Canonizaciones, otra vuelta de tuerca ‹creepy› a la política venezolana
La canonización de los primeros santos venezolanos se nos presenta hoy como síntoma de una política que ha sustituido la razón por la fe. El uso simbólico de lo sagrado por el gobierno y la oposición señala también cómo la religiosidad popular puede ser un instrumento de poder y refugio ante el colapso institucional.
Este domingo, mientras los venezolanos se debaten entre la amenaza de un ataque militar estadounidense y la represión interna, el Papa León XIV canonizará a los dos primeros santos del país. La escena no podría ser más surrealista: una nación que aspira a la democracia moderna recurre a la santidad como último recurso político.
María Corina Machado, desde la clandestinidad, señala la fecha como un nuevo hito en la lucha democrática. Maduro le escribe al Papa pidiéndole que «abrace» a Venezuela con la diplomacia vaticana. Y mientras tanto, el setenta por ciento de los venezolanos cree en los milagros de un médico muerto hace más de un siglo.
La historia de José Gregorio Hernández, el «médico de los pobres», es particularmente reveladora de las contradicciones venezolanas. Como me contó Carlos Ortiz, editor de sus cartas, era un hombre atormentado que habitaba múltiples identidades: científico riguroso y místico devoto, dandy parisino y asceta frustrado, sanitarista moderno y creyente creacionista. Un médico que trajo el primer laboratorio de investigación científica real a Venezuela, pero que defendía posiciones religiosas contra el positivismo dominante. Un conservador que resistía al gomecismo sin ser beligerante. Un intelectual melancólico que escribía sobre arte y filosofía mientras atendía a los pobres en un país que lo derrotaba con su mezquindad y trapacería.
Lo creepy no es solo que un científico termine convertido en santo popular. Es también que su figura se vuelva a desdibujar en una disputa política un siglo después de su muerte. Su velorio en 1919, con la universidad cerrada por el régimen, se convirtió en una demostración de fuerza de la academia contra el autoritarismo. Maduro hoy lo presenta como un patriota que se alistó contra el bloqueo naval de 1902, mientras la oposición lo usa como símbolo de esperanza democrática. Todos le proyectan lo que necesitan: el chavismo encuentra un antiimperialista, la oposición un mártir de la civilidad, la Iglesia un mediador celestial.
Cuando la política falla, cuando la economía colapsa, cuando la violencia arrecia, Venezuela demanda milagros.
La madre Carmen Rendiles, la otra santa, fundadora de las Siervas de Jesús, completa este cuadro de religiosidad política. Su canonización, menos mediática pero también instrumentalizada, refuerza esta mezcla siniestra entre lo sagrado y lo político que caracteriza a Venezuela. Ya las vírgenes Coromoto y la Chinita llevan décadas siendo patronas de políticos y militares, pero ahora los ministros denuncian en televisión planes terroristas infiltrados entre devotos, los presos políticos son la oportunidad de «gestos de gracia», las vigilias religiosas requieren despliegues militares.
Lo más perturbador es cómo esta apelación a lo sobrenatural refleja el agotamiento de las vías racionales. Cuando la política falla, cuando la economía colapsa, cuando la violencia arrecia, Venezuela demanda milagros. En medio de las mayores tensiones geopolíticas en años —con buques de guerra en el Caribe y al menos 27 muertos en operaciones militares no aclaradas— el país pone sus esperanzas en una canonización: es el síntoma de una sociedad que ha agotado sus recursos terrenales y busca en el cielo lo que no encuentra en la tierra.
La Conferencia Episcopal, en su carta pastoral, refuerza el giro político del asunto pidiendo la liberación de los más de 830 presos políticos. «Una canonización sin presos políticos», reclaman los familiares. Pero el gesto mismo revela la perversidad del momento: necesitamos santos para pedir justicia básica. La democracia moderna, con sus mecanismos de separación de poderes, rendición de cuentas y estado de derecho, queda sustituida por la intercesión divina y la gracia del opresor.
La religiosidad política no es nueva en Venezuela. El culto a Bolívar viene del siglo XIX —cuando Antonio Guzmán Blanco lo oficializó como religión cívica— pero Chávez lo radicalizó hasta convertirlo en deidad política absoluta.
Michael Taussig, en The Magic of the State, anticipó cómo el Estado moderno recurre a lo fetichista y lo mágico precisamente cuando su racionalidad se quiebra. Irina Troconis, en su recientemente publicado The Necromantic State, retoma la espectralidad derridiana (Spectres de Marx) para documentar cómo la revolución bolivariana convirtió la enfermedad y el fantasma de Chávez en instrumento de poder estatal: desde los santeros que hacían rituales en Cuba en su agonía, pasando por los altares de Miraflores, hasta el holograma que deambulaba por Caracas.
José Gregorio Hernández, en sus cartas, expresaba su melancolía ante un país que lo agotaba con su precariedad y mezquindad. «Más allá está la muerte tan deseada», le escribió a su amado Dominici dos años antes de morir. Esa misma sensación de agotamiento existencial se apodera de la Venezuela actual, que busca en la santificación de los muertos lo que no pueden construir los vivos: esperanza, reconciliación, justicia.
Es muy inquietante que un país con las mayores reservas petroleras del mundo, con una población educada y una tradición democrática, termine depositando sus esperanzas políticas en una ceremonia religiosa en Roma. Que la oposición y el gobierno se disputen el significado de unos santos. Que los obispos negocien presos políticos con canonizaciones. Que la población crea más en los milagros de muertos que en las instituciones democráticas.
Venezuela no debería necesitar santos. Debería aspirar a instituciones funcionales, división de poderes, estado de derecho, elecciones transparentes. El país necesita lo que José Gregorio Hernández, con toda su complejidad, representaba en vida: ciencia, educación y salud, mente abierta y pensamiento crítico. Pero en lugar de construir eso, nos consolamos esperando milagros. Y mientras, con los tapices de los nuevos santos ondeando en San Pedro, el país sigue hundiéndose en su particular purgatorio premoderno, donde la superstición sustituye a la política y la fe y la magia reemplazan a la razón.
La canonización de este domingo no traerá la democracia a Venezuela. No detendrá la violencia ni resolverá la crisis. Solo añadirá otra capa de misticismo a una realidad ya de por sí delirante, donde los vivos invocan a los muertos porque han perdido la capacidad de resolver sus problemas por sí mismos.
Otra vuelta de tuerca creepy a la política nacional, que cada vez se parece menos a una democracia moderna y más a una teocracia fallida donde compiten el mesianismo folclórico revolucionario y el thatcherismo místico.
©Trópico Absoluto
Sandra Caula estudió Filosofía en la Universidad Central de Venezuela y en la Universidad Simón Bolívar de Caracas. Es editora, traductora y escritora. Vive en Madrid desde 2018, donde traduce y edita para varias editoriales y es docente en la escuela de escritura Fuentetaja. Es autora de Gramática sensible, PAT 2023, y ha escrito en medios como Ethic, El País, The New York Times, eldiario.es y Cinco8.
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