Javier Guerrero: «Desajustar la programación de género es una necesidad existencial»
En esta entrevista, Javier Guerrero, Profesor Asociado de la Universidad de Princeton, reflexiona sobre el género, la autoría y las transformaciones culturales desde una mirada crítica que enlaza pensamiento, arte y política. A partir de Judith Butler y Sylvia Molloy, su discurso recorre las masculinidades espectaculares, las resistencias corporales y la performatividad del género en América Latina. Guerrero analiza el papel de las Humanidades en contextos de desigualdad, la reconfiguración de la Latin American Studies Association (LASA) y el poder de los gestos disidentes frente a la hegemonía. Sus palabras revelan una arqueología del cuerpo y de la identidad como territorios en constante movimiento. Una conversación que invita a repensar la política del género desde lo visible, lo múltiple y lo vivo.
Cuando retomamos la lectura de Judith Butler, El género en disputa: El feminismo y la subversión de la identidad, volvemos a pensar en la existencia desde aquellas preguntas que vuelven a girar cercanas al entendimiento profundo de lo que somos: ¿Es razonable afirmar que el ser humano no era de su género antes de llegar a serlo? ¿Cómo llega uno a ser de un género? ¿Cuál es el momento o el mecanismo de la construcción del género? Partiendo de estas inquietudes, de las sexualidades, o de la lógica de la multiplicación de identidades, Javier Guerrero se traslada en un discurso que viaja desde lo académico hasta lo social y cultural, dejando clara la capacidad de alterar toda codificación más allá de los dos géneros habituales, que no están en absoluto limitados por la dualidad aparente del sexo. Iniciando con los estudios venezolanos y latinoamericanos, pasando por las formas de interpretar culturalmente el cuerpo sexuado y cerrando con el teatro de género, sus palabras arrojan manojos de realidad sobre el cuerpo social.
Claudia Cavallin: Quisiera partir del espacio profesional que nos une, donde has sido presidente de la Sección de Estudios Venezolanos de LASA y de Latin American Studies Association (LASA). Tu meta en LASA era desarrollar herramientas de investigación innovadoras para valorar las diferencias y los territorios que representan, a través de un intercambio interhemisférico, la creciente precariedad y desigualdad en nuestros países ¿Se cumplieron tus objetivos? ¿Qué valiosa herencia nos dejó esta experiencia en LASA y qué otros cambios deberíamos seguir aplicando en el futuro?
Javier Guerrero: Gracias por tu entrevista, Claudia, y por comenzar con una pregunta que merece una respuesta extensa de mi parte. Ha sido un honor, pero sobre todo una gran responsabilidad, presidir una asociación tan compleja e influyente como LASA, especialmente en tiempos difíciles. También fue una oportunidad significativa haber presidido, hace algunos años, la Sección de Estudios Venezolanos en momentos de desmoronamiento. Sin lugar a duda, LASA es un trabajo colectivo que requiere tiempo y un esfuerzo no remunerado. Me siento orgulloso de mi paso por esta asociación, pues considero que logré orientarla hacia una ruta que no era del todo clara cuando fui elegido vicepresidente en 2023.
Durante mi gestión, el Consejo Ejecutivo de LASA alcanzó un consenso importante: luego del próximo congreso de 2026, que se celebrará en París —destino aprobado mucho antes de mi llegada a la presidencia—, el congreso anual se realizará durante tres años consecutivos en América Latina. Esta decisión no es meramente logística, sino que representa un giro profundo en la orientación de LASA. Nos hemos propuesto asociarnos con universidades y centros de investigación, como la Universidad Diego Portales de Chile —sede de uno de los próximos congresos—, para fortalecer los vínculos con nuestros socios naturales y facilitar una participación más accesible. Es importante recordar que más de la mitad de nuestra membresía reside en América Latina, que es claramente el paisaje y horizonte de LASA. Esta nueva ruta implica alejarnos de los costosos hoteles y centros de convenciones, muchas veces aislados de los espacios que también son nuestros hogares. LASA no debe ser una experiencia vacacional ni turística, ni responder a una lógica de eventos efímeros. No debemos funcionar como otras asociaciones profesionales que priorizan la comodidad o el atractivo de los lugares, sino que debemos reflejar la especificidad del trabajo que venimos realizando desde hace casi 60 años: trabajamos sobre y desde América Latina.
LASA ha cambiado mucho en los últimos tiempos, y el liderazgo elegido así lo refleja. Sin embargo, las lógicas corporativas han modelado parte de nuestra asociación, y esas lógicas no representan ni a la membresía actual, ni a la misión de LASA, ni a los retos contemporáneos, que son muchos. Por ello, más que trasladarnos geográficamente, se trata de que LASA promueva relaciones duraderas que impacten las inmensas desigualdades que afectan los territorios que representa, en un contexto de creciente precariedad e inequidad. LASA2024, organizado por mi colega Jo-Marie Burt junto con la Pontificia Universidad Javeriana en Bogotá, consolidó un modelo a seguir. Esta nueva ruta nos obliga a repensar los alcances de nuestra asociación y a hacer más inclusivas las formas en que organizamos nuestro congreso internacional.
Asimismo, durante mi gestión logramos aprobar el primer congreso regional de LASA, una iniciativa que busca dinamizar las áreas menos representadas en el congreso anual y propiciar la participación de quienes no pueden asistir a él. Este primer encuentro regional estará dedicado a Centroamérica y se celebrará del 8 al 11 de abril en Antigua, Guatemala. Pronto se publicarán los detalles y la convocatoria. Por otro lado, ha sido fundamental para mí representar a las humanidades en tiempos tan difíciles para nuestras disciplinas. Somos al menos la mitad de la membresía de LASA, pero esto no se traduce en los espacios de liderazgo. Junto con tres brillantes colegas —Paola Cortés Rocca, Cecilia Fajardo-Hill y Emily Maguire— propusimos un congreso que pusiera en el centro temas tradicionalmente abordados por las humanidades, siempre desde una perspectiva transdisciplinaria. LASA ha estado históricamente dominada por las ciencias sociales, y considero que mi trabajo como presidente ha contribuido no solo a visibilizar ese vacío y el borramiento de las humanidades, sino también a demostrar que nuestras disciplinas son tan legítimas e importantes como cualquier otra para la misión que compartimos en LASA. Este fue un objetivo central para mí, y espero haber sensibilizado a la asociación en ese sentido. Aún queda mucho por hacer.
También he contribuido a que LASA sea una asociación que defiende la libertad académica y los derechos humanos. Nos hemos pronunciado sobre diversas situaciones que afectan a las democracias en ambos hemisferios ante el avance de la ultraderecha y los gobiernos autoritarios. No hemos dudado en denunciar políticas y contextos que afectan nuestro trabajo. Agradezco especialmente el trabajo de mi colega Max Cameron, actual presidente de LASA, quien durante mi gestión estuvo a cargo de la Comisión de Derechos Humanos y Libertad Académica, y con quien trabajé de manera coordinada. Finalmente, ha sido relevante el fortalecimiento de las 41 secciones que conforman nuestra asociación, las cuales descentralizan LASA y la hacen más plural, con iniciativas cada vez más ambiciosas. Durante mi gestión, logramos aprobar su representación con voz y voto en el Consejo Ejecutivo. Debemos seguir trabajando junto a ellas, apoyando iniciativas de precongresos, trabajos de campo y vínculos con las ciudades y países que visitamos. Me refiero solo a estos logros por razones de espacio, pero aún queda mucho por alcanzar. Seguiré trabajando más allá de mi presidencia para hacer de LASA una organización más justa y equitativa.
Todo lo que mencionas sobre la pluralidad de LASA y la defensa de los lugares, visiones y territorios, me anima a girar en esos espacios. Retrocediendo un poco en el tiempo, quisiera volver al Premio Sylvia Molloy de Latin American Studies Association (2016). En aquel momento, tu ensayo fue el mejor artículo de la sección de sexualidades, pues reexamina las crónicas que el intelectual cubano José Martí escribió sobre la llegada de Oscar Wilde a Estados Unidos. Partes de una investigación de archivo, de los gestos y de las iconografías. En ese momento, te interesaba proponer las posibles mediaciones visuales que implica la noción de autor. Justo ahora, bajo el contexto de lo que significa el juego de imágenes en los medios virtuales que compartimos, ¿Qué significa la noción de autor?
Me gusta lo que formulas porque no busca responder qué es un autor, sino —y esto es muy distinto— hacia dónde apunta la noción de autor. Es una pregunta que me hago con frecuencia, y me alegra que traigas a colación mi ensayo sobre Oscar Wilde, donde justamente discutía cómo la cultura visual —la fotografía y el retrato— irrumpe de manera decisiva en la materialización de lo que llamamos autor y en las formas en que esta noción se sella. Me interesó explorar cómo José Martí citaba a Wilde, figura fundamental del fin de siglo: me di cuenta de que lo citaba a partir de un dibujo publicado en la prensa neoyorquina durante su gira por Estados Unidos. Ese ensayo me permitió comprender cómo se gesta la idea moderna de autoría y las múltiples mediaciones que la configuran. Toda autoría es una suma de perspectivas que consolidan una silueta reconocible, más o menos fija. La gran pregunta, para mí, es cómo se produce esa silueta, cómo se estabiliza la imagen de una autoría. Sabemos que la noción de autor excede el control de quien ocupa ese rol —como ya lo señaló Barthes en los sesenta—, y por eso la crítica, en su ejercicio colectivo, imprime la firma autoral, trabaja sobre esa rúbrica. No operamos sobre la muerte, sino sobre formas vivas y plásticas, es decir, transformables. Quienes hacemos crítica cultural no somos sepultureros. Ahora bien, cuando mencionas el juego de imágenes, resuena en mí la multiplicación de autorías que define nuestro presente algorítmico. Los nuevos medios, o lo que llamamos redes sociales, son dispositivos de reproducción de autorías. No por azar, una de las redes pioneras se llamó Facebook, entendiendo que la silueta corporal —la cara— condensa lo que ya discutíamos con Wilde. La autoría y la cultura de la celebridad se han entrelazado, generando nuevas combinaciones. Hoy vivimos en una programación incesante de autorías que deben ser inteligibles en segundos. En cierto sentido, más que una red social, TikTok es el nuevo dispositivo para medir el tiempo y mostrar la vida útil de nuestras nuevas y brevísimas autorías.
Pues desde esa programación incesante de autorías quisiera mudarme a otros textos. En el más reciente de ellos, Drag Kings: Arqueología crítica de masculinidades espectaculares en Latinx América (2025), aparece la entrevista que le hiciste a Molloy y allí mencionas la lujuria de ver, como diría Felisberto Hernández. A ella, se suma el placer de un gender trouble (desde el terciopelo de Oscar Wilde hasta las medias de Pizarnik). Partiendo de la lujuria y el poder, ¿Cómo podemos ver ahora esta masculinidad desde lo político, desde el liderazgo latinoamericano o desde la arqueología del género, cuando estamos rodeados de los arrebatos de la masculinidad hegemónica de Donald Trump, Javier Milei o Nicolás Maduro?
La escritora e intelectual argentina Sylvia Molloy fue mi maestra, y su legado reside precisamente en enseñarnos cómo leer una obra, un autor, una tradición desde aquello que antes parecía impensable. Su trabajo dio un giro decisivo a la crítica literaria y cultural latinoamericana al hacer legible lo que se consideraba irrelevante, al insuflar de politicidad lo que era desdeñado como frívolo o menor. Molloy nos enseñó que el género es la piedra angular de la política, y en esto coincide con otra gran maestra argentina: Rita Segato. Ambas comprendieron —y nos enseñaron— que el género no puede separarse de la política, porque está en su centro. Nada escapa a su impacto: la masculinidad, por ejemplo, es siempre política. En el libro Drag Kings, que escribí junto con mi colega Nathalie Bouzaglo, desarrollamos el concepto de masculinidades espectaculares para jaquear la consola de programación del género y mostrar la masculinidad como una máquina de acceso abierto. Como ya lo dijo Jack Halberstam hace más de veinte años, la masculinidad excede al hombre y no es sinónimo de hombría. Pese a sus diferencias ideológicas, figuras como Milei, Maduro, Trump, Ortega y Putin encarnan una masculinidad que, como propone Paul B. Preciado, responde a un régimen petrosexorracial: una masculinidad que depende de la combustión de energías fósiles altamente contaminantes y destructivas, que es extractivista, autoritaria y —como plantea Segato— de exacción. Todos ellos cobran tributo a otras posiciones de género, incluso a otros varones, para consolidar su masculinidad como acumulación y crueldad. Siguen al pie de la letra el mandato de masculinidad que requiere de vidas vulnerables (migrantes), críticas (opositores) y desobedientes (disidencias étnicas, raciales y de género) para ejercer una masculinidad de alta intensidad.
Ya que mencionas ciertas posiciones de género en Drag Kings, quisiera profundizar un poco más en una de sus secciones. La palabra «marimachas» lleva por sí lo que Nathalie Bouzaglo analiza desde la participación y exclusión de una figura que desafía la feminidad tradicional. ¿Crees que debemos girar en las identidades como categorías para preservar las diferencias más allá de los cuerpos? Si lo hacemos, ¿hasta dónde deberían llegar los actos de resistencia de las identidades trans?
Más que hablar de diferencia, me parece que el libro se instala en la lógica de la multiplicación. Es decir, cuando se estrechan las discusiones sobre el género —como ocurre en Estados Unidos—, estamos ante una reacción al avance de la desobediencia frente al imperativo de género. En cierto sentido, esa reacción visibiliza una victoria. La invitación del libro —y su éxito, que es colectivo y no individual— radica en mostrar una arqueología del disenso frente a la masculinidad, una tradición que no empezó en el siglo XX. Para quienes somos desertores, resulta difícil imaginar que podamos abandonar esta posición. Por supuesto, hay contextos más benignos que otros, territorios con más garantías que otros, disensos más radicales que otros, pero hoy más que nunca, desajustar la programación de género es una necesidad existencial. No se requiere una revolución: desactivar los códigos de seguridad del mandato de masculinidad y las programaciones binarias del género puede hacerse desde prácticas aparentemente «inofensivas», gestos o afirmaciones que operan fuera de los grandes escenarios políticos e incluso de la ley.
Transitando esos grandes espacios, me gustaría conocer tu opinión sobre el tema de las identidades múltiples. En la obra de Ariel Florencia Richards, Inacabada (2023) aparecen ciertas «transformaciones silenciosas». Y sí, una novela trans nos lleva siempre a pensar el significado de la palabra. Cecilia Gentili, por ejemplo, reinventa las memorias trans como parte de las memorias queer en la cultura latinoamericana. Ella dice que «a la gente le encanta ver a una mujer trans pulida que casi parece blanca, que casi puede pasar por cis, que puede dar fe de que es posible pertenecer a su mundo, y que necesita hacer una declaración que implique el rechazo de su pasado. Eso es algo que me niego a hacer». Partiendo de la mirada abierta de estas autoras, ¿Crees que debería haber en toda transformación gestos de silencio y rebeldía en las identidades, los cuerpos y la memoria?
Ariel Florencia Richards es una escritora desobediente, innovadora y, sobre todo, una jaqueadora del género. Lo dice mejor que yo: «transformaciones silenciosas». En su novela hay toda una teoría de género que parte del propio género pictórico que trabaja. Su obra expone la plasticidad del género, que no se presenta como polimorfismo, sino como la capacidad de mantener abierto su horizonte, expuesto a transformaciones. Como ya descubrió Judith Butler, el género es un trabajo cotidiano que se afirma performativamente. Lo novedoso de Inacabada es su decisión de abandonar la posibilidad de sellar una identidad, de clausurar un circuito sexogenérico. Por eso la protagonista no deja de moverse: camina y camina, desfila por las pasarelas metropolitanas, señalando que el género nunca está cerrado y, en cierto sentido, nunca se logra del todo. Esto se aproxima a lo que José Muñoz entendió como utopía queer. El estado trans —de transición— excede los binarismos, pero sobre todo por su movilidad, por su capacidad de camuflaje, como ya lo pensaron Severo Sarduy e Isaac Chocrón. La Ariel da en el clavo al dejarse fascinar por lo inacabado en pleno tránsito personal, convirtiendo la novela, prostéticamente, en las alas abiertas de su propia metamorfosis. Esta metamorfosis, además, no borra su pasado: lo sepulta en su propio cuerpo. Sobre esto escribiré en algún momento.
¡Pues ya quiero leerte! Volviendo a tu escritura, a tus discursos sobre lo visual, en (Re)pensando a Venezuela T3.S6. País Portátil: Contemporary Venezuelan Literature and Arts, analizas las imágenes fotográficas de los cuerpos trans, en blanco y negro, cuyos rostros y gestualidad expresan algo que va más allá de las palabras. La reina de belleza, el estudiante, el opositor torturado, son cuerpos que llevan discursos y que Alexander Apóstol ha intentado colocar como «cátedras políticas en códigos marica». Si en Venezuela la heteronormatividad se colocó y se sigue imponiendo en el arte y en la literatura, ¿Cómo se podrían reconsiderar los gestos de rebeldía necesarios? ¿Desde actos fuera del país para poder preservar cada uno de los códigos de nuestros propios cuerpos?
¡Uy! ¡qué pregunta tan difícil! Admiro profundamente la obra de Alexander Apóstol por su incesante decisión de marcar el género, sin importar el problema que aborde. Su trabajo está atravesado por cuerpos generizados que, en su instalación Dramatis Personae —como bien mencionas—, se convierten en el soporte de toda posibilidad de encarnar a Venezuela: desde el personaje heroico por excelencia, Simón Bolívar, hasta las víctimas del desmadre nacional, como la mujer que ha perdido a un hijo a causa de la violencia. Apóstol parte de lo aparentemente suplementario —cuerpos en cruce, transexuales— para mostrar la pluralidad de figuras y modelos que constituyen nuestro país compartido. Pero quiero llevar esta pregunta hacia algo que quizás está entre líneas: la necesidad de rebelarnos. El impasse que vive Venezuela, su gran tragedia, impide incluso cuestionar la masculinidad —más allá de la que adjudicamos a Maduro o al propio Bolívar— y pensar otras agendas de género y sexualidades. Sin embargo, lo interesante es que, pese a la homofobia y transfobia que han caracterizado a la cultura venezolana, resulta urgente exponer obras, cuerpos y posiciones de género que interrumpan la naturalidad del statu quo masculino. En este momento, más que proyectos faraónicos o heroicos, hacen falta micropedagogías que visibilicen algo evidente en cualquier calle venezolana: el género, pese a querer uniformar, hace justamente lo contrario. Considero —y aquí me distancio de parte de lxs teóricxs del género con quienes en general concuerdo— que el género contiene en sí mismo la capacidad de alterar los códigos que lo fundaron. El género es también desorden, ausencia de uniformes, plasticidad. Y Apóstol lo entiende y lo expone con una potencia visual que desarma cualquier intento de clausura.
Hablas de alterar estos códigos y quisiera finalizar volviendo a Drag Kings, con la noción del performance. Butler nos decía que la performatividad de género exige que se le reconciba y se le juzgue como una norma que obliga a apelar, para que sea posible producir un sujeto viable. ¿Cómo colocarías la mirada de la teatralidad del género en la arqueología de masculinidades espectaculares en Latinx América?
Una pregunta inquietante que plantea el trabajo de Judith Butler está, como bien dices, en la habitabilidad: en la viabilidad del cuerpo anómalo, en la capacidad de vivir de quienes disienten del mandato coercitivo del género. En este punto, Butler discute con Julia Kristeva y su trabajo sobre lo abyecto, y llega a la conclusión de que es necesario que estos cuerpos generizados puedan sobrevivir, puedan ser viables, como ya mencionaste. Por lo tanto, apelamos y afirmamos. Deshacer todos los códigos del género, o apelar a todas sus causas, sería agotador e invivible. No es posible descontinuar la norma en su totalidad: no hay cuerpo que no esté sellado por el género y su imperativo. Pero apelar —en el sentido legal del término— a su reglamentación y a sus dictámenes resulta fundamental para imaginar un futuro más liberador. La arqueología que hicimos en el volumen Drag Kings es una revisión de lo que llamamos «masculinidades espectaculares», y no en vano el libro incluye un artículo sobre Chavela Vargas, otro sobre Lucrecia Martel, otro sobre Teresa de la Parra; es decir, figuras que han disentido en cuerpo, obra y voz de las imposiciones del género. Su teatralización —el poner el cuerpo en escena, como lo hicieron las coronelas de la Revolución Mexicana o las marimachas de entresiglos, temas de otros artículos del libro— da cuenta de este teatro del género. Eso es: Drag Kings versa sobre el teatro del género, en el que todxs, absolutamente todxs, participamos. Y cuando digo teatro, no me refiero a falsificación ni a impostura, sino al acto de habitar, de ser cuerpo, vida y movimiento.
©Trópico Absoluto
Javier Guerrero es profesor asociado de estudios latinoamericanos de la Universidad de Princeton y director encargado del Programa de Estudios Latinoamericanos de la misma universidad. Su trabajo propone intersecciones entre literatura, cultura visual y sexualidad. De sus publicaciones destacan los libros Tecnologías del cuerpo. Exhibicionismo y visualidad en América Latina (2014), Relatos enfermos (2015), Excesos del cuerpo. Ficciones de contagio y enfermedad en América Latina (2009, 2012; junto con Nathalie Bouzaglo), Escribir después de morir. El archivo y el más allá (2022) y la novela Balnearios de Etiopía (2010). Ha coordinado diversos números especiales en revistas especializadas entre los cuales pueden nombrarse Biopolíticas de la visualidad en la necrópolis contemporánea (2019) y País Portátil: Venezuelan Contemporary Literature and Arts (2021). También es autor de la antología de ensayos de Diamela Eltit titulada A máquina Pinochet e outros ensaios (2017, junto con Pedro Meira Monteiro) y del cuaderno del cineasta México-venezolano Mauricio Walerstein (2002). De 2000 a 2004 se desempeñó como presidente de la Cinemateca Nacional de Venezuela. Guerrero es PhD en estudios latinoamericanos de la Universidad de New York y actualmente trabaja en dos nuevos libros: La impertinencia de los ojos: oscuridad opacidad, ceguera y Synthetic Skin: On Dolls and Miniature Cultures.
Claudia Cavallin (San Cristóbal, Venezuela, 1972) es Profesora Asociada en la Universidad Simón Bolívar (Venezuela) y docente en el Departamento de Lenguas y Literaturas de Oklahoma State University. Es autora de los libros: Ciudades de película: Ficciones urbanas del cine, la literatura y la música (Editorial Académica Española, 2012) y Espectros de la palabra. La metáfora en Borges: los juegos del lenguaje que hacen posible la configuración de un universo de imágenes recursivas (Editorial Académica Española, 2012). Entre 2012 and 2015, fue directora de Estudios. Revista de Investigaciones Literarias y Culturales.
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