/ Política

La Revolución impone la última palabra

La llegada de Fidel Castro al poder, en 1959, instauró el advenimiento del socialismo en América Latina. Una experiencia que se pretendió implantar a troche y moche bajo la conducción de figuras mesiánicas y guerrillas de toda pelambre. Vastos sectores de la intelectualidad occidental, que denunciaban los atropellos del imperio capitalista en el Tercer Mundo callaron frente a la más evidente represión realizada en nombre de la Revolución. Fue así como el líder cubano se convirtió en la cabeza visible de un movimiento político parecido a una iglesia fundamentalista religiosa. Con notables excepciones, la intelligentsia de izquierda (predominante en la prensa y la academia de Occidente) terminó también por plegarse a la disciplina impuesta por un Mesías con botas: “si en 1961 Fidel Castro había establecido que “el artista más revolucionario era aquel que estuviera dispuesto a sacrificar hasta su propia vocación artística por la revolución”, en menos de una década lo que se les exigía a los artistas para concederles la condición de revolucionarios era que estuvieran dispuestos a callar, ocultar, tergiversar o negar ciertos hechos, es decir, que renunciaran a su facultad de juzgar. Quien no estuviera dispuesto a proceder de esa manera automáticamente era catalogado como contrarrevolucionario, apátrida, gusano o agente de la CIA”, tal como pudo comprobarlo en carne propia el poeta Heberto Padilla el 20 de marzo de 1971, justo hace cincuenta años.

Vasco Szinetar. ¡Hasta nunca comandante! De la serie “Souvenir totalitario”. 2016-2021.

¡Silencio oradores! / Tiene usted la palabra, / camarada máuser. Vladimir Maiakovski

1. El sartreano (des)encanto de la Revolución Barbuda

El triunfo de la revolución cubana fue uno de los acontecimientos históricos que más deslumbró a intelectuales y artistas occidentales en la segunda mitad del siglo XX. Desde escritores como Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir y José Saramago, hasta músicos y cineastas como Joan Manuel Serrat y Oliver Stone, infinidad de celebridades con notable relevancia e incidencia en el mundo del arte y el espectáculo adquirieron un aura de “progres” tras haber estado en Cuba y haber manifestado sus simpatías por Fidel.

Quizás esa tendencia a percibir esa isla del Caribe como una especie de Meca cuya visita era el rite de passage requerido para convertir al peregrino en un rebelde con causa empezó en 1960, cuando Sartre y Simone de Beauvoir la visitaran estando en el apogeo de su fama. En sus memorias, la autora de El segundo sexo llegó a contar que ella y su acompañante encontraron en Cuba “una alegría de vivir que creían perdida para siempre”. A diferencia de la argelina, la revolución cubana no se agotaba en su rechazo del opresor: en Cuba se forjaba el porvenir (Cfr, Díaz, 2007, 93).

La histórica visita de Sartre y Beauvoir fue posible gracias a la invitación extendida por Carlos Franqui, el director de Revolución, periódico creado en la clandestinidad para enfrentar la dictadura de Fulgencio Batista. No es casual que haya sido en las páginas del suplemento cultural Lunes de Revolución donde el intelectual que tanto difundiera la tesis de literatura y compromiso pregonara la indiscutible condición de Fidel Castro como líder marxista-leninista. Dando muestras de sus finas (¿o rebuscadas?) dotes dialécticas, en un artículo titulado “Ideología y revolución” (1960), Sartre se animó a responder una interrogante que abrumaba a más de uno: ¿Se puede hacer una revolución socialista sin ideología? La pregunta venía al caso debido a las expectativas que habían surgido en la isla tras la huida de Batista. Si la meta era el socialismo, ¿cómo era posible alcanzarla sin la debida fundamentación ideológica? Para Sartre, ese vacío no aplazaba la consecución del fin: para eso estaba la praxis. Toda acción emprendida por Fidel indefectiblemente traería consigo la emergencia de esa ideología que conduciría al pueblo cubano a la utopía social. Como el lector podría experimentar cierta incredulidad ante lo que acabo de afirmar, citaré uno de los pasajes más reveladores del mencionado artículo:

“Los primeros elementos de esa nueva teoría fueron dados por la práctica: Fidel Castro desembarcó un día en la Isla y subió a la Sierra. El heroísmo romántico de ese desembarco cubrió con un velo brillante el otro aspecto de su tentativa: el desarrollo riguroso de un pensamiento que inventaba a un tiempo sus conclusiones y su método; de manera que las primeras ideas, los principios de la doctrina, se desarrollaron en la sombra y fueron ganando los espíritus sin que estos se diesen cuenta de ello (…) Es muy cierto que la práctica crea la idea que lo aclara. Pero sabemos ahora que se trata de una práctica concreta y particular, que descubre y hace al hombre cubano en la acción” (Sartre, 1960, 6, 9).

Y fue así como Jean Paul Sartre confirió el rango de indiscutible teórico de izquierda al hombre que en múltiples ocasiones había asegurado ante corresponsales extranjeros que no era marxista-leninista.[1]  Desde ese momento, la palabra de Fidel Castro se convirtió en dogma ideológico de izquierda, la fuente y origen del pensamiento revolucionario de “nuestra América”.

Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Fidel Castro durante la visita de los intelectuales franceses a Cuba. 1960. Imagen coloreada. Original: Alberto Korda?

Con todo, quienes esperaban o requerían del pronunciamiento de una personalidad acreditada para manifestar su apoyo a la Revolución era la intelectualidad estadounidense o la europea. En tierra cubana, los hombres que se hicieron con el poder en enero de 1959 habían recibido el apoyo del sector intelectual en su totalidad. Desde republicanos laicos y nacionalistas católicos –como Fernando Ortiz  y José Lezama Lima–, hasta liberales escépticos –como Virgilio Piñera–, los artistas y escritores cubanos celebraron el advenimiento de una nueva etapa histórica en la isla. A juicio de Rafael Rojas, dicho entusiasmo se debió a que ellos vieron la Revolución como la consumación de dos mitos que habían marcado el imaginario insular desde el siglo XIX: el mito de la Revolución Inconclusa y el del Regreso del Mesías martiano (Cfr. Rojas, 2006, 51-68).

Para los intelectuales visitantes la luna de miel duraría más de una década; para los residentes en la isla, un par de años. El eclipse parcial de luna entre los artistas cubanos y la Revolución tuvo lugar en 1961, cuando quedó bien clara la orientación que habría de tomar la política cultural bajo el asesoramiento del Partido Comunista. La obra que terminaría convirtiéndose en referencia de lo que estaría permitido en términos estéticos por la Revolución sería P.M. (1961), película realizada por Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera, quien había viajado a Moscú en 1957 como invitado al Festival Mundial de la Juventud.

P.M. es un corto en blanco y negro, un ejercicio de free cinema realizado con una cámara de mano de 16 mm. y recortes sobrantes de película virgen. Realizado a finales de 1960, la idea del film surgió cuando los hermanos Albert y David Maysles visitaron Cuba y proyectaron Primary en una función privada para ofrecer una idea del tipo de documental que les gustaría filmar a partir de 24 horas en la vida de Fidel Castro. En abierta sintonía con las premisas estéticas de la tendencia fílmica inaugurada por los hermanos Maysles, la cámara de P.M. capta la atmósfera que impera en la noche habanera. Cervecerías, restaurantes y clubes nocturnos son el escenario donde infinidad de cubanos disfrutan del licor, la música y el baile. En esa noche, blancos negros y mulatos beben y socializan; parejas multirraciales bailan mientras músicos cantan sones e improvisan descargas de tambores. Todos han llegado en un bote, todos partirán en la misma embarcación al amanecer, cuando el último guaguancó haya sido bailado.

La película fue transmitida en el programa televisivo que tenía Lunes de Revolución en la televisora del Estado, pero Orlando Jiménez y Sabá Cabrera también querían proyectarla en alguna de las salas de cine-arte que existían en La Habana. Para eso era preciso solicitar permiso al Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), pero esa institución, que era dirigida por una de las figuras más ortodoxas del Partido Comunista Cubano, en vez de autorizar la proyección del film, lo confiscó. Por algún tiempo se desconoció la verdadera razón de dicha medida. Podía especularse que el film distaba mucho del canon estético consolidado en la Unión Soviética; la gente que allí aparece no requería de una revolución para ser redimida socialmente. La versión ofrecida por Lisandro Otero sobre el hecho y sus secuelas en el ámbito intelectual es la siguiente:

“Si este documental se hubiese rodado en otro instante de la historia habría sido olvidado a la semana siguiente, pero nació en una hora de enfrentamiento de camarillas. La película pasó por televisión pero fue vista con objeciones en el Instituto del Cine. La acusaban de escamotear la presencia de milicianos, de obreros, de maestros alfabetizadores en la imagen que se ofrecía del pueblo; quienes aparecían en las diversiones nocturnas eran marginales, lumpen. Mostrar una parte de la verdad, decían, era una forma de mentir sobre la realidad cubana. Los permisivos alegaban que se había confiscado el filme de manera insultante, coaccionando la libertad de expresión en el umbral del estalinismo. En conciliábulos cotidianos se daba crédito a las especulaciones más exageradas, rayanas a veces en una histeria alarmista. Guillermo Cabrera Infante y Carlos Franqui, binomio que aspiraba al control total del aparato cultural, aprovecharon aquel incidente para atizar el temor de muchos a la repetición posible en Cuba de las coacciones a la creatividad ocurridas en la Unión Soviética.” (Otero, 2001: 52).

P.M. de Sabá Cabrera y Orlando Jiménez Leal. 1961.

Los artistas agrupados en Lunes de Revolución redactaron una carta en la que manifestaban su descontento por la confiscación del film. La misiva sería publicada en el suplemento dirigido por Cabrera Infante, pero la noticia llegó a oídos de Fidel Castro quien, acto seguido, hizo lo requerido para que no fuera publicada y convocó a un encuentro con los intelectuales en la Biblioteca Nacional.

Castro fue el último en hablar. Como introito, se quitó su cinturón y su Browning 9 mm. y los puso sobre el escritorio. Entonces pronunció sus “Palabras a los intelectuales”, uno de sus discursos más celebrados por los futuros jerarcas culturales del régimen.

Las reuniones tuvieron lugar los viernes 16, 23 y 30 de junio en el Salón de Actos de la mencionada institución. Allí estuvieron presentes las figuras más emblemáticas de la intelectualidad cubana, como José Lezama Lima y Virgilio Piñera; también las figuras más representativas del gobierno, como Osvaldo Dorticós, presidente de la República,  Armando Hart, Ministro de Educación, los miembros del Consejo Nacional de la Cultura y Fidel Castro, quien entonces era Primer Ministro.               

Castro fue el último en hablar. Como introito, se quitó su cinturón y su Browning 9 mm. y los puso sobre el escritorio.[2] Entonces pronunció sus “Palabras a los intelectuales”, uno de sus discursos más celebrados por los futuros jerarcas culturales del régimen.

Con la autoridad y elocuencia que confieren la insólita circunstancia de ostentar un arma de fuego en un acto que reúne a escritores y artistas, el líder revolucionario señaló que el temor que había inquietado a quienes le habían precedido en el micrófono era que la Revolución sofocara el espíritu creador. Según él, ese asunto sólo podía preocupar a quien no estuviese seguro de sus convicciones revolucionarias; quien estuviese dispuesto a servir a la Revolución jamás se plantearía ese problema, porque:

“el revolucionario pone algo por encima aún de su propio espíritu creador: pone la Revolución por encima de todo lo demás y el artista más revolucionario sería aquel que estuviera dispuesto a sacrificar hasta su propia vocación artística por la Revolución.”  (Castro, 1961, 8.)

Aclarado el asunto, el portador de la Browning 9 mm. aseguró que podrían existir intelectuales honestos que no fueran revolucionarios. Ante esa posibilidad,

“La Revolución (…) debe actuar de manera que todo ese sector de artistas y de intelectuales que no sean genuinamente revolucionarios encuentre dentro de la Revolución un campo donde trabajar y crear y que su espíritu creador, aún cuando no sean escritores o artistas revolucionarios, tenga oportunidad y libertad para expresarse, dentro de la Revolución. Esto significa que dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución nada. Contra la revolución nada, porque la Revolución tiene también sus derechos y el primer derecho de la Revolución es el derecho a existir y frente al derecho de la Revolución de ser y de existir, nadie. Por cuanto la Revolución comprende los intereses del pueblo, por cuanto la Revolución significa los intereses de la Nación entera, nadie puede alegar con razón un derecho contra ella.

Creo que esto es bien claro. ¿Cuáles son los derechos de los escritores y de los artistas revolucionarios o no revolucionarios? Dentro de la Revolución: todo; contra la revolución ningún derecho”  (Ibídem, 11).

Los argumentos eran tajantes. Por muy respetables que fuesen los razonamientos de un disidente de la Revolución, más respetables eran los derechos y razonamientos de ésta porque la Revolución es la obra y la necesidad de “un pueblo que ha dicho: “PATRIA O MUERTE”, es decir, la Revolución o la muerte” (mayúsculas del original, p. 12). Ergo, la tarea del artista revolucionario es la de satisfacer las necesidades culturales de ese pueblo. Por esa razón, el gobierno revolucionario contaba con un órgano concebido para estimular, fomentar, desarrollar y “orientar” ese espíritu creador: el Consejo Nacional de la Cultura. Y fueron precisamente algunos compañeros de ese órgano quienes consideraron legítimo revisar y fiscalizar la película. A fin de cuentas, entre las manifestaciones de tipo intelectual y artístico, el cine y la televisión ejercen una gran influencia en la educación y formación ideológica del pueblo. Quizás la manera como se había procedido con la película no fuera amigable, pero el gobierno revolucionario estaba facultado para ejercer ese derecho.

Finalizado el “asunto de la película”, Castro convocó a un congreso que culminó en la constitución de una asociación de escritores y artistas que les permitiría a todos contribuir organizadamente en las tareas que le correspondían en la Revolución. Esa asociación tendría su magazine cultural. El Consejo Nacional de Cultura también tendría su órgano de divulgación. En ambas publicaciones los artistas podrían expresarse libremente “a través del prisma del cristal revolucionario” (Ibídem, 21). Eso supuso la desaparición de Revolución, el periódico que había logrado convencer a Sartre y hasta a Pablo Neruda de visitar la isla. También supuso el cierre de Lunes de Revolución, que había llegado a ser el suplemento cultural de mayor tiraje en toda América latina, y de Ediciones R, la empresa que había editado lo mejor de la literatura occidental en Cuba. A partir de ese momento, el Estado tuvo la potestad de determinar quién o qué podría ser publicado en “el único territorio libre de América”.

Vasco Szinetar. Siempre tienen cómplices. De la serie: “Souvenir totalitario”. 2016-2021.

2. Cómo ser un “intelectual comprometido” y beneficiarse en el intento

Un par de meses después del encuentro de intelectuales con Fidel Castro, fue celebrado en La Habana el I Congreso de Escritores y Artistas Cubanos. En el marco de ese evento, Alejo Carpentier pronunció un discurso titulado “Literatura y conciencia política en América Latina”, texto fundamental para entender la preeminencia que ha llegado a alcanzar el pensamiento de izquierda a la hora de ponderar los méritos de cualquier humanista en la región. Según Carpentier, desde el camagüeyano Francisco Javier Yanes, quien fuera el presidente del Tribunal Supremo de Caracas, y quien, en 1811, librara una batalla contra la discriminación racial, hasta José Martí, todos los intelectuales latinoamericanos del siglo XIX merecedores de respeto y admiración habían sido hombres políticamente comprometidos. Lo opuesto a esos hombres serían escritores como Rubén Darío, Barba-Jacob o Santos Chocano, que encarnaron una extraña amoralidad en el mundo de las letras americanas. Estos intelectuales, a semejanza del Oblomov de Gontcharov, reconocieron que las condiciones de vida de los pueblos latinoamericanos eran lamentables y que era necesario hacer algo por ellos, pero su repugnancia ante la actividad y la afirmación comprometedora, les hizo “contemplar sin moverse las peores injusticias o aceptar, con increíble irresponsabilidad, cualquier dádiva o prebenda” de los poderosos (Carpentier, 1987, 51).[3] A partir de la década de 1920, esta preocupación política que había sido un factor de entendimiento “entre los grandes latinoamericanos del siglo XIX” restableció el vínculo entre los intelectuales del continente. Pero ahora se contaba con una experiencia científica, sistemática, afincada en un análisis profundo del desarrollo histórico y económico de las sociedades: la que había tenido lugar al este de Europa. Si la aspiración de los “grandes latinoamericanos del siglo XIX” había sido la emancipación política, la educación de las masas, la toma de conciencia de lo propio y la dignificación del hombre; ahora todo eso sería posible a partir de los fundamentos científicos del socialismo. Y sería la Revolución Cubana la que proporcionaría los medios de expresión requeridos para que los artistas del continente se entendieran con los intelectuales de todos los países socialistas del mundo y hallaran su verdadero destino. A fin de cuentas, había sido gracias a esa revolución y al pensamiento de Fidel Castro que resultaba posible vislumbrar aquella realidad anunciada proféticamente por José Carlos Mariátegui cuando dijo: “A Norteamérica sajona toca coronar y cerrar la civilización capitalista. Pero el porvenir de América Latina es socialista” (Carpentier dixit).

Un lustro más tarde, Carlos Núñez, quien era secretario de redacción del semanario uruguayo Marcha, publicó en Casa de las Américas los resultados de una encuesta sobre el papel del intelectual en los movimientos de liberación nacional. El encuestador advertía que entre los once intelectuales conminados a participar —entre otros, el grupo de entrevistados incluía a Régis Debray, Mario Vargas Llosa y Roberto Fernández Retamar— había una notable disparidad de criterios para abordar el tema. Los intelectuales europeos se guiaban por una notoria búsqueda de rigor sociológico y aún psicológico. Los latinoamericanos por una acuciante necesidad de compromiso o de autodefinición. Con todo, la diferencia más previsible era la existente entre los intelectuales latinoamericanos cuyos países apenas transitaban las primeras etapas del proceso liberador y los cubanos, “que apela[ba]n lógicamente a una experiencia vivida y que incluso se ve[ía]n ya enfrentados a otro problema: el papel del intelectual en la construcción del socialismo”  (Núñez, 1966, 84). En medio de tantas diferencias, Carlos Núñez advertía algo relevante: “la recurrencia con la que la mayoría de las respuestas se refieren a Fidel Castro y al Che como prototipos de la inserción del intelectual en los movimientos de liberación” (Ibídem, 85). Y eso necesariamente suponía el reemplazo de la palabra por las armas, tal y como lo sugería cierta anécdota, escuchada mientras realizaba la encuesta:

“El relato tiene como protagonista a Che Guevara y un escritor latinoamericano; éste, al final de su visita a Cuba, declara su entusiasmo por la revolución y su deseo de ayudar a promover en su país un proceso similar.

—Lástima —se queja— que no sepa exactamente qué hacer, a través de mi trabajo, para promover la revolución.

—¿Qué hace usted? —pregunta Guevara.

—Soy escritor.

—Ah —replica el Che—. Yo era médico.” (resaltado del original, 85.) 

Un año más tarde, sería Roberto Fernández Retamar quien reafirmaría la preeminencia ética e histórica de los hombres de armas sobre los intelectuales. En su artículo “Hacia una intelectualidad revolucionaria en Cuba”, el director de la revista Casa de las Américas ofreció un panorama de las generaciones que habían participado en el desarrollo cultural de la isla.  Desde su perspectiva, se avizoraban tres: la generación vanguardista, surgida alrededor de 1925, la generación de entrerrevoluciones, que se dio a conocer poco antes de 1940, y la generación de la revolución, que adquirió su fisonomía histórica a partir de 1959. A la primera le atribuyó la introducción de la vanguardia, el desarrollo de una música surgida de los aportes negros e, incluso, la introducción del marxismo en la problemática cubana, aspectos todos que, a su juicio, redundaron en un arte de genuina voluntad nacional. La generación de entrerrevoluciones sería una de las más asfixiadas de la historia cubana; salvo el grupo que mantuvo vivo el pensamiento marxista (José Antonio Portuondo, Mirta Aguirre, Julio Le Riverend, Carlos Rafael Rodríguez),  el cuerpo más visible de sus creadores se centró en la poesía, se expresó en revistas como Orígenes y trasmitió a los más jóvenes el desasimiento político. En cambio, la generación de la revolución logró madurar y adquirir su fisonomía gracias a la “extraordinaria claridad política” del hombre que, el 26 de julio de 1953, dirigiera el ataque al cuartel Moncada y, en 1956, desembarcara del Granma. A diferencia de las otras generaciones cubanas del siglo XX, la generación de la revolución contó con el ejemplo y la orientación de una vanguardia política.

Según el director de la revista Casa de las Américas, los líderes de esa vanguardia política, es decir, Castro y el Che, poseían la lucidez requerida para abordar con propiedad lo relativo a la construcción de la cultura revolucionaria; sólo ellos sabían cómo asumir conscientemente la verdadera condición de la historia cubana, porque ellos sabían “en qué consist[ía] el “secreto” de nuestra América”. Por consiguiente, si la aspiración de los artistas cubanos era cultivar un arte de vanguardia, lo que tenían qué hacer era acatar los lineamientos emanados de quienes conformaban la avanzada política.[4] Sólo la orientación de los líderes políticos de la Revolución permitiría que el arte de vanguardia fuera una realidad en un país subdesarrollado. Sólo el saber de Fidel Castro permitiría que un país del Tercer Mundo estuviera en sintonía cultural con una nación desarrollada. A fin de cuentas, el pensamiento revolucionario de Fidel se nutría del pensamiento de Martí, “el primer intelectual latinoamericano en entender a plenitud nuestra pertenencia a eso que iba a ser llamado «tercer mundo»” (Retamar, 1967, 14).

En definitiva, si Jean Paul Sartre concedió a las acciones de Fidel Castro la presciencia de una ideología socialista, el escritor convertido en encumbrado burócrata del régimen le atribuiría un saber regido por una ética martiana.

Alejo Carpentier junto a Fidel Castro. S/F, S/A

3. La rebeldía de un poeta que había estado en la URSS

Los límites concretos y definitivos de lo que estaría permitido a nivel literario en la Cuba revolucionaria habrían de ser palpados en 1968, cuando la UNEAC realizó su convocatoria al premio Julián del Casal. El poeta Heberto Padilla tenía un poemario titulado Fuera del juego, escrito durante su estadía en Rusia y algunos países de Europa del este, a donde había ido a trabajar, en 1962, como corrector de la revista Variedades de Moscú. Al llegar a aquella tierra lejana, epicentro del socialismo real, el poeta tenía la certeza de que tocaría “el porvenir cubano, entonces vago e indefinido” (Padilla, 2008, 89). Tras el Telón de Acero, el poeta cubano se consiguió con una intelectualidad conmocionada por las revelaciones ofrecidas por Kruschev en su “Informe secreto” (1956) –presentado en la clausura del XX Congreso del Partido Comunista–,  donde fueron denunciados algunos crímenes y atropellos cometidos por Iósif Stalin.[5]

Fuera del juego es un poemario único en el panorama de la literatura hispanoamericana. Sus páginas contienen el espíritu indoblegable del hombre veraz retratado por Platón en la alegoría de las cavernas. Algunos de sus poemas ofrecen el punto de vista de un sujeto consciente de que los bolcheviques enfrentaron un orden social imperfecto, pero su llegada al poder trajo consigo una opresión peor que aquella contra la que se habían levantado; ergo, ese sujeto sabe que el Estado al servicio de la Revolución no ha llegado a encarnar los más elevados ideales de la humanidad: más bien ha acarreado iniquidades inaceptables. Reacio a servir de coartada a lo injustificable, la particularidad de su norte ético es haberse solidarizado con los desdichados y haber acatado los imperativos de la piedad, tal y como propuso Albert Camus en El hombre rebelde. En este sentido es bastante ilustrativo el poema “Años después”:

Cuando alguien muere,
alguien (ese enemigo) muere
de frente al plomo que lo mata,
¿qué recuerdos,
qué mundo amargo, nuestro, se aniquila?
Porque los enemigos salen al alba a morir.
Se les juzga.
Se les prueba su culpa.
Pero, de todos modos, salen luego a morir.
Yo pienso en los que mueren.
En los que huyen.
En esos que no entienden
o que (entendiendo) se acobardan.
Pienso en los botes negros
zarpando (a medianoche) llenos de fugitivos.
Y pienso en los que sufren y que ríen,
en los que luchan a mi lado
tremendamente.
Y en todo cuanto nace.
Y cuanto muere.
Pero, Revolución, no desertamos.
Los hombres vamos a cantar tus viejos himnos;
a levantar tus nuevas consignas de combate.
A seguir escribiendo con tu yeso implacable
el Patria o Muerte 
(Padilla, 1998: 42). 

Como vemos, el sujeto lírico no celebra un ideal abstracto, sino que pondera y se solidariza con esa parte del hombre que no puede reducirse a la idea, esa parte calurosa de la naturaleza humana que solo está facultada para ser. No es casual que los funcionarios que velaban por hacer valer los lineamientos de la cultura revolucionaria no quisieran que el poeta enviara su manuscrito al concurso.

Además, los comisarios culturales del régimen tenían en la mira al poeta debido a los juicios que este había expresado, en 1967, cuando el comité de redacción de El Caimán Barbudo, órgano de difusión de la Juventud Comunista Cubana, realizó una encuesta sobre Pasión de Urbino, la novela de Lisandro Otero que había quedado como finalista en el concurso Biblioteca Breve de Seix Barral en 1964. Padilla cuestionaba que el sondeo no versara sobre Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante, la novela que resultara ganadora de esa edición del premio y que acababa de aparecer en España. Por si eso fuera poco, el poeta se atrevía a señalar que los burócratas del Ministerio de Relaciones Exteriores y de la UNEAC no acertaban a explicar por qué Cabrera Infante había sido removido de su cargo como agregado cultural en Bruselas de manera abrupta e irregular para terminar en el exilio. Desde su perspectiva, todo parecía indicar que en la jerarquía revolucionaria “un policía efusivo y anónimo, con mentalidad de 1961” gozaba de mayor estima y respeto que el autor de “una de las novelas más brillantes, más ingeniosas y profundamente cubanas que hayan sido escritas alguna vez” (Padilla, 1998, 91).

Como el poeta logró burlar el cerco que había sido levantado para que no inscribiera su poemario en el concurso, la siguiente jugada de los censores fue persuadir a los escritores cubanos que conformaban el jurado para que votaran a favor de un poemario de David Chericián.[6] Sin embargo, tal era la calidad del manuscrito presentado por Padilla que hasta el inglés J. M. Cohen y el peruano César Calvo lo tenían como su favorito, de manera que el fallo del jurado fue unánime. Para evitar problemas con las altas esferas del poder revolucionario, la directiva de la UNEAC publicó una “Declaración” en la que expresaba su desacuerdo con el libro por entender que era ideológicamente contrario a la Revolución. Uno de los párrafos más reveladores de esa declaración dice:

“El autor realiza un trasplante mecánico de la actitud típica del intelectual liberal dentro del capitalismo, sea esta de escepticismo o de rechazo crítico. Pero si al efectuar la trasposición, aquel intelectual honesto y rebelde que se impone a la inhumanidad de la llamada cultura de masas y a la cosificación de la sociedad de consumo, mantiene la misma actitud dentro de un impetuoso desarrollo revolucionario, se convierte objetivamente en un reaccionario” (UNEAC, 1998: 118).  

Desde esta perspectiva, adoptar un punto de vista crítico con respecto a la cultura de masas y la sociedad de consumo en el seno del capitalismo es loable, pero proceder de la misma manera en una sociedad revolucionaria sería desviacionismo ideológico.

Tal y como lo estipulaban las bases del concurso, Fuera del juego fue editado, pero no llegó a circular como es debido. Además, el poeta jamás cobró un peso del premio, ni llegó a ser beneficiario del viaje para promocionar el libro que formaba parte del mismo.

4. ¿Quién condenó a Roque Dalton?

La atmósfera de vigilancia, (auto)censura y paranoia que llegó a imperar en el ámbito cultural cubano tras la publicación de Fuera del juego puede ser calibrada en su exacta magnitud en una carta escrita en La Habana con fecha 7 de agosto de 1970. Su remitente es el poeta salvadoreño Roque Dalton, su destinatario: la Dirección del Partido Comunista Cubano.

Roque Dalton estaba en Cuba recibiendo entrenamiento para participar en el movimiento insurgente en Centroamérica, aunque oficialmente era trabajador de Casa de las Américas y miembro del Comité de Colaboración de la revista de esa institución. Como había ganado el Premio Casa en 1969 con Taberna y otros lugares, estaba llamado a formar parte del jurado en poesía en la siguiente edición del concurso. Haydée Santamaría, la directora de Casa de las Américas, había anunciado que el nivel político del premio se incrementaría para hacerlo más acorde con la profundización de la Revolución cubana y con las nuevas necesidades de la latinoamericana. Por esa razón, el jurado internacional estaría integrado por una mayoría altamente politizada –Rodolfo Walsh, Eduardo Galeano, Renato Prada Oropeza, Carlos Quijano, Jorge Rufinelli– y por algunos otros que se podrían considerar “como personal posiblemente conflictivo por tratarse de amigos con ideologías no definidamente revolucionarias –Cardenal, Skármeta.” (Dalton, 1970: 41). En su condición de “hombre de confianza”, la labor del poeta salvadoreño como miembro del jurado era velar por que el poemario premiado acatara las pautas establecidas por la directora de Casa y, más importante aún, vigilar a Ernesto Cardenal, “poeta católico revolucionario y todo, pero no marxista” (Ibídem, 43), de posición ideológica indeterminada.

en menos de una década lo que se les exigía a los artistas para concederles la condición de revolucionarios era que estuvieran dispuestos a callar, ocultar, tergiversar o negar ciertos hechos, es decir, que renunciaran a su facultad de juzgar. Quien no estuviera dispuesto a proceder de esa manera automáticamente era catalogado como contrarrevolucionario, apátrida, gusano o agente de la CIA

Roque Dalton supo ganarse la confianza de todos los jurados visitantes, por lo que ninguno dudó en plantearle sugerencias, dudas y hasta quejas, pero el “hombre de confianza” de Casa de las Américas no tenía una idea precisa de las excusas que estaba autorizado a dar. Lo único cierto es que muchos miembros del jurado no querían hacer turismo apolítico, sino que querían aprovechar su estadía en Cuba para ver la Revolución sin mediación alguna, mientras que la tarea del salvadoreño era impedir que ellos descubrieran la verdad. Ante la insistencia de Ernesto Cardenal de establecer contacto con campesinos y de visitar granjas, de conversar con seminaristas de la Isla de Pinos, de preguntar si era cierto que había un plan nacional para impedir que los niños católicos tuvieran acceso a la educación religiosa, de saber si era cierto que la película Z había sido prohibida por antisoviética, o si los homosexuales eran perseguidos, Roque Dalton se planteó varias hipótesis: “Cardenal-sacerdote honesto, Cardenal-místico desaforado, Cardenal-reaccionario embozado, Cardenal-agente de la CIA (…) o un político sumamente hábil, sutil hasta el extremo, que navega con bandera de bobo” (Ibídem, 46, 47). El “hombre de confianza” de Casa de las Américas se vio rebasado por las inquietudes del poeta nicaragüense, que no cesaban porque tuvo contacto con demasiados “gusanos”, es decir, con personas “desafectas” a la Revolución. Con todo, lo que habría de sellar el destino de Roque Dalton fue haberle dado la razón al poeta nicaragüense en presencia de Mario Benedetti. Eso bastó para que la directiva de Casa de las Américas dictaminara que había resultado incapaz de cumplir con fervor su responsabilidad, por lo que estaba en duda su condición como revolucionario. Debido a eso, Roque Dalton se vio en la obligación de presentar su renuncia al cargo que tenía en Casa de las Américas y al Consejo de la revista.

Por lo sucedido con el autor de Taberna y otros lugares podría inferirse que si en 1961 Fidel Castro había establecido que “el artista más revolucionario era aquel que estuviera dispuesto a sacrificar hasta su propia vocación artística por la revolución”, en menos de una década lo que se les exigía a los artistas para concederles la condición de revolucionarios era que estuvieran dispuestos a callar, ocultar, tergiversar o negar ciertos hechos, es decir, que renunciaran a su facultad de juzgar. Quien no estuviera dispuesto a proceder de esa manera automáticamente era catalogado como contrarrevolucionario, apátrida, gusano o agente de la CIA. Sin embargo, no bastaba con endilgar epítetos despectivos. También era necesario aplicar una sanción ejemplar, una que hiciera callar el creciente coro de descontento cuyo rumor había llegado a oídos de Ernesto Cardenal.

Y una de las voces más atrevidas de ese coro era la de Heberto Padilla.

5. Tortura y autoflagelación del poeta rebelde

Tras la polémica surgida en la isla por el triunfo de Fuera del juego en el concurso patrocinado por la UNEAC, Heberto Padilla era entrevistado por periodistas interesados en escuchar voces críticas al proceso revolucionario. Además, se presumía que estaba escribiendo una novela que estaría en la línea emprendida por escritores disidentes de Europa del este, como Milan Kundera o Alexander Solzhenitsin. Por si eso fuera poco, había organizado un recital en el que había leído poemas de un libro en proceso de escritura titulado Provocaciones.

Quizás uno de los poemas leído en ese recital era “Canción del juglar”, cuyos versos finales dicen:

General, yo no puedo destruir sus flotas ni sus tanques
ni sé qué tiempo durará esta guerra;
pero cada noche alguna de sus órdenes muere sin ser cumplida
y queda invicta alguna de mis canciones
(Padilla, 1981: 9-10).

Y todo esto ocurría en una etapa en la que Fidel Castro había convertido a Cuba en una plantación azucarera, tras haber decretado que 1970 sería el Año de la “Zafra de los Diez Millones”… Médicos, docentes, artistas, estudiantes fueron conminados a desplazarse al campo para cortar caña de azúcar. Pero el voluntarismo de esos millones de revolucionarios no bastó para alcanzar la meta que habría sido fácilmente cubierta por los braceros que partieron de la isla cuando la industria fue nacionalizada. (Según Jorge Edwads, quien fue enviado a La Habana por Salvador Allende para que los gobiernos de Chile y Cuba restablecieran relaciones económicas y diplomáticas, al triunfar la Revolución había cuatrocientos mil macheteros profesionales en la isla; una década más tarde solo quedaban setenta mil.) Y como todos los demás cultivos fueron desatendidos para alcanzar la meta trazada por el gobierno revolucionario con el propósito de saldar su compromiso con la URSS, el hambre azotó la isla. Los cubanos estaban obligados a señalar al bloqueo estadounidense como el causante de tan dramática situación. Pero algunos se atrevían a ejercer la libertad de criterio y decir la verdad.

El 20 de marzo de 1971, funcionarios del G-2 detuvieron a Heberto Padilla. El poeta fue conducido a la Villa de los Hermanos Maristas. Allí se le abrió un expediente y se le notificaron cuáles eran los cargos por los que había sido detenido. Según el oficial a cargo del procedimiento, el escritor había sido arrestado por atentar contra los poderes del Estado. La noticia de este arresto trajo consigo el silencio de las voces críticas en Cuba, pero no fue eso lo que ocurrió a nivel internacional. El 2 de abril de 1971, los miembros del PEN Club de México, que se consideraban simpatizantes de la lucha del pueblo cubano por su independencia, publicaron en Excelsior una carta a Fidel Castro donde señalaban que la libertad de Heberto Padilla les parecía “esencial para no terminar, mediante un acto represivo y antidemocrático, con el gran arte y desarrollo de la literatura cubanas” (Varios, 1971a, 122). Entre otros, la carta estaba firmada por Salvador Elizondo, Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco, Octavio Paz, Carlos Pellicer, José Revueltas y Juan Rulfo. Una semana después, el 9 de abril, en las páginas de Le Monde fue publicada otra carta a Castro. Los remitentes le pedían a este que examinara la situación que el arresto de Padilla había creado. A su juicio:

“En esto momentos –cuando se instaura en Chile un gobierno socialista y cuando la nueva situación creada en el Perú y Bolivia facilita la ruptura del bloqueo criminal impuesto a Cuba por el imperialismo norteamericano– el uso de medidas represivas contra intelectuales y escritores quienes han ejercido el derecho de crítica dentro de la Revolución, puede únicamente tener repercusiones sumamente negativas entre las fuerzas anti-imperialistas del mundo entero, y muy especialmente en la América latina, para quienes la Revolución cubana representa un símbolo y un estandarte” (Varios, 1971b, 123).

Entre los más de treinta escritores que firmaban el documento cabe destacar los nombres de Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Octavio Paz y Mario Vargas Llosa.

Estas misivas alteraron por completo los procedimientos de los esbirros del G-2. Quienes habían aislado, torturado e interrogado al poeta tras suministrarle pentotal sódico –el “suero de la verdad”–, optaron por conducirlo a una oficina donde él pudiera redactar una confesión en su propia máquina de escribir. En ese documento el poeta no solo debía manifestar cuán injusto había sido con la Revolución, sino que debía señalar a aquellos miembros de su entorno que habían actuado de manera similar. Una vez que esta “autoacusación” cumpliera con las exigencias y expectativas de los carceleros, el poeta debía leerla en un acto público. Se suponía que, por ser el mismo poeta quien expusiera las causas que justificaban su detención y cautiverio, la opinión internacional quedaría despojada de razones para cuestionar al régimen, al tiempo que los intelectuales residentes en la isla se abstendrían de emitir juicios críticos sobre la situación en la isla.

El acto de autoflagelación tuvo lugar el martes 27 de abril de 1971, en la sede de la UNEAC. Padilla apenas había estado en las mazmorras del G-2 un mes y una semana, pero ese tiempo había bastado para que su visión del mundo cambiara por completo, como lo demuestra el siguiente pasaje de lo que dijera esa noche:

“He comprendido muy claramente en mis discusiones en Seguridad [que] la correlación de fuerzas de la América Latina no puede tolerar que un frente, como es el frente de la cultura, sea un frente débil; no podía seguir tolerando esto. Y si no ha habido más detenciones hasta ahora, si no las ha habido, es por la generosidad de nuestra Revolución. Y si yo estoy aquí libre ahora, si no he sido condenado, si no he sido puesto a disposición de los tribunales militares, es por esa misma generosidad de nuestra Revolución. Porque razones había, razones sobrantes había para ponerme a disposición de la Revolución” (Padilla, 1971: 198).

Antes de finalizar su “autoacusación”, Padilla mencionó a los miembros de su círculo de amistades que se habían atrevido a expresar su descontento con la situación cubana en su presencia. Las menciones abarcaron desde la poeta Belkis Cuzá Malé –con quien se había casado pocos días antes de su arresto– hasta el poeta José Lezama Lima. Cada uno de ellos debió ponerse de pie y declarar en voz alta que había actuado como un contrarrevolucionario.

Si la intervención de Padilla en la sede de la UNEAC dejaba en claro a qué se expondrían quienes se atrevieran a disentir en Cuba, tres días después, en el acto de clausura del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, Fidel Castro señaló cuáles eran las pautas que regirían la política cultural de la Revolución a partir de ese momento. En primer lugar, “por una cuestión de principios”, había libros de los que no se publicaría “ni un ejemplar, ni un capítulo, ni una página, ¡ni una letra!” (Castro, 1971: 25). Asimismo, en directa alusión a los intelectuales que firmaron las cartas en Excélsior y Le Monde –a quienes tildó de liberales burgueses, basura, “agentillos” del colonialismo cultural y agentes de la CIA– dijo que los señores que estuvieran a mil millas de distancia de los problemas de la Revolución nunca más harían el papel de jueces de concursos. Finalmente, el primer Ministro del Gobierno revolucionario aseguró que un “grupito de hechiceros” había monopolizado el título de intelectuales, pero los científicos, los profesores, los maestros, los ingenieros, los técnicos, los educadores no eran intelectuales: gracias a la Revolución, todo un pueblo se había convertido en artista, escritor, intelectual.

De acuerdo al certificado de pedigrí expedido por Jean Paul Sartre y avalado por Alejo Carpentier y Roberto Fernández Retamar, quien había hablado en el acto de clausura del primer Congreso Nacional de Cultura era la “Máxima Autoridad en Política Cultural Revolucionaria de Nuestra América”. Por consiguiente, no había nadie con la estatura intelectual y moral requerida para cuestionar sus decisiones.

Pero no era eso lo que pensaba Mario Vargas Llosa.

En carta fechada en Barcelona, España, el 5 de mayo de 1971, y dirigida a Haydée Santamaría, el escritor que había sido un entusiasta defensor de la Revolución cubana, presentaba su renuncia al Comité Editorial de la revista Casa de las Américas, al tiempo que expresaba la profunda indignación que le había causado lo ocurrido con Heberto Padilla. En sus palabras:

“Obligar a unos compañeros, con métodos que repugnan a la dignidad humana, a acusarse de traiciones imaginarias y a firmar cartas donde hasta la sintaxis parece policial, es la negación de lo que me hizo abrazar desde el primer día la causa de la Revolución cubana: su decisión de luchar por la justicia sin perder el respeto a los individuos. No es este el ejemplo de socialismo que quiero para mi país.”

Anticipándose a lo que habría de esperarle, el remitente se despidió en los siguientes términos:

Sé que esta carta me puede acarrear invectivas: no serán peores que las que ha merecido de la reacción por defender a Cuba.

Atentamente,

Mario Vargas Llosa. (1971: 122).

La respuesta de la directora de Casa de las Américas podría ser tomada como un compendio de la maniquea hostilidad que habría de merecer todo artista e intelectual dispuesto a guardar distancia con la Revolución cubana para ejercer la facultad de juzgar. Para muestra un botón:

“La invectiva contra usted, Vargas Llosa, es su propia carta vergonzosa: Ella lo presenta de cuerpo entero como lo que nos resistimos a aceptar que usted fuera: la viva imagen del escritor colonizado, despreciador de nuestros pueblos, vanidoso, confiado en que  escribir bien no sólo hace perdonar actuar mal, sino permite enjuiciar a todo un proceso grandioso como la revolución cubana, que, a pesar de errores humanos, es el más gigantesco esfuerzo hecho hasta el presente por instaurar en nuestras tierras un régimen de justicia.” (Santamaría, 1971, 123-124)

En medio de la inconmensurable suma de juicios, opiniones e invectivas que habría de desencadenar lo ocurrido con Heberto Padilla, Octavio Paz acertó a señalar de manera categórica un asunto que merecía la atención de los intelectuales del continente, como puede verse en el segmento final de “La autohumillación de los incrédulos”, artículo publicado, en julio de 1971, en la revista Índice de Madrid:

“Por lo visto, la autodivinización de los jefes exige, como contrapartida, la autohumillación de los incrédulos. Todo esto sería únicamente grotesco si no fuese un síntoma más de que en Cuba ya está en marcha el fatal proceso que convierte al partido revolucionario en casta burocrática y al dirigente en césar. Un proceso universal y que nos hace ver con otros ojos la historia del siglo XX. Nuestro tiempo es el de la peste autoritaria: si Marx hizo la crítica del capitalismo, a nosotros nos falta hacer la del Estado y las grandes burocracias contemporáneas, lo mismo las del Este que las del Oeste. Una crítica que los latinoamericanos deberíamos completar con otra de orden histórico y político: la crítica del gobierno de excepción por el hombre excepcional, es decir la crítica del caudillo, esa herencia hispano-árabe” (Paz, 1971: 171-172).

Lo ocurrido en Venezuela y Nicaragua en lo que va del siglo XXI podría ser tomado como una muestra de las consecuencias que ha traído consigo la desatención de la que fuera objeto el aspecto señalado por Paz.[7] Quizás una de las razones por las que ese tópico no ha sido abordado de la manera requerida sea la capacidad –y la maquinaria con la que han contado para lograrlo– que tienen los intelectuales al servicio de Fidel Castro para imponer el asunto de la injerencia del capital extranjero y del imperialismo estadounidense como el aspecto que habrá de menoscabar la condición cultural de los pueblos latinoamericanos. No es casual que el párrafo introductorio de Calibán (1971), el ensayo que habría de convertir a Roberto Fernández Retamar en uno de los intelectuales cubanos más citados del último cuarto del siglo XX, podamos leer lo siguiente:

“la reciente polémica en torno a Cuba (…) acabó por enfrentar, por una parte, a algunos intelectuales burgueses europeos (o aspirantes a serlo), con visible nostalgia colonialista; y por otra, a la plana mayor de los escritores y artistas latinoamericanos que rechazan las formas veladas de coloniaje cultural y político” (Retamar, 1973, 9).  

De esta manera, abogar por la libertad individual y creativa fue catalogado como algo propio de los “intermediarios locales de variado pelaje” al servicio de los centros colonizadores “cuyas derechas” nos esquilmaron, y cuyas supuestas “izquierdas” han pretendido y pretenden orientarnos con piadosa solicitud” (Ídem).

6. El camino a la Utopía está plagado de atajos despóticos

Fidel Castro en Caracas durante los actos de la toma de posesión del presidente Carlos Andrés Pérez. Foto: Vasco Szinetar. 1989.

La llegada de Fidel Castro al poder, en 1959, arraigó un profetismo que proclamaba el advenimiento del socialismo en América Latina y que ha pregonado taxativamente que la única manera de alcanzar ese futuro será bajo la conducción de figuras como Fidel Castro y el Che Guevara, porque ellos encarnarían el liderazgo requerido para alcanzar la verdadera condición de nuestra América y construir la sociedad revolucionaria. A partir de ese momento, un vasto sector de la intelectualidad latinoamericana y occidental que denunciaba las brutalidades policíacas y las severidades de los tribunales burgueses, así como los excesos y atropellos del imperialismo capitalista en el Tercer Mundo ha perdonado toda crueldad e injusticia realizada en nombre de la Revolución. La máxima figura de la Revolución cubana pasó a ser semejante al jefe de una iglesia. Tan elevada llegó a ser su condición que impugnar su proceder llegó a ser catalogado como señal inequívoca de solidaridad con los enemigos del proletariado. La intelligentsia de izquierda que alguna vez reivindicó la libertad de crítica terminó por plegarse a la disciplina impuesta por un Mesías con botas.

En principio, la única justificación de semejante proceder sería la certidumbre de obedecer a la necesidad de apresurar el fin de la Historia. Con todo, mientras algunos militantes son idealistas en procura de sacrificios, otros compañeros de ruta no son más que cínicos o mediocres que acechan la ocasión de hacer carrera. Tampoco estaría de más considerar aquel señalamiento de Hannah Arendt, según el cual sólo una imperfección inherente al carácter del intelectual o un perverso odio hacia el propio espíritu serían las posibles razones por las que las élites justifican el arbitrario proceder y sienten atracción por este tipo de regímenes. Mientras prevalezca este proceder, los crímenes de injusticias cometidos en nombre de la Revolución apenas serán un ominoso anticipo de lo que habrá de sobrevenir cada vez que un hombre de armas imponga su voluntad alegando que actúa en nombre del pueblo, la patria y el socialismo.

Vasco Szinetar. De la serie: “Souvenir totalitario”. 2016-2021.

©Trópico Absoluto

Notas

[1] Según lo expuesto por Raymond Aron en El opio de los intelectuales (1955), la predisposición de Sartre al “revolucionarismo verbal” se debía  a su radicalismo ético, combinado con cierta ignorancia de las estructuras sociales y su odio a la burguesía. Asimismo, tanto  Sartre como Maurice Merleau-Ponty le dieron una especie de respetabilidad filosófica a un idealismo revolucionario que el régimen de Stalin y el destino de Trotsky parecían haber condenado conjuntamente. Finalmente, Sartre siempre pregonó la grandeza histórica alcanzada del otro lado de la cortina de hierro pero solo estuvo allá en calidad de invitado de honor y recibiendo honores de jefe de Estado.

[2] Este elocuente y significativo detalle ha sido referido por Guillermo Cabrera Infante en Mea Cuba (1992) y relatado con más detalle en Mapa dibujado por un espía (2013).

[3] Alejo Carpentier sabía muy bien de qué estaba hablando: él mismo llegó a ejercer el “oblomovismo”. En su artículo “Carpentier, cubano a la cañona”, incluido en Mea Cuba (1992), Guillermo Cabrera Infante señala los vínculos del célebre novelista con Marcos Pérez Jiménez y con Fidel Castro. Según Cabrera Infante, en Venezuela Carpentier llegó a ser condueño de una firma publicitaria y un jerarca cultural cuya gestión incluía la organización de eventos artísticos al militar que fuera derrocado el 23 de enero de 1958. Una fotografía tomada en noviembre de 1954, cuando se instaló el Primer Festival de Música Latinoamericana de Caracas, muestra cuánta proximidad había entre el escritor cubano y el dictador venezolano. Alejo Carpentier, quien fungía como Secretario de la Fundación José Ángel Lamas, institución organizadora del mencionado festival, mira a la cámara con gesto tenso, prevenido. Y tenía razones para estar incómodo: “sus comercios con Pérez Jiménez van a ser recordados por sus detractores con mucha frecuencia en el futuro” (Socorro, 2016). Tras la caída de su benefactor en Venezuela, Carpentier restablecería su alta condición de jerarca cultural haciéndose acólito de Fidel Castro, quien le recompensó nombrándolo director de la Imprenta Nacional, vicepresidente vitalicio de la UNEAC y embajador de Cuba en París.   

[4] Si el lector quisiera saber cómo fue que el “intelectual comprometido” terminó subordinando su voluntad a la autoridad de los hombres de armas, sugerimos la lectura de Entre la pluma y el fusil. Debates y dilemas del escritor revolucionario en América Latina (2003) de Claudia Gilman.

[5] Con respecto a este asunto, Tzvetan Todorov, señala lo siguiente: “Hoy en día cuesta imaginar el impacto que tuvo este texto, como mínimo en personas que, como yo, no sospechaban la envergadura del desastre. Se había adorado a Stalin como a un semidiós, antes y después de su muerte, en 1953, su momia descansaba por toda la eternidad —creíamos— en el mausoleo al pie del Kremlin, y de repente nos enterábamos, por la fuente más autorizada posible, de que este personaje era uno de los peores criminales de nuestro tiempo. Retrospectivamente podemos constatar que el informe secreto de Jruschov distaba mucho de revelar toda la verdad del estalinismo, pero en aquel momento, al menos para los inocentes como yo, el golpe fue duro. De repente se derrumbaba un mundo. Y yo me decía que sin duda iba a empezar una nueva época.” (Todorov, 2016, 13-14). Asimismo, con respecto a este asunto, dice Hannah Arendt: “Y fue precisamente con el reconocimiento de algunos crímenes como ocultó Kruschev la criminalidad del régimen en conjunto (…) No es que se ponga en duda el carácter sensacional y la decisiva importancia política que el XX Congreso del Partido tuvo para la Rusia Soviética y para el movimiento comunista en general. Pero la importancia es política: la luz que las fuentes oficiales del período poststaliniano arrojaron sobre lo sucedido antes no debe ser confundida con la luz de la verdad” (2004, 33-34).

[6] Manuel Díaz Martínez, quien fuera miembro del jurado, ofrece su testimonio al respecto en “Intrahistoria abreviada del caso Padilla” (s.d.).

[7] Estas afirmaciones de Octavio Paz resuenan como un eco del siguiente pasaje de El opio de los intelectuales: “En cuanto el que interpreta la Historia es a la vez secretario general del partido y jefe de la policía, la nobleza del combate y el riesgo se desvanece. Los poderosos quieren ser, al mismo tiempo, los heraldos de la verdad. En lugar del terror revolucionario, se ha instaurado el césaro-papismo: en esta región sin alma, los opositores se convierten efectivamente en heréticos peores que criminales.” (Aron, 1955: 133)

Bibliohemerografía

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Arnaldo E. Valero (Caracas, 1967), catedrático adscrito al Instituto de Investigaciones Literarias “Gonzalo Picón Febres” de la Universidad de Los Andes. Licenciado en Letras, Master en Literatura Iberoamericana especializado en cultura y literatura del Caribe.  Ha sido el editor de Voz y escritura. Revista de Estudios Literarios (2008-2016). Es autor de Nación y transculturación (Mérida: APULA, 2002), Mínima historia (Mérida: APULA 2008), Entre zombis y caníbales. Ensayos sobre literatura del Caribe (Caracas: FUNDARTE, 2015) y Canciones de fuego negro. Del reggae a la poesía dub (Caracas: CELARG, 2015).

Una primera versión más corta de este ensayo se publicó con el mismo título en el volumen colectivo coordinado por Isaac López y Norbert Molina Medina (2019) Las cenizas de una era. Mérida: Universidad de los Andes.

1 Comentarios

  1. Nada más plástico y vívido que una crónica o historia narrativa (Bello) a la vez bien contada y sustentada para conocer el interior de un “tiempo”. El primer texto que me hizo caer en cuenta de su valor mayor fue mi lectura en este siglo (y no me preocupa cómo se le haya ubicado genéricamente: biografía, historia narrativa, ensayo historiográfico…) del libro híbrido «Miranda» de Mariano Picón Salas. No he conocido otro texto que me haya creado la ilusión tan poderosa de revivir al personaje inserto en el mundo de sus revoluciones –quizás incluso más que la potente trilogía de Denzil Romero, que respondía a otros propósitos–.
    Este “híbrido” del amigo y colega Arnaldo Valero sobre la construcción de la política oficial de la revolución cubana sobre el arte y la cultura, en la primera década desde que se declara socialista (1961-1971), responde plenamente a esa tradición y me hizo recordar el libro de Picón Salas. (Suscitó el recuerdo de otros pasajes intensos, pero que por personales no es éste lugar para recrearlos). Obviamente, aunque apenas lo roce o no lo nombre, la crónica de esta «política» sabe que su centro en el comunismo castrista tiene un origen y una derivación precisos y resonantes: la instrumentalización monológica y excluyente del arte y la cultura en la Revolución Rusa y la Revolución Bolivariana.
    La “vivencia” de su lectura hace que resuene en mí un lema, aunque no de su autoría, consagrado por Blades: ¡PROHIBIDO OLVIDAR!

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