan Cristóbal Castro, es un profesor universitario, escritor e investigador venezolano, quien al igual que Gomes ha dedicado su vida a la actividad académica. Ambos obtuvieron sus doctorados en estudios literarios en Estados Unidos y ambos viven en el exterior pensando, investigando, imaginando y ficcionalizando la vida, la literatura, la historia, la política y la cultura venezolanas, desde lejos de su país: Gomes, en Connecticut y Castro en Bogotá. Si en Llévame esta noche David mediante una carta le relataba lo sucedido en su último viaje a Venezuela a su amigo Lucio, en Arqueología sonámbula un narrador omnisciente nos informa de la existencia de un cuaderno de notas, escrito por el protagonista de esta trama, un personaje innominado, que se vale de dichas notas para “trabajar” —como una investigación personal— el duelo de la pérdida de su país, sumido en la ruina tras un largo y sistemático proceso de destrucción que abarca la totalidad del actual milenio. La singularidad de la estructura de este libro es uno de sus mayores atributos, así como, quizás, su mayor riesgo. En él se hace uso de algunos recursos clásicos del arte narrativo, como son: el del cuaderno de notas abandonado, rescatado por un editor que lo interviene y lo hace accesible a los lectores; y el del viaje de reencuentro al lugar de origen, que da paso a múltiples formas de introspección, de reelaboración de la memoria personal, familiar y del país natal. Ambos elementos están al servicio de un propósito central: la elaboración de una suerte de inventario de las diversas formas de ruina que acechan la existencia del protagonista: un profesor venezolano, migrante en Bogotá, que decide hacer un breve viaje a Caracas, su ciudad natal, para despedirse definitivamente y resolver varios asuntos pendientes relativos a propiedades, legados familiares, procesos editoriales, entre otros. En este último punto, la recreación del tópico de “Vuelta a la Patria” hace acto de presencia, una vez más, en una clave impuesta por las circunstancias de la Venezuela presente. Leamos cómo se describen las impresiones del protagonista tras regresar a su país.
“Era la cuarta oportunidad que visitaba el país. La vez que estuvo más tiempo había sido apenas unos años antes, cuando se quedó por un período largo mientras buscaba un mejor trabajo afuera, justo después de haber terminado los estudios en California. Por un momento tuvo la ilusión de que se iba a quedar; uno siempre idealiza su lugar de origen cuando está afuera, y se creyó así el cuento de Pérez Bonalde en su horrible poema “Vuelta a la patria”, pero bastó el recibimiento que tuvo y las vivencias de los primeros meses, para tirar todo por la borda. “It is dangerous to leave one’s country, but still more dangerous to go back to it, for then your fellow-countrymen, if they can, will drive a knife into your heart”, lo advirtió muy bien el gran Joyce. Esos largos y odiosos meses que estuvo en Venezuela fueron la más clara confirmación de esas palabras. Para ser breve, solo considerará cuando llegó de nuevo al pequeño apartamento de su mamá, y se vio forzado a convivir con su hermano que lo tenía hecho un desastre, por decir lo menos. Si bien tuvo la fortuna de poder empezar a trabajar de inmediato en una universidad que le quedaba al otro lado de la ciudad, el sueldo que recibía no le duraba más de dos semanas, y, para variar, el lugar era un pequeño infierno de estudiantes soberbios en el que las intrigas palaciegas y guerras de poder de colegas, jefes, y sobre todo de una administración ajena a la realidad. De un infierno afuera iba a otro infierno adentro” (42).
Lo primero que podemos apreciar en este pasaje es la forma despectiva en que el narrador se refiere al célebre poema de Pérez Bonalde, ya ni siquiera de manera burlona, como se hacía en la novela de Gomes. Por otra parte, al contrario de lo que ocurre en Llévame esta noche y en concordancia con lo comentado por el mismo Gomes, a propósito de Alberto Soria y María Eugenia Alonso (Gomes Ifigenia 56), la desilusión del protagonista y el derrumbe de las expectativas creadas se produce al poco tiempo de la vuelta al país. Un giro distinto sí se da, sin embargo, con respecto al lugar de procedencia, que resulta tan infernal como el suelo propio, lo cual implica una suerte de condena: la de vivir como un sonámbulo en un laberinto lleno de ruinas y vestigios de un pasado caracterizado por la destrucción, se esté donde se esté, sin hallar nunca una vía de escape.
Esta percepción se va acentuando a lo largo del recorrido que hacemos como lectores, bajo la guía de una voz narrativa omnisciente que nos informa sobre los hechos que le acontecen al protagonista innominado en los pocos días del viaje y estadía en Venezuela, entre finales de diciembre de 2014 y comienzos del 2015. De todo ello nos vamos enterando gracias a la lectura indirecta, hipotética, dirigida, que hacemos del libro de notas abandonado. Para ese recorrido exploratorio de la psique, de las emociones, de la memoria, del legado familiar, de la realidad presente e histórica del país, se opta por la construcción de un texto polifónico en el que coexisten distintos géneros discursivos (relato, ensayo, reflexión académica, crónica, información periodística, fotografías, citas de distinta índole, etc.) dentro de un todo armónico, coherente y unitario, a pesar de su aparente disposición fragmentaria, heterogénea y disruptiva. De este modo, se van sucediendo diversos solapamientos textuales que posibilitan a su vez la proliferación de series, analogías, intersecciones y paralelismos: sueño, insomnio, sonambulismo, realidad/ viaje, arqueología, memoria, presente/ padre, patria, Padre de la Patria/ bolivarianismo, chavismo, ruina, utopía/ petróleo, estado mágico, utopía, vestigios, restos, ruinas, etc.
La simbología asociada al padre muerto es importante en este libro, pues Luis Castro Leiva, el padre de Juan Cristóbal Castro, el autor de Arqueología sonámbula, fue un intelectual venezolano que supo advertir anticipatoriamente la tragedia que ya se vislumbraba en el horizonte venezolano: el regreso al primitivismo político y la ruina. Tanto los peligros del culto acrítico a Bolívar, “el Padre de la Patria”, más cercano al amor por la hagiografía que al rigor historiográfico —oposición que en su oportunidad fue señalada por Mario Briceño Iragorry—, como su preocupación por el dominio de la banalidad y la superficialidad en el debate político, en una coyuntura tan delicada como la que se vivía a finales del siglo XX venezolano que terminó llevando a Hugo Chávez Frías al poder —nuevo caudillo surgido del pueblo y nuevo redentor y reencarnación del Libertador— fueron motivos de sus reflexiones en un discurso que dio en el Congreso de la República. Tras ese episodio, pocos meses después falleció fuera de su país, cumpliendo labores académicas en Chicago. Un pasaje de la novela, en el que no se disimula la naturaleza autoficcional del libro, hace referencia a esa situación:
“Su papá murió el 8 de abril de 1999, poco después de las elecciones en las que obtuvo una amplia mayoría el líder revolucionario. En una alocución que su padre ofreció en el Congreso un tiempo antes de esa votación había advertido sobre la crisis de la política que había en el país. Hizo un llamado a recuperar el espíritu del pacto de la democracia que se dio en 1958 para tratar de evitar votar por las opciones de los dos candidatos que había: una exmiss, con cabello pintado de amarillo, y ese deslenguado militar exgolpista que terminó ganando; dos importantes narcóticos en el imaginario popular, ideales de superación social para cierta cultura mediática. Era la primera vez que invitaban a un académico a hablar ante semejante tribuna, y para su padre, solo conocido hasta entonces en ciertos círculos universitarios, fue todo un compromiso de responsabilidad cívica, pues conocía los problemas que se estaban viviendo. La última vez que habló con él fue por teléfono; lo sintió cansado y con miedo, había tenido tres desmayos seguidos en esos meses. Su voz temblaba en el audífono, amenazada por una pequeña interferencia sonora que en ocasiones parecía un oleaje de mar. Sin darle la menor importancia, lo conminó a seguir, acostumbrado a sus despliegues regulares de hipocondría e inseguridad que habían crecido por la situación de angustia que le generaba el futuro de su nación. A la semana, se enteró de que había muerto” (8).
Una marcada conciencia y vocación arqueológicas singularizan la labor investigativa que va aportando insumos para la construcción de la trama. Un impresionante acopio de citas, derivadas de sucesivas reflexiones, va ocupando un número importante de páginas del libro, siempre de modo pertinente. Ello da oportuna cuenta de la tarea obsesiva de investigación de ese protagonista, escritor frustrado, en busca de esclarecer las causas de la situación presente, tanto de su existencia individual como la de su país natal. Sebald, Antonio José Ponte, Kundera, Benjamin, Freud, Foucault, Piranesi, Derrida, Rancière son solo algunos de los muchísimos autores citados, cuyos textos han de constituir apoyos fundamentales en los anudamientos de la trama y en el tejido de las ideas que cruzan y sustentan este libro. Del cual, tal vez su mejor síntesis, su razón de ser y la caracterización de su naturaleza, la encontramos en las palabras del narrador, cuando nos dice:
“Ahora mismo frente al cuaderno azul de anotaciones, en esta pobre bitácora de viaje que usa para una investigación sobre sí mismo que todavía desconoce, que no sabe todavía si es sobre su pasado, sobre su insomnio, sobre el vestigio, o sobre todo eso a la vez. Las ruinas proliferan de maneras misteriosas, reflexiona, incluso detrás de los maquillajes” (124).
Al final del libro entendemos que, de todas las tareas pendientes que motivan el viaje, quizás la más importante no llega a cumplirse: encontrar “a Juan Cristóbal Castro, su hermano de vida” (50), a pesar de haber creído verlo de lejos, sin saber muy bien si se trataba de una alucinación, una fantasía o un sueño y de comprender íntimamente que el desencuentro entre ellos ya era ineludible. Pero el guiño autoficcional que supone la existencia de este alter ego, ese otro y el mismo, llamado “Juan Cristobal Castro”, coincidente con el nombre de pila del autor, se proyecta más allá, cuando en el último párrafo se acentúa la incertidumbre no solo sobre la autoría del libro, sino incluso en lo atinente a la misma naturaleza del conjunto de textos diversos y fragmentarios que hasta ese momento el lector ha recorrido, también, como un arqueólogo sonámbulo. Constatemos lo dicho:
“Ahora bien, no dejó de extrañarle, hablando de esas misteriosas correspondencias que muestra la realidad bajo mensajes imperceptibles, un texto de Juan Cristóbal Castro que para su sorpresa consiguió en su cuaderno azul en el que ahora mismo escribe. En esas líneas, además de acusarle por robo (“tomas mis notas y vivencias sin decir nada, y narras cosas que no sucedieron”), le dice que “el mago de la propaganda del régimen nazi, el enfermo manipulador y hechicero Joseph Goebbels, para que sepas bien, fue tildado como el Giftzwerg, es decir, de ‘enano maldito’”. No satisfecho con ello, refiere otra triste coincidencia: “Al temible comisario soviético Yezhov, protagonista durante el régimen de Stalin de los más terribles crímenes, lo apodaron también el ‘Enano sanguinario’”. Al final de la nota, para no dejarle respirar del asombro, escribe con rabia manifiesta: “Que duermas bien mal, pues hasta ese raro sueño que tuviste antes de arribar a Caracas sobre un supuesto pasajes de la obra de Primo Levi, o de Cubagua, es un invento mío, ladrón”. Sorprendido, decidió cerrar el cuaderno para dejarse llevar por la paz de la noche y el ruido de la lluvia. Ya no sabe al final quién ha escrito esto. ¿Habrá sido él, o un hombre invisible, un sonámbulo incapaz de ubicarse en estas páginas, uno de los tantos que la historia ha dejado atrás como un desecho más de la vida?” (239).
En Vamos, venimos, de Victoria de Stefano, también el viaje es un actante fundamental en el hilado de la trama que, al igual que en Llévame esta noche y Arqueología sonámbula, connota experiencias psicológicas e indagatorias en la propia psiquis, más allá de los desplazamientos espacio-temporales e histórico-geográficos efectuados sobre coordenadas precisas, por los diversos personajes. Son tres libros en los que podemos apreciar cierta vinculación con el Bildungsroman, pero en una modalidad singular, pues en todos los casos ese proceso de formación, de aprendizaje que se da mediante diversos tipos de desplazamiento (físicos, en la memoria, oníricos, simbólicos, etc.) se produce en la edad madura, más allá del mezzo del cammin di nostra vita. En Llévame esta noche y Arqueología sonámbula, como ya hemos señalado, los protagonistas vuelven a su país natal sabiendo que es su último viaje a Venezuela, sin ninguna expectativa de quedarse. Ya la huida ocurrió un tiempo atrás. Ya no hay retorno a Ítaca. En ambos casos se despiden de las ruinas de un lugar que dejó de existir sin esperanzas de que la historia lo redima. En ese sentido, ambas novelas convergen en el propósito de elaborar una versión distinta del tópico de “Vuelta a la patria”, en la que ya no tengan cabida versos como los que Pérez Bonalde escribió para referirse a aquellos “infelices que ignoran/ la insondable alegría/ de los que tristes del hogar se fueron/ ¡y luego, ansiosos, al hogar volvieron!”. El planteamiento expuesto en Vamos, venimos difiere del de ambas y posiblemente representa una nueva vuelta de tuerca en los ya variados modos de recrear este tópico ya indexado en la literatura venezolana. No está demás señalar que Victoria de Stefano (1940) pertenece a una generación anterior a la de Gomes (1964) y Castro (1970) y es la única de los tres no nacida en Caracas. Nació en Rimini, Italia, y llegó con toda su familia a Venezuela, a los 6 años, huyendo de la devastación y la miseria de la Europa de postguerra.
El planteamiento expuesto en Vamos, venimos difiere (…) posiblemente representa una nueva vuelta de tuerca en los ya variados modos de recrear este tópico ya indexado en la literatura venezolana.
Cuando la novela comienza, Juan —el hijo de una madre innominada, como innominado es el lugar en que está— ha regresado “derrotado” a su país, donde ha de vivir de nuevo en la casa de su infancia y juventud, junto a su madre, luego de veintitantos años de haberse ido a Europa sin propósito de retorno y con planes de vida en definitiva fallidos: estudios, matrimonio, vida en el extranjero. De modo rutinario se dedica todas las tardes a observar las casas y las vidas de los vecinos, rememorando su vida pasada allí y averiguando, con la ayuda de su madre, sobre la situación de cada familia del vecindario. Leamos algunos fragmentos en los que se narran los pormenores de esa rutina:
“Cada vez más a menudo, y a la hora propicia de la luz menguada del atardecer, Juan salía a sentarse en el banco adosado a la pared del porche abalconado […] Al llegar a esa hora, como por efecto de un reflejo condicionado, su tictac interno lo empujaba a acantonarse en el banco pintado con varias capas de verde, que, según las variantes de su humor lingüístico, llamaba su apostadero, su trono, su bastión, su podio de vigilancia, su butaca, su asiento de palco, su observatorio de mirar en torno y de cara al proscenio de una calle cada vez más alejada de lo que había sido en su infancia […] Sin ir más lejos, ese porche donde estaba sentado, sentado y con sus ojos irrestrictamente abiertos, sentado y con sus dos oídos dispuestos a no perderse de nada: un ceremonial que, aunado a la semiconsciencia de la rigidez de sus huesos posicionados en la dureza del banco pintado de verde, lo devolvía a la monotonía de su niñez, al vacío opresivo del área circunscrita al quicio de la logia abalconada que se conectaba, como un segundo umbral, al ínfimo jardín y al murito que lo separaba de la calle” (11-18).
A diario, también, su madre lo llama para cenar, lo llama desde el presente y desde los tiempos de su infancia: “Hoy como ayer, estando metido en sus cavilaciones, le llegó súbitamente la voz de su madre viniendo de la cocina: ¿Juan, estás ahí? La cena no tarda…” (19).
En la siguiente sección del libro, titulada “Viajeros, exploradores, guerreros de largas distancias”, se hace un recuento de las peripecias de algunos viajeros notables de la historia y la literatura como Marco Polo, Colón y Odiseo, hasta desembocar en unos versos del poema de Pérez Bonalde en lo que se expresa el objetivo final de la “Vuelta a la patria”, esta vez en relación con el tópico universal del regreso a Ítaca, motivo de los viajes de Ulises:
“De pronto, dulcemente dormido, envuelto en la pesadez amortiguada de ruido de una alfombra, es depositado en tierra. Atenea le abre los párpados. Entonces, ya sin nieblas, ve las bestias, los campos, las gentes, percibe el humo del calor del hogar en el azul indiviso del cielo de su isla natal. Está de vuelta. En líneas generales es de lo que tratan todas las odiseas, de exilios, desarraigos, desvíos, calamidades náuticas, del dolor de la separación de los amantes, de los que lejos del nido se sienten perdidos, de la inopinada felicidad de los que, con el favor de los dioses, vuelven estremecidos a respirar el aire puro de los patrios montes” (Vuelta a la patria, J. A. Pérez Bonalde, Caracas, 1846-La Guaira, 1892) (25).
El recuento de viajeros famosos remata con Moisés y su travesía por el desierto del Sinaí, quien al volver a la Tierra Prometida la contempla a la distancia tras siglos de esclavitud. Sólo entonces comienza uno de los dos viajes sobre los que se estructura esta novela dotada de un lenguaje de deslumbrantes cualidades rítmicas y sonoras, y en la que progresivamente la narración adopta la forma del estilo indirecto libre. El primero es el que realizará Juan todas las tardes desde su resignada fijeza, recorriendo con la vista la calle del vecindario donde ha vuelto a vivir. Allí hará el inventario de los hábitos, tejerá remembranzas e indagará en las vicisitudes de los que habitan o habitaron a su alrededor. Allí observará su pasado y el de los otros; los avatares en el destino de cada uno. Allí preguntará por la vida de las familias de emigrantes de su vecindario: italianos, canarios, portugueses, ecuatorianos, colombianos, uruguayos; recordará los tiempos en que construyeron nuevos edificios y la pérdida del solar de su casa; rememorará la muerte de los padres de los amigos del vecindario y del suyo propio, del tío amado y celado por su padre; preguntará por las viudas; volverá a asistir, gracias a los recuerdos, a funerales y revivirá amoríos; conocerá confidencias de la madre e inquirirá detalles; pedirá auxilio para atar cabos sueltos, y en ese ir y volver transcurrirá su vida. El segundo viaje será el que hará la madre. La madre innominada viajará a Europa con su amiga Leticia. Juan quedará sólo en la casa de su infancia y juventud lidiando en sueños con el recuerdo de la figura dominante de su padre. La madre anotará en el cuaderno de viaje que Juan leerá a su vuelta; Anatole, el sobrino de Leticia, será su anfitrión —a la vuelta de la madre, Juan leerá y comentará lo leído. Se enterará de la historia de Ignacio, un vasco radicado en Nantes, cuya tía le imploró que se fuera a España y no volviera. “Vamos, venimos, andamos rumbo a ninguna parte. Estamos perdidas” (231) —se repetirán los personajes. Se enterará del pasado de la familia de Anatole, el hijo de la hermana de Leticia, Cecilia, quien se casó con un francés. Se enterará de que su madre le preguntó a Leticia “si Anatole nunca había sentido la necesidad de conocer el país de su madre” (255). Se enterará de la respuesta de Cecilia a su hermana: “lo siento por ti mi probado egoísmo humano me proporcionó el valor de irme a tiempo” (255). Se sabrá, indirectamente, cuál es el país de la madre al recordar que en el cementerio de Passy, en París, “estuvo sepultado Antonio Guzmán Blanco, el Ilustre Americano, hasta que los restos del tres veces presidente de la república fueron repatriados e inhumados en el Panteón Nacional en 1999, cien años después de su muerte” (288). Se sabrá de la dispersión por el mundo de los familiares de Anatole y Chantal, su esposa. Se sucederán los personajes, las historias y los desplazamientos por distintas geografías en un “vehemencial ir y venir de allá para acá” (265). Se hablará del “empuje de cierto mecanismo atávico encriptado en los genes” (265). “Ven vamos” (286) —se repetirán los personajes de las historias. Finalmente, tras alrededor de un mes de viaje volverá la madre y su hijo, Juan, le preguntará: “¿Algún percance?”. Esto le dirá:
“Ninguno, en verdad un viaje maravilloso, sin duda valió la pena, respondió mamá. En conclusión, ¿se puede decir que el viaje satisfizo tus expectativas? Sin duda, viajar es siempre un consuelo. ¡Ojalá hubieras podido vernos a través del agujerito de una mirilla para que pudieras enterarte de lo en grande que la pasamos! Vimos, conocimos, aprendimos muchas cosas. Hoy sé mucho más y mucho menos de lo que creía saber ayer. Quiero decir que aprendí cosas que creía saber y que en justa verdad no sabía, bien porque lo que sabía no era tan cierto como creía, bien porque tenía fallas, bien porque carecía de aquellos saberes, saberes que solo dan los repetidos embates de los años vividos. En solo un mes había aprendido y desaprendido más que en décadas, aprender y desaprender, a verlo todo bajo otra luz, dijo mamá, le parecía ser la regla auspiciosa de los viajes. Con eso no quería decir que se hubiera vuelto más sabia, solo más avisada respecto a los pecados de que todos somos hijos, tanto como a los porosos límites y provisionalidad de las verdades a las que se había adherido ciega e impensadamente, con más pasión de la que sería deseable, solo porque gozaban de un axiomático consenso. Había un tiempo, Juan, en que yo pensaba saber todo lo que había y se podía saber sobre el mundo. Al día de hoy ni de lejos lo pienso, tan siquiera concibo cómo pude haberlo pensado” (301-2).
Como vemos, en esta novela todo viaje es y se vive como un viaje de aprendizaje. Tanto Juan, sentado en el banco del porche abalconado, como la madre, en su viaje por Europa, extraen como enseñanza del día a día que todos vamos y venimos solos, pero también lo hacemos con los que hoy nos acompañan y con los que nos precedieron, del mismo modo que lo harán en sus viajes los que vendrán. El recuento de vidas, viajes y geografías en esta novela se hace prolífico, minucioso y hasta exacerbado, como si todo suceder estuviera regulado por una suerte de geometría fractal en la que una y otra vez, hasta el infinito, se fueran reproduciendo y amplificando los patrones de esos ires y venires de cada vida. Por eso, a diferencia de Llévame esta noche y Arqueología sonámbula, la “Vuelta a la patria” en esta novela terminará siendo, fundamentalmente, un retorno a Ítaca, pues la vida se asumirá siempre una Odisea en la que tras los aprendizajes y desaprendizajes derivados de las vicisitudes del mismo viaje, sin importar la edad, habrá siempre un retorno al lugar de donde partimos, sea cual sea su naturaleza. En este caso, no será el hijo quien vuelva a la patria donde se encuentra la madre muerta o agonizante, sino que será ella la que vuelva al reencuentro de su hijo. La razón de ello es la que motiva la última pregunta de este, poco antes de concluir la novela, y la respuesta de su madre:
“Déjame hacerte una pregunta, mamá. Vamos a ver si puedes contestarla sin irte por la tangente. ¿No les pasó por la cabeza quedarse una temporada más larga? No, ríe por lo bajo, suficiente, ya estaba bien de tratar de entendérselas con los aires extranjeros. Habían pasado momentos demasiado agradables para que pudiesen durar. Si hubiesen tenido veinte años, dijo, cuando nada acobarda ni superan con su lastre los arraigos, quién sabe. Tal vez, desde un punto de vista ideal. Los viajes anulan, rompen la continuidad de los días que los preceden, nos hacen salir del orden, todo lo que está por venir nos parece más original y trascendente, pero cuando se acerca el final, que en los hechos no puede sino acercarse, comenzamos a añorar los días, los resabios, las viejas mañas, el ardor y el temblor, los imperativos de nuestros afectos. Comenzamos a anhelar nuestros hogares.
Tanto para ella, como para Leticia, con todo y lo emancipada que se preciaba de ser, con todo y su inclinación a la mundanidad, con todo y su afición a hacer un desafío de cada nueva experiencia, sus socorridas y estabilizadoras viejas costumbres prevalecían de nuevo. Algo las llamaba a los antiguos feudos de todo lo que era y siempre había sido de ellas y para ellas. Es que se iban poniendo viejas, en un sentido más patente que el meramente orgánico.
Ella sabía estar bien en cualquier parte, pero siempre mejor en su rinconcito dejado de la mano de Dios que en cualquier otro jirón del mundo. No tenía ni sabía de ningún otro donde le sucediera saberse ser quien arduamente, después de tantas pesadas cargas, había llegado a ser. ¿Extrañabas la casa? Te extrañaba a ti. En las efusiones de mi corazón, en sus líneas de fuerza, me encontrase donde me encontrase, fuese adonde fuese, siempre estabas tú, hijo mío.
Entonces, ¿te complace estar aquí de nuevo?
Claro-que-sí.” (302-3).
Como hemos visto a lo largo de estas páginas han sido diversas las etapas de idas y venidas que han configurado la historia de Venezuela y de la narrativa de ficción que, directa o indirectamente, ha querido representarla. Están y estarán siempre los que nunca quisieron irse; los que no pudieron y siempre quisieron hacerlo; los idos que no volvieron; los que retornaron y se quedaron; los que volvieron con la intención de quedarse y huyeron de nuevo; y aquellos cuyo regreso no fue para reencontrarse con el lugar en que nacieron, sino para despedirse de sus ruinas. En cada uno de esos casos, cuya suma conforma el devenir de un país, pervivirá siempre la pregunta por lo que pudo ser y no fue, así como por lo que vendrá. Las muchas y perseverantes enseñanzas que de allí se extraigan y los modos de indagar en ellas, cada uno en su momento las descubrirá.
©Trópico Absoluto
Obras citadas
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Notas
1 Según el mismo Jaksic: “Parte del crecimiento e importancia de la ciudad de Caracas se debía a las reformas administrativas del período Borbón tardío. Estas reformas indujeron un crecimiento económico basado en la demanda de productos agrícolas, especialmente el cacao, que se exportaba a los mercados mexicanos y también a España. Estas reformas administrativas incluyeron la creación de la intendencia del ejército y real hacienda en 1776, la capitanía general en 1777, la real audiencia en 1786, el establecimiento de un real consulado en 1793 y el arzobispado en 1804. Estas medidas representaban la culminación de un proceso de concentración de la autoridad imperial” (37)
2 Él y Andres Bello, quienes cultivaron una estrecha amistad en Londres, son los únicos venezolanos incluidos en la primera antología de la poesía hispanoamericana, la América poética, del argentino Juan María Gutiérrez, publicada en Valparaíso entre 1846 y 1847.
3 El “reventón” del Pozo Los Barrosos, en 1922, se considera el inicio del auge de la explotación petrolera en Venezuela y de una nueva etapa en su economía.
4 https://semillasdeacacia.blogspot.com/2013/08/la-infeliz-caracas-segun-gabriel-garcia.html
5 http://juanvicentegomezpresidente.blogspot.com/2016/01/teresa-de-la-parra-y-su-gran-amistad.html#:~:text=Hoy%20ya%20de%20regreso%20a,una%20amiga%20leal%20y%20sincera.
Arturo Gutiérrez Plaza (Caracas, 1962) es poeta, ensayista y profesor universitario. Editor asociado en Latin American Literature Today. Ha publicado los siguientes libros de poemas: Al margen de las hojas (Caracas: Monte Ávila, 1991), De espaldas al río (Caracas: El pez soluble, 1999), Principios de Contabilidad (México: Conaculta, 2000), Pasado en Limpio (Caracas: Equinoccio, bid&co, 2006), y Cuidados intensivos (Caracas: Lugar Común, 2014), Cartas de renuncia (Caracas: La Poeteca, 2020), El cangrejo ermitaño (Madrid: Visor/FCU, 2020) e Intensive Care (Miami: Alliteration, 2020). Sus libros de ensayo e investigación incluyen: Lecturas desplazadas: Encuentros hispanoamericanos con Cervantes y Góngora (Caracas: Equinoccio, 2009), Itinerarios de la ciudad en la poesía venezolana: una metáfora del cambio (Caracas: Fundación para la Cultura Urbana, 2010), Las palabras necesarias. Muestra antológica de poesía venezolana del siglo XX (Santiago de Chile: LOM, 2010), y Formas en fuga. Antología poética de Juan Calzadilla (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 2011).
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Estimado Arturo,
he leído con atención y deleite su ensayo Tiempos de desencanto… Lo hago desde mi propio destierro, buscando como tantos asidero para este deambular geográfico y cultural. Rabia, tristeza, resignación, esperanza y olvido se mezclan en estas tres aproximaciones al desarraigo que usted nos presenta en su análisis. Muchas más están flotando y buscando espacio, bien sabemos que el arte se crece en el infortunio y la nostalgia. Gracias.