Palabras para celebrar el medio siglo de la Universidad Simón Bolívar
Aun en medio de las peores circunstancias para la gestión académica, administrativa y financiera de su historia, las universidades venezolanas continúan demostrando su importancia y valía para la sociedad y el país todo. Técnicamente quebradas, con sus profesores y trabajadores prácticamente sin salario y seguridad social alguna, allí se sigue enseñando, se investiga incluso, como una prueba de nobleza y entrega incondicional al país que, en el futuro, cuando hagamos un balance de estos años oscuros que tarde o temprano habrán de terminar, deberá ser justamente reconocida. En Trópico Absoluto nos hacemos eco de este espíritu de vocación y lucha inagotable contra la ignorancia y el vasallaje, y en homenaje a la Universidad Simón Bolívar –y por extensión, a toda la comunidad universitaria venezolana– reproducimos aquí el texto que Cristian Álvarez (Maracaibo, 1959), en representación de los profesores, leyó el pasado 20 de enero con motivo de los actos del 50° aniversario del inicio de las actividades académicas en esa casa del saber.
El alcanzar la cifra exacta y redonda de cincuenta años, que en la vida humana se asocia generalmente a un hito del estadio de madurez, al momento de evaluar y reconsiderar lo vivido y seguir adelante en un porvenir que se sabe finito, no ofrece una equivalencia comparable para la misma cantidad de tiempo cuando se piensa en una institución universitaria vista en su singularidad. Y esto responde a la misma definición originaria de la universidad, la cual apunta decididamente a un sentido de lo perdurable que atañe a generaciones de estudiantes y profesores, es decir, a una historia más comprehensiva. En nuestra personal experiencia con el lenguaje —aun con el humor que extiende las sílabas en conversaciones habituales— decir años cuando hablamos del acontecer cercano a nuestra existencia tal vez pareciera asumirse en una mayor y significativa longitud temporal; pero ello no es siempre así, o no parece percibirse de inmediato y en forma consciente, cuando pensamos en un ámbito mayor, al considerar las creaciones y los logros de la cultura que buscamos integrar a la historia. Así, el término que reúne los tres dígitos, es decir, siglo, quizás nos lleve subjetivamente a ver estas concreciones de la elevación del hombre de un modo diferente, como si se configurara un imborrable capítulo del libro que aspiramos a conservar en la memoria histórica, esencial para la construcción del presente. Con la intensidad y la significación de las variantes y relaciones en la temporalidad, con esta visión un tanto lúdica sobre nuestra vivencia de las palabras, me gustaría pensar entonces en siglos y acaso también en instantes.
Celebramos de esta forma el primer medio siglo de la Universidad Simón Bolívar con la asunción de una conciencia que traza las líneas que la enlazan con una indisoluble tradición y a la vez con el acto de arrojar un cabo hacia un velocísimo futuro que ya nos alcanzó con su rostro enigmático y demasiado móvil, con sus exigencias quizás ininteligibles en un primer vistazo, pero que exigen nuestra atención dispuesta si queremos en efecto continuar fielmente en la tarea de formación. Creo que esto último no puede verse como algo retórico y trivial, porque si bien la mente puede disponer de conocimientos y acudir a memorias útiles y a la imaginación para entender, las ciegas y tercas fuerzas del ego tienden a obliterar aquellas dos líneas fundamentales y en consecuencia elaborar limitadas explicaciones narcisistas que son apenas convenientes para aliviar, solo en apariencia, pesadumbres e inquietudes. ¿Alguno podrá asegurar que no ha caído en esta tentación?
Antes mencioné que la fecha de celebración puede mostrar la impresión de un buen recorrido, claro, pero también de una engañosa brevedad si vemos a la universidad en singular, y esto se confirma en los rastros que se muestran en la historia del país. Tan solo ayer, glosando un poco a Fray Luis de León cuando se reincorporó a su cátedra en la Universidad de Salamanca luego de varios años de estar preso por la Inquisición, repito, ayer, hace casi exactamente un cuarto de siglo, José Ignacio Cabrujas con su ingenio afirmaba que la cultura en Venezuela es la del “campamento”. Y con esa aguda y acertada imagen sintetizaba la visión de una nación en la que cada iniciativa, acción y construcción, sea material, legal, institucional y aun vinculada con la conservación y transmisión de la cultura, ya portaba en algún gen, acaso oculto y reacio a la siembra, la tendencia a un carácter de provisionalidad, de un destino con inminente finitud y quizás esterilidad, en definitiva, de la eventual desaparición en el tiempo. Aquella conferencia crítica sobre la nada laudable “viveza criolla” todavía retrata una preocupante realidad de nuestra idiosincrasia y de nuestro ser como pueblo que valdría la pena analizar y discutir en otro espacio.
…para cada intento de construcción, de cultura, esto es, de cultivo y cuidado dirigidos a una duración en el tiempo, al establecimiento de una institucionalidad que permita ampliar las bases para una comunidad más integral y que se diseña para ser un legado, surge una respuesta que escoge borrar aquella iniciativa y todo lo anterior, hacer tabula rasa, e instalar y estrenar el campamento de un nuevo Adán que en su génesis particular aspira, una vez más, a comenzar o improvisar el mundo desde cero.
Pero quisiera insistir sobre esta imagen-idea que describe a una Venezuela en constante opción por la inmediatez e instantaneidad en función de un beneficio tangible, independientemente de los motivos que provocan las acciones. Como lo apunta Cabrujas, ello no es una característica reciente sino que tiene sus raíces en nuestra accidentada historia republicana, no obstante los ensayos reiterados de otra Venezuela que elige mantener la fe en la posibilidad de erigir un país. De esta forma, para cada intento de construcción, de cultura, esto es, de cultivo y cuidado dirigidos a una duración en el tiempo, al establecimiento de una institucionalidad que permita ampliar las bases para una comunidad más integral y que se diseña para ser un legado, surge una respuesta que escoge borrar aquella iniciativa y todo lo anterior, hacer tabula rasa, e instalar y estrenar el campamento de un nuevo Adán que en su génesis particular aspira, una vez más, a comenzar o improvisar el mundo desde cero. En una escogencia por un como instinto de supervivencia hipertrofiado y obsesivo que solo atiende al exclusivo interés material y su circunstancia, en aquella respuesta adversa al construir, se deja de lado toda consideración auténtica por la convivencia y lo comunitario y se sigue tras lo que podríamos llamar una vocación de barbarie. ¿Estoy exagerando? Negar la existencia de este hecho que es inmanente a todo cuerpo social en el que se exacerban las libidos de poseer y dominar implica no conocer las experiencias de la historia e incluso de nuestro presente más cercano. Significa además, en un contexto continuamente amenazante, estar consciente de cuán frágiles y siempre inacabadas son las construcciones que se levantan con la opción de convivencia, elevación, y permanencia, es decir, con la vocación de cultura, y de ahí la imperiosa necesidad —y de exigencia para nosotros— de no solo asegurar las bases y los fundamentos de esta, sino a la vez vigilarlas para su preservación. Pero volviendo a esa fuerte imagen del campamento, ¿no es este el temporal habitáculo afín a la extracción minera y al establecimiento momentáneo de fuerzas militares para su acción de batalla? ¿No se obtienen como resultado de su ocupación, de sus operaciones y de su razia la tierra arrasada y sin vestigios de lo anterior, de la “capa” precedente? Su disposición tan externa se concentra en el explotar mientras el medio lo permita y no en el arraigar; no hay posibilidad de fecundidad y cultivo, menos aún de cosecha, es negación de la cultura. ¿Habrá que insistir o decir algo más sobre las imágenes de destrucción que ahora son tan frecuentes en lo material y en lo espiritual? Mas, como además apuntaba, las palabras tienen su fuerza y efecto, y extender la misma visión de campamento —su concepto y sus métodos— a otros campos acarrea la adulteración de estos, pervierte y falsea su objetivo inicial y sentido. Cuando en una intención de administración se habla de “misión” al modo militar para ejecutar acciones perentorias, e inmediatamente se pretende fijarlas en el tiempo como en una supuesta permanencia institucional, aquellas se convierten en una contradicción con efectos nocivos. No ahondaré sobre ello, solo aludiré a Baudelaire, quien admiraba la figura del guerrero por su espíritu vinculado al sacrificio, pero no así el lenguaje de lo militar. En Mi corazón al desnudo el poeta señalaba que “esas costumbres de metáforas militares denotan espíritus no militantes, sino hechos para la disciplina, es decir, para el conformismo, espíritus nacidos domesticados”. Inmediatismo, conformismo, reducción de la voluntad y domesticación: ¿Puede comprenderse entonces cómo la opción por la temporalidad del campamento —o sus facetas análogas, con sus correspondientes secuelas en ideas y doctrinas— es también una anulación del espíritu de libertad?
Si bien lo que he expuesto traza los rasgos generales de un país que no nos gusta por empeñarse en seguir expresa y paradójicamente hacia el abatimiento y la deriva, ya tengo que afirmar que existe otra Venezuela que, a pesar de la corriente de la inercia, de los atentados y obstáculos maliciosos, prefiere pensar y vivir la vocación de cultura, pues ve con íntima convicción que esta es la que efectivamente lleva con pasos firmes a la formación y elevación del ser más verdadero. Ella muestra la imagen de la genuina condición venezolana y cómo puede aún ser mejor; no está su retrato en la corrompida «travesura» instantánea y el aprovechamiento del «vivo», ni en la consigna repetida que recoge un resentimiento como motor de acción, pues corrupción e intoxicación moral distorsionan, trastocan y disuelven el ser. En este sentido, estar fielmente en ese camino de la vocación de cultura, creer en él y en sus posibilidades va configurando, con el recorrer y la memoria atenta a sus rutas, un espacio que es habitado por la conciencia y cuya esperanza aspira a la concreción. Y, sin lugar a dudas, la universidad es una manifestación ejemplar de esta convicción. Por ello nos resulta indispensable ver que el medio siglo de la USB, como obra de la voluntad de cultura, no constituye en sí mismo un lapso aislado sino que es también la continuidad indetenible en la historia y cuyo origen se remonta a la universidad medieval y se extiende hasta nuestros días en su preocupación legítima por la permanente y libre búsqueda de la verdad y —para completar con el inicio de la Ley de Universidades y nuestro primer principio rector— «el cultivo de los valores trascendentales del hombre».
Con estas líneas que tocan nuestras fibras anímicas por el bien intrínseco que significa la institución universitaria, creo que es necesario recordar ahora la expresión con la que Rafael Caldera, para entonces presidente de Venezuela, dio comienzo a la lección inaugural de nuestra universidad hace medio siglo: “Es muy emocionante poner a andar una universidad”. La frase es exacta y para nada gratuita, porque en su síntesis sencilla sobre ese gesto memorable de activación fundante, alude a la inserción en la rica historia del movimiento y el hacer universitarios, de su mirada al futuro para explorar, descubrir y construir con el norte de la verdad que nunca termina de alcanzarse; alude a la siempre joven y alegre comunidad de profesores y estudiantes que, con el apoyo de trabajadores y obreros, se dedica con tesón a la realización de esta tarea que redundará en el servicio del país; alude a la convicción, que se identifica con la emoción inefable de hallarse en lo cierto, de participar en comunidad en la concreción de algo muy bueno y trascendente. Sí, sin duda aquel día fue muy emocionante, y ese eco todavía resuena y dibuja una sonrisa en nuestro espíritu al pensar en cada uno de estos cincuenta años de recorrido, de logros y avances aspirando a la excelencia, y aún florece al arribar al medio siglo, con la emoción, la convicción, de estudiar, de enseñar, de educar y de trabajar en nuestra alma mater. Es precisamente este el motivo de nuestra celebración: la afirmación de estar aquí y continuar en la universidad y su labor de búsqueda, a pesar de las oscuras acciones y omisiones externas e internas que son afines a la vocación del “campamento” y su temporalidad. La celebración es también un sí convencido que aspira a corresponder con gratitud a todos los miembros de la comunidad que han dado lo mejor de su ser y tiempo de su vida para hacer posible lo que es y significa la Universidad Simón Bolívar: a los estudiantes, profesores, egresados, empleados, obreros, autoridades y amigos de la universidad; a aquellos que nos precedieron y a los que todavía continúan con fe y amor en nuestros campus.
“Que en esta Universidad la libertad sea un hecho claro, firme y permanente”
Nuestra convicción, la afirmación y la gratitud buscan también manifestarse con la ofrenda de un árbol a los pies del llamado Bolívar académico, obra escultórica de Joaquín Roca Rey. El acto de esta entrega es emblemático de la vocación de cultura, por su implicación del cultivo y el sentido de la esperanza que vemos siempre en el árbol. Al mismo tiempo es recuerdo del Libertador que da nombre a nuestra Casa de Estudios y de su importantísima gesta tras el sueño de la libertad. Quizás la frecuente y manida utilización de su figura en los más diversos contextos ajenos a su acción y aun el abuso de lo militar que todo lo reduce y adjetiva con su sello —con la estrecha visión que ha degenerado en un exagerado y contraproducente culto a Bolívar y ha pervertido asimismo su legado— no nos permitan apreciar de un modo diáfano el sentido de los trazos y relieves de un recorrido vital en la época que fue marcada por sus rutas y hazañas. Por ello, casi estoy tentado en seguir repasando con una nueva mirada las páginas de la historia que nos hablan de este ser humano excepcional y su intensa vida plena de variadísimos movimientos espirituales y espaciales, de aciertos y tropiezos, de vaivenes y paradojas, del guerrero y su sacrificio. Sin embargo, hoy solo evocaré su fe convencida por la libertad y cómo esta herencia nos toca. Otra frase de la lección inaugural de Rafael Caldera confirma en un deseo lo que es base de la esencia y vocación de la institución: “Que en esta Universidad la libertad sea un hecho claro, firme y permanente”. Y quiero concluir por mi parte: que el cultivo y el ejercicio de la conciencia libre guíe nuestra labor en la Universidad Simón Bolívar; que esta misma convicción sea el camino para servir a Venezuela. En todo contexto esta senda que anhela ser luminosa es difícil, y aún más en los tiempos actuales. Rilke nos recuerda que todo lo serio, lo importante, es difícil; pero nos dice también: hay que mantenerse en lo difícil, porque esta fidelidad hará que nuestra vocación se convierta en destino.
Sartenejas, 20 de enero de 2020.
©Trópico Absoluto
Cristian Álvarez (Maracaibo, 1959). Doctor en Letras por la Universidad Simón Bolívar (USB), es Profesor Titular en la misma universidad. En la USB se desempeña desde noviembre de 2014 como Director de la Editorial Equinoccio y a partir de noviembre de 2018 es también Coordinador fundador de la Licenciatura en Estudios y Artes Liberales. Fue Decano de Estudios Generales de la USB y Jefe del Departamento de Lengua y Literatura. Ha publicado los libros Ramos Sucre y la Edad Media (1990; 1992. Premio Conac de Ensayo «Mariano Picón-Salas» 1991); Salir a la realidad: un legado quijotesco (1999); La «varia lección» de Mariano Picón-Salas: la conciencia como primera libertad (2003; 2011); ¿Repensar (en) la Universidad Simón Bolívar? (2005); y Diálogo y comprensión: textos para la universidad (2006). Para Monte Ávila Latinoamericana, preparó la edición de las Biblioteca Mariano Picón-Salas, que consta de doce volúmenes, de los cuales fueron publicados seis.
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