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Eugenio Montejo, dramaturgo

Por | 25 diciembre 2025

Miguel Gomes analiza la dimensión dramatúrgica de Eugenio Montejo a partir de 'El Ángel', pieza en un acto incorporada póstumamente a su Obra completa (2023). El estudio reconstruye la compleja historia textual y heteronímica de la obra y propone una lectura que articula sus implicaciones políticas, metaficticias e intertextuales. Asimismo, sitúa a 'El Ángel' en diálogo con la tradición del “teatro estático”, en particular con O Marinheiro de Fernando Pessoa, destacando la centralidad de la heteronimia en la poética montejiana.

Eugenio Montejo retratado por Vasco Szinetar. Caracas, 1979. ©Vasco Szinetar

Acaso uno de los capítulos más singulares de los estudios sobre la obra de Eugenio Montejo sea la reciente constatación de que, amén de la poesía lírica, el cuento, el ensayo y la alocución, el teatro figura entre los géneros que el autor cultivó. Contando con el apoyo insustituible de Aymara Pinto de Montejo y Arturo Gutiérrez Plaza, en ese proceso nos tocó el honor de participar a los editores de la Obra completa, Antonio López Ortega, Graciela Yáñez Vicentini y yo. Casi en la conclusión del proyecto, nuestro equipo supo, a través de Gutiérrez Plaza, amigo cercano del poeta, que existía un póstumo que los editores desconocíamos. La viuda del escritor, certificándose de que el documento Word había quedado relativamente listo para la publicación, lo compartió entonces con nosotros. Se trata del drama en un acto El Ángel, atribuido a una de las voces heteronímicas u «oblicuas» de Montejo, Lucian Vacaresco, que pasaba a integrarse de esa manera en las filas de los «colígrafos», es decir, los discípulos o amigos de Blas Coll, tipógrafo de Puerto Malo y alucinado filósofo del lenguaje.

Algunos meses después de aparecida nuestra edición en 2023, averiguamos, no obstante, que el texto no era estrictamente inédito. La revista caraqueña Zona Franca había publicado en 1982 una primera versión que nuestras pesquisas hemerográficas jamás detectaron, pese a que contábamos en diversos países con una auténtica legión de colaboradores, devotos del poeta, muchos de ellos excelentes críticos de su obra. Con la ayuda, una vez más, de Gutiérrez Plaza y, en esta oportunidad, de José Gregorio Vásquez, obtuvimos copias de esa temprana edición, y comprendimos todos los involucrados en la búsqueda por qué aquel texto no había llegado a nuestras manos: Zona Franca no mencionaba a Montejo en el índice, y tampoco a Vacaresco. Nuestra sorpresa se duplicó al descubrir que este último, como anunciábamos en la Obra completa, sí era un heterónimo póstumo, pues El Ángel, de 1982, había sido atribuido inicialmente por Montejo no a él, sino a un tal «Lucian Papanescu» del cual no quedó rastro en su labor posterior.

Debido a la complejidad de esta historia textual y sirviéndome de los nuevos datos, me propongo aquí matizar algunas de las ideas expuestas en la introducción a la Obra completa que López Ortega y yo firmamos. Asimismo, aprovecharé estas circunstancias para ir más a fondo en el análisis de El Ángel.

Comenzando por nuestras reflexiones antes del descubrimiento de Papanescu, creo que la mayoría se mantiene en pie, con solo dos que exigen leves modificaciones. Para entenderlas, cito por extenso el párrafo de la introducción:

Lucian Vacaresco, heterónimo de aparición póstuma, suma ingredientes novedosos a la sociedad de los colígrafos, y no solo por su nacionalidad rumana. Compartiendo nombre con Blaga —a quien Montejo tanto admiró—, y como su compatriota, acosado por el régimen comunista, Vacaresco se exilia en el sur de Francia, donde […] escribe El Ángel [,] que Tomás Linden ha traducido […]. Los vínculos del exiliado con Puerto Malo, sin embargo, son más sutiles y misteriosos: no podemos ignorar que, según testimonios ofrecidos en La caza del relámpago, [su autor, Lino] Cervantes murió en 1962 durante los caóticos acontecimientos de El Porteñazo, frustrada pero violenta insurrección contra la naciente democracia venezolana que protagonizó un sector filocomunista del ejército. Eso significaría que entre los colígrafos contaríamos ya a dos víctimas de las pugnas globales entre libertad y autoritarismo […]. Tales indicios dan pie a que sospechemos que Montejo introducía con Vacaresco una franca dimensión política en su cultivo de la heteronimia, y que las coincidencias podrían haber estado preparando eventos en la ficción posterior. El fallecimiento del escritor en pleno desarrollo de su proyecto nos impide estar seguros; El Ángel, además, aunque avanzado, no es un manuscrito concluido, como lo sugieren […] repeticiones claramente involuntarias. Lo que tenemos, pese a ello, constituye una lectura fascinante […]. Dos hermanas, junto con una sobrina, se ocultan en una buhardilla cuya única salida al exterior es una claraboya. Afuera, hay una sociedad que ha colapsado, presa de una vaga catástrofe inconmensurable. Las mujeres ponen toda su esperanza en un sobrino a quien no ven; los mensajes, las provisiones que este les trae descienden por la claraboya; lo llaman el ángel, adquiriendo para ellas, en más de una ocasión, visos auténticamente redentores, míticos. Si bien los trazos del Pessoa dramaturgo [de O Marinheiro] resultan innegables, debemos reparar en que la alegoría de El Ángel, sin dejar […] de ser metafísica, se las arregla para cargarse de otros referentes ineludibles. La elección de un perseguido político de mediados del siglo XX proveniente de la Europa oriental como autor traducido por un venezolano sólo refuerza la suposición: Montejo, después de todo, escribía durante el apogeo del chavismo (OC I, 54-55).

La primera cuestión que me parece importante es discutir si el texto estaba, en efecto, terminado o no. Obviamente, la versión de 1982 no puede considerarse definitiva, porque incluso el autor eliminó el personaje al cual se la atribuía, cambio drástico. Así que, hasta donde llega nuestra información en estos momentos, la versión de la Obra completa es la más ajustada al proyecto autoral. Entre otros cambios relevantes, se cuenta una dedicatoria a Juan Liscano, director de Zona Franca, que reemplaza a la original —a doña Martha de Ertl—, pero también las alteraciones del prólogo suscrito por el Montejo ortónimo son sustanciales, incluyendo todo un párrafo en el que, tras hablarse del exilio del rumano en Francia, se lee:

Fue en Niza precisamente donde lo conoció Felipe Terrán, el munificente protector de los discípulos de Blas Coll, y lo contrató como profesor privado de latín durante un verano a bordo de su famoso yate. Poco después el mismo Terrán lo invitó a conocer Puerto Malo y lo presentó a Blas Coll y a los jóvenes escritores que solían congregarse en su tipografía (Obra completa III, 387).

A continuación, se atribuye a Tomás Linden, otro de los heterónimos, la traducción de la pieza de Vacaresco y su publicación en la revista de los colígrafos, cuando en la primera aparición de El Ángel el Montejo ortónimo hacía las veces de traductor.

Es indisputable, creo, que la principal misión de la reescritura tuvo que ver con la plena asimilación de la obra de teatro en el mundo ficticio que el autor fue creando en los lustros que siguieron a El cuaderno de Blas Coll (1981) y a El Ángel de 1982. Aunque no ha de soslayarse que a las tres protagonistas de Papanescu —Cristina, Esther y la sobrina de ambas, Berta— Vacaresco añade dos personajes esenciales, con una extensa secuencia en torno a ellos: un Hamlet y una Ofelia ensoñados por Cristina. Acerca del príncipe de Dinamarca Montejo había escrito con frecuencia, y debemos a Nicholas Roberts un estudio clave al respecto. Pero específicamente en El Ángel póstumo la remisión shakesperiana, así podamos otorgarle otros sentidos, sobre todo refuerza, por una parte, la distopía política del argumento y, por otra, cimenta una veta metaficticia, crucial a mi ver, porque surge en la única incursión que conocemos de Montejo en la dramaturgia. El diálogo entre Berta y Cristina luego del mutis de Hamlet y Ofelia lo aclara:

BERTA – ¿Con quién hablabas, tía?
CRISTINA – Con un amigo a quien conocí hace muchos años.
BERTA – ¿Dónde vive?
CRISTINA – En Dinamarca, un país muy lejano.
BERTA – ¿Y cómo se llama tu amigo?
CRISTINA – Se llama López, pero le dicen Hamlet.
BERTA – ¿Tiene dos nombres? Yo me llamo Berta y nadie me dice sino Berta.
CRISTINA – Algún día, cuando crezcas, alguien te llamará también Ofelia.
BERTA – ¿Quién es el señor Hamlet?
CRISTINA – Es un actor
BERTA – ¿Qué es un actor?
CRISTINA – La sombra de un hombre que puede estar en todas partes.
BERTA – ¿Una sombra que atraviesa las paredes?
CRISTINA – Atraviesa las paredes y nos habla como en los sueños.
BERTA – ¿Qué te dijo el señor Hamlet?
CRISTINA – Me dijo que por culpa de su malvado tío se hizo esta guerra para encerrarnos aquí. Pero él lo vencerá para liberarnos.
BERTA – ¿A dónde nos va a llevar?
CRISTINA – Seguramente a Dinamarca, donde tiene su casa.
BERTA – ¿Vamos a atravesar las paredes como él?
CRISTINA – Sí, será necesario atravesarlas como en los sueños: nos dormiremos aquí y nos despertaremos allá.
BERTA– ¿Todo el que sueña se vuelve actor, verdad?
CRISTINA Sí, hija, el actor hace soñar y en el sueño todos somos actores (OC III, 403-408).

Ya solo con esta adición puede aseverarse que El Ángel póstumo sugiere un complejo abanico hermenéutico inexistente en «El Ángel» de Zona Franca, lo que bastaría para justificar que Montejo tratara de hacer tabula rasa absoluta inventando incluso a Vacaresco. Sigue siendo imposible asegurar, con todo, que la reescritura de El Ángel que sacamos a la luz en la Obra completa esté terminada, puesto que el hallazgo de Papanescu nos permite apreciar ahora que algunas de las obvias erratas a las que aludíamos en la introducción, para nada características de la cuidada prosa de Montejo, estaban presentes en 1982 y no fueron eliminadas[1]. Esos retoques finales que le habría dado el autor no se produjeron, sin duda, por su inesperado fallecimiento.

Paso a la segunda cuestión que he anticipado: los juicios de orden político expresados en la introducción a la Obra completa. Me sigue pareciendo admisible que Montejo estuviera reescribiendo El Ángel durante sus últimos cuatro o cinco años de vida. El motivo es que Felipe Terrán, mencionado en la última versión del prólogo, solo se define como personaje en la edición de 2006 de La caza del relámpago, sobre la cual me tocó conversar abundantemente con el autor, por haberme invitado él a redactar la nota de contracubierta del volumen aparecido en Venezuela con bid & co. e, inmediatamente después, el prólogo más extenso a la edición española de Pre-Textos, que data de 2007[2]. Cuando Montejo decide recuperar El Ángel, prácticamente abandonado durante veinte o más años, excluyéndolo, sin otras menciones, de la urdimbre de sus escritos coligráficos, ya sus posturas políticas con respecto al chavismo eran públicas (Roberts 11). Puede sostenerse que la iniciativa montejiana de reelaborar el texto de 1982 en el siglo XXI lo resemantiza: la distopía de un país destruido, violento y contaminado en el exterior de la buhardilla de las tres protagonistas iba al encuentro de un nuevo significado cuando apareciera en un horizonte de expectativas distinto del original. Para variar a Heráclito: ninguna palabra en el río del tiempo significa exactamente lo mismo dos veces dado que el contexto afecta a la recepción. El mundo en crisis fabulado por Papanescu en El Ángel de 1982 iba a ser diferente en El Ángel de Vacaresco por diferir también las vivencias de sus lectores o espectadores primarios. Lo que se mantiene es el factor político que alegamos en la Obra completa, la representación de luchas contra el autoritarismo: sea el experimentado en Rumanía; el que habían dejado atrás los venezolanos en 1958 y del que fueron testigos Montejo, Coll y los colígrafos; o el que regresaba solapadamente a Venezuela desde 1998.

Quisiera dedicar la sección final de este trabajo a un aspecto de El Ángel que la introducción a la Obra completa apenas roza: las afinidades pessoanas del Montejo dramaturgo. Estas saltan a la vista si se tiene en cuenta O Marinheiro, pieza teatral en un acto publicada por primera vez en 1915 —en Orpheu, una de las grandes revistas de la vanguardia portuguesa— y rescatada en la década de los cincuenta por los editores de las obras completas de Fernando Pessoa en una versión posterior. El autor calificó su escrito de drama «estático», y la frase de uno de sus personajes, describiendo lo que sucede —o no sucede—, podría resumir en qué consiste esa inmovilidad: «A minha consciência bóia à tona da sonolência apavorada dos meus sentidos pela minha pele…» (Poemas Dramáticos 58). Como lo anterior podría sonar abstracto, leamos las disquisiciones formales del Pessoa teórico, en uno de sus apuntes póstumos:

Chamo teatro estático àquele cujo enredo dramático não constitui ação —isto é, onde as figuras não só não agem, porque nem se deslocam nem dialogam sobre deslocarem-se, mas nem sequer têm sentidos capazes de produzir uma ação; onde não há conflito nem perfeito enredo. Dir-se-á que isto não é teatro. Creio que o é porque […] o enredo do teatro é[,] mais abrangentemente, a revelação das almas através das palavras […]. Pode haver revelação de almas sem ação, e pode haver criação de situações de inércia, momentos de alma sem janelas ou portas para a realidade. (Páginas 112).

En 1913, cuando Pessoa redactó la primera versión de O Marinheiro, estaba a punto de cruzarse con sus heterónimos —«Entre mim e a minha voz abriu-se um abismo», comenta uno de sus personajes (Poemas Dramáticos 56)—, pero no abandonaba sus vínculos con el paulismo, movimiento de inclinaciones aún simbolistas con el que Mário de Sá-Carneiro, Armando Cortes-Rodrigues y otros poetas de Orpheu se identificaban. Y, explicablemente, en diversas ocasiones se ha señalado la proximidad de O Marinheiro a la dramaturgia del belga Maurice Maeterlinck, especialmente Les Aveugles (1890), donde un grupo de ciegos aguarda, en un rincón del bosque, el regreso trascendental del misterioso capellán que los ha dejado allí (Correia 117-136). Tanto en Les Aveugles como en O Marinheiro, pese a divergencias de escenario y personajes, las acciones se minimizan y nos confinamos en un solo espacio. En el caso de Pessoa, se trata del diálogo de tres hermanas encerradas en un cuarto provisto de una sola ventana en el que velan a una muerta mientras anhelan la llegada del amanecer y son asaltadas por el temor de no ser del todo reales. El título deriva del sueño o la evocación de una de ellas en torno a un espectral marinero náufrago en una isla, deseoso de regresar a su patria y, por ello, entregado a la creación de un mundo ilusorio. En la monocorde conversación que sostienen las mujeres, los límites entre la vigilia y el sueño amenazan con borrarse. Podemos así leer frases como: «Todo este silêncio e esta morta, e este dia que começa não são talvez senão um sonho… Olhai bem para tudo isto… Parece-vos que pertence à vida?» (54); o, en boca también de la segunda veladora, «Por que não será a única coisa real nisto tudo o marinheiro, e nós e tudo isto aqui apenas um sonho dele?» (55), percepciones que la tercera veladora completa, dirigiéndose a la primera: «Quando entrar alguém tudo isto acabará… Até lá façamos por crer que todo este horror foi um longo sonho que fomos dormindo […]. E de tudo isto fica, minha irmã, que só vós sois feliz, porque acreditais no sonho» (59-60).

Si bien es cierto que las peripecias de El Ángel son un poco más complejas, que tienen una prominente veta política (hasta ecologista) y que el diseño de la individualidad de sus personajes es mayor, no me parecen menos innegables las semejanzas entre ambas obras: la idea del encierro de tres mujeres en un recinto con solo un limitado mirador al exterior —uma janela para a realidade—, así como la imaginación o la espera por parte del trío de la venida de una entidad con rasgos preternaturales; por no decir que la subtrama shakesperiana de Vacaresco vuelve a incidir en el dilema de la vida y el sueño vertebrador de O Marinheiro.

Les Aveugles, O Marinheiro, El Ángel, me atrevería a decir, configuran un subgénero dramático aún no del todo reconocido, pero de prestigiosa trayectoria, con que también se emparienta En attendant Godot (1952) / Waiting for Godot (1954) de Samuel Beckett —alguna vez citado por Montejo (OC II, 798)—: todas ellas se han interpretado o pueden interpretarse como alegorías de una espera instalada en el vacío ontológico resultante de la muerte nietzscheana de Dios, aunque cada una, por supuesto, aporte elementos adicionales y responda a coyunturas sociales dispares. ¿Por qué me parece vital resaltar la cercanía de la obra de Montejo en particular con la de Pessoa? Porque no hay otro autor que haya tenido en la poética de aquel un peso similar al de este, cuyo ascendiente fue poderoso por lo menos desde los años sesenta, a tal punto que alrededor de una cuarta parte de la labor montejiana acabó dedicada a un expansivo proyecto heteronímico[3]. No desconozco que el estímulo de Antonio Machado resultase fundamental en la génesis de El cuaderno de Blas Coll, pero tampoco conviene omitir que ya antes, en un ensayo de La ventana oblicua (1974), Montejo meditaba sobre Machado sujetando su empresa al vocabulario pessoano:

Otros heterónimos convivieron en la imaginación de Machado, poetas unos, filósofos o metafísicos los otros. A muchos de ellos les fija edad y rasgos, títulos de sus obras, intención y perfil psicológico. No son, ciertamente, partes rescatadas de Machado, sino totalidades imaginarias, atributos psíquicos vecinos al desdoblamiento. Aparecen recreados con la misma obsesiva necesidad que Kierkegaard y Unamuno pusieron en los suyos, pero de un modo tan peculiarmente perfilados como sólo los hallaremos en Fernando Pessoa (OC II, 136).

Y menos conviene pasar por alto que, en 1985, poco después de haber concebido a Blas Coll y Papanescu, Montejo publicó una nota titulada «El poeta enmascarado» donde admitía la centralidad de Pessoa en todo asedio a la despersonalización o, mejor dicho, la transpersonalización en literatura:

Se sabe que el recurso de las personalidades múltiples fue uno de los rasgos más definitorios introducidos por los pioneros de lo que hoy llamamos la modernidad. T. S. Eliot y Ezra Pound […] fueron teóricos y practicantes de esa estética. El J. Alfred Prufrock de Eliot, por ejemplo, esa funny mask, ¿no reúne en plenitud […] el carácter de un heterónimo? Ocurre, no obstante, que el grado de autonomía conquistado por Pessoa en sus distintas voces logra una intensidad tan diferenciada, tan propia, que nos lleva a privilegiarlas entre todas las creadas hasta el presente (OC II, 409-500).

«La estatua de Pessoa nos pesa mucho», dice un célebre poema de Montejo (OC I, 261)[4], y quizá esa sensación que se articula en la lírica sea correlato de lo que el escritor pudo sentir como anxiety of influence. La angustia bloomiana, a la larga, obligaría al artífice de Blas Coll, Lucian Papanescu, Lucian Vacaresco, Tomás Linden, Lino Cervantes y otras criaturas a tratar de distanciarse hasta consolidar un vocabulario propio, y de allí que el ideologema de lo «oblicuo» que tenía significados diversos, poco perfilados en su libro de ensayos de 1974, se especialice después en una teoría de lo transpersonal. Ello acontece en «Los emisarios de la escritura oblicua», publicado en 1989 y recogido en la segunda edición de El taller blanco (1996):

Pessoa dará a sus personajes el nombre de heterónimos, que hoy forma parte del vocabulario corriente. Por derivación se suele llamar heteronímica la escritura que se vale de entes apócrifos en la práctica de la creación literaria. Al decir escritura oblicua no se menciona un fenómeno distinto, sólo que de esta forma el enfoque no queda circunscrito a Pessoa, a todas luces un ilustre exponente de la tendencia, aunque no el único ni el primero en manifestarse (OC II, 366).

Harold Bloom reconocía seis estrategias con que los poetas afrontan la ansiedad de las influencias. La que acabamos de observar se ciñe a la que denominaba, con vocabulario neoplatónico, daemonization y así describía: «The later poet opens himself to what he believes to be a power in the parent-poem that does not belong to the parent proper, but to a range of being just beyond that precursor» (15). En otras palabras, el absorbente poder en principio sentido como emanado de Pessoa se diluye en el poder superior de la tradición, y en esta Montejo halla refugio.

No sabemos si, de haber continuado desarrollando su faceta de dramaturgo, la oblicuidad de Vacaresco se habría mantenido tan ligada al Pessoa de O Marinheiro, pero sí me parece evidente que no hay manera de hacer una lectura exhaustiva de El Ángel sin tener en cuenta, en algún momento, las redes intertextuales que aquí he esbozado.

Notas

[1] Para ofrecer solo algunos ejemplos, aunque los editores corregimos más en la Obra completa: la mayúscula de la preposición de en «Por eso te empeñas en enseñar a leer a Berta, ¿De qué le sirve?» (Papanescu-Montejo 22); la coma en «Se me ha hecho más largo el tiempo desde que nos recluimos aquí, que toda mi vida anterior» (24); y la repetición superflua de se abre en la penúltima acotación: «(La obra concluye en la semioscuridad, con las tres mujeres mirando la claraboya que se abre, cada una vestida de la mejor forma posible y con un liviano bulto en sus manos, mientras la claraboya se abre y comienza a bajar muy lentamente una silla de tablas cruzadas, como la de los niños, al tiempo que se filtra un rayo de luna.)» (agrego las cursivas, 27).

[2] Se trata en ambos casos de colecciones de su escritura heteronímica encabezadas por El cuaderno de Blas Coll. La edición de bid & co. fue la primera de la obra de Lino Cervantes; la de Pre-Textos agrega, además de La caza del relámpago, poemas de Tomás Linden.

[3] Ya circulaban traducciones de Pessoa en España desde los años cincuenta, pero las traducciones argentinas a partir de 1961 y las mexicanas a partir de 1962 aseguraron la propagación de su prestigio en Hispanoamérica (Romero).

[4] La composición de Alfabeto del mundo está, por cierto, dedicada a Rafael Cadenas, en cuya célebre «Derrota», como es sabido, mucho resuena el «Poema em linha recta» de Álvaro de Campos.

Obras citadas

Bloom, Harold. The Anxiety of Influence: A Theory of Poetry. 2nd ed. New York: Oxford University Press, 1997.

Correia, Maria Teresa da Fonseca Fragata. Fernando Pessoa e Maurice Maeterlinck. A Voz e o Silêncio na Fragmentação da Obra. Tese de doutorado. Lisboa: Universidade Nova de Lisboa, 2011.

Montejo, Eugenio. El cuaderno de Blas Coll / La caza del relámpago [de Lino Cervantes]. Caracas: bid & co. editor, 2006.

—. El cuaderno de Blas Coll (y dos colígrafos de Puerto Malo). Miguel Gomes, pról. Valencia, Esp.: Editorial Pre-Textos, 2007.

—. Obra completa. 3 vols. Antonio López Ortega, Miguel Gomes y Graciela Yáñez Vicentini, eds. Valencia, Esp.: Pre-Textos, 2021-2023.

Papanescu, Lucian [Eugenio Montejo]. «El Ángel». Zona Franca núm. 29, 1982, pp. 20-26.

Pessoa, Fernando. Páginas de Estética e de Teoria e Crítica Literárias. Georg Rudolf Lind e Jacinto do Prado Coelho, eds. [1ª ed. 1966]. Lisboa: Edições Ática, 1973.

—. Poemas Dramáticos. Obras Completas, vol. VI. [1ª ed. 1952]. Eduardo Freitas da Costa, ed. Lisboa: Edições Ática, 1979.

Roberts, Nicholas. «Spectres, Politics and Poetics: Hamlet in the Poetry of Eugenio Montejo». New Readings, n. 12, 2012, pp. 1–18.

Romero, Armando. «Fernando Pessoa en América Latina». Revista Aleph, no. 176, 2016, ed. en línea. https://www.revistaaleph.com.co/fernando-pessoa-en-latinoamerica/

Miguel Gomes (Caracas, 1964), estudió literatura en la Universidad Central de Venezuela y en la Universidad de Coimbra. Doctor en literatura por la Stony Brook University, New York. Board of Trustees Distinguished Professor de la Universidad de Connecticut, donde enseña desde 1993. Miembro de la Academia de Artes y Ciencias de Connecticut y miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Posee una amplia obra narrativa. Entre sus libros de crítica se cuentan: Los géneros literarios en Hispanoamérica (Navarra: Ediciones Universidad de Navarra, 1999) y La realidad y el valor estético: configuraciones del poder en el ensayo hispanoamericano (Caracas: Editorial Equinoccio, 2010).

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