Caracas, escena constructiva
¿Hasta qué punto puede pretenderse que las obras de artistas latinoamericanos de carácter abstracto-geométrico fueron parte de escenas artísticas auténticamente “constructivas”? ¿Hasta qué punto es legítimo utilizar el término “constructivismo” para calificar el campo de los lenguajes artísticos no-objetivos en América Latina durante el siglo XX? Estas son algunas de las preguntas que Luis Pérez-Oramas (Caracas, 1960) intenta responder en este luminoso ensayo, que se publica aquí por primera vez en español, donde problematiza las luchas al interior del campo de producción artística en el que las abstracciones geométricas y no-objetivas practicadas durante la segunda mitad del siglo XX en América Latina –la escena constructiva de Caracas es un ejemplo de ello– se convirtieron en las formas más visibles de una modernidad artística, en “formas de “vida póstuma” de una cierta modernidad, como sobrevivencias de las soluciones abstracto-geométricas que identificaron a diversos proyectos modernos, como “alter-formas” constructivas sometidas a complejos procesos de transformación selectiva”.
1.
Me encontraba yo en Buenos Aires, a fines de un verano, en compañía de un grupo de viajeros norteamericanos quienes visitaban por primera vez una capital latinoamericana. Me había llevado a ello, accidentalmente, mi trabajo como curador; y mi función allí consistía en aclararle dudas a mis compañeros de viaje, en fungir como “experto” en el imposible campo –por extenso– que es el arte latinoamericano, una ficción que solo existe donde, precisamente, no existe América Latina. Me encontraba yo en Buenos Aires, pues, a fines de un verano, degustando algunos de los mejores vinos franceses que hubiese yo tenido la dicha de saborear en mi vida, agradablemente sentado en la sala imponente de un coleccionista de arte moderno, quien había tenido la gentileza de abrirnos sus puertas. Durante aquellos días, mis compañeros de viaje habían podido admirar, probablemente por primera vez, un considerable número de obras de artistas concretos argentinos, vinculados a los grupos Madí, Arturo y Arte Concreto Invención: Raúl Lozza, Alfredo Hlito, Tomás Maldonado, Gyula Kosice, Carmelo Arden Quinn, Ennio Iommi, Grete Stern, Rhod Rothfuss, Gregorio Vardanega, Lydi Prati, Martin Blaszko, Juan Melé, Virgilio Villalba, etc. La enumeración, como un obstinato, puede suplir en el lector la experiencia de aquellos viajeros, cada vez que se veían responder la pregunta: ¿Quién es el autor? ¿Y la fecha?: 1946, 1945, 1948, 1950, 1949, 1952, etc. Me encontraba yo, pues, distraído, cuando uno de ellos se me acercó con el objeto de manifestarme su perplejidad: ¿Cómo era posible –dijo– que estos artistas, en un lugar tan lejano, no estuviesen “aislados” del mundo? ¿No era América Latina un continente “aislado”? ¿Qué había permitido a estos artistas producir en años tan tempranos obras tan impactantes? ¿Cómo era posible que en Buenos Aires alguien hubiese osado pintar, digamos, “a la manera de Kelly, antes de Kelly”?
Quizás fue esta inadvertida falta de exactitud, en todo sentido, lo que me hizo responder con cierta impaciencia, un argumento simplemente comparativo: la vinculación que pueden tener estos artistas con la tradición constructiva es análoga a la vinculación que tienen los versos de Sor Juana con la poesía del Siglo de Oro, a la vinculación que tienen las fachadas de las iglesias de Cuzco y Quito con las de Praga y Sevilla, a la vinculación que tiene la gran pintura del México virreinal con las obras de Alonso Cano y Zurbarán, a la vinculación que tiene la Gramática de Don Andrés Bello con la obra de Guillermo de Humboldt, a la vinculación que tienen las epístolas de Bolívar con el Sturm und Drang. En realidad, añadí, nunca ha existido “aislamiento” entre las naciones de América Latina y Europa. El problema es otro, muy diverso y vario.
Porque hay, sin duda, más de un problema, que cabe ser declinado tanto desde el punto de vista de la producción artística como desde el punto de vista de su recepción internacional. ¿Hasta qué punto puede pretenderse con propiedad, frente a las obras de artistas latinoamericanos, quienes en diversos momentos y lugares produjeron soluciones de carácter abstracto-geométrico, que ellas fueron parte de escenas artísticas auténticamente “constructivas”? ¿Hasta qué punto es legítimo utilizar el término “constructivismo” para calificar el campo extendido –y necesariamente deformado– que implican los usos y digresiones de los lenguajes artísticos no-objetivos en América Latina durante el siglo XX? Más que de una “misplaced idea of Constructivism”,[1] se trataría de su “displaced” práctica, y por lo tanto no de su “asimilación”, menos aún de su “inversión”: se trataría, como la argumentaremos en estas líneas para el caso de Caracas, Venezuela, entre 1948 y 1976, de su “sobrevivencia”, de su vida póstuma, de su alteración, y por lo tanto también de su deformación, manifiesta a través de un repertorio de “alter-formas” constructivas.
No estamos discutiendo, pues, en estas líneas, la asimilación o la inversión de un supuesto “estilo constructivista” en América Latina (…) Estamos discutiendo (…) un complejo proceso de traslados ideológicos y, sobre todo, la extensión del campo de aplicación de estos lenguajes a otros tópicos…
La noción de “alter-forma” no es más que una variación suplementaria de conceptos tales como “sobrevivencia” o “vida póstuma” (nachleben) propuestos en el campo de la historia del arte por historiadores sensibles a la raíz antropológica de los problemas artísticos y, por lo tanto, críticos del genealogismo y el organicismo que prevalecen y regulan aún la historia del arte concebida como una historia “biográfica” de los estilos.[2] No estamos discutiendo, pues, en estas líneas, la asimilación o la inversión de un supuesto “estilo constructivista” en América Latina –la frase es un oxímoron en la medida en que el constructivismo aparece precisamente como una impulsión anti-estilística. Estamos discutiendo el eventual resultado, sobre la manifestación de lenguajes y formas constructivas, de un complejo proceso de traslados ideológicos y, sobre todo, la extensión del campo de aplicación de estos lenguajes a otros tópicos, a la vez en la topografía histórica –en el mundo físico y geográfico– y en la topología artística –en las obras de arte mismas, concebidas como lugares de acciones y transformaciones significativas. Es a una historia del arte concebida como topología de las formas artísticas a lo que nos referimos, no a una historia del arte concebida como pretexto para reivindicaciones postcoloniales en donde, inadvertidamente, el indefinido concepto de la vanguardia se vería invertido y, por lo tanto, también, prodigiosa y oportunísticamente multiplicado.
2.
La voluntad de modernización, acaso la voluntad moderna en Venezuela, llega a su extremo fallecimiento histórico, simbólica y materialmente, el 6 de enero de 2006. Ese día, en su modesta casa de campesino andino, fue asesinado a golpes, presumiblemente, el más grande escultor popular de Venezuela, Antonio José Fernández.
Esa misma noche los pantanos de las montañas que rodean Caracas se acumularon bajo las estructuras del inmenso viaducto que permite la comunicación vial entre la capital de Venezuela y su frontera marítima, conllevando a su clausura definitiva. El viaducto, como la moderna autopista sembrada de túneles de la que formaba parte, habían sido obras emblemáticas de la voluntad modernizadora que privó en la nación desde fines de los años 40, y cuya ejecución material se identifica generalmente con la dictadura de Marcos Pérez Jimenez: el acmé histórico del desarrollismo venezolano y la cifra simbólica de una voluntad autoritaria de modernización que ha guiado, como una ideología colectiva y de diverso signo, los destinos del país hasta su derrumbe definitivo.
Que las grandes infraestructuras modernas de la nación ostenten un aspecto ruinoso, similar al que ofrecen las obras públicas concebidas por los artistas que este texto estudia –Jesús Soto, Gertrud Goldschmidt (Gego), Alejandro Otero, Carlos Cruz-Diez, Mateo Manaure, Victor Valera, Lya Bermúdez, etc.– no debería extrañar a quien sepa que Venezuela padece un régimen autoritario para cuyo liderazgo estas obras son un símbolo del “antiguo régimen” democrático representativo, estigmatizado por las nuevas autoridades como ejemplo de ignominia burguesa y decadencia de los partidos. Que el más grande escultor popular del país haya sido asesinado a golpes y abandonado muerto en su humilde morada es, sin embargo, una paradoja en un país que se precia de ser, hoy, una república de los pobres y el centro de una nueva forma de cultura popular. Cada uno de estos hechos, cada una de estas contradicciones, cada uno de estos emblemas deben ser integrados en nuestra comprensión de Caracas como escena artística moderna.
Muchos años antes, en junio de 1969, la modernidad artística venezolana había encontrado su límite crítico, algo así como su “conversión” en una forma contemporánea donde se deshacían sus propios presupuestos, cuando Gertrud Goldschmidt (Gego) instaló en la sala 8 del entonces Museo de Bellas Artes la primera versión de su Reticulárea (Ambientación).[3] No se puede argüir que Gego buscara voluntariamente clausurar con su obra un capítulo moderno de las artes venezolanas, particularmente el que encarnaron sus colegas y contemporáneos practicantes de lenguajes no-objetivos. Pero es obvio que la Reticulárea significa, en la intimidad del sitio museal, una conversión de un espacio neutro en un lugar marcado, practicado por decisiones aleatorias que crecen como un organismo sin centro, sin raíz, sin programa, sin destino: un organismo topológico, adherente, imprevisto, ínfimo, frágil, umbrío, accidental. En ese sentido la Reticulárea se opone a cada uno de los axiomas que regularon la voluntad moderna, en su versión constructiva, dentro del arte venezolano: el plan regulador, el programa tecno-racional, la centralidad política y estética, la teleología estructural, la megalografía pública, la voluntad estética de poder (y la voluntad de poder estético), la consistencia estructural, la ilusión óptica, la razón ornamental, la aniquilación de las sombras, la afirmación de trascendencia, la ideología de vanguardias. Esta oposición, que merece una mayor discusión, imposible de desarrollar en estas páginas, contiene una variable accidental y, por lo tanto, involuntaria. Fue posible manejando las mismas claves artísticas e ideológicas de sus contemporáneos modernos –acaso manejando la misma modernidad en clave menor- y seguramente con mayor conciencia técnica que muchos de ellos, con mayor apertura a la intuición que otros, que Gego alcanzó a señalar, desde dentro, el agotamiento de estos lenguajes modernos en las artes plásticas venezolanas. Y lo hace, también, dentro del Museo, convirtiendo ese lugar público y universal en un sitio íntimo, particular, marcado.
Desde la intimidad misma de una voluntad moderna Gego ofrece una versión artesana de la modernidad, produciendo una obra de delicados equilibrios y ostensibles precariedades materiales en la que el habitus factivo del arte constructivo se hace indistinto con el de los creadores populares: es la trama constructiva tejida, como labor manual, con materiales desprovistos de aura, a veces neutros, cuando no simplemente pobres. La obra de Gego no es jerárquica y no lo es hasta el punto de ser, inconfundiblemente moderna y contemporánea, también proporcional a una labor artesana en la que la mano no cesa de dejar su huella, su pequeña sensación.
Habría que comenzar por entender, entonces, que la modernidad cinética y no-objetiva no fue la única en Venezuela, sino tan solo la más visible.
Esto es pertinente para comprender porqué resaltar, al iniciar este ensayo, el derrumbe del viaducto moderno –el derrumbe de la modernidad como viaducto histórico, como fuente de estructuras que conducirían a un destino específico– y el asesinato en la indiferencia general de uno de los más grandes artistas populares de Venezuela. Habría que comenzar por entender, entonces, que la modernidad cinética y no-objetiva no fue la única en Venezuela, sino tan solo la más visible. Y que, entre sus muchas virtudes artísticas y estéticas no se cuenta su capacidad para enraizarse en contextos locales, ni su voluntad para dialogar con las tradiciones populares de arte y artesanía. El aduanero Rousseau tuvo en Venezuela a otros interlocutores y no dejó, hasta hoy, de estar al desabrigo; y esto es quizás otra consecuencia, aun cuando involuntaria, de la primacía en Venezuela de una “escena constructiva”.
3.
El lapso entre 1948 y 1952 posee una importancia capital para comprender la fundación de una escena de arte constructivo en Caracas. 1948 es un año luminoso y trágico en la historia política venezolana: Rómulo Gallegos es electo ese año en las primeras auténticas elecciones libres de la historia venezolana. La enorme figura cívica –civilista- de Gallegos al ocupar la Presidencia de la República el 15 de febrero de 1948 anuncia el inicio del fin de un ciclo histórico de autoritarismos salvajes en la vida del país. El presidente es, por primera vez, el líder político y la cifra humanística de la nación: la encarnación del igualitarismo democrático, el reivindicador de las grandes aspiraciones sociales y el novelista “heráldico” de Venezuela. Por primera vez accede al poder el país letrado, la inteligencia reformadora, no el país iluminado, no el país telúrico. A pesar de ello, o acaso por ello mismo, el 24 de noviembre de 1948 se instala en la jefatura del gobierno, por efecto de un golpe de Estado que clausura violentamente la presidencia de Gallegos, un régimen militar y tiránico de orientación “desarrollista” que conducirá los destinos del país hasta 1958. En 1952, la dictadura osa un llamado a elecciones, que pierde abrumadoramente, con el consabido resultado de imponerse el Coronel Marcos Pérez Jiménez, Ministro de la Defensa, como Presidente inconstitucional de Venezuela, hasta que sea derrocado por una rebelión cívico-militar al final de esa década. Hasta hoy, desafortunadamente, en el imaginario colectivo de los venezolanos, la figura mediocre del dictador acapara la simbolización de los proyectos de modernización infraestructural iniciados por el régimen conservador y democrático de Isaías Medina Angarita, entre 1941 y 1945, y continuados o profundizados por los régimenes socialistas y democráticos de Betancourt y Gallegos entre 1945 y 1948. El hecho de que muchos de estos planes infraestructurales hayan sido materializados durante la dictadura ha contribuido a dos efectos: el desconocimiento de su raigambre política democrática, antes de la dictadura; y el desconocimiento de la inmensa contribución macro e infraestructural de los regímenes legítimos que sucedieron a la dictadura, entre 1957 y 1998.
Pero el lapso 1948-1952 es importante también en el ámbito específico de las artes: en 1948, se inaugura en el recinto del Taller Libre de Arte la primera exposición de arte no- objetivo en Venezuela, en donde además de obras de los artistas venezolanos que constituyen al grupo organizador de la muestra, se presentan obras de algunos artistas argentinos pertenecientes a los movimientos de arte concreto de ese país.[4] En 1948 Carlos Raúl Villanueva, el arquitecto emblemático de la modernización venezolana, concluye el primer proyecto regulador de la Ciudad Universitaria de Caracas, sede de la Universidad Central de Venezuela, cuya construcción, durante los años 50, capitalizará la imaginación de lo moderno para las artes venezolanas y constituirá el primer lugar –acaso el único verdaderamente logrado– para éstas dentro del ciclo histórico de la Venezuela moderna. En 1950 cristaliza en París, con la publicación de la revista que lleva su nombre, el grupo Los Disidentes, primera agrupación de artistas claramente identificada con los lenguajes no-objetivos y opuesta a las tradiciones artísticas locales. En 1952, en fin, Jesús Soto parece lograr, también en París, la consagración internacional que lo llevará a ser el primer artista venezolano moderno en inscribir su obra, plenamente, en la escena seminal de un movimiento artístico europeo e internacional.
La revisión de ese período crítico se hace cada vez más imperiosa para comprender las contradicciones internas que signaron la constitución de una escena constructiva en Caracas, pero también es necesaria para refutar la suma de falacias que la crítica especializada en el arte de América Latina ha venido propagando acerca de la modernidad abstracto geométrica venezolana. Una de estas consiste en amalgamar, sin mayores juicios, la escena de producción de obras abstracto-gemétricas en Venezuela durante los años 50 con la eclosión de un arte cinético durante los años 60, confundiendo así dos períodos históricos claramente distintos y dos tendencias artísticas diferentes. Así se pretende, por ejemplo, deducir una base común, estructural, entre “Torres-García, Madí y Neoconcretismo”, extensible a los “Venezuelan Cinéticos” y al grupo paulista Ruptura.[5] Demasiado, por no decir que es una tarea imposible, costaría demostrar que Torres-García ha sido una figura clave en la constitución de los lenguajes constructivos venezolanos. Salvo un caso marginal, más bien identificado con la práctica de una forma convencional de pintura de caballete, ninguna de las grandes figuras que encarnaron los lenguajes no-objetivos en Venezuela se reconocen en la precedencia de Torres.[6] Las fuentes son otras, y los artistas que aparecieron episódicamente en las muestras del Taller Libre de Arte, se habían distanciado por entonces del gran artista uruguayo.
El retorno al país de Jesús Soto, Alejandro Otero, Pascual Navarro, Carlos Cruz-Diez, Omar Carreño, etc. (…) implica la decisión de inscribir la producción de sus obras en el incipiente mercado del arte nacional y de ofrecer respuesta a la creciente encomienda de obras públicas que terminaría por convertir (…) al arte cinético (…) en la manifestación simbólica más clara del desarrollismo democrático venezolano
La escena constructiva en Venezuela tiene, pues, dos momentos muy claros y distintos: el primero se extiende entre 1948 y 1958, orbitando básicamente alrededor de las grandes obras infraestructurales ejecutadas por la dictadura y específicamente del proyecto de síntesis de las artes en la Ciudad Universitaria de Caracas, de Carlos Raúl Villanueva; el segundo coincide con dos eventos vinculados causalmente: el fin de la dictadura de Pérez Jiménez en 1958 y el retorno “a la patria” de los artistas exilados en París durante los años 50: Jesús Soto, Alejandro Otero, Pascual Navarro, Carlos Cruz-Diez, Omar Carreño, etc. Este retorno no es solo simbólico: implica la decisión de inscribir la producción de sus obras en el incipiente mercado del arte nacional y de ofrecer respuesta a la creciente encomienda de obras públicas que terminaría por convertir, de facto, si no de principio, al arte cinético –inexistente como forma y como denominación durante los años 50 en Venezuela– en la manifestación simbólica más clara del desarrollismo democrático venezolano, entre 1958 y 1976.
La misma ligereza crítica con la que se confunden los períodos históricos, las tendencias dominantes en las artes y los protagonismos artísticos en Venezuela durante los lapsos 48-58 y 58-76, haciendo de la dictadura la edad dorada del optimismo moderno y concibiendo a la democracia civil como un tiempo de decadencia, en un acto de irresponsabilidad política que solo el ejercicio alegre de la vocería curatorial es capaz de cometer, parece atacarse al caso emblemático del proyecto de Villanueva para la Ciudad Universitaria de Caracas, cuando se lo juzga –demasiado rápidamente- como un lugar monopolizado por la estética de la abstracción geométrica.
No hay duda de que tal proyecto es clave –instrumental y causalmente– para la emergencia de una escena constructiva en Caracas. Sin embargo, no es cierto que en ella se destaquen solamente los artistas del geometrismo abstracto venezolano, como tampoco es ajustado asimilarlo a la historia del cinetismo venezolano. Solo hay dos obras estrictamente cinéticas en la Universidad Central de Venezuela, y ambas poseen un carácter accidental: una Estructura cinética de Jesús Soto, fechada en 1957, ofrecida por el artista a Villanueva como un regalo personal, después de concluida la Ciudad Universitaria, y que éste convierte en el objeto de una conferencia y decide instalar en los espacios de la Facultad de Arquitectura. La otra es la propia obra del arquitecto, en la denominada Plaza Cubierta del complejo que abarca el Rectorado, el Aula Magna y la Biblioteca Central, bajo la forma de fascinantes membranas de “brise-soleil” en concreto que protegen del sol escalofriante del Caribe y filtran, accidentalmente, sus rayos proyectando sombras vibrantes sobre el piso, a ciertas horas de la tarde.
Lo demás son obras abstractos geométricas –no cinéticas-, abstracciones líricas o sensibles concebidas por artistas venezolanos e internacionales, pero también murales y esculturas figurativas, cuya importancia ideológica dentro del proyecto ha sido sistemáticamente desconocida. Yo quisiera argumentar que no se puede comprender la escena constructiva de Caracas, e incluso al cinetismo venezolano, sin integrar el contrapunto, la tensión, la contradicción y el rol contextual de estas otras formas expresivas que constituyen, tanto como la abstracción constructiva y cinética, el cuerpo de la modernidad artística en Venezuela.
El proyecto de una “síntesis de las artes” hizo de la Universidad Central de Venezuela un lugar para las artes, acaso el primero, por su ambición y completud en la historia del país. Pero el proyecto de Villanueva para la Universidad Central de Venezuela no fue solo un lugar para las artes, también fue el espacio de un “combate” entre las artes: un espacio en donde coincidieron –a veces condensándose, a veces enfrentándose– todas las tendencias artísticas que pretendieron regir, desde los años 30 y hasta los 70, el destino de nuestra colectiva ideología modernizadora. En ese sentido, cabe señalar que la primera “planta” concebida por Villanueva para la Ciudad Universitaria, en 1944, es aún una planta “elísea”, clásica, beauxartiana, heroica, desarrollándose radialmente desde el eje del Hospital Universitario hasta el Estadio Olímpico.
En 1952 este plan rector ha sido radicalmente modificado por Villanueva: una red de caminerías cubiertas opera una suerte de desconstrucción del modelo clásico, transfigurándolo en un proyecto moderno.
En el proceso de este desenvolvimiento –la modernidad nace allí visiblemente de una ilusión “elísea”– también se oponen y combaten las artes: nativistas y universalistas, por una parte, ocupan los espacios de la Ciudad Universitaria con sus obras. Se organiza este “combate” de las artes en cuatro núcleos de artistas, de suerte que a los nativistas venezolanos se oponen los universalistas venezolanos; a los nativistas internacionales se oponen figuras universales de la vanguardia: Héctor Poleo, Pedro León Castro, Francisco Narváez, Alejandro Colina, Braulio Salazar, Oswaldo Vigas son algunos de los venezolanos que manejan lenguajes líricos o narrativos y tienen a sus “pendants” internacionales en las obras de Baltasar Lobo, Wilfredo Lam, Jacques Lipchitz etc.; Alejandro Otero, Victor Valera, Pascual Navarro, Carlos González Bógen, Mateo Manaure y Alirio Oramas son los venezolanos identificados con la abstracción geométrica y sus “pares” internacionales son Victor Vasarely y Anton Pevsner –acaso los únicos practicantes rigurosos de la abstracción geométrica entre los artistas internacionales presentes en la Ciudad Universitaria–, junto a artistas de diversas tendencias abstractas y líricas como Jean Arp, Alexander Calder, Fernand Léger, etc.
Hace falta todavía un análisis inteligente de la función topológica de estas obras en el espacio de la Ciudad Universitaria, aun cuando es evidente que las obras figurativas y nativistas ocupan espacios más bien íntimos y administrativos, mientras que las obras abstractas y geométricas ocupan espacios públicos y monumentales. La excepción –como un rastro del combate– son las tres esculturas alegóricas de Francisco Narváez –La Ciencia, El Estudio, El Atleta- y el monumento a María Lionza, diosa vernácula, realizado por Alejandro Colina, que tras ocupar un sitio de capital importancia frente al complejo olímpico fue exilada, por aparente decisión del arquitecto, fuera del recinto de la Universidad.
Alguna razón yace en la imagen colectiva de la Universidad Central de Venezuela como un lugar de internacionalización para el arte venezolano y como el crisol de nuestras abstracciones geométricas, aun cuando la presencia de numerosas obras de signo distinto hace pensar que entre la posibilidad de un arte nacional y la continuidad de implantaciones estilísticas foráneas y legitimadoras las trincheras opuestas del nativismo y del universalismo artísticos, más que irreconciliables y excluyentes, se manifiestan en la Ciudad Universitaria como las dos caras de una misma ideología modernizadora que, más de una vez, como un ritornello invencible, habría de desgarrarse en diversas transfiguraciones. Es así que estas dos tendencias adquieren la forma, a inicios de los años sesenta, de dos nuevas fronteras: informalismo político versus abstracción; luego, nueva figuración versus cinetismo. La escena, no obstante, había cambiado, la dictadura había concluido, el proyecto de la Ciudad Universitaria había quedado inconcluso, la infraestructura cívica concebida por los regímenes democratizadores de los años 40 había adquirido la forma de una infraestructura militar, hotelera y alegórica del poder dictatorial ejecutada por el régimen autoritario. Faltaban escuelas, faltaban universidades, faltaban carreteras rurales, faltaban dispensarios y hospitales, faltaban represas, complejos industriales, parques; sobraban cuarteles, puertos y aeropuertos militares, hoteles de lujo, salas de fiesta, mansiones presidenciales.
4.
En 1944 Villanueva había presentado el primer plan regulador de su proyecto de integración de las artes en el sitio de la Universidad en Caracas. Muy lejos, en los Estados Unidos, ese mismo año, Clement Greenberg publicaba en las páginas de una revista literaria marxista el texto fundador del formalismo estético que devendría con los años el pensamiento dominante del arte emblemático de la sociedad capitalista occidental, titulado “Hacia un nuevo Laocoonte». Retomando la clásica distinción de Lessing entre artes del tiempo y artes del espacio, Greenberg proponía, y con él todo el formalismo norteamericano, una tesis favorable a la separación de las artes. El arte moderno, en resumidas cuentas, se caracterizaba, para el crítico norteamericano, por buscar con ahínco la identificación entre las obras y los constituyentes materiales de sus propios medios formales. Las artes visuales, por ejemplo, deberían buscar, para aspirar legítimamente al calificativo de modernas, encarnarse en formas menos narrativas.
La utopía de un lugar común para las artes alcanzó a materializarse en la Ciudad Universitaria de Caracas no sin contradicción: en el imaginario colectivo y en la eficacia arquitectónica del proyecto, las artes que triunfan (…) son artes que no quieren tener lugar, son artes sin lugar, que desean enunciarse como formas universales, autónomas, emancipadas de todo localismo.
La teoría greenbergiana no tuvo nunca resonancia –ni acogida- en Venezuela. El más cercano momento de colisión entre las artes venezolanas y el formalismo greenbergiano tuvo lugar, muchos años más tarde, indirectamente, en Nueva York: allí, en 1974, la primera retrospectiva de Jesús Soto en los Estados Unidos, en el Museo Guggenheim, se saldó por un estridente fracaso, confirmando la intraducibilidad de ambos contextos.
El proyecto de integración de las artes de Villanueva respondía a una poética de integración de las artes, cuya fuentes pueden referirse a la retórica artística que había regido en Occidente desde los tiempos del humanismo. Su fundamento teórico reside en la teoría del Ut Pictura Poesis, aquella pretensión humanista de concebir a las distintas artes como una sumatoria de “discursos” equiparables los unos a los otros. Esta ideología humanística de equivalencia de las artes, cuyos principios fueron minados por Lessing en su tratado sobre Laoconte o de los respectivos límites de la poesía y de la pintura, subyace aún en los proyectos de totalidad artística de la primera mitad del siglo XX, y se manifiesta claramente en el proyecto de Villanueva, marcando así el origen de la escena constructiva venezolana. La utopía de un lugar común para las artes alcanzó a materializarse en la Ciudad Universitaria de Caracas no sin contradicción: en el imaginario colectivo y en la eficacia arquitectónica del proyecto, las artes que triunfan –las modalidades de internacionalismo abstracto y antivernáculo– son artes que no quieren tener lugar, son artes sin lugar, que desean enunciarse como formas universales, autónomas, emancipadas de todo localismo.
Esta contradicción marcará el devenir de la escena constructiva venezolana. Superadas las primeras crisis políticas que amenazaron a la naciente democracia, Venezuela se embarca en un proyecto de transformación infraestructural marcado por tres frentes: estabilidad política, alfabetización masiva y consolidación de un capitalismo ampliamente subsidiado por el Estado. La idea central de este proyecto desarrollista, que en buena medida es parte de un proyecto que había comenzado a tomar cuerpo en 1935, tras la muerte de Juan Vicente Gómez, puede resumirse en pocas palabras: la nación había sobrevivido difícilmente a la miseria de su historia, pero también había sido bendecida por una sobreabundancia de donaciones naturales, en forma de recursos explotables. Para superar la miseria secular que la alienaba de su tiempo, para emanciparse de la violencia y de la pobreza atávicas que la habían caracterizado durante 150 años, debía poner todo su esfuerzo en convertir esos recursos naturales en energías materiales, en fuente de divisas, en riqueza. Una teología natural de la donación –la diosa naturaleza– debía traducirse en una teleología de la promesa desarrollista, gracias a ingentes inversiones infraestructurales.
Este funcionalismo político –que desestimó la fuerza de los relatos míticos y el poder de la representación en los espacios públicos, reduciéndose a producir desnudas estructuras funcionales– encontró una estética involuntariamente proporcional en la obra de los artistas cinéticos: monumental, eficaz, ilusionante, las obras cinéticas estaban fundamentadas en la donación de ciertos constituyentes gestálticos elementales –líneas, planos, puntos, colores– que podían ser estructurados de suerte que su activación óptica produjera fascinantes ilusiones visuales, promesas ópticas. El país, alcanzada la estabilidad burguesa que trajo el fracaso de la guerrilla y el boom petrolero, a principios de los años 70, se llenó de obras maravillosas y monumentales, abstractas, cinéticas o paralácticas, realizadas por Jesús Soto, Carlos Cruz-Diez, Narciso Debourg, Alejandro Otero, Mateo Manaure, Nedo, Francisco Salazar, Gert Leufert, Gego, Omar Carreño, Luis Chacón, Harry Abend, Carlos González Bogen, Juvenal Ravelo, Victor Valera, Oswaldo Subero, etc.
Hoy cabe afirmar que esta constelación constituyó un capítulo completamente distinto de la escena artística de los años 50, cuando prevaleció, junto a una discreta presencia de la abstracción geométrica, básicamente reducida al proyecto universitario de Villanueva, el arte oficial del régimen dictatorial bajo la forma de un muralismo nativista, a veces indigenista, frecuentemente heroico y siempre hagiográficamente bolivariano.
Pero hoy cabe afirmar también, que lo sucedido en Venezuela entre 1959 y 1976, al menos en términos de arte público, constituyó otra forma de muralismo: un muralismo sin relatos, en el que el único rastro de narratividad se reduce a su propio dinamismo óptico, el cual se percibe como un proceso de transfiguración óptica y se “lee” a la manera de una “escritura” abstracta, en multitud de configuraciones murales, en innumerables frisos que marcaron los espacios públicos de la ciudad y del país como hitos de un optimismo humanista y promisorio, hoy en su mayoría reducidos al estado inexorable de las ruinas.
Plaza Andrés Bello, Caracas. 1982. Fotos: Atelier Carlos Cruz-Diez Paris.
5.
“Bien que haya tenido yo la ventaja, que conmigo han compartido pocos españoles, de visitar sucesivamente a Caracas, La Habana, Santafé de Bogotá, Quito, Lima y México, y de que en estas seis capitales de la América española mi situación me relacionara con personas de todas las jerarquías, no por eso me permitiré juzgar sobre los diferentes grados de civilización a que la sociedad se ha elevado ya en cada colonia. Más fácil es indicar los diversos matices de la cultura nacional y el intento hacia el cual se dirige de preferencia el desarrollo intelectual, que comparar y clasificar lo que no puede ser comprendido desde un sólo punto de vista. Me ha parecido que hay una marcada tendencia al estudio profundo de las ciencias en México y en Santafé de Bogotá; mayor gusto por las letras y cuanto pueda lisonjear una imaginación ardiente y móvil en Quito y en Lima; más luces sobre las relaciones políticas de las naciones, miras más extensas sobre el estado de las colonias y de las metrópolis, en La Habana y en Caracas. Las múltiples comunicaciones con la Europa comercial y el mar de las Antillas que arriba hemos descrito como un Mediterráneo de muchas bocas, han influido poderosamente en el progreso de la sociedad en la isla de Cuba y en las hermosas provincias de Venezuela. Además, en ninguna parte de la América española ha tomado la civilización una fisonomía más europea.”[7]
Así se expresaba Alejandro de Humboldt apenas llegado a Caracas, en enero de 1800. Las observaciones del sabio alemán pueden servir, aún hoy, para comprender el ánimo novedoso, el gusto por lo reciente, la ambición contemporánea, el ardiente deseo de estar a tono con el tiempo del mundo transoceánico que han marcado, como ritornello, algunas de las obsesiones y voluntades colectivas de la sociedad venezolana. Acaso no hay aún distancia suficiente para juzgar el sentido de lo que fue, dentro del repertorio de las artes modernas y de las tendencias modernizadoras en Venezuela y en el continente americano, la escena constructiva de las artes que tuvo –y aún tiene- lugar en Caracas. Quizás estan nuestros juicios e instrumentos cognitivos demasiado hipotecados por una historia del arte eurocéntrica que se debate, como un péndulo maníaco, entre dos opciones: la afirmación de una diferencia radical, vernácula, intraducible; la pretensión de una legitimidad europea, vanguardista, teórica, así sea a través del atajo heterotópico que Michel Foucault asociaba, en su célebre y mal citada conferencia, al traspatio para el juego de los niños, a la cama de los padres en cuyo inmenso océano de sábanas la virginidad de los adolescentes se pierde, al cementerio, los asilos, las prisiones.
Más bien cabría pensar en la escena constructiva caraqueña como una iteración de la inconmensurable antropología del traslado que ha regido, desde que Europa proyectara su utopía sobre América, los destinos de la cultura americana. En realidad no hace falta, porque el imaginario europeo nos haya otorgado el rol discutible de un traspatio para sus propias represiones o de una cama parental para una erótica de sus propias frustraciones colectivas, que nosotros nos acostemos en ellos. Es así que, a menudo, la historiografía del arte latinoamericano se asocia con el historicismo artístico europeizante en dos operaciones aparentemente opuestas: afirmar una especificidad triunfante de lo latinoamericano donde se emancipan todas las frustraciones europeas –nuestro arte conceptual sería mejor y anterior al de “ellos”; nuestro constructivismo equivalente; y todos nuestros artistas habrían sido genios vanguardistas que hicieron, junto a sus obras, ingente labor de tratadistas y teóricos– o negar toda posibilidad de comprender nuestras artes modernas como manifestaciones legítimas de la modernidad –no se podría, entonces, hablar de “constructivismo” en América Latina, sino tan solo de un insulso decorativismo formalista, ajeno a toda impulsión utópica, según algunos profesores europeos.[8]
Divagando sobre un fragmento de Darwin, Aby Warburg subrayó el valor antitético de algunas representaciones gestuales del Renacimiento con relación a sus modelos clásicos. El David de Andrea del Castagno, levantando su mano en signo de alegre heroísmo juvenil, reproduce con exactitud el gesto de horror pánico de un Pedagogo helenístico. Warburg señaló, entonces, a imagen de este ejemplo, todo un repertorio de inversiones de sentido a través del cual los mismos gestos, las mismas formas clásicas adquirían significaciones antitéticas en el Renacimiento.[9] Quizás los “profesores europeos” que deniegan el estatuto constructivo de las escenas artísticas latinoamericanas durante la segunda mitad del siglo XX no se atreverían, sin embargo, a poner en duda el clacisismo de las obras del Renacimiento, a pesar de representar estas significaciones antitéticas con relación a sus modelos históricos.
Las abstracciones geométricas y no-objetivas practicadas durante la segunda mitad del siglo XX en algunos lugares de América Latina –la escena constructiva de Caracas es un ejemplo de ello– deberían ser consideradas, pues, como formas de “vida póstuma” de la Modernidad, como sobrevivencias de las soluciones abstracto-geométricas que identificaron a diversos proyectos modernos
«Cabría pensar en un “constructivismo” antitético y hasta en una modernidad “antitética” latinoamericana, si no existiera también un abuso crítico de los modelos invertidos. Yo he propuesto la idea de comprender algunas de nuestras escenas modernas como modernidades deformadas, es decir, entendiendo cómo la aplicación y el traslado de modalidades modernas responde a complejos procesos, no todos ellos plenamente voluntarios ni conscientes, a través de los cuales formas análogas a soluciones canónicas de la modernidad europea adquirieron significados distintos, se vieron sometidas a transformaciones programáticas o accidentales hasta el punto de perder similitud con sus análogos modernos o fueron objeto de un trabajo de desemejanza al ser concebidas como formas transicionales, esto es, como estructuras vinculantes entre el campo del arte y el espacio de la vida ordinaria».[10]
Según esto, el acceso a la Modernidad planteado como una figura de deseo emancipador y como una fuente reguladora de producciones simbólicas tuvo en algunos países de América Latina la misma función antropológica que el re-acceso a la Antigüedad clásica en algunas sociedades de la cuenca mediterránea europea, a inicios del Renacimiento. La “escena constructiva”, donde quiera que haya tenido lugar en la América hispano-lusitana, es, pues, la deformación de una escena constructiva canónica de la misma manera que las figuras clásicas de Botticelli y Ghirlandaio fueron deformación de las formas antiguas. En ese sentido, la especificidad antropológica en ambos casos –Renacimientos clásicos y Sobrevivencias modernas– residió en el hecho, por lo demás palpable, de que acceder a la Modernidad en el territorio extendido de su sobrevivencia simbólica era una empresa tan imposible como acceder a los verdaderos contenidos de las formas antiguas para los artistas del Quattrocento. Y que, en ambos casos, como lo comprendió lúcidamente Aby Warburg, la producción simbólica, la obra de arte, funcionó como sucedáneo –ficticio, ilusionante– de ese acceso, de esta utopía. En otras palabras, así como revivir la Antigüedad fue imposible cada vez que Europa se proyectó en esa utopía retrospectiva –pero sí fueron posibles las “formas a la antigua”– así mismo fue imposible la Modernidad –esa utopía proyectiva, dondequiera que haya sido– pero fueron y aún son posibles las formas modernas.
Las abstracciones geométricas y no-objetivas practicadas durante la segunda mitad del siglo XX en algunos lugares de América Latina –la escena constructiva de Caracas es un ejemplo de ello– deberían ser consideradas, pues, como formas de “vida póstuma” de la Modernidad, como sobrevivencias de las soluciones abstracto-geométricas que identificaron a diversos proyectos modernos, como “alter-formas” constructivas sometidas a complejos procesos de transformación selectiva –a veces no programática y hasta involuntariamente– hasta el punto de analogarlas a un “desvío”, a una “deformación”, gracias a los cuales se hacen funcionales, eficaces, en sus respectivas realidades contextuales, en sus espacios de traslado.
En los primeros años 70, Caracas fue magníficamente poblada de murales cinéticos, de esculturas penetrables y sonoras, de refulgentes pirámides de aluminio que orbitaban al viento optimista de los trópicos; los autobuses portaban fisicromías y colores aditivos, así como los paseos peatonales, las aceras, las estructuras de contención. Los silos del puerto de La Guaira eran máquinas de color, como el muro que separaba los depósitos del puerto del territorio nacional: la frontera del país, simbólicamente, era una fisicromía de Cruz-Diez; los cubos virtuales de Mateo Manaure señalaban las paradas del transporte colectivo y las Cuerdas de Gego proyectaban su misteriosa sombra anudada sobre la estructura de concreto armado, a función habitacional, más ambiciosa del planeta para aquella época, las inmensas torres del Parque Central de Caracas.
Por entonces, otra generación de artistas, que padecería hasta hoy el peso ocultante del pensamiento poderoso de los maestros constructivos sobre su fortuna crítica, llevaba a cabo su inscripción seminal en la escena constructiva, anunciando su agotamiento: Claudio Perna y Eugenio Espinoza llevaban los Impenetrables de este último –lienzos inmensos sobre los cuales figuraba una retícula negra, que el artista extendía sobre un bastidor paralelo al piso de las salas de exposición para impedir el acceso del público- al desierto de Coro y envolvían con ellos el cuerpo desnudo de un jóven en fotografías que significaban la reinscripción del organismo humano en la desértica matriz constructiva; Héctor Fuenmayor cubría todos los espacios de la Sala Mendoza de color amarillo en alusión sarcástica, monocroma, obstinada al cromatismo óptico; Roberto Obregón disecaba sus pétalos de rosa en rítmicos e íntimos ensamblajes asociados al primer ícono serial del arte venezolano, la montaña del Avila; Antonieta Sosa se filmaría escalando un enorme andamio, una retícula metálica monumental, con la lentitud de las perezas. Todos ellos se reconocían en la imagen de lo que Gego hacía por aquellos años: Bichos, Chorros, estructuras abstractas pero orgánicas, Dibujos sin papel en los que la materia precaria del desecho encontraba un inesperado destino simbólico.
Foto: John Simon Guggenheim Memorial Foundation
Entre 1976 y 1983, año de la primera crisis cambiaria que afectó el destino entero de la ilusión venezolana y anunció el final de la utopía desarrollista, otras obras monumentales y constructivas surgieron en los espacios públicos de las ciudades venezolanas: Reticuláreas monumentales de Gego en las estaciones del Metro de Caracas, alas de hierro de Lya Bermúdez, relieves de Harry Abend cubriendo la cúpula del inmenso Teatro Teresa Carreño, esferas y cubos virtuales de Soto en cada parque, encofrados de Max Pedemonte, jardines cromáticos, Abras Solares de Alejandro Otero como espejos de aluminio.
Cuando Gego concluyó el último re-montaje de su Reticulárea ambiental, esa capilla de cámara en cuyos nudos puede leerse la alegoría involuntaria del constructivismo venezolano reducido a impensables e irregulados “impasses”, Carlos Cruz-Diez concluía la enorme Sala de Turbinas de la represa de Guri, en la región de Guayana, al sureste del país –esa Capilla Sixtina del constructivismo venezolano, donde la producción material de energía se convierte en el soporte mismo de las ilusiones ópticas. La obra pública culminante del cinetismo venezolano, en la región donde Soto había nacido, donde había visto de niño sobre el lomo de un burro la vibración enceguecedora de la luz en el aire que lo llevaría a concebir sus Penetrables muchos años después, coincide, cronológicamente, con la culminación de la obra que cierra su ciclo histórico, la Reticulárea ambiental de Gego.
No se puede ver el paisaje desde el interior de la Reticulárea. Tampoco se puede ver el paisaje en el interior de la Sala de Máquinas de Guri, hundida bajo el nivel de las negras aguas del Caroní. En rigor, tampoco se veía el paisaje desde el interior de los Penetrables, donde desaparece, como nuestro propio cuerpo, en la opacidad de una lluvia de plástico. Ambos, cuerpo y paisaje, están inscritos como figuras de ausencia, como enormes presencias negativas, como nichos enigmáticos en la historia y en la poética del constructivismo venezolano. Ambos eran – y son– la clave de la utopía integradora de Villanueva en la ciudad universitaria de Caracas: lo único que no ha sido representado allí porque todo ha sido hecho para ellos, para su movimiento, para su contemplación, para su desmaterialización.
Algunas semanas antes del 6 de enero de 2006, cuando el cuerpo maltrecho del más grande artista popular de Venezuela expira abandonado a los golpes de sus asesinos, cuando el símbolo del viaducto moderno, de la modernidad como viaducto se clausura para siempre dejando aislada psicológicamente a la capital de Venezuela, el alcalde revolucionario de la ciudad de La Guaira ordenó, sin consulta alguna, la demolición del Muro Cromático de Carlos Cruz-Diez.
Las imágenes de los obreros, vestidos de rojo, demoliendo con sus mazos la obra cinética que servía de membrana simbólica entre el mundo y Venezuela amaneció en todas las primeras páginas de los periódicos. La idea de un cuerpo que se mueve frente a una obra sin cuerpo, la idea de un paisaje cuya desconstrucción cromática y gestáltica se produce en obras sin paisaje daba lugar, con la violencia de la historia y la incertidumbre del error, a una escena desoladora en la que apenas se leen los rastros del cuerpo como lenguajes sin sentido, en el paisaje las ruinas de una fallida modernidad constructiva que espera, en un país ya desprovisto de utopía y aferrado al mito de sus donaciones naturales, alguna próxima, improbable “vida póstuma”.
©Trópico Absoluto
Notas:
[1] Cf. Mari Carmen Ramirez, Vital Structures. The Constructive Nexus in South America, Inverted Utopias: Avant Garde Art in Latin America, New Haven: Yale Univerity Press, 2005, 191.
[2] Para la noción de “vida póstuma” de las formas artísticas Vdr. Aby Warburg: The Renewal of Pagan Antiquity: Contributions to the Cultural History of the European Renaissance, The Getty Research Institute for the History of Art and Humanities, Los Angeles, 1999 and Ernst H. Gombrich: Aby Warburg: An Intellectual Biography (Chicago: University of Chicago Press, 1986).
[3] Para una revisión del proceso de concepción e instalación de la Reticulárea ambiental ver el esclarecedor ensayo de Mónica Amor: Another Geometry: Gego’s Reticulárea, 1969-1982, in October, Summer 2005, pp.101-125.
[4] Entre estos cabe mencionar a Juan Melé, Lidy Prati, José Mimó Mena, Jorge de Souza, Alfredo Hlito, así como a figuras más consagradas como Juan del Prete. Vdr. Arte Constructivo Venezolano 1945-1965, Galería de Arte Nacional, Caracas, 1979, p. 9.
[5] Cf. Ramirez, Op. Cit, p. 192.
[6] Me refiero a la obra del artista Manuel Quintana Castillo, alejado de la constelación abstracto-geométrica y más bien un caso aislado en el arte venezolano de la segunda mitad del siglo XX.
[7] Cf. Alejandro de Humboldt: Viaje a las Regiones Equinocciales del Nuevo Continente, II, Caracas: Monte Avila Editores, 1991, p. 330.
[8] Argumento expuesto en público por el Prof. Eduardo Subirats en el Panel Discussion organizado en la Americas Society con motivo de la muestra de arte venezolano contemporáneo en la Colección del Banco Mercantil, Jump Cuts, 19 de Abril de 2006.
[9] Vdr. Kurt W. Foster, Introduction, in Aby Warburg, Op Cit, p. 38.
[10] Vdr. Luis Pérez-Oramas: Is there a Modernity of the South?, Omnibus/Documenta X, Octubre 1997: 14-16; ¿Es concebible una modernidad involuntaria?, texto leído en el marco de la Maestría en Crítica y Práctica de los Sistemas de Representación Visual Contemporáneos, Instituto Universitario de Estudios Superiores en Artes Plásticas Armando Reverón, Caracas, 2000, inédito; Gego, retículas residuales y modernidad involuntaria: la sombra, los rastros y el sitio in Questioning the Line; Gego in Context, International Center for the Arts of the Americas, The Museum of Fine Arts, Houston ; Parangolé/Botticelli. Helio Oiticica, Geometric Abstraction and the notion of Transitional Form after Aby Warburg, paper read at the Beyond Geometry International Roundtable, November 30th 2004, Miami Art Museum, Miami, inédito.
Luis Pérez-Oramas (Caracas, 1960), ensayista y poeta, crítico de arte y doctor en historia del arte por la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (París, 1994), director curatorial de la Trigésima Bienal Internacional de Arte de Sao Paulo (2012), Curador de Arte Latinoamericano en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (2003-2017). Pérez-Oramas ha publicado siete libros de poesía (el más reciente: La dulce astilla. Pre-textos, 2015) y cinco de ensayos (el más reciente, Olvidar la Muerte. Pensamiento del toreo desde América. Pretextos, 2016), así como numerosos ensayos y artículos en revistas y catálogos expositivos.
Este texto fue publicado originalmente en inglés en el libro de Gabriel Pérez-Barreiro (ed.) The Geometry of Hope: Latin American Abstract Art from the Patricia Phelps de Cisneros Collection (Austin: Blanton Museum of Art, University of Texas at Austin, 2007) editado en ocasión de la exposición del mismo nombre que tuvo lugar entre el 20 de febrero y el 22 de abril de 2007 en el Blanton Museum of Art (Austin, Texas), y del 12 de septiembre al 8 de diciembre del mismo año en Grey Art Gallery, New York University, New York.
2 Comentarios
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Grande Luis.Un saludo desde Roma.
Demuestra un conocimiento íntimo de la venezolanidad y de lo que ella hizo posible para conformar y reinterpretar las abstracciones geométricas y no-objetivas dentro de la cultura del siglo XX venezolano, despieza en dos periodos algo que la mayoría confunde con mucha facilidad como el monotema venezolano del arte moderno.