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José Rafael «El Negro» Ledezma (Maracay 1934-2025), maestro de la danza contemporánea

José Rafael "El Negro" Ledezma (Maracay 1934 - 2025), pionero de la danza contemporánea en Venezuela, fundador del Taller de Danza de Caracas. Deja un legado de más de sesenta coreografías y una obra que celebró el movimiento por el movimiento, convirtiendo el cuerpo en el lenguaje central de la danza.

José Rafael "El Negro" Ledezma (Maracay 1934-2025) retratado por Vasco Szinetar.

En el paisaje movedizo de la danza venezolana, José Rafael Ledezma —El Negro, como todos lo llamaban— encarnó la idea del impulso: esa fuerza interna que no obedece a la inercia de los cuerpos, sino que la contradice. El Negro fue un impulso en sí mismo, un gesto perpetuo de creación y ruptura. Su movimiento desbordó los límites de la técnica para abrir una nueva gramática corporal, una lengua tropical donde el cuerpo se volvía pensamiento.

Nacido en Maracay en 1934, su vocación no fue inmediata. Estudió química y practicó baloncesto antes de descubrir, en la danza, una forma de conocimiento. Su formación comenzó en 1958, en Caracas, bajo la guía de Grishka Holguín. En 1969 viajó a Nueva York para continuar sus estudios en la escuela de Merce Cunningham, el coreógrafo que transformó la modernidad de la danza al liberar el movimiento de la narrativa. Aquel encuentro marcaría el rumbo de su obra: el azar, el cuerpo, el espacio y la energía dejaron de ser nociones abstractas para convertirse en materia viva.

Cuando regresó a Caracas en 1973, trajo consigo una revolución silenciosa. Se hizo cargo de la dirección artística del Taller Experimental de Danza de la Universidad Central de Venezuela, y poco después, en 1974, fundó el Taller de Danza de Caracas. Desde allí impulsó a generaciones de bailarines y coreógrafos, y dio forma a una escuela que, más que un método, fue un espacio de experimentación y afecto. Su enseñanza, como su danza, estaba hecha de precisión y libertad.

El Negro Ledezma no imitó a Cunningham: lo transformó. Hizo de su técnica una versión caribeña y mestiza donde el torso y las caderas adquirían la cadencia del trópico, y la respiración parecía acompasarse con los ritmos de una ciudad verde y de concreto. Caracas —sus edificios modernistas, su vegetación excesiva, su aire veloz— fue su escenario natural. Allí la danza se confundía con la vida diaria: las corrientes de aire, el tránsito, los colores.

Su repertorio superó las sesenta coreografías. En ellas, la energía no era simple movimiento, sino pensamiento corporal. En Amarillo, azul y rojo (1981), tres bailarinas vestidas con los colores de la bandera nacional se desplazaban sutiles y firmes, delineando una metáfora de país. En Divertimento tropical (1991), el humor y la ligereza convivían con una precisión rigurosa. En el campo (1984), La cita (1984), El último gesto (1987) o Color de rosa (1989) revelaban su interés por integrar, sin dramatismo, lo teatral dentro de la abstracción del movimiento puro.

El espacio escénico fue su territorio. Evitó el gesto excesivo; su danza no buscaba representar, sino existir. Los cuerpos que coreografiaba eran cuerpos pensantes, cargados de energía. En ellos convivían las fuerzas opuestas: lo masculino y lo femenino, la quietud y el estallido, el equilibrio y la asimetría. La danza, insistía, debía ser una celebración del movimiento por el movimiento.

Más que una técnica, el legado de Ledezma es una manera de estar en el mundo. Fundó un lenguaje corporal que pertenece a la historia de la danza venezolana tanto como al cuerpo de quienes la practican. Su impulso —esa energía que transformó la enseñanza, la creación y la mirada crítica— continúa vivo en cada bailarín formado en el Taller de Danza de Caracas, en cada coreografía que se atreve a pensar el cuerpo como un lugar de libertad.

José Rafael Ledezma, el Negro, hizo visible que la danza no necesita música: que el cuerpo, en su vibración, es ritmo suficiente. Su obra marcó una inflexión en América Latina entre la tradición del ballet y las búsquedas contemporáneas del performance. Al cancelar una historia, inventó otra. Y en esa invención dejó inscrito un modo de entendernos: el cuerpo que somos.

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