Venezuela: los padres de familia y la multitud promiscual
En 2018 y 2019, ofrecí unas conferencias sobre el republicanismo en Venezuela en la librería Altamira, de Miami, y en Cesta República, en Madrid. Algunos de los oyentes me sugirieron que las escribiera, para que se pudieran consultar más adelante. De allí el texto que ahora pueden leer en Trópico Absoluto, un avance de lo que pretende ser un ensayo plausible sobre las razones que han impedido que el republicanismo sea un suceso estable entre nosotros. Es un esfuerzo todavía incipiente, sin los ajustes que desea tener más adelante, entre ellos algunas referencias precisas de las fuentes consultadas, que aparecerán cuando el trabajo esté terminado y tenga la fortuna de encontrar el camino de la imprenta.
Venezuela pasa por una duradera calamidad que necesita explicaciones capaces de involucrarnos como sociedad. El chavismo, y la manera que hemos desarrollado los venezolanos de convivir en su seno, requieren un análisis del cual formemos parte. No nos podemos librar de una responsabilidad evidente. Debemos abandonar las excusas y los rodeos, es decir, la socorrida solución de culpar a unos dirigentes sin éxito en quienes descargamos los motivos de la vida deplorable que nos ha tocado vivir, sin que sintamos que puede ser hija legítima de nuestra manera de atender las solicitudes de la realidad.
El teniente coronel Hugo Chávez, un aventurero ignorante, llegó a la cima del poder con el apoyo de un pueblo que se regocijó por su ascenso y lo apoyó en numerosas consultas electorales. Mientras violentaba el entendimiento de los asuntos públicos y descalificaba los hechos de la democracia representativa que había logrado establecerse durante la segunda mitad del siglo XX, Chávez colmó el escenario con sujetos caracterizados por la improvisación de sus carreras, el fanatismo de sus ideas y la falta de escrúpulos, que se encargaron, sin interferencias dignas de atención, de destruir una cohabitación relativamente hospitalaria que se había levantado después de inmensos esfuerzos. Muchos de los líderes del pasado, políticos o de la esfera de los grandes negocios, ayudaron en el desmantelamiento, por omisión o como oportunos colaboracionistas, mientras se festejaba en las calles el plan de enterrar la convivencia creada por los antecesores más cercanos, abuelos y padres nuestros.
No caben en los límites de una reflexión como la de ahora los datos concretos que evidencien el grado de abyección en el que nos ha sumido el denominado “socialismo del siglo XXI”, hasta el punto de hacer de la administración pública una cueva de ladrones desenfrenados o un establecimiento manejado por sujetos oscuros que encabeza ahora la mediocridad encarnada en Nicolás Maduro, esa insultante medianía. Tampoco las evidencias sobre la crisis económica, sobre la emigración que ha provocado mutaciones pavorosas en una sociedad creada y crecida en el sedentarismo, o sobre el hambre imperante, el abandono de la salud y la educación de los gobernados, la asfixia de la libertad de expresión o la sangrienta y generalizada represión contra los opositores. Todos hemos sido tocados por la inclemente cuchilla. Quizá por eso haya tanta gente buscando ideas capaces de explicar las razones de su agujero, o de trazar el sendero de una rectificación. Pero somos un dato del pantano, un testimonio de la tragedia compartida. ¿Para qué buscarnos en bibliografías? Sucede que también somos uno de los motivos primordiales del chavismo. Quizá esta añadidura, ella sola, pueda plantear el desafío de un espejo que hemos evitado por la ominosa abulia que refleja.
Las limitaciones del entendimiento del chavismo se deben a que lo hemos buscado en el presente, sin mirar hacia atrás. Conviene procurar las claves del entuerto en los sucesos que van pasando frente a nuestras narices, desde luego, son los materiales que tenemos a mano y se hacen imprescindibles para una explicación que quedaría vacía sin su ayuda. Son las pruebas fehacientes del asunto, pero invitan a permanecer en la superficie sin topar con razones de mayor profundidad a través de las cuales se descubra el motivo esencial de su existencia y las probabilidades de su persistencia. Seguramente la deformación profesional de quien las va a proponer, historiador de oficio, arrime la sardina para su brasa, pero parten de una reflexión profesional que viene de lejos y encuentra ahora ocasión de mostrar su utilidad. Además, no es una mirada convencional del pasado, urgida por la subjetividad de nuestros días, sino una de las exploraciones que realiza la Historia de las Mentalidades.
Pero la exploración necesita un punto de partida plausible, es decir, el asidero de un fenómeno que se proyecte a través del tiempo y alrededor del cual haya girado la vida venezolana. Tal fenómeno es la república, obra inconclusa o realizada a medias, que ha estado presente en la primera plana de nuestro devenir desde períodos remotos y que nadie ha negado como fuente de las aspiraciones colectivas. La república se puede contemplar desde una propuesta que permita meterse en los motivos de su ausencia, o de su intermitencia. Puede parecer un análisis rebuscado, especialmente para los fanáticos de las estadísticas y las batallas campales, de los grandes documentos formales y los discursos de los personajes que acumulan lectores y admiradores, pero conduce a hallazgos de importancia debido a que nos aleja del cómodo papel de espectadores. Considerados como escurridizos mirones de la fábrica de un edificio que no termina de levantarse por la indiferencia de sus obreros, las criaturas de una sociedad aprisionada por los hábitos del pasado pasan a la médula del entuerto sometidos a cadenas antiguas de cuyo peso no se libran del todo, pero de las cuales deben prescindir para que aberraciones como el chavismo, voluminosa manifestación de antirepublicanismo, dejen de estorbar la convivencia anunciada desde antiguo sin fortuna estable.
II
¿Por qué pensar en la república como punto de partida? Consideramos, en general y especialmente en la actualidad, que en Venezuela han faltado y faltan la libertad y la democracia. Pero apreciar así la carencia hace que tomemos el rábano por las hojas. La libertad y la democracia no son plantas silvestres, sino realidades que necesitan domicilio hospitalario a través del tiempo, un establecimiento que las cuide y fomente de acuerdo con los desafíos propuestos por los tirones de la historia. La sociedad no se ha ocupado cabalmente de ese establecimiento, de acoplarlo a las necesidades de las épocas y de tenerlo como prioridad permanente. Pero nadie, ni los tiranos más atroces, ni los mandones más ignorantes y procaces, se ha atrevido a negar su trascendencia. Nadie ha abjurado de sus principios, ni ha querido expulsarla de la Constitución ni del resto de los códigos. Se menciona en los programas de gobierno, en simbologías ubicuas, en el membrete de los papeles oficiales y en una insistente retórica, pero apenas ha tenido presencia principal en contados lapsos. Ha sido un hilo débil de islotes, pese a su exhibición en la fachada de la casa y en la expresión de las ideas políticas. De allí que no se la extrañe cuando se lucha por la libertad y por la democracia. Como parece que está, damos por descontada su existencia y salimos a buscar sus desguarnecidos productos en una visita condenada al fracaso.
El hecho de que parezca que la república está la hace familiar, aunque no lo sea; pero, a la vez, permite que se pueda considerar como plataforma de las búsquedas del bien común en situaciones de aprieto cívico. Es, en el caso de nuestra modernidad, capítulo fundacional, doctrina aceptada por unanimidad y reto pendiente cuando los habitantes de la comarca sienten de pronto su falta, o su lejanía. En consecuencia, cuando se considera como base de un análisis sobre el comportamiento de la sociedad no se acude a una excusa banal. Pero, para que comencemos a enterarnos de la pertinencia de su alusión, conviene recodar una afirmación de Clemenceau usada como epígrafe por el filósofo argentino Andrés Rosler en Razones públicas. Seis conceptos básicos sobre la república (Katz Editores, 2016), un libro imprescindible sobre el tema. En agosto de 1898, Clemenceau escribe al conde de Anuay: “Habría un medio de asombrar al universo, haciendo algo totalmente nuevo: la República, por ejemplo.”
Se habrán dado cuenta de que, en un santiamén, ahora estamos en Francia cuando va a concluir el siglo XIX, circunstancias ante las cuales la lucidez de un político que analiza con angustia su entorno no duda en sentir que el republicanismo sea remedio de la cohabitación descaminada. Aun en Francia, una de las cunas de la república moderna y su ejemplo a escala universal. La afirmación remite a la alternativa de hacerla cuando convenga, de construirla de nuevo, hasta en el predicamento de una sociedad que ha dado testimonios de sobra en los afanes de su arquitectura.
Para volver a la república convendría acercarse a sus manaderos, a hechos y textos de la antigüedad que pueden convertirse en carga abrumadora: Tito Livio, Salustio, Cicerón, Maquiavelo, Jefferson, Roscio, Andrés Bello y lo que viven y relatan, por ejemplo. Ahora, para evitar quebraderos de cabeza, puede ser suficiente meternos en el asunto a través de una encuesta sobre republicanismo que Rosler propone a los lectores en su mencionado libro, y que alude a sus principios esenciales. Nos toca de cerca su intento de descubrir a los republicanos de la actualidad:
“En efecto, de te fabula narratur (Horacio, Sátiras), si usted está en contra de la dominación, no tolera la corrupción, desconfía de la unanimidad y de la apatía cívicas, piensa que la ley está por encima incluso de los líderes más encumbrados, se preocupa por su patria mas no soporta el chauvinismo y cree, por consiguiente, que el cesarismo es el enemigo natural de la república, entonces usted es republicano aunque usted no lo sepa.”
Un vistazo de la historia patria indica, sin espacio para las cavilaciones, que nos hemos empeñado en evitar el republicanismo, que no hemos querido ni podido ser ciudadanos debido a características y motivos propios y exclusivos de nuestra sociedad que lo han evitado
Como se refiere a nosotros partiendo de la intención expresa de Horacio de involucrar en sus obras a los individuos de su época, permite que nos descubramos como republicanos sin posibilidad de duda, como partidarios de los valores del republicanismo. Pero también como ciudadanos a medias, o como ciudadanos sin compañía, o como unos cobardes que nos entusiasmamos con la letra del negocio sin atrevernos a hacerla fenómeno concreto porque es realmente difícil, o porque hay partes de su credo con las cuales no queremos comulgar. ¿Nos podemos identificar plenamente con el republicanismo, nosotros los venezolanos, al responder las preguntas de Rosler? Solo si hacemos un ejercicio olímpico de hipocresía. Semejante identificación será desmentida por los hechos, salvo en contados casos. Un vistazo de la historia patria indica, sin espacio para las cavilaciones, que nos hemos empeñado en evitar el republicanismo, que no hemos querido ni podido ser ciudadanos debido a características y motivos propios y exclusivos de nuestra sociedad que lo han evitado, o que lo dejan para el futuro. Trataremos de atender el asunto con la ayuda de la Historia de las Mentalidades.
III
¿Qué es una mentalidad, según los historiadores que la estudiamos? Es una previsible reacción colectiva que una sociedad determinada produce frente a las solicitaciones de su ambiente. Esa reacción colectiva es automática y compartida por las mayorías, debido al peso de una fuerza esencial que la impone. No es racional necesariamente, sino el producto de resortes inconscientes y mecánicos, determinados por motivos anteriores que no se pueden eludir y que permanecen a través del tiempo. La reacción congrega a sus prisioneros en respuestas habituales y difícilmente cambiantes sobre asuntos primordiales, como el pecado, la virtud, el poder, la riqueza, lo público, lo privado, el sexo y la ubicación de los miembros de la colectividad. No se trata de reacciones pasajeras, sino todo lo contrario. Estamos ante una sujeción de largo plazo, frente a un ineludible “mandato de los difuntos” cuyo alcance solo languidece poco a poco debido a un trabajo de lapsos prolongados, seculares, y de conductas que en ocasiones pasan inadvertidas.
¿Para qué? Para evitar el desquiciamiento de la sociedad. Aquí caben las afirmaciones del maestro José Gaos, quien nos decía en su aula:
“Lo que sienten y piensan los hombres sobre el mundo humano, sobre el mundo sobrenatural, sobre el mundo histórico, sobre la vida pública y la vida privada no cambia con facilidad. Las cosas humanas, cuanto más esenciales, menos mudables. Cambiar tan fácilmente como, digamos, de ropas, de personalidad, sería literalmente de locos, y en el caso habría un gran loco: la naturaleza, o su autor.”
De lo cual se puede pensar, si se lee a la ligera, que Gaos niega las mutaciones habitualmente descritas por los investigadores y por el público en general cuando contemplan la evolución histórica, y de las cuales se ufanan las generaciones posteriores; cuando asegura que las sociedades son enemigas de los cambios, que a sus criaturas no les gustan las sorpresas y, por lo tanto, existe una asidua resistencia a las mudanzas, en especial si son violentas. Pero no niega los cambios, sino que remacha sobre su dificultad y plantea la necesidad de entendimientos más sutiles de su aparición. Más también menos ingenuos, esto es, que no adviertan variaciones de importancia donde no las hay, ni hazañas trascendentales en cualquier proclama o escaramuza porque suelen ser clarinadas sin eco. Un ojo realmente perspicaz haría una exploración capaz de no volverse sensación de prisas, ni calendario calculado por el reloj de la rutina, ni ilusión propia de manicomios, ni barca que espera puerto a la vuelta de la primera esquina sin que se comprendan las razones de su demora.
Los teóricos y los metodólogos de la historiografía aconsejan la búsqueda de tres elementos en la evolución de las sociedades, que capten su peculiaridad y las expliquen: lo influyente, lo representativo y lo permanente. La historia de las mentalidades se interesa por lo último porque entiende que puede explicar a los otros, o ayudar a su comprensión. Porque es lento el viaje del pasado hacia el cementerio. Porque el pasado no pasa, y no lo advertimos así debido a que se disfraza de presente y se puede sugerir sin empacho como futuro. Porque usa maquillajes capaces de engañar a los hombrecitos que se exhiben como criaturas de un tiempo flamante en cuyo seno no caben las antiguallas. De allí la necesidad de encontrar el origen de lo permanente, la existencia de un lapso fundacional en el cual se estrenan las reglas de un comportamiento capaz de imponerse sobre la potencia del almanaque y frente a las ínfulas de novedad, debido a la existencia de una autoridad aceptada por todos e imposible de cuestionar sin el riesgo de ser expulsados de una cara cohabitación. En el caso de Venezuela, se puede precisar la existencia de ese lapso fundacional, el origen de una conducta colectiva que no pasará con facilidad y que, en lo relacionado con nuestro asunto, se trasforma en formidable valladar para el establecimiento de la república.
en nuestro caso, las normas divinas reeditadas por el pontífice y por sus asesores en Trento, se resuman y ajusten para su obediencia en las Constituciones Sinodales de 1687, que van a convertirse en manual fundacional
En Venezuela, las pautas fundacionales se imponen en un momento trascendental. Van a salir de los contenidos del Concilio de Trento –que tuvo lugar entre 1545 y 1563–, cuando se promueve la Contrarreforma para luchar contra la herejía a escala universal. La imposibilidad de aplicar las reglas del tridentino a comarcas como la nuestra, extraña entonces para la sensibilidad europea que vive el enfrentamiento entre católicos y protestantes, poblada por sujetos insólitos cuyas características plantean un rompecabezas sobre lo que son de veras, habitantes de una geografía retadora que despierta las fantasías y los miedos del conquistador, conduce a unas adaptaciones de las cuales saldrán los fundamentos de la rutina, cuando comienza a establecerse para iniciar un itinerario de larga duración. Las pautas conciliares deben someterse a adecuación mediante códigos específicos, sobre cuya legitimidad es difícil la duda por la suprema autoridad que los impone, indiscutible para las cúpulas ortodoxas o para quienes los reciben, y por la vocación de permanencia que los caracteriza. De allí que, en nuestro caso, las normas divinas reeditadas por el pontífice y por sus asesores en Trento, se resuman y ajusten para su obediencia en las Constituciones Sinodales de 1687, que van a convertirse en manual fundacional.
Nuestras Constituciones Sinodales de 1687, promulgadas por el obispo Diego de Baños y Sotomayor para las diócesis de Caracas y Venezuela, son confirmadas por el obispo Díez Madroñero en 1761, y refrendadas por los respectivos monarcas. Permanecen sin enmienda desde el período del poblamiento hasta la maduración de la sociedad que se aproxima a las convulsiones de la Independencia, lo cual les concede una trascendencia digna de atención por su permanencia temporal. Pero lo que hayan podido pesar en la evolución de la sociedad se agiganta cuando sabemos que solo van a ser modificadas en 1904, fecha asombrosa si se debe pensar en la estabilidad de su ascendencia. Las guerras contra el imperio español, la creación y la destrucción de Colombia, las guerras civiles, la penetración del liberalismo, las polémicas de los intelectuales en la prensa, la ocupación del territorio, los vínculos con el exterior y las pulsiones del siglo laico no las tocan ni con el pétalo de una rosa. La sociedad pasa por interpretaciones diversas de la vida y por conflictos que la dividen y desangran, mientras las leyes específicas que Dios ha impuesto a los venezolanos por el conducto de su Iglesia se mantienen en estado de petrificación. ¿Las tuvieron presentes todos los venezolanos durante tres siglos? Nadie puede asegurar que estuvieran siempre frente a sus narices, o metidas en sus cuerpos y en sus casas, pero sería ingenuo pensar que dejaran de provocar conductas y convocar prevenciones desde los espacios que descuidamos al averiguar las causas de los hechos históricos.
Los obispos que las imponen se muestran con señales de dignidad, que los exhiben como personas especiales ante la comunidad: bula del papa y consentimiento del rey católico, ropajes esplendorosos, trono con cojín y tapetes, precedencia en los actos públicos; heraldos, guardias y sirvientes que les acompañan en lugares que se acostumbran a observarlos como centro de los acontecimientos. Además, controlan un tribunal que juzga la conducta de los pecadores y poderes capaces de cambiar la rutina de los fieles. Por ejemplo, está en sus facultades conceder asilo en los templos, encarcelar y torturar a los díscolos contumaces, negar el empleo a quienes consideren indeseables o ineptos, ordenar destierros y sentencias de patíbulo con auxilio del brazo secular, en casos extremos. Por si fuera poco, pueden imponer penas de excomunión, es decir, expulsar públicamente a los malvados del cuerpo místico de Cristo para que quede constancia oficial de su pravedad, para que se anuncie desde este valle de lágrimas su viaje expedito a los infiernos. Indumentarias e influjos que pierden fortaleza más tarde, en el período del establecimiento de la sociedad, cuando llegan los españoles, no son objetos, adornos, emblemas, ubicaciones o señoríos impotentes, sino todo lo contrario.
De acuerdo con las disposiciones episcopales de 1687, los hombres de la cristiandad venezolana son desiguales debido a prerrogativas especiales y a limitaciones intrínsecas. En consecuencia, deben ser atendidos por los curas de almas ajustándose a tales rasgos. Los prelados recuerdan a los ministros del altar que en la comarca habitan dos tipos diferentes de fieles, una clasificación que no se limita a observarlos y a atenderlos en los templos, sino también en todas las esferas de la vida pública. En Venezuela existen, según las Constituciones Sinodales, los “padres de familia” y la “multitud promiscual”, diferencias que permanecen a través del tiempo y desembocan en conductas que deben mantenerse para la custodia de la ortodoxia. Conviene ver cómo describe las diferencias el manual, por la importancia que nuestra interpretación les concede.
En el caso de los “padres de familia” el documento no llega a una definición expresa, a primera vista. Dice de ellos:
“Son los padres de familia en sus casas, justicias para distribuir a cada uno de los suyos lo que les toca. Son, en cierto modo, prelados para enseñar, advertir y encaminar a los de su familia, de suerte que ninguno ignore lo que debe obrar, y lo que debe huir. Son atalayas, son centinelas que deben velar sobre las ocasiones de sus hijos, criados y esclavos para enmendar los descaminos, que puedan tener.”
No los describe con precisión, como se ha visto, pero no se refiere a vecinos corrientes que forman hogar cristiano, sino a un reducido y favorecido conjunto de personas. Los “padres de familia” son aquellos que, además de mujer, hijos y parentela, tienen servidumbre y esclavitudes.
De lo contrario, el texto no abundaría después en la retribución que les reclama. Avisa:
“No entiendan los padres de familia que les ha dado Dios los hijos, los criados, los esclavos y las haciendas solo para que vivan lustrosos en la república, para que sean venerados entre sus vecinos y que con la grandeza de sus casas se olviden de Dios, se ensoberbezcan y desprecien a los humildes. Hálos hecho Dios padres de familia para que con recíproco amor, y según buenas reglas de justicia, como reciben de sus hijos, criados y esclavos, el honor, el servicio, la obediencia y reverencia, ellos los acompañan con la buena crianza, doctrina, sustento, y cuidado de sus personas, procurando dejar a sus hijos más ricos de virtudes que de bienes temporales, y que sus criados y esclavos sientan más su muerte, o falta, por los buenos oficios, que la de sus propios padres, por naturaleza.”
De lo cual se desprende que el Todopoderoso ha escogido a un elenco especial de venezolanos para un condominio del cual dependen la vida espiritual y el concierto de la sociedad, ha puesto la infalible vista en unos socios de primera calidad para la administración de una parcela de la creación hasta el fin de los tiempos, porque no habla ni manda para una temporada, sino para un proceso que culminará en el Juicio Final. En suma, proclama el imperio sempiterno de los blancos criollos y de quienes predominan en sus alturas, llamados “mantuanos”.
No tienen la sartén por el mango por razones circunstanciales. Está en el orden de las cosas su tutela de la colectividad por disposición celestial. Tienen la obligación de convertirse en cabeza, a veces dura, a veces afectuosa, de un enjambre de sujetos pequeños a quienes deben guiar en la obediencia de los patrones clásicos. Por sus favores y como reconocimiento de su delicada misión reciben el servicio de las castas en la actividad económica y la reverencia en el área de las convenciones sociales. Pero, ¿por qué esta misión honrosa y ardua? Por las características del resto de los hombres que viven en Venezuela, miembros de la “multitud promiscual”.
De acuerdo con las Constituciones Sinodales:
“No son iguales en los hombres los entendimientos y capacidades para percibir la doctrina […] De diferente manera se ha de portar el cura, y el maestro, con el hombre capaz, que con el ignorante […] Diferente explicación ha de tener para el español cuya lengua entiende perfectamente, que para el negro o indio bozal, que apenas sabe declarar sus afectos. Y, en suma, de diferente manera habrá de usar de la explicación de los misterios, cuando da lugar el tiempo, o cuando le estrecha la ocasión al último tiempo de su vida en que le pide el bautismo, o la penitencia, un negro incapaz que apenas se distingue de una bestia.”
Existe una ineptitud provocada por dificultades de comunicación, conducente al predominio de los blancos criollos que hablan un idioma “civilizado”, en especial, podemos suponer, si lo manejan con la propiedad de algunos gobernantes eclesiásticos y civiles. Pudiéramos pensar que la autoridad se refiere a una minusvalía pasajera, a una barrera que se supera a través de la imposición de las rutinas del conquistador o mediante ayudas pedagógicas. Pero el documento no prevé la posibilidad de que la multitud salga de la dependencia, porque en un momento determinado deje de ser “promiscual” gracias a la desaparición de una incompetencia original. En consecuencia, no resulta curioso que las Sinodales se extiendan en afirmaciones como la siguiente: “Hemos experimentado en nuestra Diócesis algunos indios y negros tan rudos, que después de mucho trabajo, y explicación, en mucho tiempo no saben los misterios más necesarios para ser bautizados, y recibir los otros sacramentos .” La constatación conduce al obispo a hablar de la existencia de personas “sin esperanza de que se hagan capaces”. De allí la necesidad de su dependencia de los “padres de familia”, debidamente regulada para evitar los excesos que puede producir una larga hegemonía, pero ineludible debido a su imposición por la propia ley de Dios. En un catecismo que las Sinodales incluyen para explicar el Decálogo, se establece: “…el criado, o esclavo, debe mirar a su señor como superior y padre, para honrarle y servirle”. Como los redactores del documento hacen la afirmación en un agregado de catequesis, no se puede dudar sobre la sinonimia con el cuarto mandamiento de la Ley de Dios. ¿No se trata de una condena que se extiende a los hombres nacidos de la mezcla de los indios con los negros, a las criaturas de lo que entonces se denomina “las castas y los colores” y más tarde llamaremos patriotas, “bravo pueblo” o ciudadanos?
IV
Después de Trento, las regulaciones especificas funcionan en todas las colonias americanas del imperio, lo cual sugiere que parten de una sola base con una sola intención para que funcionen en sentido homogéneo, pero ahora se intenta una aproximación a una única realidad para buscar las peculiaridades que crean y mantienen, singularidades que nos hacen ser como somos, apenas parecidos a los individuos aclimatados en las otras colonias, o diversos de veras. El crecimiento desmesurado del poder de los “padres de familia” venezolanos es una de ellas, tal vez la primordial. Se sabe que, en toda Hispanoamérica, los descendientes del tronco peninsular, los hijos de los “padres de familia” fundadores, orientan la vida por mandato celestial y como apoyos del príncipe, pero, ¿llegan a las demasías de los blancos criollos de Venezuela?, ¿se convierten en dueños y señores de un poder que llega al extremo de suplantar a la Corona? Entre los muchos documentos que demuestran la existencia de esa supremacía destaca, por los datos concretos que suministra, por los excesos que describe y por la tardía fecha de su redacción, el que se copia de seguidas, corolario de un mandarinato proveniente del pasado y decidido a permanecer.
En junio de 1769, un grupo de vasallos de origen español a quienes se niega la ocupación de cargos en el Cabildo de Caracas, se dirige al rey para ponerlo en cuenta del control absoluto de las instituciones por las familias principales de la ciudad. Los detalles que envían a la Corte son abrumadores. Por ejemplo:
“Así es, Señor, que don Francisco Ponte Mijares, actual alcalde de elección y regidor, es tío carnal del regidor Marqués de Mijares y de su mujer, y además es su curador. Es cuñado y primo carnal del regidor D. Blanco, y este tío de dicho Marqués y de su mujer, y todos primos del Alcalde Provincial, D. Luis Blanco, cuyo parentesco tienen también con el Alcalde de 2ª elección D. Juan de Ascanio, con el Procurador General D. Diego Monasterios, y creemos que con el regidor Galindo y Tovar, además de otros parentescos dificultosos de apear aun con presencia de los documentos de que se pueden deducir. El Conde de San Javier, Asesor del cabildo, es primo de todos estos, y así, Señor, se mira esta ciudad regida, por decirlo así, de una sola familia en lo civil, y de hoy en adelante sucederá en lo militar, por ser el comandante del nuevo batallón de Milicias hermano del Regidor y Alcalde actual D. Francisco de Ponte, y haber otros 7 oficiales con los mismos parentescos de primos, cuñados, tíos y sobrinos, sin D. Martín de Tovar y D. Lorenzo de Ponte, que este es hijo y aquel yerno de dicho comandante, de cuyo modo se mira esta casa en el auge de soberanía a que puede aspirar en una ciudad particular […] no creemos estén contentos, pues pretenden nuestra exclusión y otras regalías.”
Suscriben la denuncia nueve españoles peninsulares que han prosperado en la capital debido al auge de sus negocios, con dinero de sobra para comprar cargos en el Consistorio, obedientes hijos de la Iglesia, proveedores puntuales del fisco, sin manchas de “mala raza” ni tachas de otra índole en sus credenciales. Han hecho las gestiones para ingresar como regidores de acuerdo con las normas dispuestas por el trono, pero les está vedado participar en la administración de la ciudad y en el debate de sus asuntos porque estorban el monopolio de los “padres de familia”.
una evidencia tan devastadora adquiere otras proporciones al observar que conduce a buscar la preservación de los privilegios criollos ante otros intentos de renovación, o de pequeñas variantes que impulsa la monarquía. Los criollos han creado un edén que nadie les arrebatará, ni siquiera un soberano de derecho divino.
¿Sucede lo mismo en el resto de las colonias? No es fácil encontrar en los vecindarios una denuncia del control exclusivo y excluyente que ejercen los blancos criollos, como la que se ha visto ahora. Es de una minuciosidad preciosa. Se trata de un dominio debido a cuya redondez no queda más remedio que acudir ante el rey, porque en la provincia no existe instancia o autoridad capaz de ponerlo en apuros, ni temporal ni espiritual. Se trata, además, de una situación difícil de remediar debido a la lejanía de la máxima autoridad, limitada por la geografía y por la diversidad de sus negocios, como para detenerse en el entuerto planteado por nueve súbditos, pese a su envergadura. Como fuere, no hay constancia de respuesta ante la escandalosa cuestión, cargada de amenazas para la burocracia regia y para sus instituciones, ni de movimientos oficiales para su erradicación. Pero una evidencia tan devastadora adquiere otras proporciones al observar que conduce a buscar la preservación de los privilegios criollos ante otros intentos de renovación, o de pequeñas variantes que impulsa la monarquía. Los criollos han creado un edén que nadie les arrebatará, ni siquiera un soberano de derecho divino. Veremos un trío de esas resistencias y renuencias, aparentemente minúsculas pero esenciales para un historiador de las mentalidades.
En el área de tales reacciones es bien conocida la de instituciones controladas por los mantuanos frente a la Real Cédula de Gracias al Sacar, suscrita por el rey en febrero de 1795, que concedía ventajas mínimas a las castas y a los miembros cada vez más crecidos del sector de los morenos para aliviar su posición en la trama de las convenciones sociales. Por ejemplo, podían obtener dispensas de la calidad de pardo o de quinterón mediante el pago de quinientos u ochocientos reales, respectivamente; o de mil, si querían usar el distintivo de Don. El rey busca así el robustecimiento del erario, pero también esboza la posibilidad de modificaciones de la vida cotidiana que caen como una bomba en las mansiones de los blancos criollos. Para tener idea cabal de la repugnancia demostrada por los miembros de la cúspide local ante la mínima sugerencia de renovaciones que puede incluir la iniciativa, veamos una de las representaciones que dirigen a Madrid. Llegan a vaticinar el fin del paraíso, debido a lo que las “gracias” significan para el papel del estamento primacial en una historia que corre el riesgo de la desaparición. Leamos:
“Seguirá el desaliento de las personas Blancas y decentes, animará a aquellos [a los mestizos] su mayor número: se abandonarán éstos [los blancos] a su pesar y desprecio: se acabarán las familias que conquistaron y poblaron con su sangre y con inmensas fatigas la Provincia: se olvidarán los nombres de aquellos vasallos que han conservado con su lealtad el dominio de los Reyes de España: hasta de la memoria se borrarán sus apellidos: y vendrán los tristes días en que España por medio de la fuerza se vea servida de Mulatos, Zambos y Negros, cuya sospechosa fidelidad causará conmociones violentas, sin que haya quien por su propio interés y por su honra, por su limpieza y fama exponga su vida llamando a sus Hijos, Amigos, Parientes y Paisanos para contener a la gente vil, y defender la causa común y propia.”
Sienten las clarinadas de un indeseable apocalipsis, sopladas por una majestad desconcertada que ya no estima los valores trascendentales de la historia, ni tampoco poderes y caudales que merecen respeto. Palabras mayores, si consideramos la altura y el poder del destinatario.
A partir de febrero de 1808, otra respuesta de importancia se advierte en Barcelona. Ahora los “blancos beneméritos” de la ciudad la emprenden contra el gobernador de la provincia de Cumaná, Vicente Emparan, porque ha permitido que Francisco Capó y Coll, un súbdito mallorquín que ha contraído nupcias con una parda, ocupe un cargo en el Ayuntamiento. Les parece una aberración debido a que el interesado está “casado con desigualdad”, pero don Vicente no advierte irregularidades en el trámite y considera que no existe argumento legal para la descalificación de un súbdito de inmaculada trayectoria. Los criollos de Barcelona no solo inician pleito ante la Audiencia de Caracas, sino que también provocan trifulcas que obligan el envío de tropas desde Cumaná para evitar desbordamientos. Además, ofician ante el rey para solicitar que no se admita a los miembros de la familia Rendón, parentela de la controvertida esposa del mallorquín, en el cuadro de las estirpes honorables, especialmente en las recepciones frecuentadas por los familiares de los alcaldes. La respuesta les causa estupor, debido a que la cabeza del sistema entiende desde Madrid que la señalada es “mujer de lustre” y prohíbe que se levanten “malas voces” contra ella. El brigadier que dirige las tropas enviadas a Barcelona comunica entonces al gobernador unas llamativas ocurrencias:
“Han puesto rótulos en lugares públicos, ofreciendo no recibir a Capó de Alguacil Mayor, y amenazando al gobierno en caso contrario, aunque no se sabe quien los mandó de los apandillados. Esos rótulos son tres, que dicen: Los rendón son pardos: los Rendones no tienen honor: Los Rendones son mulatos, pero el rey dice que no.”
¿Cabe una mayor oposición frente al monarca y ante su representante, en negocios de importancia comarcal que se desenvuelven sin ocultamiento? ¿Cabe mayor oposición a una novedad que parece trivial, y que se ajusta a las regulaciones imperiales? Llegan al extremo de protestar mediante pasquines que quizá sean los primeros que se colocan en las paredes de una ciudad venezolana, o de otras colonias hispanoamericanas.
En 1809, ocurre otro caso que nos alerta sobre la prepotencia de los criollos ante decisiones de la monarquía, pero también sobre su monumental conservadurismo. Sucede cuando se recibe a nuestro conocido Mariscal de Campo Vicente Emparan como nuevo Gobernador y Capitán General con sede en Caracas. Es una ceremonia solemne que presiden las autoridades civiles y religiosas para saludar al nuevo representante del trono. Los actos son estorbados por la conducta de un Capitán de la Compañía de Morenos, Francisco de Paula Camacho, quien se niega a obedecer al Sargento del Regimiento de Blancos Pedro Nolasco Picón. Camacho desconoce la autoridad de Picón porque ostenta un grado inferior en el escalafón militar, y le tumba la gorra con un golpe de sable en presencia de la multitud. Se abre un Consejo de Guerra contra el moreno, en el cual su abogado insiste en la irregularidad resumida en el hecho de que un sargento irrespetara a un oficial con el grado de Capitán, conducta que califica de insólita por su ataque de las jerarquías dispuestas por la ley. En consecuencia, solicita la libertad de su defendido. Pero conviene detenerse en el discurso del fiscal de la causa, un criollo que llega al extremo de afirmar lo que suena como una enormidad, antes de pedir el fusilamiento del acusado:
“El delito de Camacho es aun mayor que el que comprenden los Artículos y Leyes. Es de mucho mayores e incalculables consecuencias y es, por consiguiente, acreedor a la última pena. Si indagamos el origen del atrevimiento de Camacho, hallaremos que es un error político cometido en el establecimiento de semejantes Oficiales, y si buscamos la causa inmediata, encontraremos que es, o una punible connivencia en los primeros asaltos de orgullo de esta gente o una debilidad vergonzosa para contener su soberbia, o una indiferencia criminal acerca de los males que nos minan tiempo ha, y ya hemos comenzado a experimentar en el desorden Civil y Militar de las Clases del Estado, cuya confusión y trastorno es la última consecuencia. Uno de los primeros y principales fines del hombre en sociedad es conservar con buenas leyes el honor adquirido por el nacimiento, por las armas, por las letras o por las costumbres: sostener las clases del Estado: y animar con premios debidos solo al mérito y circunstancia de los ciudadanos. Cualquiera ley que ocasione confusión entre ellos es tirana, y antecedente preciso de su ruina. De esta naturaleza es la creación de Oficiales de Morenos revestidos de las mismas insignias, divisas y adornos de los que verdaderamente lo son, pues a más de despertar sus orgullosas ideas y de fomentarse su vanidad con tales ínfulas, se entibia el amor al servicio de la gente de nacimiento y honra, y se excusan viendo común a personas de la misma clase aquel distinguido hábito que en otro tiempo excitaba el valor y conducía intrépidamente a las empresas más arduas y gloriosas. Ahora (las personas de nacimiento y honra) miran con desagrado y desdén un Sistema Militar que, desconcertando las jerarquías, conduce por una tendencia inevitable al abatimiento de las carreras del honor y de la inmortalidad. Un desorden terrible viene de la equivocada analogía o semejanza del Uniforme, o con la elevación de estos aparentes oficiales que moviéndose siempre en el estrecho círculo de su Clase, no pierden instante ni desprecian pretexto para extenderle, ya comprando prerrogativas para distinguirse, ya robando condecoraciones para igualarse y ya rompiendo sus límites con insolencias, o arrojándose como Camacho a transgredir las leyes Civiles y Militares para provocar un tumulto a vista de tropa armada y de inmenso pueblo. ¿Y qué falta para la completa disolución de la máquina social? Nada, solo un paso.”
La extensa cita no tiene desperdicio, porque su asunto no es solo el altivo capitán Francisco de Paula Camacho. Es una invectiva contra los milicianos pardos y contra los motivos de su elevación, que considera despreciables y peligrosos para el establecimiento, precursores de un fin de mundo, el camino hacia una “completa disolución de la máquina del estado”. ¿No debe meterse en el saco de esos motivos al rey de España, creador de unas absurdas milicias de morenos? El Consejo de Guerra reunido en 5 de julio de 1809 bajo la presidencia del mantuano Nicolás de Castro, sentencia al acusado a reclusión severa en la cárcel de Puerto Rico, en caso de que la decisión cuente con el “Real Agrado”, es decir, con la aprobación del monarca. La mayoría de los miembros del consejo prefiere la condena a la pena capital sugerida por el fiscal, pero son llevados a la benevolencia por el argumento de uno de sus colegas, don Feliciano Palacios. El opulento aristócrata, uno de los personajes con mayor abolengo en la capital y tío de un muchacho llamado Simón Bolívar, quién en breve ofrecerá tema abundante a las tertulias de sus pares, escribe en el expediente una frase lacónica que resume su posición: “Porque la candela del humo no la prendió él, sino persona más alta”. Don Palacios presenta al pardo Camacho como juguete de una fuerza superior que no se atreve a identificar, y que lo ha invitado a subvertir el orden, pero no resulta aventurado suponer ahora cómo está el caballero, entre la ira y la cautela, imaginando a Su Majestad con una antorcha en la mano.
V
Como los hechos suceden mientras el dominio de los borbones españoles es apabullado por la invasión de Napoleón, o zarandeado por sorpresas que pueden ser desagradables debido a los movimientos populares de la península contra los ejércitos franceses y a la creación de juntas de vasallos para salvaguardar los derechos del cautivo Fernando VII, las reacciones de nuestros “padres de familia” deben mirarse con atención. No pretenden una subversión para cambiar el sistema siguiendo las ideas de la Ilustración, mucho menos las proclamas incendiarias de París, pero están ante una oportunidad que pueden aprovechar para atornillar su hegemonía. En 1808, participan en una conjura con el objeto de crear una Junta Gubernativa que se preocupe por la Corona legítima, un cuerpo colegiado con pretensiones de autonomía. El Gobernador y Capitán General Juan de Casas ordena la prisión preventiva de varios de los conjurados, ante la sospecha de que los mueven motivos inconfesables. Entre ellos, la idea de ver cómo, en medio de los episodios sobrevenidos, sujetan con mayor vigor a los pardos y a los canarios que han crecido en comportamientos provocados por su soberbia, de acuerdo con lo que dicen los criollos más estirados en sus cenáculos. Así apuntan numerosos rumores. La captura de un grupo de “padres de familia” hace que uno de los más antiguos y ricos, el Conde de Tovar, escriba al gobernador una carta de importancia para nuestro asunto. Afirma, según el texto recogido por el historiador Briceño Iragorry:
“Con respecto a los pardos […] nosotros somos como sus protectores en todas sus ocurrencias civiles, nosotros les franqueamos muchas veces el sustento, nos hemos creado y crecido junto con ellos. Nosotros llevamos sus hijos al templo de Dios y ellos en recompensa nos tributan todos aquellos servicios que están en la esfera de sus facultades. ¿Podríamos atentar a la destrucción de unos seres que nos acompañan desde la cuna y a quienes miramos como hermanos?”
Es un documento de 1808, que calca la letra de las Constituciones Sinodales de 1687, o que pretende confirmar en la posteridad la validez de sus postulados. Como si hubiera salido de la pluma del obispo Diego de Baños y Sotomayor en el período del poblamiento de la provincia, seguro de sus certezas. Una demostración de fidelidad a las obligaciones impuestas por la madre iglesia y por el rey desde el comienzo de una historia que los convirtió en estamento primacial hasta el fin de los tiempos. Pero, a la vez, una reafirmación de la dependencia de la “multitud promiscual”, que la carta reviste con el hábito de la caridad cristiana y del respeto de las prédicas episcopales. ¿No presenta el Conde a los de su clase como vehículos de santificación, como tutores misericordiosos y como merecedores de la sumisión de los morenos? Si consideramos que dos años más tarde los “padres de familia” se convierten en promotores de la ruptura con el antiguo régimen, una afirmación de esta naturaleza frente a un suceso político de importancia, sucedido en la víspera, no se puede subestimar. Puede conducir a que pensemos que en 1810 los “padres de familia” son presas de la locura, o discípulos de una flamante cátedra, para volverse, por consiguiente, revolucionarios y partidarios de la igualdad de los hombres y fundadores de un gobierno de cuño liberal. O que saldrían airosos, pese a que puedan pensar los lectores que acudimos a una herramienta anacrónica, ante el cuestionario de Andrés Rosler sobre republicanismo citado en páginas anteriores. O que están metiendo gato por liebre.
Sobre lo último no cabrían las dudas, si se recuerda su actuación frente a la intentona revolucionaria de Manuel Gual y José María España, que debe estallar en julio de 1797 por influencia de unos republicanos españoles encerrados en las bóvedas de La Guaira. Pretenden la proclamación de la república, la igualdad de los hombres y la abolición de la esclavitud, pero son descubiertos mientras preparan el movimiento. Habían comprometido una “congregación de hombres blancos y de color” que son perseguidos con saña. ¿Qué hacen entonces los “padres de familia”? Desde el Cabildo expresan al gobierno su colaboración sin reservas, iluminan las calles del centro de la ciudad para celebrar el triunfo de la lealtad, hacen suscripciones de dinero para auxiliar al Gobernador y ordenan la celebración de una misa solemne, “en acción de gracias del beneficio recibido por la intercesión de la Divina Madre en el descubrimiento de la sublevación”. Nada que se salga del libreto representado desde 1687, nada que los saque de su papel de baluartes de los valores clásicos. Las autoridades vienen insistiendo, desde la mitad del siglo, en denuncias sobre la proliferación de literatura “pestífera”; muchos jóvenes de la Universidad Real y Pontificia de Santa Rosa redactan tesis partiendo de las ideas de pensadores modernos de Francia y España, los muchachos más atrevidos se visten al estilo galicano y critican los tiesos modales de sus mayores, pero en las manifestaciones políticas de trascendencia persiste una fidelidad cristalina hacia el establecimiento, o a como ellos quieren que sea.
VI
A partir de 1750, unos viajeros extranjeros que pasan por Caracas y por otras poblaciones advierten el interés de los mantuanos por los libros que ha prohibido la Iglesia y por la necesidad cada vez más acuciante de diferenciarse de los españoles peninsulares, sin que el hecho signifique un divorcio escandaloso, o capaz de crear preocupaciones fundamentadas. Francisco Depons los pilla leyendo a Bayle, a Condillac, a Raynal y a Marmontel, u hojeándolos sin alarma, pero también calcando a Aristóteles y jurando el dogma de la Inmaculada Concepción de María. Dauxion Lavaysse ve que compran bulas de indulgencia para librarse del infierno o para evitar los ayunos de la cuaresma, mientras desembuchan una enfática consigna ante quien los quiera oír: “Somos americanos y no gachupines”. Pero los nobles gritones, agrega el observador, tienen en el sacerdocio, la milicia y la abogacía sus profesiones predilectas, es decir, permanecen aferrados a los oficios de prestigio impuestos por la cultura antigua. Humboldt refiere la abundancia de tertulias de contenido político celebradas entonces por los propietarios de Caracas y de otras ciudades, un tipo de sociabilidad que no advierte en el resto de las urbes del continente, pero no se alarma por las opiniones de los contertulios. Parece evidente que los criollos buscan nuevo sendero para sus prerrogativas, sería aventurado plantear que en los inicios del siglo XIX, con tantas vicisitudes atravesadas, sean los mismos del siglo XVII, pero sus conductas no conducen a pensar que están a punto de convertirse en republicanos incondicionales.
Una enciclopedia de la época compendia la idea que ahora se quiere trasmitir, es decir, la versión en torno a una sensibilidad de los criollos, aclimatada desde la creación de la sociedad colonial, que se mantiene o acomoda sin grandes valladares cuando sus criaturas deben buscar horizontes diversos, cuando no hay otra salida. Juan Antonio Navarrete, hijo de hacendados de Cagua y sobrino de un canónigo de la catedral de Caracas, es un franciscano célebre de la época. Obtiene el doctorado en Teología en la Universidad Primada de las Indias y es profesor de Teología Moral en institutos de Puerto Rico. Figura destacada por su erudición cuando vive en el convento caraqueño de San Francisco, los enredos posteriores de la política hacen que Bolívar lo escoja como parlamentario ante Monteverde. Navarrete ocupa el tiempo en la redacción de un meticuloso volumen, Arca de Letras y Teatro Universal, en el cual quiere dejar constancia de “las cosas más notables de este siglo 18 y 19”. Por el texto sabemos que lee a autores como Leibniz, Spinoza, Malebranche, Voltaire y Rousseau, o que se entera de su existencia, pero los descalifica por su impiedad. Así, por ejemplo, llega a afirmar que Voltaire es “la nueva serpiente infernal de nuestro desgraciado siglo 18”. En cambio, se desborda en alabanzas para la filosofía escotista y no deja de atacar a los discípulos de Santo Tomás, como en los tiempos del auge de la escolástica. También refiere el avance de las ciencias medicas como consecuencia del progreso de los estudios, pero recomienda la cédula de San Antonio contra las lombrices y las preces de Santo Domingo de Guzmán para las calenturas. Se entusiasma con el movimiento de 1810 contra la administración española –“O tempora ¡O Mores! Benedictus Dominus qui dedit nobis libertatem”, proclama en su Arca– pero manifiesta alarma cuando la Junta formada por sus paisanos elimina el tribunal de la Inquisición. Advierte que, aun cuando se haya prohibido la actividad de una instancia dependiente del rey, los venezolanos quedan sujetos a la potestad de la iglesia romana en materia de lecturas. En suma, concuerda con la liquidación de los inquisidores debido a su origen, pero insiste en la permanencia de una cadena de idéntica naturaleza monopolizada por los obispos, “que son por Derecho los legítimos jueces”. Cuando analiza obras parecidas, Gaos habla de la incompatibilidad que muchos autores hispanoamericanos de la segunda mitad del XVIII tratan de superar en forma trabajosa entre cristianismo y ciencia moderna. O, en general, entre tradición y modernidad. De allí la aparición de escritos que, debido al transito estrenado a duras penas del pasado a un presente retador, muestran un peculiar eclecticismo, un cabalgar a horcajadas entre la cultura aprendida y el desafío de concepciones perturbadoras que no pueden ignorar debido a que son oficiantes del trabajo intelectual, y en las que se ubican a medias. Esbozado el esfuerzo de Navarrete, de los hechos venezolanos conviene destacar que solo una fuente de la época se arroja con entusiasmo en las corrientes ilustradas, mientras otras, las pocas que la época produce, permanecen en la mitad del camino. Es el caso del abogado Miguel José Sanz, letrado modesto al servicio de la aristocracia, quien escribe un Informe sobre la educación publica durante la Colonia del cual ha quedado un fragmento anterior a 1808. Afirma en sus páginas que en la provincia solo se enseñan los aspectos exteriores del culto católico y arremete contra los oficios preferidos por los altos estamentos de la sociedad. Critica el apego contumaz a la Gramática de Nebrija, a la filosofía de Aristóteles y a las Institutas de Justiniano, para concluir en la censura de los hábitos de los mantuanos: “Todos quieren ser señores para vivir en la ociosidad, adictos a los horribles vicios del lujo, del juego, del artificio y de la calumnia”. Además, promueve la utilidad de las artes mecánicas mientras se burla de los “oficios vacuos” que gozan de predilección. Antes, en un Discurso de 1790 ante la Real Academia de Derecho Público y Español, hace citas de Montesquieu para proponer una reforma de la legislación. Son contribuciones excepcionales de modernidad en la producción de los venezolanos de fines coloniales, dos agujas en el pajar de la ortodoxia…
©Trópico Absoluto
Elías Pino Iturrieta (Maracaibo, 1944) es licenciado en historia por la Universidad Central de Venezuela y Doctor en historia por el Colegio de México. Profesor titular de la Universidad Católica Andrés Bello y de la Universidad Central de Venezuela. Individuo de la Academia Nacional de la Historia de Venezuela. Es Director del Instituo de Investigaciones Históricas de la Universidad Católica Andrés Bello y Editor Adjunto del diario El Nacional. Ha publicado, entre otros: La mentalidad venezolana de la emancipación (Caracas: Universidad Central de Venezuela, 1971), Las ideas de los primeros venezolanos (Caracas: Fondo Editorial Tropykos, 1987), País archipiélago: Venezuela 1830-1858 (Caracas: Fundación Bigott, 2001), El divino Bolívar: ensayo sobre una religión republicana (Madrid: Catarata, 2003), Nada sino un hombre: los orígenes del personalismo en Venezuela (Caracas: Alfa, 2007).
3 Comentarios
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Magnífico espejo de partida para entender cómo y por qué estamos así. Directo, autocrítico, valiente. Quien quiera entender que entienda. Bravo, Elías/Maestro
Una genealogía de la oclocracia que nos gobierna, escrita por un republicano sincero y autocrítico ¡Bravo, Pino Iturrieta, volviste a tus viejas andanzas intelectuales!
Pensé encontrarme con el «affaire» surgido en el uso del bastón e insignias del Capitán Miranda, padre de Francisco. Pero, aún así, fue muy satisfactorio encontrarme tantas otras referencias sobre la actitud que caracterizaba al estamento social de la época. ¿Cuántas otras manifestaciones de soberbia y superioridad clasista fueron registradas, por entusiasmados representantes mantuanos en favor de la independencia, en episodios de nuestro incipiente republicanismo? Quizás el giro hacia concepciones más justas fueron dándose, paulatinamente, cuando las caídas de nuestras primeras repúblicas merecieron el apoyo de nuestros vecinos caribeños, cuyos gobernantes y sociedades de origen «oscuro» estaban incluidos en la «multitud promiscual».