La oblicua trinidad de Blas Coll
Este ensayo propone la “oblicuidad” como clave para comprender la arquitectura heteronímica de Eugenio Montejo y, en particular, la configuración de Blas Coll. Explora cómo la interacción entre ortónimo y heterónimos genera un sistema creativo que combina tradición europea y sensibilidad cultural venezolana. Desde esta perspectiva, identifica en Simón Rodríguez, Ramos Sucre y Armando Reverón una tríada que ilumina la gestación de Coll y revela la modernidad singular que caracteriza la obra montejiana.
La publicación de los tres tomos de la Obra Completa de Eugenio Montejo, por parte de la editorial Pre-textos, entre el 2021 y el 2023, es un acontecimiento superlativo. No sólo por ampliar de manera significativa el ámbito de proyección de esta obra sino también, y quizás sobre todo, por proveernos de una fuente imprescindible para la investigación y comprensión de este corpus fundamental de la literatura contemporánea escrita en nuestra lengua. Resulta admirable el trabajo realizado y liderado por Antonio López Ortega, Miguel Gomes y Graciela Yáñez Vicentini, quienes con el constante apoyo y asesoría de Aymara Pinto de Montejo y la colaboración de una extensa legión de “devotos” de la obra montejiana —para utilizar un adjetivo con el que al inventor de la palabra terredad le gustaba celebrar la amistad—, lograron conformar, como ellos mismos lo señalan en la sección dedicada a los agradecimientos, un “libro colectivo”.
La compilación de textos que comprende las tentativas poéticas y ensayísticas del ortónimo y los heterónimos del universo montejiano nos permite entender, más cabalmente, la dimensión, complejidad y singularidad de esta apuesta literaria. Nos invita a explorar otras formas de lectura, más proclives a alcanzar una perspectiva integradora que explore las relaciones de los distintos componentes que la constituyen y que le otorguen al conjunto un sentido orgánico, entendido también como un sistema de creación en movimiento. La información aportada en las notas críticas de la edición y la incorporación de un vasto material disperso, en buena parte casi imposible de encontrar y en ocasiones incluso inédito, posibilitan la comprensión de la dinámica que irrigó los vasos comunicantes de este fascinante work in progress.
Para indagar en este planteamiento quisiera partir de la premisa de que la naturaleza de esta obra, entre otras cosas, estimula en el lector el fomento de su lado detectivesco, pues al poco de adentrarse en ella irá descubriendo diversas maneras en que muchos de los elementos que la componen se reflejan y refractan en diversas capas de su interior. En tal sentido, la noción de oblicuidad que el mismo Montejo postulara tácitamente como inherente a ella, posiblemente sea una forma de aproximación adecuada para iniciar nuestras pesquisas.
La primera aparición de la palabra “oblicua” en la obra de Montejo la encontramos en el prólogo de su libro de ensayos, titulado justamente, La ventana oblicua, publicado en 1974. Allí nos dice:
La ventana del hombre es fatalmente oblicua como el hombre mismo, y la imagen de lo perspectivístico, en última cuenta no es transferible más que en la aproximación que nos confía la soledad de lo mirado. Como aproximación que no ignora su propia miopía, estas notas retribuyen limitadamente una deuda hacia algunos creadores cuyo fervor en la revelación poética nos ha ayudado por instantes a atisbar los destellos de nuestra identidad. (subrayados nuestros. Obra II, p.11).
En este pasaje, Montejo concibe lo oblicuo como una forma indirecta y tangencial de lectura de la obra y la vida de otros, que aparte de ser inevitable, en tanto estamos condicionados por nuestra propia subjetividad, conlleva el aliciente de ayudarnos a perfilar una manera de entendernos nosotros mismos en el mundo. Esa primera asociación de lo oblicuo con la ventana, pasará luego a darse con el espejo y de allí con la escritura. Veamos cómo se desarrolla esta progresión. En un ensayo titulado “Sobre la prosa de Machado”, de 1972, Montejo se suma a la tarea de rescate de esta faceta de la obra machadiana, en la que adquiere un rol protagónico su apócrifo Juan de Mairena y que apenas a mediados de los años 60 había comenzado a ser valorada. Ese mismo año, Montejo publicaría su segundo poemario, Muerte y memoria, nueve antes de la aparición de Los cuadernos de Blas Coll, hecho significativo pues pone en evidencia que reflexionar sobre la naturaleza de la práctica heteronímica era ya, por aquellos años, un asunto que requería su atención, aunque aún no hubiera evidencias de ello en su obra poética. No resulta ocioso, en tal sentido, recordar lo apuntado por Nicholas Roberts, al afirmar que “en una entrevista con Antonio López Ortega en 1999, Montejo confirmó que su primer heterónimo, Blas Coll, lo había acompañado en sus reflexiones literarias desde finales de los sesenta” (“El exceso”). En el ensayo referido, Montejo se expresa por primera vez sobre esa práctica, en estos términos:
El heteronomista se vale de su alter-ego para frecuentar su identidad desde una zona donde el yo es y no es el yo; se lanza a la pesquisa de su interioridad de un modo oblicuo, tangencial, pues aspira a que toda su realidad aparezca recreada en otro espejo, desde planos distintos. El heteronimista se ve así a través de dos espejos enfrentados: el espejo de su nombre verdadero y el de su nombre supuesto, de forma que mejor se reconoce en los reflejos contrapuestos de ambos. Sus muchas facetas se develan en esta infinita variación de planos, de tal modo que no sólo desea conocerse tal cual es, sino tal cual los otros lo representan (Obra II, p. 136).
No será sino 17 años después, en un ensayo de 1989, llamado “Los emisarios de la escritura oblicua”, incluido en la segunda edición de El taller blanco, de 1996, en México, que Montejo proponga adjetivar como “oblicua” a aquélla escritura conocida como heteronímica, a partir de la creación del drama en gente de Fernando Pessoa. Denominación que Montejo prefiere adoptar, como lo aclarara, no para hablar “de un fenómeno distinto” (Obra II, p. 366), sino para aportar una concepción más amplia, no únicamente circunscrita a las especificidades del universo creativo del poeta portugués.
Dicho esto, podemos corroborar, como lo hemos sostenido en otro lugar que “a partir de nociones como lo especular y lo oblicuo se configuran modalidades perceptivas y proyectivas que se reproducen en y entre los distintos planos de la totalidad de esta obra (la ensayística, la poética ortónima y la heterónima)” (“Ecos”, p. 60). Incluso podemos proponer una noción de oblicuidad, que nos sirva como estrategia para llevar adelante la pesquisa que hemos sugerido anteriormente. Se trataría de imaginar que la confrontación especular de esos tres géneros se produciría en el interior de un caleidoscopio, cuyo orificio de apertura sería esa ventana que nos permitiría leer siempre oblicuamente todo lo escrito en ella. De este modo, se abriría la posibilidad, no sólo de entender la lectura como una forma de “atisbar los destellos de nuestra identidad”, sino también la escritura referida a la de otros, como una forma de escribir sobre la propia. En lo que continúa intentaremos leer de ese modo parte de la obra de Montejo para vislumbrar desde allí una posible imagen, entre tantas, de Blas Coll. Procuraremos hacer una lectura oblicua que nos permita concebir a un extravagante y obsesionado tipógrafo de Puerto Malo, en cuyo proceso de configuración hayan tenido un rol fundamental, conscientemente o no, además del Juan de Mairena de Machado y la propuesta heteronímica de Pessoa, entre otras que el mismo Montejo señalará en sus ensayos, cierta conjunción de atributos característicos de tres figuras históricas y emblemáticas de la cultura venezolana; me refiero a: Simón Rodríguez (1769-1854), José Antonio Ramos Sucre (1890-1930) y Armando Reverón (1889-1954).
El primer hecho evidente al propiciar esta lectura resulta de la constatación de que Montejo, en distintas instancias de su obra, hizo manifiesto su interés por la vida y legado de estos tres personajes. Pero antes de avanzar en ese análisis, quisiéramos detenernos en otro asunto llamativo. De los dieciocho ensayos que conforman la Ventana Oblicua, libro que en buena parte escribió en París o se nutrió de su experiencia de vida en Francia, entre 1968 y 1972, sólo dos se refieren a poetas venezolanos, doce a escritores europeos, dos a brasileños y dos a temas relacionados con las culturas china e inglesa. En el caso de la segunda edición de El Taller Blanco, de 1996: de veinticuatro ensayos, sólo en cinco se ocupa de escritores o artistas venezolanos. Esto es notorio, porque por un lado da cuenta de la cultura cosmopolita que poseyó Montejo y que procuró desde muy joven, sin que ello mermara su marcado interés y conocimiento de la tradición poética y artística venezolana, lo cual es fácil de constatar al revisar sus escritos compendiados bajo la denominación de “prosas misceláneas” en el tercer volumen de su Obra Completa, mayormente publicados luego de la referida edición de El Taller Blanco. Dicho en términos de la jerga académica actual, Montejo fue un hombre que habitó en lo “glocal”. Los escritores y artistas venezolanos de los que se ocupa en sus dos libros de ensayos son Vicente Gerbasi, Juan Sánchez Peláez y Alejandro Rossi, además de los tres mencionados con anterioridad, que a nuestro modo de ver comparten muchos rasgos con Blas Coll. A Ramos Sucre le dedica dos ensayos, uno a Simón Rodríguez y de Armando Reverón hace una significativa y característica mención en uno de los dos dedicados a Vicente Gerbasi. Ellos tres aparecerán también, en distintas ocasiones, en el ámbito heteronímico de esta obra, especialmente en El cuaderno de Blas Coll. Reverón, por su parte, tendrá presencia también como figura recreada poéticamente por el único “heterónimo” (¿o alter ego?) que tiene lugar en el espacio del ortónimo, me refiero a “Jorge Silvestre”, a quien se le atribuyen siete fragmentos de un poema titulado “Reverón y sus muñecas” publicados en Fábula del escriba, el último libro de Montejo, aparecido en el 2006.
Montejo señalará en sus ensayos, cierta conjunción de atributos característicos de tres figuras históricas y emblemáticas de la cultura venezolana
Ahora bien, si los ejemplos de experiencias de escritura apócrifa, heteronímica u oblicua, a las que se refiere Montejo, provienen fundamentalmente de Europa, como podemos constatarlo en los ensayos donde aborda este fenómeno, donde menciona a figuras como Kierkegaard, Unamuno, Valery, Machado, Pessoa, Benn, Rilke, Eliot, Pound o Larbaud (quien por cierto, es el único de ellos creador de un heterónimo latinoamericano, A.O. Barnabooth, poeta nacido en Arequipa y residenciado en Nueva York)[1], el Coll que Montejo descubre, nos presenta y comenta, se ubica en las costas venezolanas, en un lugar imaginado llamado Puerto Malo, en las cercanías del Golfo Triste, al occidente del país, según nos lo hizo saber en alguna ocasión. La excepcionalidad de ese lugar se acrecienta por ser el único que no se corresponde con ubicaciones verificables de la toponimia venezolana mencionada en las noticias de vida y comentarios de los distintos heterónimos montejianos. Si, en efecto, una lectura oblicua de algunos pasajes ensayísticos de esta obra nos permite hacer el ejercicio de leer lo que Montejo ha escrito sobre otros como una manera indirecta de hablar de su propio proyecto creativo, hagamos el intento de leer desde esa clave dos breves pasajes de un par de sus ensayos. Uno referido a Carlos Drummond de Andrade y otro, al I Ching. Ambos nos permiten pensar en la incidencia de tales planteamientos en la conformación de todo el ámbito heteronímico de la obra de Montejo. Del primero, al ubicar su obra en el contexto de la cultura brasileña, afirma:
A los ojos de un lector hispanoamericano, la poesía brasileña aparece como ejecutora de una atractiva proeza: contiene, de un lado, una propuesta de absoluta modernidad (lo moderno, para el espíritu del Brasil, alcanza tentaciones mitológicas) y del otro se propone avanzar a través de ámbitos novedosos sin cancelar los atributos que coordinan su identidad. No se expone a borrar con influencias foráneas su propia imagen, aunque se muestre proclive a asimilar cuanto le ayude en mayor proporción a ser lo que es. […] De una atención como ésta, tan alerta hacia sus raíces creadoras, surge esa voluntad de cribar toda forma extraña hasta conferirle peculiaridades propias. (subrayados nuestros.Obra II, p. 102).
Cuando reflexiona sobre las características del legendario I Ching, asevera: “La apertura hacia oriente debe emprenderse como incitación y no adecuación artificial”. Para luego citar a Carl Jung y advertirnos que de nada vale “abandonar nuestro propio cimiento para establecernos en costas extranjeras como piratas sin patria” (subrayados nuestros.Obra II, p. 111).
Esa convicción de que un nutriente esencial de la cultura proviene del diálogo con otras y del acercamiento a esas experiencias ajenas, para eventualmente encarnarlas y asimilarlas en lo propio, es parte de un rasgo identitario especialmente venezolano, esa “sensibilidad mestiza que nos identifica” (Obra II, p. 223), como apunta en uno de sus ensayos dedicados al estudio de la obra de Ramos Sucre. En la misma línea, en un ensayo referido al poeta mexicano, Carlos Pellicer, propone una concepción de la modernidad. Allí dice Montejo: “Creo que la modernidad en cualquier época la constituye el modo distinto y específico de prolongar una tradición, de formular desde ángulos inéditos su relectura” (Obra II, p. 211). Sin duda esta aseveración se certifica plenamente en la totalidad de su obra. Veamos ahora, más específicamente, y con las limitaciones que nos impone el espacio de que disponemos, los casos de las tres figuras que hemos señalado como virtualmente paradigmáticas y complementarias en la constitución de Blas Coll. Se trata de tres personajes históricos de la Venezuela del siglo XIX y XX, caracterizados por el “halo” de una genialidad que se manifiesta mediante la extravagancia de su conducta y de sus obras, figuras solitarias en buena medida incomprendidas en su tiempo, creadoras de propuestas intelectuales y/o artísticas renovadoras, de una amplia y bien asimilada cultura y que representan esa noción de modernidad predicada por Montejo, “conquistada” más que “deliberada”, que singulariza, de algún modo, cierta tendencia de la aventura creadora en la cultura venezolana, más ganada a la discreción —a pesar de la eventual cabida que pueda tener la extravagancia— que a la disrupción expresada en manifiestos, frentes beligerantes, puestas en escena y carteles.
“Inventamos o erramos” es quizás la frase más conocida, entre muchas célebres, de Simón Rodríguez, quien como sabemos fuera el emblemático maestro de Bolívar, a quien este denominara el “Sócrates de América” y Montejo llamara “el maestro de nuestra libertad”. Fue maestro y no poeta, como Mairena y Coll; pero, además, fue tipógrafo (“el tipógrafo de nuestra utopía” lo llamó Montejo en un ensayo), cultor de aforismos y escritos fragmentarios. Después de salir de Venezuela, adonde no pudo volver, le gustó llamarse “Samuel Robinson”. Tal vez su mayor invención fue la de una escritura capaz de pintar las ideas y de representar la musicalidad de las palabras, por medio de usos tipográficos insospechados, signos algebraicos y una evidente propensión al énfasis visual, muy anteriores a las prácticas de la poesía experimental de Apollinaire y Mallarmé. Entre las notas que Montejo encontró en el cuaderno de Blas Coll, figura la siguiente:
Extraña aventura la mía, venido de tan lejos a recalar en esta comarca, tras la huella del más insigne de los tipógrafos del Nuevo Mundo, el sabio Simón Rodríguez. Cada día me persuado más de que sólo este errante iluminado habría sido capaz de imprimir el libro soñado después por Stéphane Mallarmé, sin violentar el equilibrio de sus espacios escritos y no escritos, sus negros y blancos, ni el nítido dibujo de sus silencios. Rodríguez, Mallarmé y yo -Dios me perdone por igualarme-, tres locos, tres letras, tres puntos… Y entre los tres, la clave de una sola palabra que nadie descifrará jamás. (Obra III, pp. 56-57).
Es claro el guiño, en este caso, a Bolívar, quien según algunos testigos dijo poco antes de morir: “¡Jesucristo, don Quijote y yo hemos sido los más insignes majaderos de este mundo!” (Villena, p. 105). No cabe duda de que Rodríguez hubiera aprobado, sin reparos, el propósito de vida de Coll: “expresar lo máximo posible con el menor número de términos” (Obra III, p. 26).
Sobre Ramos Sucre, Montejo afirma en un ensayo publicado en el Taller blanco, titulado “Nueva aproximación a Ramos Sucre”, comentarios que están en consonancia con lo señalado anteriormente:
[S]u escritura delata un culto atento al pasado, principiando por la invocación misma de la fuente latina del idioma, cuya concisión le obsesionaba. Su modernidad no encubre entonces una meta adrede perseguida, acusa siempre raíces más profundas. Esto nos lleva a ver sus logros específicamente modernos como una consecuencia de su ardua pesquisa lingüística”. (subrayados nuestros, Obra II, p. 219).
A ello añade —tras rememorar una frase de Ramos Sucre que dice: “Yo escribo el español a base del latín” — algo que bien podría haber suscrito Blas Coll: “Su tentativa logra entonces, entre otros, este mérito: el de combatir la pesadez de nuestra lengua” (p. 220). Así también, en su célebre cuaderno, el maestro obsesionado en reducir la carga penitenciaria del castellano hasta hacerla una lengua a lo sumo bisilábica, más cercana al canto de los pájaros, se refiere a Ramos Sucre en estos términos: “Su escritura sucinta y esencial presupone el ejercicio de un álgebra tácita. Y nos demuestra con lujo eximio que no siempre se requiere de la cantidad para lograr peso en la palabra” (Obra III, p. 30).
A Armando Reverón, el pintor absorbido por la intensidad de la luz del Caribe, Blas Coll también se refirió, como un cómplice de su propia búsqueda, diciendo en tono admirativo:
¡Honor a Armando Reverón, nuestro mago de la luz tropical! ¡Honor al alfabeto de sus colores, a su palma solitaria, plantada contra el esfumino de la canícula con la fuerza de un monosílabo! ¡Honor a sus ojos, que supieron leer en este viejo mar las vocales susurradas por el agua cuando conversa con las piedras! (Obra III, p. 60).
En definitiva y para concluir estas sucintas notas, tal vez bastaría recordar que desde la primera edición de El cuaderno de Blas Coll, en 1981, estos tres personajes han acompañado las extravagantes reflexiones del utópico tipógrafo de Puerto Malo y sospecho que, también, han contribuido a la enseñanza de sus colígrafos, así como de nosotros, sus devotos lectores.
©Trópico Absoluto
Notas
[1] El único heterónimo del que Montejo hace mención perteneciente a la obra de un escritor hispanoamericano es Maqroll el Gaviero, en la nota introductoria de El hacha de seda, libro de sonetos atribuido a Tomás Linden, publicado en 1995.
Obras citadas
Gutiérrez Plaza, Arturo. “Ecos de voces montejianas en una caja de resonancia triangular.” Revista Aleph (Manizales, Colombia) 182 (Julio-Septiembre 2017): 59-66.
Montejo, Eugenio. Obra Completa. I. Poesía. Ed. Antonio López Ortega, Miguel Gomes y Graciela Yáñez Vicentini. Valencia: Editorial Pre-Textos, 2021.
______. II. Ensayo y Géneros Afines. Ed. Antonio López Ortega, Miguel Gomes y Graciela Yáñez Vicentini. Valencia: Editorial Pre-Textos, 2022.
______. III. Blas Coll y los colígrafos. Ed. Antonio López Ortega, Miguel Gomes y Graciela Yáñez Vicentini. Valencia: Editorial Pre-Textos, 2023.
Roberts, Nicholas. “El exceso jubiloso de la heteronimia de Eugenio Montejo”. Latin American Literature Today. (nro. 7, 31 de julio de 2018)
[https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2018/07/joyous-excess-eugenio-montejos-heteronymy-nicholas-roberts/]
Villena Garrido, Francisco. “Unamuno y Bolívar: invención de un pasado”. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes [https://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/america-sin-nombre–0/html/027664d0-82b2-11df-acc7-002185ce6064_55.html]
Arturo Gutiérrez Plaza (Caracas, 1962) es poeta, ensayista y profesor universitario. Editor asociado en Latin American Literature Today. Ha publicado los siguientes libros de poemas: Al margen de las hojas (Caracas: Monte Ávila, 1991), De espaldas al río (Caracas: El pez soluble, 1999), Principios de Contabilidad (México: Conaculta, 2000), Pasado en Limpio (Caracas: Equinoccio, bid&co, 2006), y Cuidados intensivos (Caracas: Lugar Común, 2014), Cartas de renuncia (Caracas: La Poeteca, 2020), El cangrejo ermitaño (Madrid: Visor/FCU, 2020) e Intensive Care (Miami: Alliteration, 2020). Sus libros de ensayo e investigación incluyen: Lecturas desplazadas: Encuentros hispanoamericanos con Cervantes y Góngora (Caracas: Equinoccio, 2009), Itinerarios de la ciudad en la poesía venezolana: una metáfora del cambio (Caracas: Fundación para la Cultura Urbana, 2010), Las palabras necesarias. Muestra antológica de poesía venezolana del siglo XX (Santiago de Chile: LOM, 2010), y Formas en fuga. Antología poética de Juan Calzadilla (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 2011).
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