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‹Inmundo› de Igor Barreto: Abyección y ternura

Por | 12 noviembre 2025

«Cuando se deja atrás el horizonte pugnaz, se produce un reingreso en una materialidad con rango de destino. "La redundancia", creo, transmite esa ontología a la que Barreto sorprendentemente ha llegado». MG

Igor Barreto retratado por Carlos París.

El drama de los conceptos

Uno de los epígrafes que Ígor Barreto ha elegido para Inmundo (2024)[1] nos instala, de entrada, en un escenario conceptista donde las palabras se relacionan como actores en un drama. Se trata de una traducción de un texto no identificado de Jacques Lacan: «Solo los idiotas creen en la realidad del mundo, lo real es inmundo y hay que soportarlo». Estamos ante una paronomasia (combinación de vocablos de sonido semejante) o una políptoton (combinación de vocablos con la misma raíz), dependiendo de que el escritor o el lector sean conscientes de la etimología latina, la cual indica que immundus deriva de mundus. En latín, en efecto, el adjetivo mundus, que en principio equivalía a ‘limpio’, ‘puro’, ‘organizado’, ‘elegante’, en algún momento entró en contacto con el griego κόσμος, que significaba a la vez ‘cosmos’ y ‘lo bien arreglado’ o ‘bien ornamentado’ —de allí, nuestro cosmético—; así que una misma voz pudo remitir, como sustantivo, al conjunto de lo existente y, como adjetivo, a lo pulcro. Immundus, no sabemos si antes de la interferencia del griego o después, vino a designar una falta de lo que daba a entender el mundus adjetival, lo ‘no limpio’, lo ‘no puro’, lo ‘no organizado’[2]. Cuando Lacan empleaba immonde en La troisième (Roma, 1 de noviembre de 1974) —de allí procede la traducción citada por Barreto— adjudicó al adjetivo francés los semas del nombre griego que instilaron en mundus una acepción afín a la de cosmos y, acto seguido, contrastó el mundo (le monde), racional, estructurado, con lo que conceptuaba en su teoría como lo real (le réel), la dimensión irrepresentable de nuestra experiencia que escapa de los símbolos, resistiendo, interrumpiendo o desbaratando modelos de conducta o sistemas de vida para hacernos padecer. Immonde suponía justo aquello de lo que se ocupan los psicoanalistas y, por lo tanto, un tropo irreductible a las acepciones que en cualquiera de sus versiones romances tenía immundus, pero de algún modo coqueteaba con todas, y de allí el gesto retórico y lúdico lacaniano de acudir a una paronomasia o una políptoton[3].

Aunque el vocabulario de La troisième raramente se adopte fuera del ámbito psicoanalítico, su llamado de atención a lo que destruye forma y orden resuena en numerosos pensadores franceses contemporáneos o posteriores. Ello es obvio en la labor de Jean-Luc Nancy, donde immonde se asocia a un no-mundo o un anti-mundo aniquilador de la copresencia y la capacidad humana de relación[4]. Más subrepticiamente, muchos rasgos que se atribuyen a le réel y, en consecuencia a lo immonde, son compatibles —si bien provenga de un sistema filosófico muy distinto— con la noción de lo rizomático de Gilles Deleuze y Félix Guattari, que rechaza las estructuras y la agencia de un sujeto[5]. Algo idéntico podría plantearse del ideario de Michel Foucault, por más ajeno que le fuera el psicoanálisis, cuando exigía abandonar la configuración esférica de la totalidad y no procurar el centro, sino los descentramientos[6]. Las inesperadas coincidencias con Deleuze, Guattari y Foucault se debieron a búsquedas mancomunadas de la época, sobre todo el intento de desestabilizar jerarquías mediante un «afuera» radical del sentido que erosionase la unidad del ego cartesiano y la preeminencia del logos.

No desdeñará las reflexiones precedentes el lector interesado en el papel crucial de la indeterminación en los poemas de Barreto: si en estos, por una parte, hay residuos palpables de la jerga de Lacan, por otra no escasean las coyunturas en que lo inmundo ha de interpretarse ciñéndonos al léxico usual del español. La poética con la que nos enfrentamos no se exime de una ambigüedad calculada donde caben lo aseado y lo sucio, la armonía y el caos, lo decible y lo indecible; en ella se buscan los contrarios, se entrecruzan: el universo esbozado se compone de sucesivos nacimientos y muertes, plasmaciones de una eterna contradicción en la que hasta el espíritu acaba confundido con la materia.

El universo, un gran hospital

A quienes conozcan Carreteras nocturnas (2010), El muro de Mandelshtam (2016) y otras colecciones de Barreto de los últimos tres lustros, así como un proyecto editorial de breve vida pero de gran repercusión como la revista Sarcófago (2017), de la cual fue director, no los desconcertará que uno de los múltiples significados de lo inmundo invoque el vertiginoso deterioro venezolano, que ha hecho que un país con el cuarto producto interno bruto mundial en 1950 y receptor de inmigrantes durante décadas se volviera, en el siglo XXI, sin una guerra, el foco de una diáspora de casi ocho millones de seres humanos. En ese respecto, Inmundo se inscribe en el ciclo del chavismo, el conjunto de la lírica y la narrativa venezolana actuales cuya visión del entorno se caracteriza por estar saturada de abyección, ominosos escombros o brutalidad y por vincularlos, de maneras no siempre sutiles, a un discurso social[7]. Varios poemas de las secciones finales del libro son explícitos. Piénsese, por ejemplo, en «Lo perdido»: «La cultura del petróleo / nos dejó mudos / […] // Somos el silencio / ante peligrosas / utopías. // Tenemos unos pocos / recuerdos // y la marginalidad / nos condujo / al borde de ser casi / invisibles» (pp. 157-158). O también una composición titulada, sin más, «Venezuela», que cavila acerca del mal que aqueja a la nación: «Al final sufrimos / la no pertenencia / y el no-lugar», pero preserva con aire enigmático su fuente: «¿Qué son tres monedas / en el centro de unas manos rudas? // mientras el cuervo atesora billetes / bajo su almohada» (p. 159).

El tenue velo de misterio no tarda en correrse. En una de las piezas de la serie «Bagatela», al principio, con un guiño burlesco, se echa mano del pensamiento mágico —«Desde un principio este país amaneció con el pie izquierdo» (p. 160)—. Pero luego, en otra «Bagatela», las claves se exponen con una alegoría tan flagrante como sardónica introducida por la descripción del mercado de mayoristas de Coche, «colindando con las caballerizas del hipódromo de Caracas y […] favelas de pobreza fatigada»:

Siempre frecuentaba en ese lugar unos tarantines edificados por choferes y campesinos. [E]n una de sus mesas me tomaba una sopa de verduras o un cruzado de carnes blancas y rojas […]. En ocasiones no tenía hambre y permanecía en el entresueño sopesando cada uno de los ingredientes como si se tratase de la geografía del país […]. Hablo de un verdadero mapa, donde anegaba mi cuchara herrumbrosa girándola a contra sentido. Una que otra región se venía a pique, aunque no tardaba en reflotar rehaciendo lo que estuvo a punto de perderse. Entonces, aún quedaba una consistencia: sensaciones de solidez. Era posible afirmar que tenía enfrente una sopa. Algo con definición en lo hondo de lo masticable y lo alimenticio.

Esa sopa que me tomé en el año 1999, cuando comenzaba a gobernar el teniente coronel, incluso las sopas de sus dos primeros años de mandato, eran caldos con tonos diversos que mudaban sus colores el blancor alcalino de la yuca a la gama de las verduras amarillas […]. Ahora, por estos días, no podría ocultar lo iluso de tales calificativos. (pp. 199-200)

El deterioro, desde luego, delimita espacios que, incluso innominados, en otros textos podemos sin dificultad solapar a la «geografía» o el «mapa» de la cita previa; o podemos, como mínimo, deducir que la degradación es una consecuencia privada de la misma situación pública. El poema «Hedor» lo redimensiona con intimismo, pese a que el final nos aconseje no distanciarnos demasiado de las miserias colectivas que Barreto tan bien examinó en volúmenes previos: «Tras los pesados estantes de la biblioteca / ha muerto una rata. / […] / Me he quedado flotando / en el vaho / que desprenden los libros de poemas. / Su aparente nobleza no es extraña / a los fantasmas del hedor / […]. // Cómo es posible que puedan / oler mal / […] // los de Osip Mandelshtam […] // Quién ha dicho que de la fetidez / no emanan los poemas» (p. 25). En otras oportunidades, el menoscabo y la putrefacción son universales, contaminan numerosos aspectos de la experiencia: «Atravieso el océano / en barcos mercantes oxidados» (p. 29); «la palabra humana: / torcedura / descalabro» (p. 31); «ocurrió un vendaval, / un deslave / que transformó / aquella ensenada / de bohíos y palmeras // en un esputo / de piedras y cieno» (p. 58); «En el patio / había un estanque con tortugas / desbordado de agua inmunda» (p. 79). Sobre todo, la descomposición o la sensación de derrumbe avanzan paralelas a nuestra existencia: «Quién diría que la vida / nos deparaba un baño / de inmundas depredaciones, / una ilusión desagradable» (p. 109).

Esos y otros pasajes se mueven en el territorio de lo que Adriana López-Labourdette, Isabel Quintana y Valeria Wagner, a la hora de estudiar variadas manifestaciones culturales latinoamericanas del siglo XXI, denominan «lo residual», constituido por «restos», «excedentes» y «basura»: «Si bien los restos aluden a un registro de la resistencia y a un tiempo fuera del tiempo, el excedente traza una línea de crecimiento y un horizonte de acumulación de capital, mientras la basura evoca toxicidad, una temporalidad irrevocable o no reciclable»[8]. Las estudiosas enfatizan de inmediato que el recurso a lo residual se ha intensificado debido a crisis sociales —«dictaduras […], procesos transicionales y de posconflicto»— cuya consecuencia es la proliferación de la representación artística de «cuerpos desechados, utopías fracasadas, ciudades aniquiladas». Una de las razones por las que la poesía de Barreto ha empezado a circular cada vez más fuera de Venezuela desde 2016 puede estar en esa sintonía con una sensibilidad continental.

No se crea, con todo, que su personaje lírico se deja vencer por tanta negrura. Sin intentar ofrecer alegrías compensatorias, sin recaer en el escapismo o la súbita e inconvincente iluminación, esa suerte de mitología de lo residual se integra en una búsqueda mayor, en parte ética, en parte metafísica. Una elocuente advertencia la hallaremos en el primer poema del libro, «Kosmos», que por su título no debería desligarse de nuestras pesquisas etimológicas iniciales:

No saben ustedes
cómo los huesos
que son apenas un ciento
me duelen al contemplar
la rotación de la tierra.

Ese ovillo de cintas azules
envolviendo un núcleo
   cálido
   …brillante,
mucho más que un cometa.
  
Así es,
aunque este corazón mío
   hecho de barro
   ilumina menos
que una luna menguante.

Cruzan meteoritos
como agujas pinchando
la cuajada ennegrecida de nubes.
   Pero nada ocurre:
son puntos de soledad anaranjados
   similares al centelleo
   de un fósforo.
  
Yo continúo
en el silencio de estas contemplaciones,
   conservo la paciencia

de un pescador en su barca
ante los incontables fulgores
del seno de la Vía Láctea:
   ella es
   nuestra madre

sentada en la sala de espera
de este gran hospital

que es el kosmos. (pp. 17-18)

En la totalidad concertada que el término kosmos sugiere —nótese el guiño ortográfico al original griego— el sufrimiento o el apocamiento personales (los huesos adoloridos, el corazón opaco) fungen de pertrechos para un viaje no subjetivo por el río del tiempo; por algo, en los últimos versos el hablante prefiere una perspectiva plural («nuestra madre»). Y parece que el viaje mismo del pescador, no la pesca, es el propósito: el universo no deja de ser un hospital —un no-mundo, según La troisième— pero en él están nuestro origen y sus «fulgores».

Materialismo trascendental

En el prólogo a Inmundo, Antonio López Ortega compara el proyecto de Barreto con una especie de «canto general» (p. 10). El recorrido del poeta, nos dice, «aspira a la totalidad, a una necesidad de amasar en un solo cuerpo lo disímil, una convicción profunda de que la suma de las partes hace al todo», lo cual se atribuye a que ha llegado a un estadio de madurez «en el que puede procesar cualquier elemento y convertirlo en revelación instantánea, perdurable».

La lucidez del comentario la corrobora la trayectoria de Barreto, con unos inicios donde priman el exteriorismo y la optimista celebración de la modernidad urbana de la próspera Venezuela de los setenta e inicios de los ochenta —¿Y si el amor no llega? (1983), Soy el muchacho más hermoso de esta ciudad (1987)—, precediendo a otras búsquedas una vez que a fines de los ochenta y a lo largo de los noventa se manifiestan las fisuras, los endebles cimientos de aquella modernidad. Disipadas las «sensaciones de solidez», usemos la frase de la «Bagatela», esta obra regresa, siempre con ironía, pues no se olvide que el autor es oriundo de San Fernando de Apure, a la provincia y a la inspiración rural —Crónicas llanas (1989), Tierranegra (1993), Carama (2001), Soul of Apure (2006), El llano ciego (2006), El duelo (2010)— o persiste en la ciudad desenmascarando las ilusiones previas, pasando revista a su desmoronamiento, no sin sincronías internacionales —como ocurre en la mayoría de sus poemarios posteriores a 2010, con la salvedad relativa de La sombra del apostador (2021), donde ya se comprueba un imaginario mixto como el que aquí nos ocupa[9]—.

Algo de todo ese amplio repertorio temático se conserva o reanima en Inmundo. El repaso incluye vistazos adicionales a la Rumanía donde Barreto estudió en su juventud (pp. 114-132), lo que completa la esporádica subtrama de Bildungsroman apreciable en estas páginas —un poema se titula, no por accidente, y no sin homenajes tonales a Nicanor Parra, «Primer fracaso novelístico» (p. 62)—. Además de narratividad, hay una propensión acumulativa, enciclopédica en la estructura del libro, en su pasión por el inventario sea de los avatares humanos o de criaturas y fenómenos de la naturaleza. Urge reparar, no obstante, en cómo se evita el dato externo emancipado de la introspección. «Kosmos» lo ilustra, y no es descabellado aseverar que cada atisbo cósmico de Barreto va acompañado de una ruta al interior de la psique del sujeto o a la psique más profunda que comparte con otros seres humanos. En cierto modo en este «canto general» se rectifica el proyecto de Pablo Neruda despojándolo de grandilocuencia o populismo intelectual, y encauzándolo, más bien, hacia una metafísica en la que lo individual y lo comunitario dejan de entablar la perenne disputa exigida por los lineamientos estalinistas a los que el poeta chileno se empeñó en ser sumiso[10].

La rectificación la logra Inmundo mediante lo que podría definirse como un materialismo trascendental. Este comienza con postulados cercanos a los de la «terredad» montejiana, un insertarse en la órbita de lo físico ateniéndose a continuidades no jerárquicas entre lo social y lo no social. En otra de las «Bagatelas» se nos conmina, de hecho, a una «distancia» hacia la naturaleza —interpretable más bien como respeto, relación no guiada por el poder— que ayude a fundar «una ética del convivir terreno para el hombre de hoy dominado por el deseo de posesión. Ya no cultivamos la convivencia entre nuestras vidas y esos mundos de seres [silvestres] intocados, de hacerlo existiría una interlocución conocedora que haría posible un sabio entendimiento» (p. 74).

Tal ética se coordina con una actitud más abstracta en lo que atañe a lo perceptible. En un poema como «Las cosas mudas» el hablante, sufriendo la maldición de las concordancias entre res y verba, intenta reducirlas a un ejercicio absurdo: «Creo que solo el impulso de escribir / al querer representar una silla con letras negras, / eso, ya es incomprensible» (p. 19). La incomprensión tiene como resultado la certidumbre de que el decaimiento universal que se rastrea aquí y allá no deja intocado el lenguaje de la poesía: «Y desde cada línea se cuela entonces / una delgada voz / que evidencia / lo precario del nombrar». Pero ha de observarse que las cosas sobreviven al sinsentido, transitando por él y yendo más allá, para imponerse triunfales: «Hablo del nacimiento de la escritura: / esa lengua arbitraria / que inventamos para aludir / a las cosas mudas. // Porque / con certeza / mucho antes // ya existía la silla» (p. 20). La actitud del poeta —esto es lo esencial— no es trágica ni insinúa frustración: su personaje transita y sobrepasa las ambiciones del oficio, entregado a un cosmos insondable en su método —si lo tuviera— que excede la legislación de los signos. Como si aceptara le réél y admitiera que no logra atraparlo en los confines del mundo —su mundo cribado por los usos sociales: el orden simbólico—. Lo que sigue y prevalece en el tono de este libro es una estoica o escéptica ataraxia en la que la única trascendencia nos la ofrece el entorno tal como es. Somos nuestras posesiones y nuestras carencias, lo que consideramos armonía y el caos que no se ha supeditado a ella. En dicha integración con el Todo un secreto panteísmo asoma, probablemente sin que el poeta lo haya premeditado; o quizá debamos hablar de un nihilismo satisfecho de sí, a tal punto que ha emprendido la ruta de la bonhomía.

Lo pregonado es una experiencia liminar, iniciática, que nos permita acceder a una nueva identidad donde las barreras que se nos han inculcado desaparezcan. La zona limítrofe del ser a la que me refiero se vislumbra en un poema titulado «Lo inmundo»:

    Hoy pareciera que lo bello terminó
y el poema canta entre dislocaciones.
    La poesía es inmunda,
se escribe justo en el borde angustiante
    de la frontera
    del mundo,
aunque siempre rozaremos el lirismo. (p. 21)

Así comienza la composición, para después sentenciar que la poesía implica «un movimiento entre lo burdo y lo lírico» y «solo prospera en el error» (p. 22). La conclusión es ataráxica si las hay: la sed de perfección se desecha para desarraigar el ansia de conquista del acto creador.

Acaso uno de los momentos más memorables del volumen lo depare el «Último poema», donde esa filosófica resignación se formula a cabalidad:

    Nunca seré más
un poeta de caballete.
     Aquello que creía
     ya no lo creo.
Esto existe, pero ya no existe:
     desapareció,
     se extinguió,
     se olvidó.
Qué in-mundo tan desdichado.
     La tierra
     es mi carro fúnebre
     y el pájaro que mejor
         cantaba
     ahora es incapaz
     de la pirueta
     del tresillo.
     Nada como nada:
tal vez sea        otra página
     imposible de escribir. (p. 204)

Nótese que la supuesta impotencia expresiva ha generado una escritura, ha dejado un trazo, igual que lo aparentemente existente ya no existe o que lo olvidado persevera en el recuerdo cuando se constata el olvido. En el reino de las paradojas habita este libro y quizá por ello en el texto final la palabra inmundo se descompone con un guion para recordarnos la noción lacaniana de algo que falta y, a pesar de todo, se infiltra en el espacio de la plenitud.

No soslayemos la elocuencia del vacío gráfico en el penúltimo verso: el sigilo perpetuo de le réel.

El fin de las discrepancias

La oscilación apacible entre lo prosaico y lo poético, entre la afirmación y la negación del mundo, nos habla de binarismos con fecha de vencimiento, referentes que han perdido la tensión que los dinamizaba en el orden simbólico. Cuando se deja atrás el horizonte pugnaz, se produce un reingreso en una materialidad con rango de destino. «La redundancia», creo, transmite esa ontología a la que Barreto sorprendentemente ha llegado:

    Aunque la redundancia
me habla también de una aproximación
    mediada por cierto caos
que cada uno representa:
    el cuerpo que fue mío
    y luego fue de otro,
    que fui yo.
No hay razones precisas
y las diferencias quedarán en el pozo
que es espejo de la divinidad.
Ser la nada para ocupar el Todo,
     eso quisiera:

Descubrir lo que no sabía

     que sabía. (pp. 23-24)

A veces, estos poemas van más allá y, al evocar un universo regido por antítesis, oxímoros u otras verbalizaciones de lo contradictorio, se aproximan a lo visionario o a lo místico. Piénsese, para no ir muy lejos, en esta brevísima epifanía, donde la percepción —bien anclada en lo tangible— se encarga, sutil, de elevarnos a un orbe espiritual:

La esposa del pescador portugués
lleva una olla con trozos de hielo sobre la cabeza
Ella vendió a los hombres el almuerzo
al final de la mañana

Su vestido negro
refulgía de plata. (p. 34)
                                        

Y tampoco deberíamos ignorar la lectura religiosa de la naturaleza que se lleva a cabo en «Araguaney», con su sombría iluminación final:

… lo sagrado bajo el sol
tiene que ver con esa amarillez
     enceguecedora
que se disuelve en el aire.
[…]
La mica de las piedras se recalienta
hasta que los pajonales flamean
     invisibles
y calcinan la savia del Araguaney,
     que ahora
con semejante ardimiento —tan fogoso—
se transforma en luz negra
     
contenida. (pp. 35-36)

En varios poemas los seres de la naturaleza son descritos recurriendo a similares confluencias de opuestos. La gracilidad del pájaro conocido como sangre de toro se posa en la peligrosa alambrada tal como la oscuridad refulge: «Van siempre / en bandadas // […] // tienen el pecho / rojo encendido / y se paran / a vocalizar muy castos // sobre alambres / de púas. // […] // Se pierden / juntos // en esa vegetal / negrura // donde se abrillantan / con chispazos» (pp. 39-41). Los pájaros semilleros, por su parte, «revolotean bajo el sol» pero «lucen un collarín / de plumas negras // porque son resurrecciones / de la pureza» (p. 42).

A veces la intersección no se verifica dentro de un mismo poema, sino que la delata la sintaxis libresca: destacan las cadenas de poemas dedicados a la vejez —«El abuelo» (pp. 76-77), «Fotografía de una abuela junto a su nieta» (p. 78)— y los dedicados a continuación a la niñez —«La infancia» (p. 81), «Grupo escolar» (p. 85)—, así como las piezas en las que esos extremos vitales se yuxtaponen:

    Los infantes
no temen al riesgo

de lucir eternamente
congelados en su edad

poco les importan
    las angustias
   
y los dilemas
    del instante.

Pero a los mayores, sí…
ellos se retraerán al fondo
[…]
la imagen de la vejez
   se revelará

como si estuviese
—algo— fuera de foco. (pp. 88-89)

En ocasiones, la inconstancia de lo humano se torna omnímoda pues la contraposición de hombre y naturaleza se esfuma cuando vivimos en el umbral que comunica al mundo con el in-mundo: «En un recodo / del jardín // encontré cristales / de cuarzo joven: // quizás tendrían / más de mil años» (p. 86).

Lo anterior no podría observarse sin acotar que el «canto general» de Barreto actúa como un libro sagrado que narra a su manera —sin rechazar ni la gloria ni la vileza, ni lo sublime ni lo ridículo— los orígenes del universo. La excusa puede ser una écfrasis fotográfica que se vale de un arbitrario y divertido collage de referencias al Viejo Testamento, a la poesía de Guillermo de Aquitania o a las teorías de Aleksandr Fridman y Georges Lemaître:

En la oscuridad anterior
    lo que existía
    era una piedra
con un socavón de agua dulce
   
y el Señor dijo:
Haré un verso de la pura nada,
aludiendo a un poeta provenzal
   del siglo XI.
   
Luego,
ocurrió el Big Bang
como el flash de una polaroid
de colores irreales:

la piedra se desintegró
y nacieron las galaxias
entre enormes filamentos
de materia oscura

recubiertos de espuma cuántica. (p. 102)

Asimismo, puede consistir en una reflexión sobre el peso de la edad sobre nuestra memoria: «El tiempo muy preciso / siempre será terrible, / por eso la vida / debe ocurrir unos minutos antes» (p. 104); o un vislumbre de la función que tiene el lenguaje en las imaginarias exploraciones del génesis: «… esplandores / pre-verbales: / dos silencios / que se hacen / sentir. / Estoy a la caza / de estos relámpagos: / verdaderas / intromisiones cósmicas» (p. 106). Lo cierto es que en Inmundo se multiplican las celebraciones de lo que, inicialmente, parecía un antro sórdido y precario. En ellas lo lírico es algo más que un roce, como ocurre en «La noche»: «La noche puede tomar / la forma de un caballo / […] / El caballo es para mí el Uno / del que Platón / habló a sus discípulos» (p. 197); y la trama del ser se prolongará hasta que alcancemos una conclusión extática en nuestra contemplación del «talabartero mayor» que lleva «a ese caballo calmoso, / azabache, hasta el río donde abrevará / su deseo de perdurar / y perdurar / de una estepa a la otra», porque «las llanuras del kosmos / no terminarán nunca» (p. 198).

El amor

En renglones previos he sugerido que Inmundo, por una parte, contiene muestras de las distintas etapas del recorrido poético de su autor —poemas de la ciudad y del campo; poemas de la juventud y de la madurez; poemas con un atento ojo al acontecer exterior, pero abiertos a los abismos anímicos—; por otra parte, es incuestionable su parentesco con la producción más reciente de Barreto, cuya estructura afectiva sombría, con la tesonera percepción de ruinas y abatimiento, aflora fatalmente ya que el diálogo con los aconteceres sociales jamás se posterga. «Qué pienso de la mugre» es una de las composiciones donde mejor se evidencia ese basso ostinato del libro:

   La mugre es barro
   en aceras y garajes
y un sudor y una grasa
que nos acerca a las máquinas usadas.
Hay mugre en las ventanas
   de las fábricas,
en el pasto doblado tras una tenaz colisión.
La sombra que trae el abandono
   trae también la mugre:
como el retrato de un hombre obeso
   que posa para un pintor
   su enorme abdomen.

¿Podré guardar la mugre
   y venerarla
como rastro de vida? (p. 104)

Los procesos de merma, deshumanización y reificación en estos versos y otros podrían deducirse como propios de un temor a lo real —entendido con Lacan—, la zona de nuestra experiencia que se nos escapa, indócil al decir. En un plano elocutivo, lo immonde se traduce en desagrado somático y —sí, al pie de la letra— en inmundicia, ajustándose a todo lo que Julia Kristeva ha sustentado sobre nuestras confrontaciones con lo repelido por la conciencia, esa sensación de asco suscitada por la desestabilización de los límites de la identidad y la posibilidad de que «lo otro» nos absorba[11]. Repulsión en este caso asimilada, a punto de ser «venerada» para exacerbar las repercusiones de una bancarrota de la razón.

Pero otras formas tiene el libro de negociar con la oscuridad que nos acecha en lo que no legitimamos ni incorporamos, tan decisiva en el libro anterior de Barreto, La sombra del apostador[12]. Creo que he resaltado varias de ellas, la más importante de las cuales es el materialismo espiritualizado o trascendental, en el que los dualismos se diluyen. Antes de concluir, sin embargo, no deberíamos omitir el papel del erotismo en esa cosmovisión, en concreto porque las uniones que propicia tienden análogamente a liquidar polaridades. Varios poemas subrayan esos instantes. «Nidos» es uno de ellos, y hemos de percatarnos de la concurrencia con la ornitología de Barreto, sus sangres de toro o semilleros en que los contrarios se funden:

Los colores serán nuestro último
    y apremiante regalo:
el rojo cinabrio de tus aberturas
   
el azul cobalto
    en la oscuridad

haciendo giros como cintas
de revelación y deseo

Estos serán el porqué
    de nuestro nido

la gracia de llegar juntos:

en ese momento. (p. 166)

Igual de conmovedor resulta «Sobre el amor», en el que la serenidad brota de la intuición de que los amantes se movilizan en el «borde» entre mundo e in-mundo, ya no seres racionales del todo, no del todo individuos, ni siquiera seguros de que el lenguaje o la inteligibilidad sean preferibles a entregarse al silencio o lo inaprensible. Tal como se perfila, el eros no es un refugio para la esperanza, aunque sí una pausa, un bien de nuestro patrimonio anímico:

Siempre habrá
un motivo
de confusión
que el amor
no podrá
descifrar.

Te lo digo
porque lo hice
con el sexo

sucio-almizcloso,
cerrado, renuente,
sin decir nada…

pero con ternura. (p. 167)

La aparición de la sencillez de la ternura —en el ámbito de la forma, un verso aislado que nos reserva una clave— tras los intentos dialécticos del sujeto —nótense los tercetos previos, prometedores de algún tipo de estructura clara— quizá indique que más allá del intelecto, en el despojo y la desnudez, ocurrirá la metamorfosis perseguida por el rito iniciático, con el anhelado descubrimiento de lo sagrado. El hallazgo, por una vía más elusiva, también lo ha de formular el «Último poema» que ya he comentado, con el «nada como nada» cuyas resonancias no se detienen cuando cerramos el libro. Se trata de una lección de transparencia e inmediatez: todo menos «poesía de caballete», en efecto, encontraremos en Inmundo que podría considerarse, de ahora en adelante, una de las colecciones más complejas y acabadas del ya largo quehacer de su autor.

NOTAS

[1] Ígor Barreto, Inmundo, prólogo de Antonio López Ortega, Madrid/Buenos Aires/Valencia: Pre-Textos, 2024.

[2] La discusión más exhaustiva de los contactos entre estas nociones se debe a Jaan Puhvel, «The Origins of Greek Kosmos and Latin Mundus», The American Journal of Philology, Vol. 97, No. 2, 1976, pp. 154-167.

[3] Transcribo el pasaje completo de Lacan del que sale la frase citada por Barreto y luego lo traduzco lo más literalmente posible: «La différence entre ce qui marche et ce qui ne marche pas, c’est que ce qui marche, c’est le monde — le monde fonctionne, ça tourne rond, c’est ça son rôle comme monde; pour se rendre compte qu’il n’y a pas de monde — c’est-à-dire qu’il y a des choses que seuls les imbéciles croient faire partie du monde — il suffit de remarquer qu’il y a des choses qui font que le monde est immonde […]; c’est de ça que s’occupent les analystes» (‘La diferencia entre lo que funciona y lo que no funciona es que lo que funciona es el mundo —el mundo funciona, todo marcha sobre ruedas, ese es su papel como mundo—; para darse cuenta de que no hay mundo —es decir, que hay cosas que solo los imbéciles creen que forman parte del mundo— basta con notar que hay cosas que hacen que el mundo sea inmundo […]; de eso se ocupan los analistas’.)

[4] Confróntese La Pensée dérobée (2001) o La Création du monde ou La mondialisation (2002). En Corpus (1992), en cambio, lo immonde señala la incapacidad de aprehensión plena de lo somático en nuestra conciencia.

[5] En el rizoma «il n’y a plus de développement de formes ni de formation de sujets. Il n’y a pas plus structure que genèse» (Gilles Deleuze et Félix Guattari, Mille Plateaux, Paris: Les Éditions de Minuit, 1980, p. 329).

[6] «[N]ul centre mais toujours des décentrements […]. Abandonnez le cercle […], abandonnez l’organisation sphérique du tout» (Michel Foucault, «Theatrum philosophicum», Dits et écrits, I, Paris: Gallimard, 2001, p. 76).

[7] A este asunto he dedicado diversos artículos y el libro El desengaño de la modernidad: literatura y cultura venezolana en los albores del siglo XXI, Caracas: ABediciones (Universidad Católica Andrés Bello), 2017 (2da. edición, 2025); a este último remito al lector interesado.

[8] Adriana López-Labourdette, Isabel Quintana y Valeria Wagner, «Restos, excedentes, basura: gestiones literarias y estéticas de lo residual en América Latina y El Caribe». Mitologías Hoy, 17, pp. 9-13, 2018, p. 10.

[9] No ha de pasarse por alto el título elegido por Barreto para su obra reunida: El campo / el ascensor (prólogo de Antonio López Ortega, Valencia/Buenos Aires/Madrid: Pre-Textos, 2016).

[10] Así lo rescatasen, a su pesar, una genuina vocación poética y episodios de incontenible arrebato. Aludo al contraste entre una obra casi unánimemente admirada como «Alturas de Macchu Picchu» e incontestables llamados a fila como «Que despierte el leñador» o «Los ríos del canto». Mi parecer no es, por supuesto, aislado; cito solo como botón de muestra lo argüido por Octavio Paz en El arco y la lira: «Nuestros poetas fracasan cuando intentan el relato en versos libres, según se ve en los largos y desencuadernados pasajes del Canto general de Pablo Neruda. (En otros casos acierta plenamente, como en «Alturas de Macchu Picchu»; mas ese poema no es descripción ni relato, sino canto)» (Obras completas, vol. I, México: FCE, 1994, p. 41).

[11] Julia Kristeva, Pouvoirs de l’horreur. Essai sur l’abjection, Paris: Éditions du Seuil, 1980, p. 18.

[12] He ido a fondo en el tema en un artículo aparecido también en Trópico Absoluto: «La sombra de la poesía: el hermético ritual de Ígor Barreto», 5 de febrero de 2022. https://tropicoabsoluto.com/2022/02/05/la-sombra-de-la-poesia-el-hermetico-ritual-de-igor-barreto/

Miguel Gomes (Caracas, 1964), estudió literatura en la Universidad Central de Venezuela y en la Universidad de Coimbra. Doctor en literatura por la Stony Brook University, New York. Board of Trustees Distinguished Professor de la Universidad de Connecticut, donde enseña desde 1993. Miembro de la Academia de Artes y Ciencias de Connecticut y miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Posee una amplia obra narrativa. Entre sus libros de crítica se cuentan: Los géneros literarios en Hispanoamérica (Navarra: Ediciones Universidad de Navarra, 1999) y La realidad y el valor estético: configuraciones del poder en el ensayo hispanoamericano (Caracas: Editorial Equinoccio, 2010).

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