La expropiación de Mora Moret: diáspora queer y homofobia de Estado en Venezuela
Alejandro Castro (Caracas, 1986) analiza en este trabajo el estado de la cuestión del derecho a la disidencia de sexo y género en Venezuela, uno de los países de la región más reaccionarios en esa materia. El autor estudia el posible impacto de la violencia de ese atavismo en la diáspora venezolana y se sirve para ello del cortometraje Tannhäuser, a Chávez boy, dirigido por el merideño Cristian Mora Moret en el 2020.
El 23 de julio del 2023, un domingo cualquiera después de otro junio sin nada por lo que sentir orgullo en Venezuela, fueron arrestados 33 hombres de entre 21 y 57 años en la sauna Avalon Club en el Estado Carabobo (en todas partes cuecen habas; pero en Valencia, a calderadas). Se les acusó, varios días después de su detención, de tres delitos: ultraje al pudor, agavillamiento y contaminación sónica. En realidad, el único crimen que cometieron estas personas fue participar en una fiesta (homo)sexual. Como evidencia de la bacanal, como si ese culto estuviera prohibido, la policía mostró fotos, documentos de identidad y condones. En algunos medios de comunicación, por las redes sociales, por los bajos fondos del internet, donde se puede rastrear el verdadero impacto de veinticinco años de chavismo, se describió la juerga como una “orgía con VIH”.
Para encontrar un antecedente habría que remontarse hasta 1901, en la Ciudad de México, cuando fueron 41 los detenidos en una fiesta similar: un baile orgiástico de travestismo y sodomía. La homosexualidad no estaba proscrita por la ley en el México de los estertores del porfiriato, pero eso no impidió que fueran condenados por delitos contra la moral y las buenas costumbres, de acuerdo con una laxa interpretación de un Código Penal de 1871. El arresto de los 33 venezolanos también evoca el de un Virgilio Piñera lleno de pavor, una mañana de 1961. Virgilio sí fue directamente acusado de homosexual por algún Comité de Defensa de la Revolución o funcionario del Departamento de Lacras Sociales (los mismos que persiguieron a Reinaldo Arenas hasta su muerte). El autor de Electra Garrigó fue el último pájaro que cazaron después de una noche en la que dizque limpiaron la patria también de proxenetas y prostitutas, aunque todos sabemos fueron solo a por los pájaros.
La obsesión de la Revolución Cubana con la homosexualidad ha sido ampliamente documentada (aunque nunca suficientemente reprobada). Guillermo Cabrera Infante, confundido, no entendía en más de un libro por qué le preguntaban tanto la hora en La Habana a mediados de los años sesenta. Eran los agentes de Lacras Sociales a ver si, al levantar la muñeca, se le quebraba. Entonces rodaba un triste chiste por Cuba sobre cómo, si Fidel Castro decidía expulsar de la isla a todos los homosexuales, la mitad del país se hubiera dejado sodomizar. La cosa es que, en efecto, Fidel Castro y Ramiro Valdés expulsaron a muchos homosexuales del país para deshacerse de los opositores, de la misma manera en que expulsaron a los opositores para deshacerse de los homosexuales, con la certeza de que no les iban a nacer más.
Por eso lo más parecido a una Arcadia homosexual termina siendo un bar o una discoteca que casi siempre se llama Avalon o Babylon, porque parece que solo en ciudades así, mágicas o legendarias, extraviadas, 33 hombres de entre 21 y 57 años pueden organizar su orgía sin ofender a nadie. En 1845, frente a la costa de Valparaíso, en Chile, Domingo Faustino Sarmiento encontró una de estas islas maricomíticas, conocida como Más Afuera, donde se asentaba, desafiando cualquier mapa de navegación, una sociedad conformada exclusivamente por hombres “dividida entre sí por feudos domésticos”.(1) Sarmiento descubrió Avalon, sus cuartitos, sus pasivos y sus activos, sus tramoyas, sus jerarquías y su lenguaje.
Los expulsados de la comunidad territorial, económica, jurídica y política de la República Bolivariana comparten una misma marca, pero la vulnerabilidad, como todo, se distribuye desigualmente entre ellos.
No diré que en Venezuela actualmente imperan los códigos (penales o morales) de 1871 en México, ni siquiera la misma laxitud del derecho con la que se juzgó y condenó a esos 41. Tampoco es posible afirmar, sin sonrojarse, que el problema de la Revolución Bolivariana sea la homofobia. En Venezuela lo que no hay es estado de derecho. Quiero decir, el gobernador del Estado Carabobo es un miembro del ala esquizoide del PSUV que cree que es Drácula. Que el gobierno de Nicolás Maduro criminaliza la homosexualidad es tan incontestable como el hecho de que se acaba de condenar a 33 hombres homosexuales por agavillarse a ultrajar la sonora heterosexualidad obligatoria del chavismo. Sin embargo, no debemos olvidar que del país han escapado cerca de ocho millones de personas en las últimas dos décadas.(2) No había tantas locas en Venezuela, ni contando las de Valencia. Frente a una crisis de refugiados de esa magnitud no tiene mucho sentido preocuparse por los que, entre ellos, puedan ser homosexuales, lesbianas o trans. Sin embargo, muchos lo son, muchos huyen -además de la miseria- de la homofobia de Estado; muchos experimentan un grado más de vulnerabilidad que puede representar la diferencia entre la vida y la muerte. Si algo se ha investigado sobre los millones de venezolanos que están afuera, ¿qué sabemos de los de más afuera?
Thomas Nail denomina «orden kinopolítico» (kinopolitical order) al proceso a través del cual una sociedad expulsa ciertos sujetos de su comunidad territorial, pero también política, jurídica y económica.(3) El migrante es la figura política del movimiento. Esta política del cuerpo en marcha en nada se parece a la danza o al atletismo, se trata de un movimiento que redistribuye, cuestionándola, cualquier noción de pertenencia a un grupo que se intente sostener desde adentro. ¿Qué es «nosotros» después de la partida de miles, cientos de miles o millones? ¿Qué es «nosotros» después de su llegada? En la del migrante desembocan, entre otros, figuras como la del sintecho, el nómada, el indocumentado, el bárbaro, el lumpenproletario, el apátrida, el refugiado o el vagabundo. Los expulsados de la comunidad territorial, económica, jurídica y política de la República Bolivariana comparten una misma marca, pero la vulnerabilidad, como todo, se distribuye desigualmente entre ellos.
Cristian Mora Moret nació en la ciudad de Mérida en 1998, el año en que el exteniente Hugo Chávez ganó las últimas elecciones presidenciales de la democracia. Mora Moret se fue por primera vez de Venezuela con solo 18 años y desde entonces se ha ido muchas más veces. No se migra una vez. Mora Moret ha vivido, con intervalos venezolanos, en Francia, Alemania y Georgia. Cada regreso, un fracaso. Como estudiante de cine de la École nationale supérieure d’arts de Paris-Cergy, en el año 2020, Mora Moret dirigió, escribió y protagonizó un cortometraje documental autobiográfico titulado Tannhäuser, a Chávez boy.(4) Este trabajo participó en las ediciones de ese mismo año de los festivales Chéries-Chéris, en Francia; y LesGaiCineMad, en España.
Tannhäuser, a pesar de su aparente abstracción y su brevedad, tiene una vocación claramente narrativa. Ahí se cuenta la historia del propio Mora Moret, su primera huida y su primer regreso a Mérida, su vida en Europa, su madre, sus amantes y sus reflexiones a propósito de todo esto. El cortometraje es también un archivo sonoro de la vida sentimental de las clases populares: se escucha, en este orden, a María Conchita Alonso, Gualberto Ibarreto y Juan Gabriel. El título del cortometraje, sin embargo, mezcla con gran indiferencia ese archivo de lo popular con lo hiperculto. Tannhäuser es el legendario minnesänger medieval alemán que, según el folclore europeo, se quedó a vivir por demasiado tiempo en la montaña maricomítica de Venusberg, adorando a Venus o dejándose adorar (lo que pasa en Venusberg se queda en Venusberg). El caso es que, cuando tuvo suficiente, se fue peregrinando hasta Roma a pedirle perdón al Papa, que se lo negó –cuenta Wagner en una ópera del siglo XIX– diciendo que antes le florecía el bastón (que por supuesto le floreció). El caso es que Mora Moret halla en la leyenda de Tannhäuser una alegoría de los oscuros placeres de su exilio y su peregrinación de regreso a casa en el 2018.
Pero Tannhäuser es también la historia de muchos chicos y chicas con la muñeca quebrada que, nacidos bajo el signo del chavismo, terminaron pidiendo asilo en el extranjero, caminando indocumentados por América Latina, prostituyéndose en Europa o, Maduro dixit, “lavando pocetas en Miami”. El corto comienza con algunas secuencias anteriores al título de apertura. En la primera, antes de detenerse por apenas un segundo, el lente desenfocado de la cámara parece buscar una imagen donde con dificultad se puede leer: “1998”. Después aparece Cristian Mora Moret, su fino cuerpo completamente desnudo frente a una bicicleta azul, mientras la voz de Chávez, superpuesta, sentencia: “¡Exprópiese!” Entonces emergen las letras de esa palabra en la pantalla, como proyectadas sobre las nalgas de un muchacho, a Chávez boy, que nació con la revolución. Y esa palabra, “exprópiese”, se disemina, como un cáncer, por la pantalla, por el cuerpo de ese muchacho que solo entonces le devuelve al espectador, lúdico y desafiante, su pecosa mirada.
El origen del audio es un video harto conocido. Durante su largo programa de televisión semanal, en el año 2010, el entonces presidente Chávez, mientras caminaba por el centro histórico de la ciudad de Caracas, señaló algunos edificios, preguntó qué operaba en ellos y decretó, así, en vivo y directo: “¡Exprópiese!” Claro que el chavismo había estado expropiando bienes que consideraba de interés desde mucho antes de ese performance, pero la escena fue tan impactante que perdura como símbolo de su cruzada contra la propiedad privada (de los demás). Durante el primer decenio de su gobierno, con su voz, más que con su dedo, Chávez expropió, a veces negándose a pagar, toda clase de cosas que pronto se arruinaron.(5) Esto pasó mucho antes de la primera sanción contra Nicolás Maduro y sus ministros. Entonces la excusa para esa ruina intencional del aparato productivo del país era una guerra imaginaria, llamada económica, que hacía las veces de bloqueo cubano. Lo cierto es que el chavismo, por activa y por pasiva, destruyó el principio de la propiedad privada (de los demás) y con él, cualquier esperanza de inversión. La inmensa miseria que esto produjo, junto a los perros de la guerra, el pensamiento único, la colectivización forzosa o la inseguridad personal, dieron comienzo a la crisis de refugiados más importante de la historia del país y acaso del continente.
Que los ojos de Chávez se hayan convertido en la sauvástica del bolivarianismo del siglo XXI es cosa del gobierno hiperrealista de Nicolás Maduro. En realidad, Chávez no veía, no escuchaba: solo hablaba. No fueron sus ojos, sino su voz, lo que en vida del caudillo gobernó la nación desde su ascenso al poder hasta su muerte y más allá. La voz de Chávez todos los días, predicando, en cadenas de radio y televisión, cantando, en su programa de variedades, declamando, arengando, insultando, haciendo chistes, alucinando. La mirada puede colegir los contornos, la mirada es teoría, pensamiento sobre las cosas; pero la voz puede penetrarlas. Chávez expropia, penetrando con su voz, en la primera escena de Tannhäuser, el ano anonadado de Mora Moret. El espectador se encuentra frente a un muchacho que ha sido despojado de la titularidad de su propio culo, que llegó a Europa quién sabe cómo, sin nada.
En la capital francesa, Mora Moret quería ser Reynaldo Hahn, el novio de Marcel Proust que nació en Caracas. Entendió que su desposesión es todo lo que tiene, que él es el arrendatario de su cuerpo y que es fácil para los hombres acostarse con él porque él necesita algo, porque él lo necesita todo. Ahora es la voz de Mora Moret la que habla, en francés y en inglés, mientras es rasurado por otro muchacho, se cepilla y se acicala con placer para el placer del otro, explicando que no se acuesta con personas de su edad porque al hacerlo no se siente tan bonito o tan blanco. Lo dice con la sintaxis accidentada y un grueso acento, lo dice con subtítulos sobreimpuestos que a veces corrigen su discurso oral. Lo dice citando a Miss Venezuela. “No faggots in the history of our country”, se queja con razón. Lo dice mientras se intercalan, en los doce vertiginosos minutos que dura Tannhäuser, imágenes de Mora Moret practicando una felación, posando en un lago, recibiendo una lluvia dorada; con imágenes de los hospitales en Venezuela y fotografías de su madre.
Porque, en un país acechado durante veinticinco años por la omnipresencia espectral de Bolívar, sobreexpuesto a la épica del padre, Tannhäuser es un pequeño melodrama de la madre. Como a Castillo Zapata la poesía, en aquellos versos que fundaron para nosotros la homosexualidad escrita a principios de los años ochenta, a Mora Moret la putería le viene de la madre. Mora Moret es el niño de mamá que mama, que aprendió a sobrevivir, como mamá, mamando. Y es que lo impropio del cuerpo homosexual es una herencia matrilineal. Son las mujeres, como los esclavos, las que entregan el cuerpo para que alguien más sea la razón. El cuerpo expropiado se reconoce engendrado por un cuerpo impropio, en un país donde el aborto es un delito. Así, Mora Moret encuentra por azar un video de su madre bailando tambores en una playa, mientras él camina travestido al otro lado del Atlántico, con la etiqueta del precio todavía en la ropa, levantándose travieso la falda rosa en el metro. Y afirma: “todos somos la puta de alguien”. Lo dice sin acritud mientras se masturba en primer plano, al tiempo que masturba en segundo plano, con un tanque de juguete, una oreja prostética, impenetrable, sorda.
Entonces una torre de mujeres recibe llorando a este Tannhäuser andino después de su extravío en otras montañas, apilándose sobre él. Tal vez el muchacho tuvo miedo de que le ocurriera lo que a Pérez Bonalde: no llegar a tiempo a su madre viva. La muerte está en todas partes en Venezuela, todos los días matan a alguien, alguien se muere, alguien se suicida, alguien se va o se enferma sin remedio ni hospital, alguien desaparece en una trocha para siempre. Y un séquito de madres, abuelas, primas, madrinas y tías lo abrazan, lo besan sin saber el largo camino que hubo de recorrer para volver, pero con la certeza desolada de que más pronto que tarde tendrá que recorrerlo de nuevo. Y es que, a pesar de su colosal belleza, Mora Moret no es Joe Dallesandro y su viaje no fue una noche de ronda por las calles de Manhattan, sino setecientos días, con sus setecientas noches, tan lejos de casa que es irrelevante si en Praga o Paris.
Como Mora Moret no es Joe Dallesandro, en su película se intercalan las imágenes del reencuentro (suena El ladrón de tu amor) con la secuencia de un enema. Mora Moret mostró su límpido agujerito en la primera escena del cortometraje, pero no está dispuesto a dejar ir al espectador sin ultrajarle el pudor exhibiendo su fotogénico excremento. No sé si la de Joe Dallesandro hubiera resistido un enema, pero la belleza de Mora Moret es invulnerable. Que otros cuenten la conmovedora historia del sacrificio de una madre venezolana por sus hijos, la de Tannhäuser no es esa. Es tal vez la historia de uno de esos hijos, dieciocho años después, que aprendió de mamá los usos del placer en un cuerpo expropiado.
Ha pasado un año desde la redada en Valencia. No sabemos exactamente qué ha sido de nuestros 33, si después de Avalon encontraron a dónde irse o cuántos. Algunos de ellos estaban fuera del armario y han seguido denunciando por redes sociales cuanto han podido, otros tal vez no estaban ni dentro ni fuera del armario, sino que solo necesitaban una mano amiga. Tampoco sabemos, ni podremos saber nunca, cuántas personas homosexuales concluyeron entonces que lo mejor era largarse lo más lejos posible de Venezuela, suicidarse o ponerle candado al clóset. Por lo pronto, el mes pasado, mientras el mundo libre se preparaba para celebrar el orgullo, en el recién reinaugurado Centro Comercial Sambil de La Candelaria, algunos activistas organizaron una protesta porque los funcionarios de seguridad amonestaron a dos muchachos que iban tomados de la mano. El Sambil de La Candelaria, el mismo que fue expropiado por Chávez en otro Aló Presidente y que durante quince años fue almacén, refugio de damnificados, violódromo y fosa común. La protesta acabó en trifulca y, frente al revuelo, ante el silencio cómplice del madurato, la empresa garabateó un panfletito en el que despachaba el asunto declarando que las demostraciones públicas de afecto en sus dominios están bien “siempre que no atenten contra la moral y las buenas costumbres…”
©Trópico Absoluto
Notas
1. Sarmiento, Domingo Faustino. “Más-a-fuera”. En José Quiroga (Ed.). Mapa callejero. Crónicas sobre lo gay desde América Latina. Eterna Cadencia, 2010, pp.35-42.
2. Plataforma Regional de Coordinación Interagencial para Refugiados y Migrantes de Venezuela (R4V). www.r4v.info
3. Nail, Thomas. The Figure of the Migrant. Stanford University Press, 2015.
4. Mora Moret, Cristian (dir.). Tannhäuser, a Chávez boy, 2020.
5. El caso del agricultor Franklin Brito es paradigmático de las expropiaciones que tuvieron lugar desde la llegada de Chávez al poder. Ver al respecto el trabajo de Paula Vázquez Lezama en País fuera de servicio: Venezuela de Chávez a Maduro. México: Siglo XXI Editores, 2020
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