Los colígrafos de Eugenio Montejo: Un proyecto narrativo
Antonio López Ortega examina la dimensión narrativa del proyecto heteronímico de Eugenio Montejo, destacando cómo la edición de su Obra Completa revela la amplitud, variedad y vitalidad de las voces que lo acompañaron en su madurez creativa. El ensayo reconstruye la trama biográfica y geográfica de los colígrafos, anclada en la ficción de Puerto Malo, para mostrar cómo Montejo articula una comunidad literaria que expande, duplica y complejiza su obra ortónima. A través de estas figuras —poetas, tipógrafos, polemistas, sonetistas o humoristas— López Ortega propone entender la heteronimia montejiana como un laboratorio narrativo en permanente crecimiento, donde identidad, invención y tradición dialogan en un mismo impulso creador.
El temprano deceso de Eugenio Montejo en 2008, a tres meses apenas de cumplir sus setenta años, y la iniciativa de emprender su Obra Completa en tres tomos, que han salido en la editorial Pre-Textos, respectivamente en 2021, 2022 y 2023, permite una visión más que panorámica de su obra y quizás vislumbra las intenciones de cómo ésta hubiese evolucionado si el poeta hubiera estado más años con nosotros. Junto a mis colegas Graciela Yáñez Vicentini y Miguel Gomes, a lo largo de una década de investigación y compilación, hoy podríamos aseverar que, así como el tomo de poesía prácticamente no difiere de sus diez libros publicados entre 1967 y 2006, el de ensayo significó duplicar el número de páginas para incluir todas las piezas dispersas durante medio siglo en revistas, suplementos y diarios mayoritariamente venezolanos e iberoamericanos. Ha sido en el tercer tomo dedicado a sus heterónimos donde hemos encontrado mayores sorpresas, pues el rastreo de sus archivos, en manos de su viuda Aymara Pinto de Montejo, nos ha permitido reconocer que el maestro estaba muy dedicado a sus alter egos. De los cinco ya reconocidos –léase Blas Coll, Sergio Sandoval, Tomás Linden, Eduardo Polo y Lino Cervantes– hemos encontrado profuso material inédito en, al menos, las obras de Sandoval y Polo. Pero más sorprendente aun ha sido encontrar a un nuevo heterónimo de origen rumano, Lucian Vacaresco, que lejos de ser poeta, como todos los anteriores, es un dramaturgo que nos presenta una obra postapocalíptica, protagonizada por tres mujeres, que ha recibido el título de “El ángel”. Diera entonces la impresión de que, hacia el final de su vida, Montejo se sentía muy atraído por esas otras voces suyas que le permitían ser, a ratos, un sonetista, un coplero o un recitador de versos para niños. ¿En qué momento siente la necesidad de otras voces propias? No cabe duda de que su siglo XX, que pudo despedir con un poemario inolvidable, contó con referencias ineludibles como Pessoa, Machado o Eliot, a quienes leyó con pasión y a quienes tuvo como modelos de alteridad. Crecer con otras voces habla de desdoblamiento, de imaginación, de escucha, de ser otro siendo el mismo. Quién sabe entonces si esa duplicidad, ese mandato coral, lo atraía como nunca, pues esos hijos dispares no cesaban de crecer con más y más travesuras.
Ya hemos dicho que los diez poemarios de Montejo aparecieron entre 1967 y 2006. En contraste, su primer libro de heterónimos, el memorable El cuaderno de Blas Coll, sale a la luz en 1981. Si comparamos este título con el más cercano de su producción ortónima, descubrimos que se trata de Trópico absoluto, publicado en 1982: el quinto libro de los diez poemarios del maestro. Podríamos entonces inferir que la primera voz heterónima surge cuando el poeta está, diría Dante, en el medio del camino, en pleno esplendor. Y a partir de Coll, van naciendo sus colígrafos uno tras otro: Sergio Sandoval en 1986 (cercano a Alfabeto del mundo), Tomás Linden en 1995 (cercano a Adiós al siglo XX), Eduardo Polo en 2004 (cercano a Papiros amorosos) y Lino Cervantes en 2006 (coincidiendo con Fábula del escriba, su último libro publicado en vida). Si además sumamos los títulos diversos de la obra heterónima (léase Cuaderno de Blas Coll, El añalejo, Guitarra del horizonte, El hacha de seda, Las velas, Chamario, Rimario, Treinta coligramas o El ángel ) estamos hablando del doble de títulos de la obra ortónima. No cabe duda de que, cualquiera fuere el desenlace, el poeta habría mantenido a sus colígrafos a la par de una obra poética que no cesaba de crecer.
La obra heterónima de Montejo ha significado amplios registros: va del juego al humor, del trabalenguas a la mofa, del clasicismo del Siglo de Oro a los caligramas de Apollinaire, de la clásica copla castellana a la reducción al absurdo del idioma, de la esbelta sonoridad al ruido del encierro. Como lectores, reconocemos a estos fingidos autores como poetas, editores, correctores o polemistas. Leemos sus obras para reconocer a hombres de letras, pero en lo personal, debo confesar, a mí me maravilla, quizás por mi condición de narrador, la construcción digamos biográfica que Montejo ha intentado para urdir una trama que se quiere de carne y hueso. ¿Quiénes son estos individuos?, ¿de dónde vienen?, ¿en qué ciudad han nacido?, ¿por dónde han viajado?, ¿quiénes son sus antepasados?, ¿por qué todos han tenido un destino venezolano? Lo que pareciera insignificante, no lo es, porque sin drama entre personajes no puede haber relato, no puede haber función narrativa. En estas breves líneas intentaré compartir un retrato de los colígrafos con sus luces y sombras.
Comencemos por la geografía, o más específicamente por la aldea pesquera de Puerto Malo. Se trata del único, pero también abarcante locus ficcional de esta trama de colígrafos. Se describe como una población compacta, a pie de monte, lindante con el Mar Caribe. Sus dimensiones parecen estrechas, y sin embargo su vida civil, su dinámica cultural y sus ritos religiosos, nos hablan de una pujante comarca, más avanzada que las poblaciones próximas, que sí son reales. Alrededor de la intrincada obra de Lino Cervantes, maestro del coligrama, las voces críticas e incluso ácidas se expresan desde publicaciones como Revista Timón, Revista La Piedra, Revista Tajamar, Gaceta de Puerto Malo y Diario La Hora: un verdadero enjambre de plataformas para expandir la opinión y la crítica más allá de las altas montañas costeras. Montejo la quiso ilustrada, liberal y, por momentos, también reverencial, postulando al presbítero Tiznado como el guardián de las buenas costumbres y el más encumbrado civismo. ¿Pero a qué se debió la opción geográfica? Pudo haber deseado los Valles de Aragua, donde alguna vez pernoctó el sabio Humboldt, pudo pensar en algún pueblito andino con habitantes cadenciosos, pudo sumirse en el vértigo horizontal de los llanos centrales y creer que las ánimas de los cuentos de camino eran sus heterónimos. Prefirió, sin embargo, un paisaje más cercano, más próximo a su biografía. Es cierto que Montejo nació en Caracas, de padres y abuelos de ascendencia canaria, pero su infancia, su adolescencia, sus primeros amigos, sus estudios y su alma mater correspondieron a la bien llamada Valencia del Rey, último bastión realista durante la Guerra de Independencia. Es allí donde se hace poeta junto a sus compañeros de generación J. M. Villaroel París, Teófilo Tortolero, Alejandro Oliveros y Reynaldo Pérez Só. Así que le bastó mirarse a sí mismo, confiar en su entorno geográfico, para montar su fábula. Valencia, capital del estado Carabobo, es una ciudad que se eleva a quinientos metros del mar, pero a media hora en auto el viajero encontrará poblaciones playeras como Cumboto, Borburata o Patanemo (esta última muy ligada al heterónimo Tomás Linden). Este frente marítimo es muy apreciado por los valencianos, en parte por la cercanía y en parte por la presencia de una serie de cayos voluptuosos muy apetecidos por los bañistas. A estas alturas, no podríamos asegurar que al Montejo de carne y hueso le gustara el mar, pero sí como referente poético, pues aparece a lo largo de toda su obra, descrito de múltiples maneras. Si fuese cierta esa relación, el poeta hubiera optado más bien por las costas del colindante estado Aragua, más sombrías porque están precedidas por los milenarios árboles del Parque Henri Pittier, que se debaten entre sí para lograr más altura y rozar un tímido baño de sol. Esas costas también son añoradas por los valencianos, pese a que el trayecto es más largo, el camino más estrecho y la afluencia más escasa, tal como le hubiese gustado al maestro. En síntesis, la geografía de los heterónimos quizás se limite a la línea costera que va de este a oeste, entre Aragua y Carabobo, digamos desde el villorrio de Chuao, reconocido por su excelso cacao de porcelana, pasando por Choroní y Ocumare de la Costa, y muriendo en el poblado ya mencionado de Patanemo, donde el sonetista sueco Tomás Linden se refugió en su edad adulta. Por último, excepción aparte merecería la población de Temerla, que es donde nace Sergio Sandoval, una aldea de impronta colonial perteneciente al estado Yaracuy, que es el que le sigue a Carabobo en esa línea costera de la que venimos hablando. Este sería el punto final del territorio imaginado por Montejo para sus heterónimos, donde solamente Puerto Malo es ficticia junto a sus seis colígrafos.
¿Quiénes son estos individuos?, ¿de dónde vienen?, ¿en qué ciudad han nacido?, ¿por dónde han viajado?, ¿quiénes son sus antepasados?, ¿por qué todos han tenido un destino venezolano?
Si buscáramos una equivalencia real para Puerto Malo en lo que hemos llamado la línea costera, tendríamos que pensar en dos opciones: Ocumare de la Costa o Choroní. De la primera sabemos que fue colonizada en 1731, que fue refugio para Francisco de Miranda en su desembarco de 1806, que Simón Bolívar la visitó en 1816 a su vuelta de Haití, que en 1916 logró terminar la carretera que la enlazaba con el resto del país. De la segunda sabemos que originalmente fue un asentamiento guaiquerí, que fue fundada como doctrina de indios en 1616, que Bolívar la visitó en 1806, que allí nació en 1875 la venerada Madre María de San José. Ocumare ha ido creciendo como una cuña que va aplanando los montículos hasta llegar al mar y esparcirse en una extensa bahía curva; Choroní, en cambio, ha crecido a la redonda, manteniendo la cuadrícula colonial y la mayoría de las calles empedradas. En los tiempos actuales, Ocumare se ha convertido en una ciudadela comercial y turística, con una población de 14.000 habitantes; en cambio Choroní se mantiene apacible a pie de monte, distanciada a tres kilómetros de su costa natural, léase Puerto Colombia, y con una población de 5.000 habitantes, casi toda estable. Sin calzar del todo, las características históricas de Choroní se aproximan mucho más a las de Puerto Malo: pueblo apacible, figuras principales, jefes civiles y religiosos, escuelas con maestros dedicados, párvulos por doquier, economía de pesca, abastos con víveres frescos. A esta plantilla rodeada por una jungla, a esta matriz más que singular en flora y fauna, con habitantes decimonónicos, agrega Montejo una dinámica cultural excéntrica de poetas nativos y foráneos, de impresores con linotipo, de revistas y gacetas, de lectores conservadores o polémicos: una réplica de la Tebas griega en pleno trópico. Esta invención literaria se hace acompañar por personajes también literarios que vale la pena reconocer.
Reconozcamos al primero de la saga, el bien llamado maestro Blas Coll, que llega a Puerto Malo en 1932, es decir, antes de la Segunda Guerra Mundial y en las postrimerías de la dictadura gomecista, para desaparecer luego de manera misteriosa en 1954, cuando Venezuela todavía luchaba por conquistar la democracia. El relato que refiere Montejo, por lo tanto, se limita a veintidós años de vida: no sabemos qué pudo ser antes ni qué pudo ser después. Y, sin embargo, el legado que deja a sus discípulos, léase los colígrafos, se ha hecho perdurable, incluso más allá de la ficción. Veamos cómo lo presenta Montejo en el llamativo Cuaderno que logra compilar en 1979 y luego editar en 1981:
“Quienes lo conocieron lo describen con rasgos más o menos aproximados. Anoto, de mis averiguaciones, las señas que más se reiteran: era menudo, de mediana estatura y rostro ovalado. Llevaba siempre unas gafas doradas y un sombrero de fieltro, al parecer su prenda más definitoria, junto con un lápiz achatado sobre la oreja derecha. Solía vestir un delantal de dril oscuro, manchado por la tinta de la imprenta. (…) Su último impreso conocido fue una cartilla para los niños de Puerto Malo, que el preceptor rehusó utilizar en el aula. Según la suposición más aceptable, era originario de las Islas Canarias, pero debió de haber viajado mucho antes de asentarse en esta bahía calurosa. La conjetura de su procedencia isleña cobra verosimilitud por un fragmento en que identifica su esfuerzo con la reimplantación de la lengua de la Atlántida. Otros testimonios aseveran que mimaba a un loro, su único compañero, al que ejercitó en la repetición de algunas de sus voces inventadas.”
Es curioso que siendo canario su apellido sea de origen catalán, específicamente de Lleida, Lérida en castellano, región muy próxima a los Pirineos. El historiador José Luis Machado, experto en migración canaria, asevera que los primeros Coll llegan a Tenerife en el llamado período colonial, hacia principios del siglo XIX, y se asientan principalmente en San Juan. De manera tal que Mercedes e Isabel Coll, unas de las primeras damas de alcurnia en desembarcar, terminan casándose con los hermanos Hodgson, por lo que el apellido se va diluyendo en los siguientes cruces. Quién sabe si nuestro querido Coll siguió la tradición de migrar y desembarcar de sus antepasados. Si fuese el caso, su desaparición en Puerto Malo a partir de 1954 pudo haberse traducido en un renacimiento de sus orígenes, pues tipografías no hubiesen faltado en el archipiélago.
La siguiente fecha que debemos advertir en esta fábula a seis voces, después de 1932, que es el año de llegada de Coll, es la de 1935, año en que nace Tomás Linden, el llamado sueco de Patanemo. Veamos como lo describe Montejo:
“Era hijo del ingeniero Gunnar Linden, que había llegado a Venezuela contratado para asesorar ciertos proyectos de ingeniería eléctrica. La refinería de petróleo que iba a crearse por entonces en la población de Choroní [primera vez que se menciona esta localidad en este relato colectivo], que a la postre fue a dar a Curazao por designios de los consejeros del Gobierno, estuvo en el inicio del contrato del doctor Linden. (…) Amistado con el clima y la estridente música de las Antillas, Gunnar se enamoró en Puerto Cabello de Ana Torres, una bella maestra oriunda de una aldea vecina, como varias décadas antes se había enamorado allí también de una linda porteña el joven marinero polaco que después se daría a conocer bajo el nombre de Joseph Conrad. (…) Pero Gunnar no era marinero, ni soñador ni novelista, sino pragmático, agnóstico y parrandero, de modo que al poco tiempo casó con Ana en la cálida ciudad portuaria. Tomás Linden, nuestro poeta, fue el unigénito del matrimonio de Gunnar y Ana, cuya unión vino a disolverse tres años más tarde al morir la hermosa maestra. Con su pequeño huérfano a cuestas (…) regresó a Upsala el ingeniero viudo, y allí hizo sus estudios hasta recibirse de arquitecto en la vieja ciudad donde residía su familia paterna. (…) En la única fotografía que conservaba en su estudio aparece Linden a bordo de un carguero noruego junto a un hombre de talante obstinado que, tal como él, mira en alta mar hacia un punto indefinido. Calmos, descontraídos, con barbas de varios días, ambos transmiten en la foto la impresión de quienes tal vez en otra vida ya se dijeron todo acerca de sí mismos y ahora no requieren ni una sola palabra para entenderse.”
De esta imagen no logramos saber si el acompañante es el padre o Blas Coll, ambas figuras paternas. Y también nos queda la siguiente laguna: si Coll llega a Venezuela en 1932 y Linden nace en 1935, ¿cuántos años debieron pasar para que el maestro reconociera a su discípulo? Estimamos que no menos de treinta: unas fechas en las que probablemente ya Coll no estuviese en esos trópicos. Bien sabemos que en 1995 Montejo logra compilar y editar bajo el título El hacha de seda todos los sonetos de Linden, un libro inalcanzable para Coll. Quizás su lectura no hubiese ido más allá del juvenil Álbum de primeros versos, que Linden escribió recién llegado a Puerto Malo, intuyendo que nunca lo terminaría, pues de ese empeño sólo quedarían hojas sueltas, una de las cuales llegó a manos de un compañero colígrafo, generando un reparo crítico. A lo que el sueco de Patanemo ripostó: “Yo escribo el español con dieciocho vocales en la cabeza”.
Pasando ahora al tercer heterónimo, me refiero a Sergio Sandoval, la extrañeza mayor es su corta vida: apenas treintitrés años (1936-1969) y un solo libro compilado. Es el mismo síndrome de Linden, pero en su caso más pronunciado, al punto de dudar si Blas Coll reconoció algunas de coplas de Guitarra del horizonte. Sobre este poeta admirador de Machado, comparto algunos comentarios de Montejo:
“Como varios de nosotros, se inició en el estudio del Derecho, aunque la acción política de los bandos que se hostigaban a diario terminase por alejarlo para siempre del ambiente universitario. Durante aquellos años en que el simple hecho de no optar por una de las formas de lucha despertaba un indicio sospechoso, él eligió la práctica solitaria de la no violencia, que por supuesto lo oponía a casi todos a la vez. Supo desde siempre reconocerse cerca de los necesitados, de los oprimidos por las castas poderosas, pero se resistía a reivindicar el odio militante como principio para modificar el mundo. Creo que el ideal de su prédica apuntaba más bien a un cambio íntegro del hombre, al alumbramiento de una nueva conciencia, sin la cual, según su parecer, al cabo resurgirían bajo nuevas formas las tentaciones de dominio de unos hacia otros. Como un hombre de talento esquivo y distante, Sandoval asumió la soledad de su vocación sin cuidarse de divulgar su propio trabajo”.
Toda una reflexión que, más allá de las diatribas de Puerto Malo, calza bien en la encrucijada histórica en que se debate Venezuela durante lo que va del siglo XXI.
Dejo para el final los casos de Eduardo Polo, Lino Cervantes y Lucian Vacaresco porque son los colígrafos de los que tenemos menos datos biográficos. En todo caso, del primero dice Montejo:
“Como casi todos los miembros de ese extraño grupo, era un escritor, un poeta notable, a quien sus amigos apodaban ‘el mago’, debido a los ritmos y maravillosos efectos que lograba en sus poemas. Un buen día se alejó para siempre de Puerto Malo para dedicarse a la música y a la arqueología marina en otro lugar del Caribe. Sus amigos referían con pesar que antes de ausentarse destruyó todos sus escritos. Hay quienes aseguran, además, que tal como lo hizo una vez un antiguo poeta chino, arrojó al agua, desde un bote, los restos de sus cuadernos y recortes, y después afirmó satisfecho: ‘Ahora todos mis poemas están en el mar’…”
Del segundo, afirma lo siguiente:
“Lino Cervantes, aprendiz de tipógrafo y en ocasiones poeta inclinado a las innovaciones, el compañero que más tiempo permaneció en el taller de don Blas, solía padecer frecuentes períodos de melancolía. No sobrevivió a su maestro mucho tiempo ni dejó descendencia conocida, pero entre sus papeles fue localizado este consejo para prevenir el decaimiento, copiado de puño y letra de Blas Coll: Al amanecer de cualquier día que considere poco propicio, procure concentrarse pensando que Vd. es simplemente la letra “A”. Repare en que ella es la más alegre y tónica del alfabeto. Actúe bajo esa sencilla sugestión hasta la hora de irse a la cama.”
Y del tercero, citamos lo siguiente:
“No son muchos los datos que poseo acerca de Lucian Vacaresco. A decir verdad, salvo dos o tres menciones de su nombre en periódicos de Puerto Malo, pueblo que visitó fugazmente a mediados de los años 60, lo principal consta en la página que le dedicara el tercer número de la revista Ferry-Nord, publicada en Niza en 1970 y consagrada a varios autores rumanos. Según se lee en la citada revista, Vacaresco fue uno de los exiliados rumanos que eligió el sur de Francia como su tierra adoptiva, y allí se desempeñó como profesor de latín en varios liceos de la zona hasta el final de sus días. Fue en Niza precisamente donde lo conoció Felipe Terrán, el munificente protector de los discípulos de Blas Coll, y lo contrató como profesor privado de latín durante un verano a bordo de su famoso yate. Poco después el mismo Terrán lo invitó a conocer Puerto Malo y lo presentó a Blas Coll y a los jóvenes escritores que solían congregarse en su tipografía.”
Retomando las reflexiones iniciales para mejor concluir, diera la impresión de que el abrigo de los colígrafos venía en buen momento para Montejo, sobre todo para abrir líneas de escritura que no eran las usuales. Si a la poesía se le tiene como el género literario más exigente o acabado, en su caso poemarios como Terredad o Trópico absoluto ya eran una cima inalcanzable. De allí que la distracción de otras voces lo entretuviera tanto. Sin embargo, la obra de los heterónimos también se puede ver como un work in progress, en el entendido de que los libros publicados o rescatados seguramente hubiesen sido menos que los venideros. De Puerto Malo esperábamos más tesoros, pero los colígrafos ya no están para que nos revelen sus secretos. La noción de juego, de azar, de travesura, de experimento, tan propia a la literatura moderna, le llegaba a Montejo cuando su poesía alcanzaba plena madurez. En sus archivos, después de Fábula del escriba, su último libro publicado en 2006, no hay pistas en torno a nuevos poemas o libros, pero sí hemos encontrado, como ya hemos dicho, material escrito por varias voces. En síntesis, la voz ortónima estaba en pausa, mientras que la coral en plena efervescencia. ¿Es esto indicio de que el maestro sentía que su obra poética había llegado al fin, rozando sus setenta años? Esto nunca lo sabremos, pero sí podríamos afirmar que las travesuras de sus acólitos estaban muy vivas. La sonrisa de Montejo, para quien la recuerde, era la de un niño. La estoy viendo ahora, bajo el cielo de Salamanca, para comprobar que su obra pudo haber viajado desde la muerte de su hermano Ricardo hasta el vuelo de una mujer que se desnuda en la playa antes de ser absorbida por el horizonte. Desde no sé dónde el maestro sonríe junto a sus heterónimos para recordarnos que la inocencia es el mayor de los dones.
©Trópico Absoluto
Antonio López Ortega (Punta Cardón, Venezuela, 1957) es narrador, ensayista, crítico, editor y promotor cultural. Su obra abarca microficción, cuento, novela, ensayo, diario y antología, y se caracteriza por una exploración de la memoria, la identidad y la experiencia contemporánea. Ha publicado Larvarios (1978), Armar los cuerpos (1982), Naturalezas menores (1991) y Lunar (1996); relatos reunidos en Fractura y otros relatos (2006), Indio desnudo (2008), La sombra inmóvil (2014), Kingwood (2019); y las novelas Ajena (2001), Preámbulo (2021) y Los oyentes (2023). Su trabajo ensayístico incluye El camino de la alteridad (1995), Discurso del subsuelo (2002) y La gran regresión (2017). Ha sido compilador, junto con Carlos Pacheco y Miguel Gomes, de La vasta brevedad (antología del cuento venezolano del siglo XX, 2010) y, junto con Gina Saraceni y Miguel Gomes, de Rasgos comunes. Antología de la poesía venezolana del siglo XX (2019). Es además coeditor, junto a Miguel Gomes y Graciela Yáñez Vicentini, de la Obra completa de Eugenio Montejo publicada por la editorial Pre‑Textos, que integra los volúmenes de poesía, ensayo y prosa del autor.
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