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Maracaibo: la ciudad junto al lago presentido

En este trabajo, Miguel Angel Campos (Motatán, 1955) va tras los pasos de una figura apenas conocida entre nosotros: el escritor alemán Franz Taut (Múnich, 1908 – Bad Tölz, 1985), para continuar explorando en lo que ha sido una parte fundamental de su proyecto investigativo, las culturas del petróleo en la región zuliana, y Maracaibo, la ciudad tres veces fundada al borde de un lago. Campos vuelve a la genealogía alemana en suelo venezolano, que tanta importancia ha tenido en la historia de la ciudad, y conecta la tradición aventurera fundacional de los Welzer, los Alfinger, con la obra de Taut, un “recién llegado” al corpus de la literatura del petróleo en suelo latinoamericano. El hallazgo no es menor, pues el escritor muniqués, lo mismo que Hesnor Rivera, Díaz Sánchez, Uribe Piedrahita o Enrique Bernardo Núñez, alcanza a trazar con sus observaciones marginales de la novedad petrolera el espíritu hedonista de los martirizados, la fascinación por la riqueza fácil, la bonanza como ocasión para la ostentación de un día, en fin, la Venezuela nuestra.

Ferdinand Bellermann. Maracaibo. Oleo sobre lienzo. Sin fecha. Colección Museos Estatales de Berlin. Tomado de: Sturm, Dietrich; Löschner, Renate y Waltraud de la Rosa. 1977. Bellermann y el paisaje venezolano, 1842-1845. Caracas: Editorial Arte. Edición especial conjunta de la Asociación Cultural Humboldt y la Fundación Neumann.

La imagen incluida en la relación de Gonzalo Fernández de Oviedo (1535) muestra la cuenca del lago de Maracaibo invertida, es decir, arriba y en primer plano lo que sería el saco, abajo la boca abierta al mar. Cuando Alonso de Ojeda y Juan de la Cosa entran por la barra el 24 de agosto de 1499, están afirmando la aventura atlántica europea, uno de los momentos estelares de aquella expansión. La ciudad, tres veces fundada, permanecerá fiel a ese reconocimiento, a ese avistamiento impregnado de lejanía. Abierta al Caribe y al ensimismamiento de unos ecos, todo cuanto venga del mezclaje oceánico la hará suspirar, y a veces gemir, como en los días de saqueo de los filibusteros. De alguna manera, el bullir se concentra en el embarcadero, que deja de ser muelle y se convierte en rada, puerto de anclaje y reposo, de expediciones y acopio de productos de la tierra feraz, lugar de planificación de una comunidad que alentará cierta vanidad desde la diferencia —y también temerosa. La vida urbana se atrinchera en su cuadrícula, se españoliza pronto, y más allá de la República, y en eso tiene poco que ver el largo afecto realista. Razonablemente, Maracaibo será la ciudad venezolana mejor dispuesta a interactuar con una inmigración europea ajena a las movilizaciones de la Guerra de Emancipación. Y sin embargo, esa carta invertida enseñando la preponderancia del camino de tierra, selvático, errante, es recordatorio de un mundo cuyo bullir deberá ser encarado.

A alemanes e ingleses, italianos y franceses los podemos ver instalados ya con solvencia a mediados del siglo XIX. Seguramente mucho incidió en esto el haberse sustraído la ciudad a los desgarros de la lucha; ni terremotos ni catástrofes climatológicas distintas al húmedo calor: de cuando en cuando un rayo abre la aguja de una iglesia, o una borrasca en el lago arruina una velada, pero nada más. El espanto de los saqueos a lo largo de la segunda mitad del siglo XVII parece haber sido el cauterio que exime por compensación; acurrucados en la orilla, los maracuchos levantan sus barriadas tradicionales en una expectativa que, sin embargo, no los concilia con ese lago. Pero la selva lluviosa del patio trasero, donde los ríos dan al lago su identidad barrosa y palafítica, llega a estar desgajada de todos los proyectos. Caos y mundo anegadizo dan el tono de lo desconocido por largo tiempo. La cartografía entonces afirma la exploración por tierra, entrada desde ese caos, abriéndose paso entre la maraña que cubre y cunde. La ruta de Alfinger parece quedar como emblema de esa otra elección: hundirse en el pantano, enfrentar lo infestado, calibrar la acechanza de los indios. La carga de oro enviada a Coro, y perdida en la marcha, es como la consagración de un mundo deseado pero que sólo devuelve extravío y espanto. De los 24 porteadores tan solo sobrevive Francisco Martín, quien morirá convertido a la fe de los indios. Queda el inventario minucioso de todo cuanto iba en las cargas, repartidas a razón de doce libras por hombre: objetos rituales, aretes, símbolos, murciélagos estilizados (los españoles los llaman águilas); todo sería fundido, como se estilaba, para convertirlo en oro de valor monetario con fines de repartición.

Carta de la Laguna de Maracaibo. Gonzalo Fernández de Oviedo (1535)

Dibujar el lago cabeza abajo era una manera de indicar una forma de apropiación y de establecer la diferencia entre el solaz abierto al mar y lo desconocido, el magma de marismas y ríos cambiantes. Hoy mismo, el sur del lago es un bolsón de pueblitos dispersos, unos borrados para siempre, otros consumidos por la sedimentación. Pese a la nostalgia marina, la segunda fundación de Maracaibo (1569) se adelanta por tierra, desde las montañas andinas. Alguna ironía debe haber en esa travesía de Alonso Pacheco desde Pampán, echándose al rio Motatán tras construir unos bergantines en medio de lomas y bosques. Nectario María deja un tenue elogio de esa proeza. “Pero donde se puso más de manifiesto la indomable energía de Alonso Pacheco y de sus acompañantes fue en la navegación del rio Motatán”. Pensaban que desembocarían en la “laguna”, como suele ser nombrado el lago en aquellas relaciones, la realidad resultó devastadora, el río se perdía, desaparecía entre el follaje y flujos subterráneos, y así debían trasladar la mínima flota en andas por tierra. “Sabe este testigo que fueron río abajo con el dicho bergantín y piragua con mucho trabajo por perderse el río y llevar por tierra más de una legua con parales hasta meterlos en la madre [nuevamente]”. Francisco Severiano de Carrión es el nombre de este testigo, cuyo relato identifica Nectario María en un legajo del Archivo de Indias, la sección de la ciudad de Santo Domingo. El río andino que desagua en el lago les cerraba el paso, la marcha fluvial se truncaba y los obligaba a volver a la ruta de tierra en el monte sin norte. El punto donde salen Alonso Pacheco y sus fundadores es justo aquel donde en 1914 se instala el cuartel general de la primera gran avanzada del petróleo, San Timoteo: allí se levantará en 1917 la primera refinería, pero desde los días del Zumaque es puerto de entrada de insumos y hombres para la nueva fundación que cambiará un país. Poco antes de la salida del río al lago hubo un pueblo, Motatán de agua, fundado a comienzos del siglo XX por damnificados y desheredados venidos de la miseria andina, parecían olfatear el petróleo.

En el fondo del lago mucho de lo visto es desconocido: los biólogos hablan de especies de mamíferos que esperan a su descriptor; el Relámpago del Catatumbo es llevado a insignia nacional, pero sigue siendo un hecho con biografía aunque sin fisiología  —no se sabe cómo ni por qué ocurre. En estos días el caparazón de un barco de medianas dimensiones emerge desde el bosque como una roca limosa. Nadie se explica cómo llegó allí, acaso hay en él un trozo de historia que debe ser indagada, trazos de otras avanzadas, la penetración que ha buscado arrancar el oro fructuoso a una geografía de insectos y ervolarios. Así llamaban a una parcialidad indígena especialista en la guerra con puntas envenenadas; una de ellas atravesó el cuello de Alfinger y rindió su vida varias jornadas después, en el valle de Chinácota, en la actual Colombia.

Ferdinand Bellermann. Selva Tropical. Lápiz sobre papel. Sin fecha. Colección Museos Estatales de Berlin. Tomado de: Sturm, Dietrich; Löschner, Renate y Waltraud de la Rosa. (Coord). 1977. Bellermann y el paisaje venezolano, 1842-1845. Caracas: Editorial Arte. Edición especial conjunta de la Asociación Cultural Humboldt y la Fundación Neumann.

El retiro a los montes cercanos para ocultarse mientras los infieles dan rienda a su desafuero: eso hacen los lugareños en la ocasión de las cuatro incursiones de L’Olonnais, Morgan y de Grammont. Llevan consigo los enseres más preciados, sus joyas y doblones, algún crucifijo bendito; así nació la leyenda de un tesoro acopiado y enterrado, mudado y vuelto a mudar. Hasta hoy, en Maracaibo se lo sigue buscando, desde corporaciones de espiritistas hasta un señero Presidente del Concejo Municipal, desde un cronista no oficial hasta los aficionados en la era de los detectores de metales, todos lo han buscado sin éxito, pero nadie lo da por desvanecido, tampoco por un fraude. Queda, de aquellas huidas, una capilla alejada unos veinte kilómetros del centro de la ciudad: San José de la Matilla. Hasta hace poco sus dueños actuales organizaban una especie de kermesse anual para premiar pintores dominicales.

La figuración zoológica del petróleo ya sería un ajuste concluyente, lo trae de la ajenidad geológica y lo instala en una geografía donde lago y rumor humano son uno: “El ojo de gas verde del petróleo/ andaba suelto alrededor de la casa./ Se veía su silbo de lagarto encantado/ cuando entraba para arder en las salas”.   

Las ciudades nativas, el libro que Hesnor Rivera publica en 1976, pareció haber estado esperando cien años. Desde el romanticismo de Yépez hasta Vásquez, y su afán de dotar el gentilicio de una epopeya que fuera documento culto, la figuración de la ciudad fue dato suelto, homenaje y adjetivo a lo largo de una bibliografía muchas veces de ocasión. El propio Hesnor saboreó su propia espera, desde los días de la vanguardia de Apocalipsis “rumió” su indagación, su homenaje; en al menos tres textos de los años cincuenta le toma el pulso a su deseo, necesidad de saldar cuentas (“Paseos mutuos”, “Apocalipsis”, “Ciudad”). La remodelación de esa tensión concluirá en el estallido de Las ciudades nativas (“Alonso de Ojeda, pequeño y ágil capitán piel de mapa”, “Ambrosio Alfinger, pelambre de animal brumoso”). Pocas veces en la poesía venezolana una tentativa de ceñir biografía y tiempo mítico resulta tan feliz, la síntesis de Hesnor es ejecutada desde la unidad del relato histórico y naturaleza cósmica, la apelación a una contemporaneidad civil es solo el alarde del intelectual informado de los ritmos de su tiempo. Asentamiento legendario (“El primer mundo chapoteaba cautivo/ en las fibras minerales del parto), saga industriosa, barriada (“Hablo del barrio de los pies de arena/de las casas torcidas por el viento”), el petróleo silencioso (“el chorro de la gracia sombría”), sofocación (“Tocaba con los ojos cerrados/ la mandolina como quien lee/ recuerdos escritos por las patas de los pájaros”), las aguas de incursión (“Desde la orilla del bosque la partida/ del lago ensimismado en su vuelo”). Todo está allí dispuesto en una eficacia de alegoría e imágenes que no ceden nunca a la información de los datos y retienen como en un sello la conmoción de la poesía. La figuración zoológica del petróleo ya sería un ajuste concluyente, lo trae de la ajenidad geológica y lo instala en una geografía donde lago y rumor humano son uno: “El ojo de gas verde del petróleo/ andaba suelto alrededor de la casa./ Se veía su silbo de lagarto encantado/ cuando entraba para arder en las salas”.   

Ferdinand Bellermann. El puerto de Maracaibo. Lápiz sobre papel. Sin fecha. Colección Museos Estatales de Berlin. Tomado de: Sturm, Dietrich; Löschner, Renate y Waltraud de la Rosa. 1977. Bellermann y el paisaje venezolano, 1842-1845. Caracas: Editorial Arte. Edición especial conjunta de la Asociación Cultural Humboldt y la Fundación Neumann.

El puerto floreció desde los afanes andinos del café, añil y caña de azúcar. En las cercanas montañas de Perijá, la avanzada ganadera sentó sus reales en medio de territorios poblados por silenciosos dueños: japrerias, yucpas, baris. En el tope del arco sur, una modalidad distinta prosperó: aislados por el pantano cenagoso y los mosquitos, el gamonalismo inauguró el uso discrecional de la mano de obra indígena y esclava ya avanzado el siglo XX. Guajiros y mestizos se encontraron en la madrugada de la majada y el látigo, una acumulación originaria en la era de la agroindustria. Remota Montiel doblada en Ludmila Weimar, revólver dispuesto, los liberará en pleno tiempo del petróleo y ya cercana la democracia de aclamación. El arma permanece en el carriel, no llegará a usarla  —es al menos curioso: Gallegos arma a sus redentores, pero estos no tienen necesidad de iniciar una guerra, menos de mancharse las manos de sangre, tal y como ocurre con Santos Luzardo, pero en el protocolo alguien le advertirá a éste que no le “tenga miedo a la roja gloria del homicida”.

Ferdinand Bellermann. Puerto de Piojo, Maracaibo. Oleo sobre lienzo. Sin fecha. Colección Museos Estatales de Berlin. Tomado de: Sturm, Dietrich; Löschner, Renate y Waltraud de la Rosa. (Coord). 1977. Bellermann y el paisaje venezolano, 1842-1845. Caracas: Editorial Arte. Edición especial conjunta de la Asociación Cultural Humboldt y la Fundación Neumann.

La barriada pegada al puerto se asienta en sus hábitos adquiridos en una paz de resguardo, no de guerra ni armisticio. La barriada será barrida en la séptima  década del siglo XX, casas y plazas de El Saladillo y El Empedrao serán trituradas y sus restos apilados como si fueran los de un campamento que hace avergonzarse. Vida nocturna, y bullicio del malecón y plano histórico desaparecen. Hoy las espléndidas calles Ciencias, Comercio y Libertador son sólo callejones por donde circulan los apurados hasta la seis de la tarde. (Hace poco, la llamada Autoridad Única del Puerto intentó levantar una muralla para aislar la vista de la bahía, pero, constituidos en conciencia pública, un grupo de ciudadanos logramos detener el atentado cuando la cerca alcanzaba ya unos cien metros.)

En este punto tenemos ya un horizonte de gestión delimitado por una vocación: lago, trade, petróleo.

Las viejas glorias de Baralt y de las escuelas de gramática de los jesuitas, su urbanidad de cónsules honorarios y el primer despacho diplomático de la Doctrina Monroe en América del Sur, son hitos refrendados en el atasco previo al petróleo. La ciudad que en aquella segunda mitad del siglo XIX prometía ser un emporio, se estanca en los años de entrada a una contemporaneidad de otras exigencias. Una tarde de mediados de 1925 atraca en el muelle un remolcador; su piloto solitario había venido desde México. John Kalimnios entró al “Blue Book” y pidió que le sirvieran toda la lista del menú; mientras comía oía las ofertas. La crónica dice que al terminar señaló a uno que había ofrecido 500 dólares diarios por el remolcador y el capitán, mucho menos de lo que otros. “Trabajo para él, pues preguntó primero”  —fue su explicación.  Al poco tiempo Kalimnios había levantado una compañía de transporte que fue apoyo clave para la actividad petrolera. En este punto tenemos ya un horizonte de gestión delimitado por una vocación: lago, trade, petróleo. Las borrascas parecen conjuradas, una tradición de parroquianos, gaita y griterío callejero se ha consolidado. Médicos y abogados dan el tono de las maneras y afincan el prestigio de las profesiones liberales, aunque Udón Pérez explicó que prefería ser docto antes que doctor. Seguramente, en esos años finales de los veinte, Franz Taut tuvo un cuarto reservado por largo tiempo en algún hotel de la Plaza Baralt  —el Victoria— o tal vez en aquel de la Plaza Sucre, de Harry Middleton. Poco o nada sabemos de su paso, tan sólo las referencias de sitios y actividades de la ciudad, consignados en su novela, La Canaan del petróleo, publicada en 1935, impresa en papel periódico —la edición tiene el sello de los talleres de La Esfera, el diario caraqueño.

La Canaan del petróleo

Interesa situar la posición de este novelín de 80 páginas en la perspectiva del relato del imaginario de la ciudad, de su identidad simbólica, y en abierta disensión de la perspectiva realista o costumbrista. Una partida se adentra en el lago y enfila hacia el horizonte de deltas y afluentes. Han salido del puerto adosado a una ciudad que ignora, y tal vez desdeña, aquella geografía extraviada en el centro de lo ominoso. No es, por tanto, una expedición sometedora; tampoco lo es de reconocimiento e inventario; en todo caso, sería una donación, ofrenda expiatoria. Otros se habían ocupado de poblar y acopiar y se quedaron para dar testimonio de la fecundidad de una geografía, y para dar noticia de un prospecto para los capitanes de empresa. La composición misma de la partida hace reparar en la naturaleza de su búsqueda: experimentar el misterio, dar con una riqueza escondida. Un alemán llega a Maracaibo atraído por el ruido del petróleo; un incendio en el lago lo deja sin una mano; la inminente llegada de su prometida ya en camino lo hace saltarse la convalecencia en el hospital de la Lago y embarcarse en la aventura. A su alrededor vemos a un patrón de piragua, a todas luces un maracucho acostumbrado a lidiar con guajiros; y un indígena indefinible, dominado por la superstición y alentado por sentimientos de venganza contra el patrón expoliador, contra los parroquianos de la ciudad donde languidece. El cuarto del conjunto es una figura casi evanescente, un trotamundos cuyo lejano registro de sobrevivencia en América lo sitúa en los Andes peruanos, también alemán. Durante 23 años ha deambulado y en ese deambular ha sido herido, enloquecido y mutilado, traído a la vida desde los límites de la muerte y vuelto a encandilarse con la ilusión de la salvación definitiva. Mezcla de Cabeza de Vaca y Melquíades, es sobre todo la encarnación antiprometeica de la redención. Brandt es descrito como un mendigo; en él todo avisa de la penuria y el espanto del hambre, el desamparo del hombre perseguido por el fracaso. En cambio, la chispa de su mirada y la tensión de una voz admonitoria desmienten toda flaqueza. “Su figura era extravagante. Bajo un sombrero ancho y copudo ocultábase su cara huesuda y angulosa. La camisa de color kaki, toda rota y sucia, permitía ver parte de la espalda esquelética, arrugada y tostada por el sol, sin dificultad se podían contar todos los huesos. Tan falto de carnes estaba el hombre que parecía más bien una momia”.

Alemán como el Adelantado de los Welser (de hecho los Alfinger y von Hutten eran socios de los Welser, no empleados), este Brandt se me figura el fantasma de micer Ambrosio Alfinger. La aproximación del balandro mientras atraviesa en línea recta el lago vuelve a retratar la fantasía de los cronistas y, como una sola estampa son, a Anton Goering, sus acuarelas de un trópico de lianas, congelado en la niebla de humedad. La partida se hunde en el pantano y el lago cesa en su función de paisaje liberador. En la medida que se acercan a la ribera la tierra adquiere movimiento animal, la selva opresora de la barbarie civil retrocede hasta un tiempo primordial. Saurios y mosquitos, especies remotas, no están ya para nombrar un mundo augural, sino para cercar y ahogar. “A orillas del bosque volaban millones de luciérnagas dando la impresión de un verdadero encantamiento, y, a veces, siniestras llamas procedentes de materia en descomposición iluminaban la oscuridad de la noche”. Se nota allí la constatación de la aversión de los citadinos por aquellos lugares; atrincherados en el pliegue del lado occidental, sus miradas siempre estuvieron pendientes de la entrada, la boca de la barra, pues por ahí llegaban tanto la salvación como el sobresalto. La ranchería que instala Alfinger en 1529 (y que Federmann despoblará) persiste hasta hoy, es la misma. Sin Regidor, pero con su Teniente de justicia trocado en Gobernador. Escribano público, contador y factor, Gonzalo Fernández de Oviedo descarta eso de ranchería y la llamará “Villa de Maracaibo”.

Desde la ciudad que acogerá la reorientación de un país entero, modificando desde sus hábitos hasta su topografía, el fantasmal Brandt va en busca de un tesoro sepultado en el pantanal. Se le suman los desplazados y desesperados: uno que ha perdido una mano y necesita amparar una futura esposa, un patrón de canalete, un indio resentido. (Al igual que Kalimnios, Hans Schmederer, el personaje inicial de la novela, ha tenido su larga temporada en las fondas y bares del puerto, pero la explosión de la lancha de la que es piloto, y donde muere un driller, trunca su rutina y lo hace abominar del solaz parroquiano).

…en conflicto abierto con la prosperidad de comerciantes especuladores que consagran entre los transeúntes la idea de bienestar como consumo, estos parias van en busca de un hilo perdido y de otra tradición  –esa de la aventura y el mito regenerador–  y a integrarse al magma de lo pantanoso.

Estos personajes son la negación de un estilo ya proverbial en la comarca empeñosa en distinguirse del país de caudillos macheteros. Quieren reconocerse en la mención encarecedora de Picón Salas, el “industrioso maracaibero”, pero el gran ensayista también tendrá una observación posterior, ya en la era pródiga: la basílica de la Chiquinquirá se le antoja un “costosísimo merengue de fresa, sapote y chocolate”. Entre el claro entusiasmo del adjetivo industrioso y la dura franqueza del sustantivo merengue, parece mediar una carga de recelo. De espaldas al trade y en conflicto abierto con la prosperidad de comerciantes especuladores que consagran entre los transeúntes la idea de bienestar como consumo, estos parias van en busca de un hilo perdido y de otra tradición  –esa de la aventura y el mito regenerador–  y a integrarse al magma de lo pantanoso. Retoman el hilo cortado de aquella expedición del siglo XVI, consumida por el caos primordial, aniquilada en su determinación predatoria. “Ranchear” parece un verbo inocuo, pero indica la autorización para entrar a saco y tomarlo todo, desde comida y oro hasta gentes. La expedición que sale del puerto y su mercado de luz mortecina en el siglo XX encontrará las pisadas de Alfinger y pronto entrará en su dimensión de horror; la fascinación de una redención gratuita los hace descender en un tiempo congelado de crimen y violencia.

En el libro de Taut, el indio estalla en un rapto de venganza, abre de un machetazo la espalda del patrón y huye, dejando a los demás condenados en la marisma. Cuando Brandt y el otro regresan consiguen al malherido y se disponen a perecer en la vorágine del verdor, tragados por la linfa. No han dado con el oro; sí, en cambio, con más vertederos de una riqueza fabulosa: burbujas iridiscentes estallan cuando el sol en el cenit las licúa; es el petróleo aflorando en una conciliación de abundancia ciega de recursos y hombres aplastados por el entorno, estragados por la naturaleza. El traidor regresa a Maracaibo y rebautiza el balandro con el nombre de “Mariposa”. Está dispuesto a iniciar una nueva gestión. Es sintomático esto de sepultar el pasado renombrando: es el nominalismo prestigioso entre los incapaces de ver de dónde vienen.

Novela gótica en el clímax de su capítulo selvático, La Canaan del petróleo despliega la síntesis de una aventura capaz de traer a escena elementos del pasado suspenso  –leyenda de energías colapsadas—  y de articularse en un presente indeciso, carente de prestigio, que busca el rumbo. De haber leído esta novela, Hesnor Rivera hubiera sonreído, o tal vez una pausa brusca lo enfrentaría con una familiaridad: los elementos de su obra maestra están allí, en una ilación irregular, informativa y casi tosca. El relato gótico se troca en límpido mundonovismo ante la necesidad de conciliar el caos difuso y una contemporaneidad alejándose del mito.

Retrato de Franz Taut (Múnich, 1908 – Bad Tölz, 1985). Autor desconocido.

Poco o nada conocemos de este Franz Taut –periodista y escritor miembro de la nobleza bávara–, que no sea su variopinta bibliografía llena de novelas de aventura (Abenteuerromane) que, entre otras cosas, se inspiraron en sus viajes por el Caribe, sobre todo por Colombia y Venezuela. A juzgar por lo extenso de su obra publicada, esos libros parecieron tener el aprecio de los lectores alemanes de su tiempo. (El profesor Ángel Viloria ha rastreado y listado esos eclécticos títulos; a él debo la copia de la edición que comento). 

Franz Taut. 1935. Öl am Catatumbo. La imagen corresponde a la edición de:
Niedersedlitz (Sachsen): Verlag Schuster & Co.

De su paso por Maracaibo y Venezuela nos queda la enumeración de los lugares públicos de la cuadrícula de la ciudad, la postal urbana de los afanes de la naciente explotación; también, otra de sus novelas que retiene en el título alemán el nombre del río Catatumbo (Öl am Catatumbo, Berlin: Herbert Fischer Verlag, 1935), y algunos otros relatos y pasajes contenidos en su abundante producción literaria. Sus observaciones marginales de la novedad petrolera están lejos de ser superficiales: junto a la ruda exigencia que padece la masa laboral sin calificación, anota el espíritu hedonista de los martirizados, observa cómo los obreros hacen de la bonanza sólo ocasión para la ostentación de un día. “Han perdido la sensibilidad y el buen sentido social, no pensando más que en sí mismos, en el dinero que cobrarán a fin de mes y en cuántas cervezas se van a tomar cuando toque el pito y cese el trabajo”. Taut reparará en el ritmo de todo el conjunto, la obsesión de la riqueza vaciada de sentido de bienestar. En ese contexto, drillers y peones, montunos y oportunistas, son vistos como “gente de imaginación embotada, cuyo único ideal es el sondeo de un nuevo pozo”.

Quién tradujo La Canaan del petróleo o cómo termina amparada en las prensas del diario La Esfera, nada de eso sabemos. Es la misma historia de borrados celajes, es el caso de Uribe Piedrahita, el autor de Mancha de aceite (1935), de Jonathan Norton Leonard y su Men of Maracaibo (1933)  —inédita en español. La paciente indagación de esos visitantes que renunciaron a la mirada de turistas y pusieron su afecto en un mundo extraño para iluminarlo y, en esa medida, atesorarlo, hoy nos encuentra indiferentes. En cambio, otras figuras persisten en la conseja oral. De alguna manera han sido fijados quienes se echaron a las calles, convivieron con sus personajes e hicieron de su estadía una interlocución de diaristas, aunque no hayan escrito: ese Casey Moran, animador de la bulliciosa Plaza Baralt y sus bares a lo largo de veinte años, mantuvo un periódico semanal, el “Tropical Sun”, hoy inhallable; John Kalimnios, su nombre aún hoy resulta familiar entre constructores y transportistas; Henri Charrière, vendedor de telas y regente del hotel Victoria junto a su esposa española. Parece que, entre los beduinos, escribir no garantiza que algo quede.

©Trópico Absoluto

Fuentes:

Anónimo. 1989. Los antecesoresOrígenes y consolidación de una empresa petrolera. Traducción del manuscrito original en inglés: Iraida Rodríguez. Caracas: Ediciones Lagoven.

Arocha, José Ignacio. 1949. Diccionario geográfico, estadístico e histórico del estado Zulia. Caracas: Editorial Ávila Gráfica.

Guerrero Matheus, Fernando. 1967. En la ciudad y el tiempo. Maracaibo: Banco de Fomento Regional Zulia.

María, Hno. Nectario. 1959. Los orígenes de Maracaibo. Madrid: Publicaciones de la Junta Cultural de la Universidad del Zulia.

María, Hno. Nectario. 1973. Mapas y planos de Maracaibo y su región. 1499-1820. Madrid: Embajada de Venezuela en España.

Picón Salas, Mariano. 1966. Suma de Venezuela. Caracas: Editorial Bárbara.

Rivera, Hesnor. 2000. Las ciudades nativas. Maracaibo: Universidad del Zulia. Segunda Edición.

Taut, Franz. 1935. La Canaan del petróleo. Caracas: Ediciones La Esfera.


Miguel Ángel Campos (Motatán, 1955): sociólogo, ensayista, profesor de la Universidad del Zulia. Premio de ensayo de la I Bienal de Literatura Mariano Picón Salas (1991), Premio de Ensayo Fundarte (1994). Fue director de la Revista de Literatura Hispanoamericana. Ha publicado, entre otros trabajos, Tonos (Asociación de Escritores de Venezuela, 1987), La Imaginación Atrofiada (Caracas: Monte Avila, 1992), Las Novedades del Petróleo (Caracas: Fundarte, 1994), La ciudad velada (Maracaibo: Universidad Cecilio Acosta, 2001), Desagravio del mal (Maracaibo: Universidad Cecilio Acosta, 2005), La fe de los traidores (Mérida: Universidad de Los Andes, 2005), Incredulidad (Maracaibo: Universidad Cecilio Acosta, 2009).

1 Comentarios

  1. Ana Garcia Arcaya

    Profesor Campos. Acabo de leer su artículo/ensayo sobre la ciudad de Maracaibo y me encantó. Excelente información, bastante desconocida para mi. Le felicito por su acuciosa y detallada investigación.

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