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La voz del estruendo: ruido y crítica en “Historiografía marginal del arte venezolano”

¿Se puede hacer comunidad cultural desde el estruendo?, se pregunta Juan Cristóbal Castro (Caracas, 1971) al observar la propuesta ‘Historiografía marginal del arte venezolano’ (2012), un ensamble de artistas que ha apostado por reconstruir de forma original la memoria institucional de la práctica artística nacional. La experiencia ha abierto una posibilidad para pensar otras formas de intervención artística; así como para reevaluar en el contexto venezolano actual esas formas de problematizar el arte y la sociedad desde lo “marginal”.

Historiografía Marginal del Arte Venezolano es una iniciativa creada en 2012 por los artistas venezolanos Federico Ovalles-Ar (1972), Luis Arroyo (1973), Iván Candeo (1983), Rodrigo Figueroa (1985) y Gerardo Rojas (1980).

La vida no es más que una sombra en marcha; un mal actor que se pavonea y se agita una hora en el escenario y después no vuelve a saberse de él: es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada.

William Shakespeare

¿Se puede hacer comunidad cultural desde el estruendo? Pienso en ese sueño de Spinoza, al final de su Ethica, donde se reúnen personas complicadas, extrañas, difíciles de aceptar, que el escritor Pascal Quignard vio como “luminiscentes”, y tengo una remota esperanza. La clave es saber si el ruido nos ensordece lo suficiente para evitar asimilar otras dimensiones de la comunicación sonora, o si más bien nos invita desde otro lugar de la escucha a captar esa materia residual que nuestro oído no atiende.

Eso es lo que está, a mi modo de ver, detrás de la propuesta Historiografía marginal del arte venezolano (2012), un conjunto o ensamble de artistas que han apostado por reconstruir de forma muy poco convencional la memoria institucional de la práctica artística nacional. La pregunta que ronda después de presenciar su exposición en estos días en Bogotá –antes se habían presentado en Caracas–, atañe a la especificidad del evento: ¿concierto ruidoso, exhibición bizarra, historia crítica o simple instalación? Como se dice popularmente, hay desde luego “de todo un poco”.

Lo que pareciera a simple vista un acto provocador de varios artistas venezolanos de trayectoria, un evento espontáneo y sin ninguna trascendencia, abre una posibilidad de pensar otras formas de intervención artística de connacionales sobre territorios extranjeros sin acudir al chantaje lacrimógeno, el homenaje vacío y retórico, la espectacularización o la grandilocuencia maximalista de una supuesta “resistencia cultural”, que muchas veces da buenos réditos en el mercado internacional a aquellos que se quieren poner en sintonía menos con la situación venezolana que con los lugares de privilegio de los países donde residen. Aquí, por el contrario, hay algo diferente; algo, a mi modo de ver, más singular y genuino, que vale la pena analizar con cuidado precisamente por su carácter “marginal”.

Historiografía marginal del arte venezolano. Fanzine, 2012.

La historia comenzó al parecer en 2012, cuando artistas de cierto recorrido como Federico Ovalles-Ar, Iván Candeo, Gerardo Rojas, Luis Arroyo y Rodrigo Figueroa decidieron reunirse para proponer una suerte de performance que, en clave punk, reviviera a distintos creadores venezolanos. Un gesto curioso proveniente de figuras relativamente consagradas, que pareciera buscar con ello un devenir anónimo, una política de la impersonalización que abriera una espacio de coexistencia menos jerárquico entre los protagonistas del proyecto, sus posibles receptores y los artistas homenajeados. No en balde en muchas de sus presentaciones siempre invitaban a algún reconocido creador conceptual para que cantara o tocara junto a ellos, rehuyendo la sobre-exposición, el “famoseo”, el culto personal.

Federico Ovalles-Ar. Historiografía marginal del arte venezolano. 2012.

Posteriormente, se unieron a la propuesta otras figuras importantes, entre los cuales está el mismo Luis Poleo, famoso artista del underground caraqueño y viejo integrante de la mítica banda postpunk Sentimiento Muerto (1981-1993). El grupo expuso en varios lugares de Caracas, generando una singular controversia, aunque sin mayores repercusiones. En esta ocasión, y bajo el título tomado por las frase de uno de los curadores que los criticaron en sus presentaciones pasadas (“Un estruendo de ruido y furia”) se reencontraron en Bogotá, en el sótano del edificio Espacio Odeón, como parte de los eventos programados para el 45 Salón Nacional de Artistas de Colombia.

Historia marginal del arte venezolano. La Candelaria, Bogotá, 2019.

Ahora bien, lo que inicialmente pudiese ser interpretado como un gesto provocador, que trataba de ofrecer una lectura alternativa de las formas de consagración del arte nacional, pasó a ser una apuesta de arqueología residual o fósil de la institucionalidad artística frente al desmembramiento del Estado venezolano hecho añicos, en la fase madurista, fase superior del chavismo.

Suertes de lo extemporáneo

Principio del formulario ¡Final del formulario! La exposición fue en una sala amplia, ubicada en el sótano del edificio y con una acústica no muy amable para quienes tienen problemas con el ruidoso género musical al que apostaron los integrantes de la propuesta. Al fondo se veían los artistas (unos en la banda y otros detrás de los proyectores de imágenes). En el muro izquierdo estaban unos inmensos afiches, realizados con estética under en los que aparecían figuras del arte venezolano. En el lado derecho se exhibían unas imágenes intervenidas de figuras emblemáticas de la cultura, y, a su lado, una escritura en tiempo real que pretendía transcribir las conversaciones del momento, las letras de las canciones, los gritos y sonidos de la personas que estaban en el lugar. En estos distintos marcos es que surgía la reconstrucción del pasado artístico, estableciendo una relación singular entre los registros escritos, visuales y sonoros: un “choque”, podríamos decir, siguiendo a Jacques Rancière, con el propósito de “formar un sensorium diferente”.

Me parece interesante detenerme en algunos aspectos reveladores de esta intervención que trata de conjugar elementos del pasado con elementos del presente, así como distintas instancias culturales y simbólicas que atraviesan lo nacional. Hay un trabajo doble de sobrevivencia anacrónica que busca, por un lado, revivir un genero musical muy del underground ochentero venezolano (ya de por sí retrasado de su modelo londinense) y, por otro, reciclar la historia del arte venezolano del siglo XX, aquella que ha ido poco a poco diluyéndose, difuminándose, y en muchas ocasiones desapareciendo de la institucionalidad pública, no sólo por la propia precariedad de un Estado fallido, sino por la propia reconstrucción historicista heroica, bolivariana, de los mecanismos de propaganda del proyecto revolucionario. Tan solo recordar la demolición de los murales de Cruz Diez en la Guaira, la sustitución de los logotipos y emblemas de Gerd Leufert, Sigfredo Chacón o Alvaro Sotillo, la destrucción de la estatua de Colina, el robo de la Odalisca de Matisse, la falta de mantenimiento de espacios y obras, el abandono de los museos, y el despido, algunas veces arbitrario, de importantes gerentes culturales. Pensar de igual modo cómo se usaron gran parte de estos espacios del arte para resguardar a los damnificados del 2010-2011, como si en el Fuerte Tiuna o cualquier otro recinto militar no hubiese espacio para ello.

Pero no solo es al régimen al que critica esta exhibición, sino también a las reconstrucciones monumentales que ha venido elaborando el mercado privado y su versión “institucional” del arte venezolano; sus nombres emblemáticos, insignias, sus visiones grandilocuentes, su propio arkhé, que en muchas ocasiones y en ciertas zonas muy específicas concuerda con algunos elementos de los críticos pro-revolucionarios, o de los mismos mecenas, muchos de los cuales son no muy santos nuevos ricos-boliburgueses. Recordemos que el arte se mueve mucho desde esta dimensión de la consagración, donde se generan mecanismos de complicidad entre coleccionistas, fundaciones públicas y privadas, firmas de críticos e instituciones estatales. Por eso trabajar desde lo marginal,  o desde una idea de ello, creando un espacio alternativo muy propio de lo que hacían las bandas punk en su momento, les permite a los creadores de Historiografía construir un lugar distinto para desarrollar sus operaciones de reconstrucción. Dicho de otro modo, lo “marginal” como despliegue estético sirve de escenario para desmontar las relaciones de poder de las reconstrucciones estéticas legítimas, autorizadas, patrimoniales, y a la vez reintroducir bajo otras formas de relación aquello perdido, olvidado, de la cultura artística venezolana. Como bien señalan los autores: “Nosotros optamos por la inmediatez de comunicar el dato hallado, en un contexto en el que el patrimonio de nuestra memoria está desperdigado en retazos dispuestos en la oscuridad”.

Historiografía marginal del arte venezolano. Fanzine. 2013.
Historiografía marginal del arte venezolano. Fanzine. 2013.

Con lo anterior vemos, desde luego, un elemento muy propio de la economía cultural de la modernidad, siguiendo a Boris Groys en su libro Sobre lo nuevo (2005), con la diferencia de que la gente de Historiografía trabaja al revés: en vez de salir el arte del archivo para tomar elementos del “espacio profano”, aquí más bien se reconstruye un archivo en ruinas (el de la historia artística nacional) desde una escenificación de “espacio profano”, dado en la figura de la banda musical contracultural. Lo hacen trabajando con una verdadera “máquina performática”, usando un término trabajado por Mario Cámara y Gonzalo Aguilar (A Máquina Performática, 2017), donde el formato escrito propio de la reflexión crítica se lleva a letras de canciones, a intervenciones en fanzines y afiches, y a recreaciones en vivo de imágenes ypalabras.

An-archivo y tradición

Para el antropólogo Rafael Sánchez en su Dancing Jacobins: A Venezuelan Genealogy of Latin American Populism (Fordham University Press, 2016) una de las formas recurrentes del poder venezolano descansa en la relación tensionada entre monumentalidad y danza performática. Por un lado, está la retórica de la consagración de los grandes héroes, de las leyes abstractas y los dignos valores republicanos que obligan a seguir ciertas adscripciones y conductas; por otro, está la necesidad de adaptarse a las continuas demandas de las comunidades heterogéneas del “pueblo” venezolano: sus prácticas populares, sus estilos concretos. Los dos gestos, sin relación, llevan a una esquizofrenia que no permite una verdadera y productiva traducción cultural en los términos que propone Homi K Bhabha. Es decir, una apropiación contextualizada de las demandas de la narración pedagógica de la nación, o una reelaboración ingeniosa de las diferentes prerrogativas locales. Pareciera que esta tendencia cruza por igual nuestras relaciones con el archivo de la cultura, que siempre oscilan entre la pontificación acrítica (los grandes héroes civiles), y el choteo bajo, costumbrista, anecdótico.

Como consecuencia de ello, nos ha resultado difícil lograr producir tradición, entendiéndola en el clásico sentido del trabajo T. S Eliot, Tradition and Individual Talent (Harcourt, Brace and Company , 1932) cuando hablaba precisamente del valor de la creación de un artista nuevo como “apreciación de su relación con los poetas y artistas muertos”, porque en el fondo es parte de una dinámica en donde “el pasado debe verse alterado por el presente, tanto como el presente debe dejarse guiar por el pasado”. En Venezuela, atrapados por el fetichismo de lo nuevo y la celebridad (principiantes creadores iluminados, jóvenes brillantes, boom editorial o literario) rehuimos a la critica y a las operaciones innovadoras e inteligentes sobre este archivo cultural. Por eso, lo que hace este ensamblaje o asociación de artistas pareciera, por un lado, poner en evidencia esa dicotomía bajo una configuración distinta: institución-arte y underground, pero a la vez propiciar una forma curiosa de reconstrucción de esas herencias perdidas, un (an)archivo heterogéneo y virtual.

La critica que hacen es abiertamente ambivalente, y esto hay que entenderlo como parte importante de su propuesta, pues descansa en un gesto dual deliberado: al tiempo que problematizan la historiografía nacional, su telos, su tendencia glorificadora, rinden homenaje a importantes artistas, curadores y críticos del pasado venezolano desde la conexión discontinua, azarosa, contingente, provocadora. En algunos casos vemos rescatar algunos negados u olvidados por estos dos factores (el mercado y la institucionalidad oficial), y en otros casos mostrar el circuito mismo (la red de curadores, críticos e instituciones), sin obviar, por supuesto, las anécdotas de las grandes figuras, sus experiencias y recorridos personales. Todo elaborado con esa ingeniosa dosis de humor mordaz y celebración, trabajando con cuidado para evitar la descalificación personal gratuita, pueril, baja, tan de moda en tiempos cínicos de líderes populistas iracundos, comunidades identitarias supremacistas y redes sociales incendiarias.

Al final, con este gesto crítico de anacronismo y sobrevivencia los creadores de Historiografía buscan revertir el proceso de deterioro de ciertas áreas de la cultura durante la denominada “revolución bolivariana”. Sin caer en la nostálgica monumentalidad que busca “limpiar la afrenta” de aquello negado, rehacen las ruinas y desechos de esas imágenes del pasado con humor y desparpajo para inscribirlas ahora en otro documento más ligero, contemporáneo, un documento tan breve y ruidoso como la música misma que tocan y las imágenes que muestran en torno a ella. Con ello logran rehuir del dispositivo pedagógico que en estas situaciones tiende a erigir una voluntad de poder que busca la construcción de una historiografía alternativa correcta, pulcra, el peligro de otro hegemón posible con ganas de imponerse sobre el relato oficial. Se rehúye así de toda intención de continuidad con otros tiempos, incluso desde las apuestas más reflexivas, para entender el presente de la crisis, pues hasta allí ven latentes posibilidades de reconstrucción nostálgica con ansias de imponer nuevas formas de autoridad. Así reaparecen artistas como Juan Loyola, Claudio Perna, Roberto Obregón, Bárbaro Rivas, Guillermo Abdala, con comentarios jocosos, divertidos.

Historiografía marginal del arte venezolano. Fanzine. 2013.

Bajo operaciones muy concretas de reorganización, traslación, confusión, indeterminación, mezclan arte popular con arte cinético y conceptual, formas modernas con formas tradicionales, figuras emergentes con figuras residuales y centrales. Cada letra reconstruye un elemento de la historia artística, o alguna anécdota significativa de exhibiciones, curadores, críticos, sin rehuir de algunas polémicas de movimientos, corrientes y teorías. De alguna manera se convierte en una especie de (an)archivo alternativo de estos procesos negados, que abre una puerta interesante para pensarlos desde otro lugar y horizonte, desde una región más impolítica que política, cuya aparente “incivilidad” ruidosa busca replantear las conformaciones misma de lo civil, amenazadas por la destrucción institucional y  cierto sensacionalismo mediático.

Comunidad descolocada

Pero hay más que comentar de la propuesta. Al hablar de la historiografía del arte que se dio en el país durante los años 70, 80 y 90, el curador Félix Suazo considera que se ciñe al “canon internacional”, pues “durante esta etapa ser “contemporáneo” implicaba también un alineamiento con los movimientos del arte global del momento, en un intento sostenido por abandonar el “provincianismo” estético”. Estos dos polos (lo cosmopolita y lo provincial) parecieran estar destituidos en esta extraña instalación realizada por los artistas venezolanos, no desde la pontificación identitaria del segundo sobre el primero, sino desde un replanteamiento de lugares y espacios. Aquí veo una cuidadosa intromisión simbólica sobre el archivo populista revolucionario de corte folklórico-estatal, que busca extraer algunos de los artefactos que le pudieran resultar atractivos para sus postulados (pienso sobre todo en obras como las de Bárbaro Rivas o Juan Félix Sánchez que la Historiografía reivindica), y reorientarlos hacia una zona inapropiable dada en esta marginación de la que vengo hablando, donde el ruido y la ambivalencia sirven como murallas infranqueables, como fortalezas cerradas.

Las referencias en sus canciones son múltiples. En una la letra habla de Marta Traba, reviviendo la polémica que abrió con su texto “El arte latinoamericano: un falso apocalipsis”, donde sostenía la despersonalización y mimetización de los artistas entregados al internacionalismo y el desprecio al color local; al leerla entrelíneas vemos, por un lado, una denuncia a los contrastes de la realidad cosmopolita de la riqueza petrolera venezolana, que ha podido estar detrás de la crítica de Traba; pero, por otro, un cuestionamiento al prejuicio propio de algunos intelectuales del Sur frente a la modernidad de los países caribeños, por considerarla enajenante por su influencia norteamericana. Otro ejemplo lo vemos en “Cruz Diez is dead”, parodiando la famosa “The Queen is dead”, de Sex Pistols (1975-1978), pero en referencia ahora al gran creador cinético venezolano que no hacía mucho había muerto. En “Curador curado” critican los lugares de poder de esta figura clave del arte contemporáneo (“artistas enajenados/ te siguen el juego/ Si no das tu aprobación/ no hay exposición”), o en “Techo de la ballena” reescriben el famoso poema de Caupolicán Ovalles con claras alusiones al “Homenaje a la necrofilia”, desaprobando las figuras del artista consolidado: “¿Duerme usted: hombre equivocado?”.

Historiografía marginal del arte venezolano. Fanzine, 2013.

Sin duda, el trabajo de las imágenes repetitivas y la música estridente pareciera revivir una efecto traumático, como lo ha sido la historia del arte venezolano en la revolución bolivariana, y los dilemas y contradicciones que abrió en el campo artístico. Efecto que a su vez busca un fin bien claro, como señalé antes: la estridencia y el ruido, al no permitir procesar la información, evita cualquier tipo de apropiación, rehuyendo de una nueva construcción alternativa, de un nuevo relato orgánico; también la disonancia pareciera buscar contraponerse a la tradición de las oratorias grandilocuentes que tanto han afectado el escenario nacional desde los inicios de la revolución. Pero si eso pareciera marcar una distancia insoluble, sobre todo en aquellos que vienen de una cultura musical diferente, el apoyo con el material visual y las escritura de las letras en tiempo real, sin dejar de lado los gestos de humor y fraternidad de los integrantes del proyecto, generan un efecto contrario: ayudan a hacerse una idea de la propuesta y conectarse bajo formas singulares, extravagantes, de participación.

Se trata efectivamente de una micro-política artística que se da bajo varios gestos. Además de esa política del anonimato de la que vengo hablando, que busca darle valor a las obras y artistas que mencionan en su exposición, está la interacción constante que hacen con el público visitante durante la presentación, rompiendo con cualquier marco o espacio de distinción; no en balde evitaron el uso de una tarima que los separara de la gente y algunos de sus integrantes bailaron junto con el público, mezclándose con ellos durante las canciones. De igual modo el hecho de inscribir en tiempo real en una de las instalaciones lo que decía y gritaba la gente, y provocar gestos de humor entre los asistentes, irradiaban una empatía inmediata y hacía ver que el auditorio mismo era parte de la creación, que se unía a la reconstrucción performática del arte venezolano. 

Por último, está el hecho importante de tratar de labrar comunidad con otras ciudadanías que no sólo desconocen el problema venezolano, sino sospechan de las narrativas opositoras o críticas por considerarlas una operación de la “derecha”, por no hablar de su ignorancia sobre su campo artístico e intelectual. Al final, las diferencias se diluyeron en la simpatía que generó el Pogo mientras tocaban, sin obviar el interés que ha podido despertar alguna de las figuras del arte venezolano en el gesto de inclusión que buscaban las pantallas en tiempo real y las imágenes mismas.

Todos under

De forma colateral a la propuesta de los artistas vemos también una reflexión sobre el lugar de lo underground, de la llamada subcultura, dentro de un Estado fallido, que no hay que sobrestimar. Hay ciertamente una coincidencia histórica interesante con Provea, una de las organizaciones más consecuentes en la lucha por los derechos humanos en el país, pues sus líderes son afines también a este movimiento y tratan de revivirlo. De hecho, recientemente editaron un disco recopilatorio de varias bandas punk rock, y por un tiempo uno de sus trabajadores gráficos fue puesto preso al considerar que el material que portaba, unos inserts de este CD, era subversivo.

Si bien es cierto que esto no es una mera contingencia, pues hay una afinidad generacional indudable, también es bueno decir que sigue habiendo una disputa con otros viejos representantes del punk en cuanto a su adhesión o no a la revolución, de modo que la adscripción crítica no es total, cosa que conoce muy bien la gente de Historiografía, y quizás por eso le interesa trabajar desde otro sitio esta subcultura: más como máscara que como realidad, más como escenificación que como mitificación.

El punto, en cualquier caso, más allá del punk o cualquier manifestación contracultural parecida, es entender los embates que sufrió esta modalidad emergente de la cultura de resistencia para resituarse dentro de otro espacio. No hacía mucho, el polémico y provocador fotógrafo Nelson Garrido, en una entrevista para el periódico El Nacional, se quejaba por la falta de institucionalidad en el país.  “Yo antes podía hablar mal de los museos, de los salones –dice-. Pero ahora no hay ni museos ni salones”.

Hasta ahí pareciera un diagnóstico esclarecedor de la situación que se viene viviendo. Lo curioso es que en seguida diga algo que podría ser considerado como aporético, y conservador: “Entonces lo que quiero es que regrese la institucionalidad para hablar mal de las instituciones”. Lo under para él terminó siendo al final toda Venezuela: “Esta gente destruyó todo y todo se fue a la periferia”.

Teniendo en cuenta esta descolocación, el ensamblaje de artista de Historiografía decide armar su propio lugar de resistencia, en este caso itinerante, performático, que nace y muere en su misma representación. Ya en el país el punk, por su carácter urbano, pequeño, y de clase media, le daba un valor especial para desarrollar ese lado marginal que buscaban: ni lo suficientemente representativo para un movimiento populista estatal, ni lo suficientemente flexible para venderse al mainstream de la industria musical.

Lo significativo de la apuesta de Historiografía era entonces valerse de este viejo lugar emergente, marginal, pequeño, para dar cuenta de la peculiar intervención crítica que querían hacer.

Lugar marginal, anacrónico e irónico, vale decir, pues los integrantes de Historiografía marcan una clara distancia frente a sus apropiaciones fieles, coherentes, y nostálgicas, por más que en su juventud fueran parte de algunas de estas bandas punk y guarden cierta afinidad con sus prácticas y filosofía. A este respecto, y para dar muestras de las contradicciones inherentes de este movimiento de rebeldía en el contexto venezolano actual, la presentación da cuenta de su propia contradicción: valerse de una música de protesta anárquica para hablar de algo tan conservador como es la institución misma del arte, o valerse de algunas poses y gestos de la misma auratización del cantante y el grupo, de esa heroización que los confina a un lugar sagrado de pureza rebelde, para burlarse de su regeneracionismo moral, de su pose de perfección contracultural. Al final, insisten ellos mismos, no son una banda, tampoco un “colectivo”, son un ensamblaje de artistas heterogéneos, viejos, experimentados, que antes de ponerse a tocar tenían un grupo de lectura en los que discutían trabajos de Didi-Huberman, Agamben o Deleuze.

También lo marginal servía, como dije antes, como una táctica ocupacional de la cultura venezolana sobre lugares extranjeros, gracias a la cual se nos abre un modelo distinto de intercambio y promoción que rompe con el paradigma de la diáspora o la “resistencia cultural”, tan marcados por las prebendas de la coyuntura para endiosar algunos; marginal también, vale decir, como reconocimiento humilde de las carencias y, sin duda, los logros de nuestras propias producciones, minoritarias (hay que decirlo) frente a la producción cultural globalizada, otros circuitos de producción artística, otros campos culturales e intelectuales más amplios y rigurosos.

Este acto se inscribe así dentro de un circuito pequeños de artistas, curadores y críticos que se mueven en Venezuela y algunas partes del exterior en galerías privadas y museos locales. También se une a espacios e iniciativas de verdadera “resistencia”, como las que emprenden la misma Provea, Cheo Carvajal con su Ciudadlab, La Poeteca, Igor Barreto con su editorial Sociedad de Amigos del Santo Sepulcro, el mismo Leoncio Barrios con su grupo de danzantes tomando los espacios urbanos, y otras más.

Todos ellos rehúyen de esa maquina de pomposidad que se ha ido erigiendo en otros lugares, y prefieren cierto grado de anonimato para trabajar de forma más genuina y creativa. Muchas de estas tendencias tratan de revertir el efecto tóxico del Estallo fallido bolivariano socialista (la carestía, la privación, la quejadera), buscando otras formas de coexistencia, comunidad, creando una “tentativa de pensar una nueva clase de espacio colectivo, a partir del trabajo sobre las zonas de indeterminación y sobre la capacidad de lo anónimo”, según las formulaciones de Rancière.

Frente a la sumisión llorona, proponen la rebelión jocosa; frente a la apatía lacrimógena y victimaria que tanto escenifica cierto establishment opositor, restituyen el espacio de la alegría, la camaradería; frente a la consagración individualista y heroica del creador “resistente”, prefieren el repliegue comunitario y crítico; y frente al imaginario del fracaso de una gran Venezuela de misses y arquitectos modernos italianos revividos con nostalgia en las famosas “fábulas del deterioro”, proponen el reciclaje abierto, divertido, descontrolado, tal como hace la gente de Historiografía marginal del arte venezolano. La lección que se puede desprender de esta experiencia es más que obvia: también se puede criticar, denunciar y reflexionar para labrar una comunidad inoperante y un porvenir actual con una sonrisa de empatía dentro del ruido y la furia de la inapropiabilidad de la estridencia.

Bibliografía

Groys, Boris. Sobre lo nuevo: ensayo de una economía cultural. Pre-textos, 2005.

Eliot, T. S. “Tradition and Individual Talent”. En Selected Essays, 1917-1932. New York: Harcourt, Brace and Company, 1932: 3-12.

Rancière, Jacques. Sobre políticas estéticas. Barcelona: Universitat Autònoma de Barcelona, 2005.

Suazo, Félix. Arte, crítica e instituciones en Venezuela. Décadas 70, 80, 90. En https://www.traficovisual.com/2019/01/19/las-tres-decadas-finales-delsiglo-xx/

© Trópico Absoluto

Juan Cristóbal Castro (Caracas, 1971), estudió Comunicación Social y Literatura en la Universidad Central de Venezuela. Doctor en Literatura por la Universidad de California. Actualmente es profesor en la Universidad Pontificia Javeriana de Bogotá. Ha publicado los libros Alfabeto del caos: crítica y ficción en Paul Valéry y Jorge Luis Borges (Caracas: Facultad de Humanidades y Educación, Universidad Central de Venezuela, 2007), e Idiomas espectrales: lenguas imaginarias en la literatura latinoamericana (Bogotá: Editorial Javeriana, 2016).

2 Comentarios

  1. Fco. Javier Lasarte Valcárcel

    Felicito al autor del artículo y a los editores de Trópico Absoluto, son para mí, desde ya, Referencia Absoluta

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