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Pequeño diario de La Habana

Por | 25 septiembre 2019

“Hay que amar la pobreza para disfrutar este país”, dice Alejandro Castro (Caracas, 1986) en un pasaje de su diario de una visita a La Habana. Ajuste de cuentas con la enorme tradición literaria cubana y, al mismo tiempo, ajuste de cuentas con sesenta años de opresión y miseria, hoy regadas con absoluta impunidad por todo el continente. En este trabajo el autor no se guarda nada, escribe lo que siente, y lo que siente es desprecio por una tiranía que lentamente también se ha vuelto suya: “A la mañana siguiente, perdido por las ruinas de La Habana y transido de furia, encontré el hospital: Aquí se murió Chávez, pensé. Y escupí”. (Este texto formaba parte de los materiales del Número 1 de la revista El Sarcófago, que nunca llegó a publicarse. Aparece ahora en Trópico Absoluto por cortesía de su autor y de sus editores: Igor Barreto y la Sociedad del Santo Sepulcro, a quienes agradecemos la cesión de los trabajos).

La Habana en el tiempo del “período especial". 1991. Fotografía: Manuel Silva-Ferrer © Trópico Absoluto. Derechos Reservados.

I

Una mujer grita al teléfono. Debe vaciar la maleta porque pesa demasiado. Abre el equipaje: toallas húmedas, cereales, jabones, latas y latas de comida… Sesenta años de revolución y todavía el gobierno culpa al “bloqueo” de la pobreza y la escasez. ¿Qué bloqueo, si este país tiene relaciones comerciales con medio mundo? Tal vez a esto he venido. Virgilio me diría que estoy envejeciendo –y tacharía sin dudar toda palabrería inútil en estas líneas. Virgilio me diría que no tengo remedio, que logro escapar de una dictadura comunista para venir de visita a otra. Virgilio se burlaría de mí. Reinaldo me daría una cachetada: “Ay, niña, si lo que estabas buscando era una pinga, ¿por qué no te fuiste a California?, ¿por qué al mar de los sargazos?” Y en vano le explicaría que no, que de eso nada; que yo, el príncipe de Casalta, le maté el hambre unos días a un soldadito pecoso y me salió psicótico. Y sólo Dios sabe lo que diría Lezama, tal vez nada, por una vez, nada. Lezama se quedó tan callado. No encontraré a Federico con su rubio Fonseca; no encontraré a Reinaldo, el furioso; no encontraré a Virgilio. Pero la isla comenzó a pesar en la maleta de aquella mujer. Tal vez a esto he venido. Frente a los párpados apretados del mundo este país se hizo pedazos. Y ahora vienen a ver, desde todos los rincones de la vastedad mezquina de la tierra vienen a ver, vienen a sacarle fotos a las paredes descascaradas de la vieja Habana, donde los cubanos posan con su hambre. Como el que va con afán a despedirse de alguien que muere, pero no se muere. Décadas de indigencia. ¿Por qué la de mi país ha de ser más escandalosa? ¿Cuántas veces algún compatriota mío habrá tenido que quitarle, humillado, algo de peso a su equipaje? A mi lado van un par estudiantes de la Ivy League. Daría una pierna por escuchar lo que diría Reinaldo acerca de lo que andan buscando. Ellos apenas si llevan peso, van ligeros, unos bermudas, condones… Lo más aparatoso es una cámara que son varios años de salario cubano. A mí que no me pesen sino la maleta, porque en el alma –lo que se dice el alma– llevo gritos de toneladas.

II

Hay que amar la pobreza para disfrutar este país. Es el paraíso vaticano, del que festeja la miseria de los demás. La pobreza no está sólo en las calles (lo que no está roto, está sucio), se les ve en la ropa a los transeúntes: se visten mal, llevan encima su pasión enferma por el consumo. Es el éxtasis de Traki: un dorado, un bling bling, unos Adidas, un Christian Dior gigante sobre el pecho, un Tony Wilfrido. En la Heladería Copelia me ofrecieron “guayaba, naranja y piña”. Yo quería el sabor a mantecado que anunciaban en la puerta, me había resignado a que ni fresa ni chocolate. “Guayaba, naranja y piña”, me repitió, impaciente, la mesera. La fila para entrar, sin embargo, es enorme. ¿A dónde más ir? ¿Qué hacer con el tiempo cuando la vida no tiene objeto? Compré unos habanos a una mujer que me dijo: “Si te los vendo me dan un tiquete para una bolsa de comida. El dinero es para Raúl”. Lo dijo sin afectación, sin tono lastimero, como diciendo: “guayaba, naranja y piña”.

Caminar La Habana es caminar Propatria. Pero, de pronto, una tienda Lacoste, un restaurante tan lujoso que humilla de mirarlo, un edificio que parece que está ahí desde antes del tiempo. Era esto, entonces, vine a caminar Propatria sin miedo, maldiciendo.

La guayaba sabe a leche rancia, la naranja no sé bien a qué sabe, sabe a las tetas que vendía en el bloque la señora del piso doce: una malteada congelada en una bolsa de mercado, cuando había mercado, cuando te daban bolsas en el mercado. Se escucha reguetón y bachata, como subiendo a Casalta en una camionetica por puesto. Era esto, como no puedo volver a casa(lta) vine a La Habana. Las mujeres se traen unas vianditas y meten ahí el helado que sobra. Se van con el corazón contento y la cartera plateada chorreando guayaba, naranja y piña.

III

La Calle Obispo es un hervidero –coño, Virgilio, deja de burlarte de mis adjetivos– de gente, la mitad viendo qué vende, la mitad viendo qué compra. Como la 5ta avenida de Manhattan, pero pequeña, vieja y sucia. La pobreza no es sexy. La pobreza no es fotogénica. La pobreza no es digna. La pobreza es una enfermedad. Lo más hermoso que tiene La Habana lo construyeron los españoles hace cuatrocientos años. Lo demás lo ha deteriorado el tiempo, la indolencia y la revolución. Para ponerme triste entré a una librería: la portentosa literatura cubana reducida a cuatro estanterías, un par de tomos mohosos con los discursos esquizofrénicos de Fifo y un arsenal de escapularios del Che. Y yo, que no le digo “mi comandante” a nadie ni bajo tortura –aunque las pecas del soldadito me ponían firme a cada rato– me tapaba la nariz ojeando los libros horribles que edita la Casa de las Américas.

IV

Una noche vi a una travesti inmensa, más inmensa que casi sesenta años de dictadura militar, tan inmensa que se llama “Imperio”, encimada a unos tacones imposibles, haciéndole fonomímica a una canción de Silvio Rodríguez: se rasgaba el vestido, se arrastraba por el suelo. Le metí veinte dólares en las tetas de plástico y le susurré al oído, a ella sí: “hasta siempre, reina”.

A la mañana siguiente, perdido por las ruinas de La Habana y transido de furia, encontré el hospital: Aquí se murió Chávez, pensé. Y escupí.

V

—El hombre tiene hijos regados por todas partes (le dijo el conductor al botones, leyendo mi pasaporte).

—No lo dirá por el apellido (alcancé a balbucear con rabia), que la mía es una estirpe de comemierdas, pero de otra cepa.

—Oye, chico, ¿y qué tú haces montado en una guagua?, ¿dónde dejaste el Audi?

—Por eso le digo, señor, por eso le digo.

VI

También está el mar. Yo hubiese deseado que, en realidad, diera igual: que el Atlántico o el Pacífico o el Mediterráneo me devolvieran la arena de mi infancia, el olor a coco en el pelo de mi madre, el sol. Y hubiese deseado, por una vez, la mirada totalizante de los tontos y decir que sólo es agua, sólo es agua, que es el mismo sol. Pero, entonces, Varadero, Cayo Largo, Bahía de Cochinos. Esta es la única belleza que me pertenece. Parado en ninguna roca, en ningún lugar del mundo como aquí diré: esto es mío.

VII

El archivo de Virgilio Piñera: 20 cajas “no catalogadas”. En la entrada no sabían de quién se trataba, ni dónde exactamente estaban sus papeles. Cuando al fin los encontraron –Virgilio, perdóname– se me erizó la piel. Lo imaginé con su leche condensada, sus bellas manos –lo único que tenía bello mi pájaro amargo– apretando no sé con qué fuerzas, con odio, las teclas de su máquina de escribir. Virgilio no guardaba libros, los regalaba. Le pidió a Lezama, que se le murió antes, quemar todos sus papeles para evitar que un ridículo como yo viniera a manosear su nada. Virgilio no dejó restos, se disipó en el aire, se evaporó. Virgilio en 1972, burlándose de los románticos menores y sus “postreros trinos”. Virgilio en 1977: “¿Cuánto nos falta para llegar al antes?” No recuerdo quién fue el adulador que recordó, para hablar de Cuba, aquél verso donde Cintio dice que va del loto al lirio. De la maleza al loto, más bien, del mastranto al lirio… y viceversa.

VIII

En La Habana entendí el severo problema de autoestima que, gracias a todos los dioses, tenemos los caraqueños. Salvo por uno que otro mentecato y algún poeta del siglo XIX convertido en estación de metro o en billete de dos mil, nadie se atreve a decir que se trata de la mejor ciudad del mundo. El Ávila es lo que es solo porque todas las demás montañas (Caracas es un valle) ya no son sino caseríos paupérrimos. Claro que es la más alta y algunas tardes vendería mi alma por volverla a ver desde una terraza en Los Palos Grandes, pero eso es todo. Ahí se viola y se mata. De vez en cuando se nos viene encima. Detrás está el mar. Eso es todo. El único problema es que cada cien años viene un alucinado a inventarnos la grandeza a punta de labia y eleva la cota de construcción de la única montaña que nos queda.

Esta gente, en cambio, ha pasado sesenta años remendando las mismas cuatro carcachas (norteamericanas) y quieren hacernos creer que sólo por eso están congelados en el tiempo. ¡Publicistas, eso es lo que son! ¡Vendedores! ¡Detenidos en el tiempo! Cómo les explico a los progres que esos trastos desvencijados exudan más dióxido de carbono que una fábrica de algodón. Y uno se acuesta de ridículo en El Malecón a oler el mar (con tanta literatura entre pecho y espalda) y lo único que huele, antes de que lleguen con la guarachita los que le descubrieron a uno lo pendejo, es gasolina quemada. Son tan cínicos que han convertido en eslogan su propio atraso, tamaña ruina: “Ven a Cuba, un viaje al pasado”. Yo lo que tengo es un miedo tremendo de que los pútines del mundo conviertan en el futuro este chiquero penumbroso y apestado.

IX

Pero yo le debo tanto a lo que este país ha sido –la poesía y la música, casi nada–, que lo menos que podía hacer por él era dejar que me enlodara la tonada, que me reventara por dentro. He saldado mi deuda. No volveré más nunca.

© Trópico Absoluto

Alejandro Castro (Caracas, 1986) es Licenciado en Artes (Universidad Central de Venezuela) y Magíster en Literatura Latinoamericana (Universidad Simón Bolívar). Su libro El lejano oeste (Bid & Co., 2013) fue merecedor del premio al Libro del Año 2014, otorgado por los libreros venezolanos. También es autor del poemario No es por vicio ni por fornicio. Uranismo y otras parafilias (Monte Avila, 2011), ganador en 2010 del Concurso para autores inéditos de Monte Avila Editores y reeditado en 2018 por El Estilete. Se ha desempeñado como profesor en los departamentos de Estudios Estéticos en la Escuela de Artes y de Teoría Literaria en la Escuela de Letras, ambas de la Universidad Central de Venezuela. Escribe periódicamente en el suplemento literario del diario El Nacional, así como en distintas publicaciones digitales. Actualmente realiza estudios de doctorado en New York University.

6 Comentarios

  1. …»Son tan cínicos que han convertido en eslogan su propio atraso, tamaña ruina: “Ven a Cuba, un viaje al pasado”. Yo lo que tengo es un miedo tremendo de que los pútines del mundo conviertan en el futuro este chiquero penumbroso y apestado…»

    Nada más que agregar.

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