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“Arqueologías” para Orfeo

Por | 25 diciembre 2025

Arqueologías para Orfeo indaga en la poética de la “terredad” en Eugenio Montejo a partir de una arqueología literaria que enlaza la escena homérica del canto de Aquiles con la figura mítica de Orfeo, y de allí con la elaboración montejiana de tiempo, memoria y duración. A través de una lectura detallada de la evolución de Orfeo en Muerte y memoria, Alfabeto del mundo y Fábula del escriba, así como de su proyección en el heterónimo Lino Cervantes, el texto muestra cómo Montejo construye una sensibilidad donde espacio y tiempo se entrelazan en un arkhé poético que se actualiza en la experiencia contemporánea.

Efraín Hurtado, Alejandro Oliveros, Angel Ramón Giugni y Eugenio Montejo retratados por Vasco Szinetar. Chicken Bar, Caracas, 1976. ©Vasco Szinetar

Dura menos un hombre que una vela
pero la tierra prefiere su lumbre
Eugenio Montejo, “Duración”

Y la sangre recorre su profundo universo
Eugenio Montejo, “Terredad”

Una escena del canto IX de La Ilíada me parece muy apropiada para hablar acerca de la noción de tiempo en la poesía de Eugenio Montejo, y del vínculo que tal noción tiene con lo que podemos llamar su poética de la “terredad”. Trataré de abordar aquí esa relación y para acercarme a ello iré a lo más lejos, a lo más remoto de la poesía en nuestra tradición occidental, siguiendo, tan solo, una reveladora pista: cuando en “Ulises”, poema de Alfabeto del mundo (Montejo 182), descubrimos que Homero es para Montejo “el biógrafo” de sus “nativos horizontes” (182). La escena en cuestión representa, para mí (ojalá no me equivoque), la primera imagen del acontecer de lo poético: la vivencia de la enajenación, de la transportación del ser por el gozo de la música y la palabra, donde un presente se transfigura con los contenidos de un pasado que llega a través de un lenguaje y un ritmo que permanecen en el misterio, y que parecen expresar todo el misterio original de lo poético, eso que podría definirse como un arkhé de la poesía.

Tal escena ocurre al comienzo de la conocida embajada a Aquiles: luego de deliberar en la asamblea, los aqueos han decidido enviar una comitiva de héroes a las naves de los mirmidones con el fin de persuadir a Aquiles para que vuelva a la batalla; al llegar allí, sus compañeros lo encuentran tocando la lira y cantando frente a Patroclo (quien, al parecer, espera su turno para también cantar), y el héroe de los aqueos al verlos, “atónito”, se levanta “sin dejar la lira” y les da la bienvenida. 

¿Qué cantaba Aquiles, qué forma poética tenía su canto? Sabemos que cantaba historias sobre los héroes del pasado, pero no sabemos cuál historia, y podríamos solo suponer, conociendo la tradición oral de la épica, que ya estaría cantando en hexámetros. En concreto, el narrador de La Ilíada no nos dice nada al respecto: ese momento del canto pareciera estar encapsulado en el tiempo, truncado en el espacio, pareciera estar momentáneamente como apartado de la diégesis, aislado, separado, sumergido, a tal punto que el narrador con toda su omnisciencia no pudiera realmente penetrar en lo que allí acontece. Para ilustrar este pasaje de la embajada, citaré las traducciones de García Malo (la primera en español), Gómez Hermosilla, Segalá y Estalella, Crespo Güemes y García Blanco: 

1. “Y tocando cantaba las gloriosas / Hazañas de los hombres” (García Malo 14)
2. “Con ella entonces / el ocio entretenía, celebrando / de antiguos campeones las hazañas” (Gómez Hermosilla 267)
3. “con ella recreaba su ánimo, cantando hazañas de los hombres” (Segalá y Estalella 70)
4. “y con ella se recreaba el corazón y cantaba gestas de héroes” (Crespo Güemes 277)
5. “y le encontraron gozándose en su mente con la vibrante cítara, / con ella gozaba en su ánimo y cantaba las gestas de varones” (García Blanco 228)

Una síntesis de estas cinco traducciones me conduce al siguiente resultado: gozo de la “mente” y gozo del “ánimo”, recreación del “ánimo” y recreación del “corazón” del que canta las “hazañas” o “gestas” de “antiguos campeones”, con lo cual me atrevo a afirmar que no hay en toda la épica de Homero otro lugar donde se describa la sensibilidad del individuo que canta como ocurre con Aquiles en esa escena de la embajada. Allí, su íntima experiencia con lo poético, el efecto que en él causa la palabra y la música cuando a él y a ellas se aviene lo memorable. Es el convivir de su presente, su presente de cólera y tristeza, con la vivencia pasada de los otros; el revivir con los fragmentos de la vida —los hechos— de aquella “realidad” de mitos de generaciones heroicas anteriores —los antiguos—, que alarga su tiempo hasta el presente de una lira y una voz con la cual y tras la cual se actualiza la recreación y el deleite. ¿De qué otra cosa podía hablar este héroe sino de la vida que lo había forjado de generación en generación en una larga sucesión de glorias? Esa realidad, que podemos imaginar como un tiempo aconteciendo en fragmentos de imágenes de “gloriosas hazañas”, instalándose en el instante simultáneo de la recreación (recreación como el acto performativo del canto, o del poema, y como deleite, goce), fue la primera terredad, la terredad de cobre en la primera edad de la poesía griega y, por extensión, en nuestra primera poesía. Allí la primera piedra, las primeras notas, las primeras imágenes, de la representación del arkhé en la poiesis

¿Qué cantaría?, ¿qué gesta, qué imagen, qué palabras estarían en esa voz ligada a las cuerdas de su lira? ¿Y qué tono ya tendría dentro de su previsible épica: un élego, una oda? Otros se han planteado más o menos la misma pregunta (Gregory Nagy, por ejemplo). Una pista nos la da Fénix, el viejo mentor de Aquiles y el de más edad de la comitiva, —y con esto voy terminando esta relación introductoria a la poesía de Montejo que quiero abordar—. Al desarrollar su discurso (siempre con la intención de que Aquiles se reincorpore al ejército) Fénix relata una historia suya con Peleo, el padre de Aquiles, y luego la historia de Meleagro, dos héroes de generaciones anteriores, y antes de contar la historia de Meleagro ha dicho: “Todos hemos oído cantar hazañas de los héroes de antaño” (Segalá y Estalella, Homero 74), en una clara alusión al canto de Aquiles que él como los demás han escuchado al entrar a su tienda junto a las naves. ¿Podría haber estado cantando Aquiles también sobre su padre, sobre Peleo? ¿Aprovecharía Fénix, con astucia, lo que recién ha escuchado para penetrar en la coraza de Aquiles y por ello ha comenzado a hablar sobre este héroe, Peleo? Dentro de lo que nos concierne, aquí habría una metonimia relacionando una parte probable del canto de Aquiles con el todo más objetivo del relato del viejo Fénix. Y tal metonimia, aceptándola, nos conduce a otras profundidades del sentido del tiempo y del arkhé poéticos de la terredad en el canto de Aquiles, cuando descubrimos a Orfeo oculto en el silencio, en lo callado de la diégesis (Orfeo nunca es nombrado en La Ilíada ni en La Odisea), como uno más de aquellos héroes de antaño entre las historias de Peleo y Meleagro, quienes, como él, formaron parte de los argonautas, la tripulación del Argos en el mito de Jasón y el vellocino de oro. No sé con certeza hasta dónde pueda sostenerse lo que planteo hasta aquí, pero donde no tengo dudas es que siempre la escena de la embajada en el canto IX de La Ilíada y el cantar de Aquiles me conducen al misterio de la poesía, a la poesía como misterio, por lo que se dice y por lo que se calla, y por su más entrañable figura que, entre sus múltiples agendas literarias, pareciera ser el símbolo primero de toda la poética de la terredad en Montejo como lo es el mito de Orfeo. Aquiles llevándonos a Orfeo, ¿quién lo diría?, aunque en rigor sería lo contrario: Orfeo llegando, extendiéndose por la vivencia permanente de lo memorable hasta el canto y las cuerdas de Aquiles (el Aquiles que nunca es nombrado en la obra poética de Montejo). Esta es la terredad como la concibo y la entiendo en su poesía: esa presencia, esa convivencia de las cosas o de los objetos del pasado más remoto o los del simple ayer, de las tierras lejanas o cercanas, de los símbolos más atávicos o los de nuestra contemporaneidad (del siglo XX al siglo XXI), haciéndose presentes en la vida ordinaria o heroica de alguien que tan solo está atento a la duración del mundo, y Montejo, poeta atentamente conspicuo, fue uno de esos.

Montejo escribió su obra poética (toda su obra en realidad) a lo largo de cuatro décadas, entre el año de 1967 y el 2006, y entre esos años la figura mítica de “Orfeo” dibuja un arco en su poesía donde hay tres poemas más o menos equidistantes en el tiempo (y aquí sí me refiero al tiempo lineal y cronológico) que son como pilares, grandes columnas, que sostienen, así lo veo, la belleza ondulante de su poesía. Me refiero a “Orfeo”, de Muerte y memoria (1972), su segundo poemario; “Orfeo revisitado”, de Alfabeto del mundo, de 1988; y “Máscaras de Orfeo”, de Fábula del escriba (2006), su último poemario publicado en vida. Entre el Orfeo presentido en el canto de Aquiles y el Orfeo manifiesto en la poesía de Montejo la diferencia es de grados, como diría Henri Bergson. Ambos expresan el misterioso poder del lenguaje poético, pero mientras en Aquiles el misterio de aquel permanece en su mutismo y en su invisibilidad, invulnerable en su hermético magisterio, en Montejo se verbaliza, y con ello, se problematiza y hasta queda cuestionado. Transita su obra poética como un ideal vulnerado, desacralizado, y, no obstante, apetecible, anhelado. 

En este sentido, el Orfeo que llega a las páginas de Muerte y memoria pareciera arribar como un santo mendicante, como si apenas su poder se sostuviera por un magro hilo de voz luego de transitar a campo traviesa la era postmoderna: “Solo, con su perfil en mármol, pasa / por nuestro siglo tronchado y derruido / bajo la estatua rota de una fábula.” (9). Es el Orfeo que va de puerta en puerta ofreciendo su don a cambio de limosna: “Viene a cantar (si canta) a nuestra puerta, / ante todas las puertas. Aquí se queda, / aquí planta su casa y paga su condena / porque nosotros somos el Infierno.” (9). A continuación, todo el poema (lo tomo de la antología Tiempo transfigurado). “Orfeo”:

Orfeo, lo que queda de él (si queda),
lo que aún puede cantar en la tierra,
¿a qué piedra, a cuál animal enternece?
Orfeo en la noche, en esta noche
(su lira, su grabador, su casete),
¿para quién mira, ausculta las estrellas?
Orfeo, lo que en él sueña (si sueña),
la palabra de tanto destino,
¿quién la recibe ahora de rodillas? //
Solo, con su perfil de mármol, pasa
por nuestro siglo tronchado y derruido
bajo la estatua rota de una fábula.
Viene a cantar (si canta) a nuestra puerta,
ante todas las puertas. Aquí se queda,
aquí planta su casa y paga su condena
porque nosotros somos el Infierno. (9)

El Orfeo de Alfabeto del mundo ya es como un seglar, se confunde su figura con la del poeta trashumante. Casi un voyeur, menos un aedo, más un organillero, una suerte, en todo caso, de juglar en ruinas que pareciera andar oculto como un pobre vendedor, deambulando de aquí a allá. Sin embargo, va inventando un nuevo lenguaje y con ello, de esa manera, va recobrando su poder. Cito por completo el poema. “Orfeo revisitado”:

Orfear aquí tal vez el hombre puede
solo para sí mismo en la hora atea,
ante los otros con trucos de ventrílocuo.
Orfear acaso tendido en la aceras,
con monológico organillo…
(¿Qué mujer al oírlo no es Eurídice?)
Orfear frente al mendrugo de su perro,
cuando crece el infierno 
y el canto nace a contrasiglo.
Orfear sin para quien, nota tras nota,
aunque no mire estrellas en su noche
y se enmudezca el mundo a la deriva.
Orfear, verbo que nos declina su alto sueño,
verbo en milagro del espíritu,
cuando tartamudeante y roto y solitario
paga en cantos su vida y jura a ciegas
que tras sus pasos un ángel musicante
va recogiendo los últimos sonidos. (169)

Transfigurado en un anónimo urbano, atento al nuevo mundo, lo cree conquistar “tartamudeante y roto y solitario” (169). Es un Orfeo transido y en trance, un sustantivo urbano que se recategoriza en verbo, “Orfear”, para adecuarse a la calle y al nuevo tiempo. Su nueva fortaleza, su identidad verbal, divina y humana, secularmente mortal, seguramente intransitiva: “solo para sí mismo en la hora atea”, “sin para quien”, resguarda su mito mientras se inclina hacia las aceras, las plazas, los edificios, hacia el día a día en atención del ritmo cotidiano, en atención a los senos y cosenos de la realidad. Ce mot génial, “Orfear, verbo que nos declina su alto sueño, / verbo en milagro del espíritu”, ya no implica propiamente un sujeto sino una función individual que podría estar en todos. “Ya todos pueden cantar” sería su ilusión. Ya no es el Orfeo mítico de la Edad de Bronce sino un mito urbano que, metamorfoseado en artista callejero, va haciéndose palabra, va donando su nueva modalidad (o creyendo que lo hace), a finales del siglo XX en cualquier ciudad, en cualquier continente. 

El Orfeo que termina en las páginas de Fábula del escriba ya ha cumplido su misión. De una mendicante “estatua rota”, como en Muerte y memoria, de la verbalidad cósmica y cotidiana de un juglar callejero, como en Alfabeto del mundo, ahora es una presencia anhelada en la vasta morada de ese escurridizo Yo, el Yo poético, al que también, por amabilidad con el lector le ponemos un nombre, por ejemplo, digamos que se llama Eugenio Montejo. Y es que sería mucha la rudeza si leemos el sujeto de este poema desde categorías académicas porque es imposible no ver allí sencillamente al propio escriba, a Montejo, en la realidad de su fábula; es imposible no escuchar allí su voz, entusiasmarnos allí con las revelaciones de sus máscaras, comprender allí la potencialidad, el apetito, el anhelo, de su ulterior destino: diluir a Orfeo entre las máscaras con las que ha percibido el mundo. Como Aquiles, arrobado por el deleite de su entusiasmo, aquí Montejo se rinde a las hazañas de su héroe, al que ha perseguido y enfrentado en toda su poesía. A continuación todo el poema. “Máscaras de Orfeo”:

Quizá me vuelva Orfeo después de tanto,
al cabo de los siglos y milenios
y mil metamorfosis.
El mismo bardo y mago que fue y vino
de esta vida a la otra, tantas veces,
por tenebrosos laberintos. //
Quizá me vuelva Orfeo alguna tarde
y a cielo abierto encarne su destino,
el que propaga el canto de la tierra,
aunque su lira duerma bajo el agua,
ya náufraga en el fondo
y para siempre inalcanzable. //
Quizá me vuelva Orfeo definitivo,
inconfundible con cualquiera de mis máscaras:
de gallo, pájaro, o cigarra,
aunque prefiera ahora la de sapo
frente a la oscuridad y su pantano,
un sapo cósmico que engulle estrellas muy distantes.
El que aprendió su jazz en el infierno,
el cantor trágico de Tracia,
éste que croa aquí debajo de los astros
y chapotea a gusto en agua y lodo
y afina y desafina mezclando el tiempo y el espacio. (35)

Ese anafórico “Quizá” al inicio de cada estrofa, dentro del paralelismo ternario del poema, no implica tanto duda como asombro definitivo de la rendición, es el thauma, el maravillarse, ante el encuentro, la convivencia, con un contenido vital de su duración de poeta como lo es la figura mítica de Orfeo, pero sobre todo con su percepción, su imagen sensible. Ya la terredad, aquí, es más que obvia. Volverse Orfeo, allí, es diluirse en la simultaneidad de lo memorable a través de cualquiera de sus voces, sus máscaras, es esa coincidencia de un ideal que desde Memoria y muerte ha venido a instalarse en la temporalidad poética de Montejo. Visto desde estos poemas, Montejo llevó consigo toda su vida de poeta la presencia de ese arkhé órfico de la poesía —me dispensan el probable pleonasmo— con el que se enfrentó y luchó hasta aceptarlo por completo, a pesar de sus carencias modernas y míticas, como por ejemplo ocurre en este poema, “Máscaras de Orfeo”: allí, el pulso del mito afinando y desafinando a través de la terredad del sapo mientras su lira duerme, “inalcanzable”, perdida (para él y más para sus poéticos dolientes) “bajo el agua” ancestral. Uno de esos dolientes aparece al final de Fábula del escriba, Jorge Silvestre, uno de  sus heterónimos, y en él pareciera prolongarse y problematizarse de nuevo ese encuentro final con Orfeo como parte de la misma búsqueda, la continua búsqueda. Ya antes, en Partitura de la cigarra, Montejo había escrito: “En vano busco la prosodia beatifica / la quietud de la nieve silábica” (18). ¿Después de este poema, después de este último libro, qué otros planes tendría Montejo para su poesía?, ¿qué otro poema “órfico” vendría después?, ¿en cuánto tiempo?, ¿qué oblicuidad hubiese tomado su destino de palabra?

Lo que sabemos es que en ese año 2006, además de Fábula del escriba, también Montejo publica con el heterónimo de Lino Cervantes los treinta coligramas que conforman el poemario La caza del relámpago en edición conjunta con El cuaderno de Blas Coll (su quinta edición). Creo que tales poemas, dentro de todo el experimentalismo y hermetismo al que responden, pueden también ser leídos en clave órfica. Creo que ellos están en un lugar en que la búsqueda de la “prosodia beatífica” alcanza toda su musicante entropía. Con Lino Cervantes se llega a una estructura formal, cerrada es cierto, pero en la cual la naturaleza caótica de la palabra, “más cerca de la termodinámica que de la literatura propiamente” (Montejo 126), arrojada en la persecución del silencio —“la quietud de la nieve silábica”—, intenta llenar el vacío del sentido, del sentido del mundo, como una delirante oración. Y en esa función del sentido y en ese orar, así lo veo, quedaría contenida una expresión del misterio órfico de la poesía: su origen, su arkhé. De allí que las palabras en los coligramas de Lino Cervantes se deformen buscando una transfiguración, de allí que la sustancia de los morfemas, y con ello los fonemas, deriven en “tonemas” (Montejo 125), como las unidades mínimas de un lenguaje hecho de mágicos tonos, pero también, seguramente, como imágenes del verbo “tonar”, que significa “tronar o arrojar rayos”. Lo cual conllevaría a la explicación dada por Montejo: “El anhelo de dar caza a un relámpago parece traducir el secreto deseo de alcanzar la lumbre que despide una palabra antes de convertirse en silencio puro.” (Montejo 86). Volver a los “nativos horizontes” de Montejo puede ser útil para explicar por qué estos coligramas podrían ser leídos, según lo señalado, como textos inclinados a lo órfico. 

Esta vez el canto XVIII de La Ilíada nos ofrece una llave para entrar en la etimología y en lo mágico de “Lino Cervantes” como nombre del autor de los coligramas, ese “discípulo predilecto de Blas Coll” (Montejo 124), “el amado discípulo” (127). Esta vez se trata del conocidísimo pasaje de la fabricación de las armas que ocurre ya al final del canto y, en concreto, al final de la écfrasis del escudo que Hefesto forja para Aquiles, y en la cual se describe una vendimia que da cuenta de los ritos rurales en la Grecia de la Edad Arcaica (o quizás en la de Bronce). Una de las versiones de Segalá y Estalella dice de esta manera: 

También entalló una hermosa viña de oro cuyas cepas, cargadas de negros 
racimos, estaban sostenidas por rodrigones de plata. Rodeábanla un foso de 
negruzco acero y un seto de estaño, y conducía a ella un solo camino por donde 
pasaban los acarreadores ocupados en la vendimia. Doncellas y mancebos, 
pensando en cosas tiernas, llevaban el dulce fruto en cestos de mimbre; un 
muchacho tañía suavemente la armoniosa cítara y entonaba con tenue voz el 
hermoso canto de Lino, y todos le acompañaban cantando, profiriendo voces de 
júbilo y golpeando con los pies el suelo.” (163). (Las cursivas son mías)

Aquí, al contrario de la escena del canto de Aquiles, la relación con Orfeo es más directa ya que  el Lino de Homero —Linos—, según algunas versiones de su historia en la mitología griega, fue un “músico notable” considerado “hermano de Orfeo” y a quien se le atribuía “la invención del ritmo y la melodía” (Grimal 326). En este sentido legendario, son muy variadas sus relaciones con Orfeo, pero todas muy estrechas: la tradición lo muestra como hermano, a veces como abuelo, otras como maestro o como un discípulo muy cercano (Athanassakis, Wolkow 196), (Graves 146-148). Pudiera ahondar más en torno a las variables de Lino como referente en las traducciones de La Ilíada, pero creo que con lo señalado es suficiente para, por lo menos, vislumbrar la relación o la filiación de sentido, aunque sea de manera tangencial, aunque sea de manera oblicua, entre el Orfeo mítico, el músico y sacerdote de los argonautas, ese que presentimos en el canto de Aquiles, y el Lino, discípulo amado de Blas Coll, “aprendiz de tipógrafo y en ocasiones poeta inclinado a las innovaciones” (Montejo 42). El Lino mítico lleva, alarga, desplaza, prolonga a Orfeo desde, al menos, la Edad Arcaica griega cuando se le nombra en la escritura, hasta el Lino del siglo XX en un lugar de la tierra que en el mundo de Montejo es llamado Puerto Malo, a la orilla del mar Caribe. Y más cuando sabemos que alguien quiso alguna vez, vaya paradoja, que Lino Cervantes estudiara música en Génova (Montejo 127), en otro mar, en otro puerto, pero en la extensión del antiguo Mediterráneo de Orfeo. Y cobra entonces, creo, más valor el ilustre apellido de Lino. De pronto se nos ilumina desde su antiguo esplendor porque con él se completa la ecuación de la terredad contenida en “Lino Cervantes” como heterónimo. Pulsa en su centro nada más y nada menos que un origen de la música y de la escritura, y más si aceptamos la leyenda de Lino como maestro de Orfeo. Lino es un arkhé atávico de la música, Miguel de Cervantes es el arkhé moderno de nuestra escritura hispana. Blas Coll seguramente estaba persuadido de ello, y tal vez de ahí la importancia de Lino Cervantes para él: de cada étimo y de cada arkhé, duraciones y terredad. 

Montejo es uno más de los grandes que han escarbado y excavado en la duración para encontrar a cada instante, en cada lugar, en cada palabra de afuera o de adentro, ese elemento primordial de la poesía. El arkhé es eso en su sentido primitivamente etimológico —valga otro pleonasmo—: origen, comienzo, causa primordial. El uso que he tratado de emplear aquí está orientado más hacia un sentido de sustancia donde se ligan las cosas del espacio y el tiempo. Es decir, más en un sentido “arqueológico” de posibilidad, búsqueda, encuentro o hallazgo, que en uno “arquetipal”, más fijo, plenamente simbólico, más determinado. (Esto último requeriría otro nivel de análisis, muy importante por cierto para abordar también la poesía de Montejo, que dejo de lado por los momentos, ya por una cuestión de espacio, ya por una cuestión de mis fuerzas). He preferido guiarme por las intuiciones de Bergson más que por las de Carl Jung, sobre todo porque me es claro que la duración está en la base creativa de la concepción de la terredad en Montejo, y hablar de la terredad es consignar los presupuestos sobre el tiempo, llamémoslo bergsoniano, ligado al sentido espacial y poético del “arqueo” y de la “arqueología”. Arqueología como disciplina poética, arqueo como hábito de la atención ante la vida, el todo de la vida: su pasado, su presente, su futuro, en cada punto de nuestro recorrido espiritual por la tierra, a cada instante, simultáneamente. El poema “Arqueologías”, de Terredad, lo ilumina así: “donde la vida abra sus signos / volverá lo que fue, lo que nunca perdimos” (45). A esto lo llamó Montejo, si no me equivoco, “tiempo transfigurado” (6) en el prólogo de esa antología que él mismo preparó y tituló de esa manera, y que, particularmente, creo que es la mejor de sus antologías (por su prólogo, por la selección de los poemas a la fecha, por la editorial); y cuyo primer poema, oh sorpresa, es el “Orfeo” de Memoria y muerte.

El último verso de “Máscaras de Orfeo”, el tercer poema citado en este trabajo, es elocuente para lo que acabo de decir: “y afina y desafina mezclando el tiempo y el espacio”. He puesto en cursivas el segundo sintagma para señalar la expresión desde donde opera la terredad en Montejo. Si la noción de “arquelogía” está ligada etimológicamente a la palabra griega arkhé,  tan importante para el valor de lo poético aquí desarrollado, este sintagma está ligado a la palabra latina origo como núcleo sintáctico de esa poética. Allí, en un sentido textual, cuando dice: “mezclando el tiempo y el espacio”, vemos el centro de su idea de la terredad. En la idea de este sustantivo abstracto, “terredad”, está la sensación del espacio del sustantivo concreto “tierra” —Orfeo es “el que propaga el canto de la tierra”—, junto a la sensibilidad del tiempo que implica el sustantivo abstracto “duración”. De esta “mezcla”, de esta aglutinación se deriva la noción de terredad. Bergson, ilustraba su idea de la duración, su idea de memoria-tiempo, como un gran elástico o como una inmensa frase única. Decía en La energía espiritual: “Yo creo que nuestra vida interior entera es algo como una frase única empezada desde el primer despertar de la conciencia, frase sembrada de comas, pero nunca cortada por puntos. Y creo, por consiguiente también, que nuestro pasado todo está allí, subconsciente, quiero decir, presente a nosotros.” (89-90), y en Materia y memoria afirmaba que: “La materia es en el presente, y si es verdad que el pasado deja sus huellas, no son huellas de pasado más que para una conciencia que los percibe y que interpreta lo que percibe a la luz de lo que rememora: la conciencia retiene ese pasado, lo enrolla sobre sí mismo a medida que el tiempo se desarrolla, y prepara con él un porvenir que contribuirá a crear.” (254). 

Creo que Montejo parte de estas ideas para hablar del tiempo transfigurado, que es el tiempo que permite enlazar con la vida interior y trasformar toda la experiencia terrenal en poesía. Por eso mismo, la segunda parte de su libro Adiós al siglo XX, que abre, precisamente con el poema “Tiempo transfigurado”, se titula: “El pasado se contrae, el futuro se dilata” (29); por eso, en Algunas palabras, leemos: “el tiempo no sabe matemáticas (81); por eso, en Partitura de la cigarra, el verso que sigue: “Cuántas veces, en tantos otros siglos / contemplaron mis ojos esta escena” (31), del poema “En casa”. En todo esto, y más, mucho más, la terredad aparece entre las cosas más domésticas, entre los momentos más familiares, entre toda la disipación de la urbe, como algo, una imagen siempre amorosa, que se pliega desde otro espacio, que se desplaza, que se prolonga (los verbos son de Montejo) y convive, concerta, en la medida que acompaña la relación de un determinado presente que se actualiza como poético. No es un principio de evocación, no se trata de eso, es decir, algo que nos parece a otra cosa, no es una analogía, tampoco un artilugio; los contenidos de esas concertaciones son sensibilidades de la duración convertidas en imágenes verbales; es la magnitud de un pasado que se actualiza, experimentado, vivido, como una página o un fragmento biográfico, de crónica, más bien, del conocimiento. Pero no es un conocimiento solo de sí, es antes el de un mundo interior haciéndose en los otros, en nosotros. Ese conocimiento se da como una condición amorosa con lo vivido: tradición, historia, biografía, todo allí en la cuna de la memoria.

La terredad es el estado en que aparecen las sensaciones de otros espacios entrelazados con las del tiempo que conservan: emanación de las cosas, de las circunstancias de la cotidianidad, por lo general en ruinas; es un esplendor de la memoria o de lo memorable dando vida a la presencia simple, (muchas veces estéril o pobre) de ese hoy circunstancial del sujeto poético. Esos contenidos no son, en principio, temporales, son antes espaciales, y esto es lo que distingue la terredad, de la noción general, metafísica, de la duración; son intuiciones espaciales, de allí sus atributos con la tierra y lo terrenal: son contenidos de materia sentida, presentida, intuida, en un desplazamiento, prolongación, de un allá para acá. Es el Atlántico o el mar Caribe o una arena de este litoral o el cemento de aquella acera caraqueña a la que llega el Mediterráneo o una piedra de Troya. Son unas olas del Egeo en las orillas del Caribe, es un copo de nieve de Islandia en la aridez de nuestro venezolano trópico. Es, como el poema “Arqueologías”, donde los sueños de Orfeo, las náyades, Tebas, su Manoa y la Atlándida “siguen a los hombres” mientras “los continentes se desplazan” (45), o como el poema “Mare nostrum”, de Algunas palabras, donde “las palmas a orillas del mar / se sirven té y hablan de los clásicos.” (77). Es la simultaneidad de un espacio que se aviene hasta otro para aglutinarse con una dimensión poética de la vida, para mezclarse, ahora sí, cosa que es casi de inmediato, de allí lo simultáneo, con un tiempo singular, dilatado en los ángulos del espíritu, que es rescatado bellamente en un poema, con todas las limitaciones que el lenguaje pueda tener. 

Comencé este trabajo con Aquiles para encontrar a Orfeo, lo termino con Ulises para celebrar a Montejo mezclándose con el tiempo y el espacio, con la duración abriéndose, con los hallazgos acercándose: en fin, con unas cosas de su terredad. Es el poema “Ulises”, de Alfabeto del mundo:

Barcos que veo, allá a lo lejos balanceándose,
cerrados como libros hace mucho leídos.
¿Qué dicen, qué no dicen? —Hoy hablo griego
a bordo del primero que parta. Soy Ulises. //
Barcos que cierro los ojos para ver
dentro de mí con la añoranza de sus Ítacas.
No sé en cuál voy, en cuál de tantos leo a Homero,
el biógrafo de mis nativos horizontes,
ahora que llevo un poco de café para los dioses
que nos prometen un viaje propicio. //
Soy o fui Ulises, alguna vez todos los somos;
después la vida nos hurga el equipaje
y a ciegas muda los sueños y las máscaras.
Mi corazón ya leva el ancla. Estoy a bordo.
Cuando distinga la voz de las sirenas
en altamar, al otro lado de las islas,
sabré por fin qué queda en mí de Ulises. (182) (Las cursivas son mías)

Referencias

Athanassakis, Apostolos y Benjamin Wolkow. The Orphic Hymns. Traducción, introducción y notas. The John Hopkins University Press, 2013.

Bergson, Henri. La energía espiritual. Ensayo y conferencias. Traducción de Eduardo Ovejero y Mauri. Daniel Jorro editor, 1928.

———. Materia y memoria. Ensayo sobre la relación del cuerpo con el espíritu. Traducción de Pablo Ires. Editorial Cactus, 2006.

Cervantes, Lino (Heterónimo). La caza del relámpago. bid & co. editor, 2006.

Graves. Robert. Los mitos griegos II. Traducción de Luis Echevarri. Revisión de Lucia Graves. Alianza Editorial, 1985.

Grimard, Pierre. Diccionario de mitología griega y romana. Traducción de Francisco Payarols. Ediciones Paidos, 1982.

Homero. La Ilíada, Tomo II. Traducción de Ignacio García Malo. Pantaleón Aznar, 1788. Online: Internet Archive. Fecha de consulta: agosto 2024.

———. La Ilíada, Tomo I. Traducción de José Gómez Hermosilla. Imprenta Real, 1831. Online: Internet Archive. Fecha de consulta: agosto 2024.

———. La Ilíada. Traducción de Luis Segalá y Estalella. Editorial Porrúa, 1986.

———. La Ilíada. Traducción, prólogo y notas de Emilio Crespo Güemes. Gredos, 1991.

———. La Ilíada, Volumen II. Texto, traducción y notas de José García Blanco y Luis María Aparicio. CSIC, 2019.

Montejo, Eugenio. Adiós al siglo XX. Ediciones Aymaría, 1992. 

———. Alfabeto del mundo. Fondo de Cultura Económica, 1988.

———. Algunas palabras. Monte Ávila Editores, 1976.

———. El cuaderno de Blas Coll. bid & co. editor, 2006.

———. Fábula del escriba. Editorial Pre-Textos, 2006.

———. Partitura de la cigarra. Editorial Pre-Textos, 1999.

———. Terredad. Monte Ávila Editores, 1978.

———. Tiempo transfigurado (Antología poética). Ediciones Poesía, 2021.

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