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La bestia y el Miranda

En junio pasado, visitando la Galería de Arte Nacional, pude observar el cuadro original de Arturo Michelena, Miranda en la Carraca, desde una cercanía inhabitual. Al hacerlo, me sorprendió entonces descubrir lo que creo es una cripto-imagen, para mí claramente delineada en forma de mancha por Michelena en una de las maderas del catre de Miranda, estratégicamente alineada en diagonal con el rostro del héroe, figurando la cabeza de una bestia, una hiena, un zorro, un animal predador allí clavado, con su hocico abierto. Es decir, se trataría de la representación de aquello que los antiguos llamaban un sarkasmos: la piel desollada de un monstruo vencido, Gorgona o Medusa, clavada en un madero o transformada en manto de victoria. ¿Qué significa esta cabeza de animal vencido, como el héroe, disimulada en la madera que sostiene el lecho donde yace la imagen emblemática del heróico vencimiento nacional? Quizás se trata de la primera cripto-imagen del arte nacional. Quizás indica que hay otras en la obra de Michelena. Pero más allá del entusiasmo por este posible descubrimiento, me fascina pensar cómo esta presencia modifica, matiza, enfatiza, o descubre sentidos en la obra culminante de nuestro prócer vencido. Al mismo tiempo, me deja perplejo pues que yo, habiendo frecuentado tantas veces el Miranda en la Carraca, no haya podido identificar hasta ahora esta cripto-imagen, o que en mi defecto, hasta dónde yo puedo saber, nadie más lo haya hecho.

Miranda en La Carraca. Arturo Michelena. 1896. Colección Galería de Arte Nacional.

Hay una bestia clavada en el Miranda en La Carraca. Sobre la superficie frontal del bloque macizo de madera que sostiene aquel catre humillado figura la imagen de un animal feroz, su fauce abierta, enceguecido de rabia en su desfallecimiento, agonizante, clavado como el héroe absorto en el sueño del fracaso al lecho de su muerte, en su catafalco vivo.

Son, pues, dos los rostros que nos mirarían en esta obra, dos las faces opuestas que nos admonizan, y que amonestan nuestros ojos: una es el rostro absorto del héroe melancólico en el ensismismamiento de su última hora, otra es la bestia muriente en la violencia de su último aliento. En esta oposición entre el predador y su presa humana, doblefaz de rabia animal y humana melancolía se define un sistema de miradas, a la vez similares por sus circunstancias o funciones y opuestas por su naturaleza, sugiriendo un campo abierto de significaciones gracias a la imagen doble, críptica, feroz e ínfima que sostiene su aparato heroico.

La presencia de esa bestia allí clavada, sorprendente para quien se acerque atentamente al cuadro, se me hizo clarísima evidencia en mi última visita a la Galería de Arte Nacional de Venezuela donde, gracias a una exhibición muy discutible en homenaje al Miranda de Arturo Michelena, pude ver con cercanía inhabitual la obra, detallando la faz furiosa y doliente de un animal que me miraba desde las venas de la madera pintada. Dos veces clavada allí: herida por lo que parece ser una lanza -una pica, una astilla cruel-, su cabeza expuesta en una agonía que los clavos rústicos de grueso acero del catre también enfatizan.

Una vez reconocida esta figura en su críptico enterramiento de madera se hacen obvios los indicios vectoriales que el pintor parece haber estratégicamente distribuido en esa coordenada de su obra para, disimulándola, también revelarla: el ángulo de la aledaña mesa, un fragmento de hoja, un triángulo blanco, absurdo si se nota que el libro al que pertenecería parece estar cerrado, un clavo de hierro en posición oblícua, como una flecha, funcionarían todos como indicios, deícticos figurales señalando la presencia de esta mancha zoomorfa, cripto-imagen desde la cual se constituye una relación de tensión diagonal que se extiende, a través del brazo del prócer, hasta su faz de admonitor monumental.

¿Qué significa esta cabeza de animal vencido, como el héroe, disimulada en la madera que sostiene el lecho donde yace la imagen emblemática del heroico vencimiento nacional? La vulgata nos dice a los venezolanos que el predador de Miranda no fue otro que Bolívar: ¿es este gesto velado acaso un manifiesto antibolivariano por parte de Michelena? ¿O es acaso, al contrario, una críptica identificación que hace de Miranda, en la efigie del monumento que lo elogia, la figura de un furor vencido que, como él mismo, allí se expone en su fracaso? También nos dice la vulgata que Eduardo Blanco, secretario de José Antonio Páez, autor de la Venezuela Heroica, posó para Michelena en su Miranda. Sólo podemos concluir que este rostro, también madero de martirio, sirve para señalar así el juego de máscaras que el cuadro enmascara. No podremos tener certeza ninguna de más nada pues la imagen nos condena a vivir en su afásica indeterminación, en su cruel infancia que perdura. No me queda duda sin embargo de que un monstruo animal nos mira desde su muerte en las venas del bloque de madera, sobre el cual un clavo señala, admonitor objetal, lo que estamos llamados a mirar: el doble vencido de esta doble imagen, la otra presa que es Francico de Miranda en la invencible melancolía de su última hora.

Quizás en ese agónico enfrentamiento entre el predador muriente y la vencida presa se sigue jugando, también hoy, el destino y el riesgo de la república: una bestia escondida en el aparato mismo que la enuncia.

Imágenes bestiales escondidas en la pintura occidental abundan, con lo cual este no sería un detalle novedoso, tal sólo quizás la cifra escondida de una de las múltiples significaciones de la obra -si toda obra, en especial moderna, está llamada a conducir la agencia de su propia multiplicidad de sentido. Sorprendente es, con todo, una vez vista la claridad de su presencia en la peana de aquel catre donde yace Miranda encarnando el despojo de la república primera, que nadie la haya visto antes, hasta donde puedo saber, y por lo tanto que nadie haya tenido la ocasión de interpretarla.

Hace algunos años Jean-Hubert Martin, acompañado por Dario Gamboni y Michel Weemans, entre otros, acometieron la empresa curatorial de una inmensa exposición en el Grand Palais de Paris dedicada, como un manifiesto, a la abundancia, frecuentemente ignorada, de imágenes potenciales escondidas en otras imágenes, de imágenes por imágenes escondidas en el arte europeo. La muestra, cuyo catálogo es ya referencial, se titulaba, precisamente, Una imagen puede esconder otra imagen.[1] Uno de sus co-curadores, el historiador del arte Dario Gamboni, ha profundizado el tema en su libro ya clásico, titulado Imágenes potenciales: ambigüedad e indeterminación en el arte moderno[2]; mientras que Michel Weemans, a quien debo el haberme azuzado a buscar siempre en una imagen aquella otra que se esconde, ha desarrollado la teoría (y la teología) de las imágenes disimuladas, notablemente en forma de paisajes antropomórficos, en la pintura del renacimiento del norte europeo, en sus libros dedicados a Herri Met De Bles (cuya ‘signatura’ pasa precisamente por el esconderse las imágenes de monstruos en piedras y cascadas) o Peter Bruegel.[3]

El asunto, pues, no es nuevo. Son conocidas las cabezas que se multiplican en el follaje de los bosques y parajes escarpados de Jacques de Gheyn III o los paisajes antropomórficos de Jan de Momper, entre incontables artistas antiguos que frecuentaron estas figuras ambiguas.

Izq. Jacques de Gheyn III. Cabezas fantásticas. 1638. Colección Galería de Arte Nacional, Washington DC. Der. Jan de Momper. De la serie cuatro estaciones en paisajes antropomórficos: Alegoría del otoño. 1650.

Michel Weemans ha analizado los fundamentos teológicos de las imágenes crípticas de Met de Bles, proponiendo para los paisajes antropomórficos del artista flamenco la idea de una «exégesis visual» fundamentada en la teología de Erasmo de Rotterdam. Según Erasmo, la Escritura sagrada es alegórica y por lo tanto críptica: la verdad se esconde en ella y requiere de un ejercicio de escrutamiento, un desvelarse tras la opacidad de su «oscuridad enigmática» los misterios que esconde: las imágenes, como las parábolas desconcertantes de Cristo, son entonces «trampas sagradas», es decir, más que simplemente ambiguas o dobles, en todo rigor, son cripto-imágenes.

Herri met de Bles. El mercader robado por los monos. c.1550. Colección Galería de Antiguos Maestros. Dresden.

Así la obra de Met de Bles, titulada El mercader robado por los monos, motivo frecuente en la iconografía, notablemente en grabados, del Renacimiento nórdico, es ejemplo del contraste moralizante entre los valores cristianos y la extravagancia del capitalismo naciente, su obsesión por las riquezas materiales, identificada con una teológica dormición moral. Los monos pillan al mercader dormido, pero toda la escena se desarrolla sobre un paisaje que figura a un enorme rostro acostado, cabeza monumental del mundo terrenal, adormecido. La exégesis busca, con ello, no sólo despertar la mirada hacia la doblez alegórica de la imagen, también el alma del espectador hacia su propia conversión. «Toda imagen de pintura -ha escrito Weemans- posee su parte de sueño, todo cuadro es un sueño a la espera de un centinela vigilante.»[4]

La imagen críptica que figura en la madera del lecho de Miranda no es, con ello, solamente una imagen doble: a la vez cabeza de animal sacrificado y veta de madera. Se trata, también, de una imagen velada, de una cripto-imagen: «la cripto-imagen es un signo que oscila entre el deseo de desvelamiento (ser una imagen) y la tentación de la nada, que satisface la total borradura (ser una no-imagen).»[5] Lo propio de estas imágenes, y la razón por la cual la historia del arte convencional suele despreciarlas u obviarlas como simples accidentes de la forma, es el confrontarnos a la indeterminación semántica de lo sensible, a la oscilación indeterminable de los significados. Son, con ello, la materia en contra de la cual quiere erigirse la vanidad disciplinaria de una historia del arte puramente positiva, objetiva, empeñada en asegurar a toda costa sus tambaleantes certezas.

Pero el gran desafío del lenguaje, que nunca en verdad alcanza a realizar plenamente, consiste en imaginar la imagen, que ella misma no puede imaginarse pues escapa al sentido apenas surge, y apenas aparece inevitable en su presencia se revela también incierta, cercana a la nada que la acecha. Por ello las imágenes pertenecen al régimen de la mostración bruta, pura, en el que se escribe la vida, de allí el nombre antiguo para decir pintor: zoographos. En cuanto repositorios de cierta energía vital, en cuanto imágenes vivas no pueden éstas más que ser materia de suspensión, de suspenso, de augurio oscuro, de presagio incierto. Con ello son, también, la carne principal de prácticas apotropaicas, la encarnación del amuleto, del ídolo, del tótem, del fetiche.

Así en la imagen patria del fracaso republicano nacional, en el abismo de máscaras donde se esconde el rostro de Miranda -precisamente tras la máscara del épico inventor de la saga Bolivariana, Eduardo Blanco- existe también una bestia clavada, sacrificada en el madero de su crucifixión melancólica, su cabeza expuesta como un sarcasmo antiguo en el sarcasmo del vencimiento último del héroe nacional, su improbable significación abierta como el morro de su hocico.

Por lo pronto hay dos posibilidades, opuestas como estas dos caras: Miranda ha sido, como la presa clavada en su madero, víctima de un acto bestial de predación. Ambos son, pues, sarcasmos. Pascal Quignard ha escrito, sobre el orígen etimológico de la palabra sarcasmo, y sobre su sentido antiguo que comparten la bestia muriente y el melancólico condenado, lo siguiente: “Sarcasmo proviene de sarx, que es la palabra empleada por Epicuro para decir el cuerpo (soma) del hombre y el lugar único de la felicidad posible. El sarkasmos es la piel del cuerpo desollado del enemigo, a quien se ha dado muerte. Cosiendo esas pieles “sarcásticas”, el soldado formaba un manto de victoria. Atenea suele arborar la cabeza de Gorgona sobre su escudo, pero puede suceder que la diosa porte sobre su espalda el despojo (el sarkasmos) de Medusa.”[6] Con ello, la segunda posibilidad,  aún más críptica o inquietante que la anterior, para interpretar la bestia velada en el madero de Miranda: el animal no está aún muerto, es el predador cuya presa es Miranda. Su predación no tiene fin, su jeta abierta dispuesta a consumar el sacrificio bestial, incesantemente. Allí mismo donde el prócer -o la república fallida- nos observan se esconde lo que la impide, lo que constantemente la acecha. La tentación de su nada, el abismo de su aniquilamiento en su propio monumento. Quizás en ese agónico enfrentamiento entre el predador muriente y la vencida presa se sigue jugando, también hoy, el destino y el riesgo de la república: una bestia escondida en el aparato mismo que la enuncia.

Notas

[1] Michel Weemans:  Aveuglement et discernement, double voir: Herrit Met de Bles ou les ruses sacrées du paysage réligieux in Martin et al.: Ibidem, p. 42

[2] Jean Didier Urbain citado por Jean-Hubert Martin, Du calembour visuel à la double image in Martin et al.: Ibidem, p.XVII

[3] Pascal Quignard: Le sexe et l’effroi, [Paris: Gallimard, 1994] p. 100

[4] Jean-Hubert Martin et al.: Une image peut en cacher une autre [Paris: Réunion des Musées Nationaux, 2009]

[5] Dario Gamboni: Potential Images. Ambiguity and Indeterminacy  in Modern Art [London: Reaktion Books, 2002]

[6] Michel Weemans: Herri Met de Bles. Les ruses du paysage au temps de Breugel et d’Erasme [Paris: Hazan, 2013] y Michel Weemans, Reindert Falkenburg:  Bruegel [Paris: Hazan, 2018]

Luis Pérez-Oramas (Caracas, 1960), ensayista y poeta, crítico de arte y doctor en historia del arte por la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (París, 1994), director curatorial de la Trigésima Bienal Internacional de Arte de Sao Paulo (2012), Curador de Arte Latinoamericano en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (2003-2017). Pérez-Oramas ha publicado siete libros de poesía (el más reciente: La dulce astilla. Pre-textos, 2015) y cinco de ensayos (el más reciente, Olvidar la Muerte. Pensamiento del toreo desde América. Pretextos, 2016), así como numerosos ensayos y artículos en revistas y catálogos expositivos.

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