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Instrucciones para transitar en el país de las escalerillas

El presente ensayo articula una reflexión crítica en torno a las escaleras como objeto arquitectónico, literario y metafórico. Partiendo de las «Instrucciones para subir una escalera», de Julio Cortázar (1995), se exploran las escaleras como metáfora vinculante de las relaciones entre la normalidad y la discapacidad, los modos de interacción de esos espacios y las consecuencias políticas y existenciales alrededor de cómo se decide nombrar a las personas con discapacidad.

Chema Madoz. Escalera inválida. 2003

Encuentro profundamente hipnóticas las secuencias de pliegues en el suelo que se elevan creando una línea segmentada. Son un fenómeno bifronte, con dos caras picudas. Desde arriba parecen toboganes de la muerte, desde abajo, la crin interminable de un caballo geométrico.

Por alguna razón, cada vez que enfrento ese abismo, me rodea un impulso de caída, como si un atractor extraño me empujara hacia aquellas fauces dentadas que tenemos por bien llamar escaleras.

En Historias de Cronopios y famas (1962), Cortázar nos regala una serie de textos de instrucción que se debaten entre lo pragmático y literario. Durante la adolescencia, muchos años después de mis primeros episodios de fascinación ‘escalezoide’, me acerqué a las «Instrucciones para subir una escalera» por primera vez. Luego, en la universidad, supe del ‘boom’. El ‘boom’ fue, según apuntes y memorias dispersas, ‘un movimiento literario propiamente latinoamericano’, en él, ‘la literatura adquirió autonomía respecto a sus referentes externos, y los escritores indagaron en los bordes de la periferia con mayor libertad, expandieron los límites de la representación; apuntaron hacia la novela total’.   

La idea de que los bordes de la realidad se moldean y exploran textualmente emerge también en las instrucciones, a través de su aparente inutilidad. ‘Todo el mundo sabe cómo subir unas escaleras’, recuerdo decía la profesora de castellano y literatura; ‘se hace estético, trascendente, un hecho banal y rutinario’, añadirían las clases magistrales en la universidad. Pero mi sino respecto a la(s) escalera(s) de Cortázar va más allá.

«Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo» (Córtazar, 1995: 11). Esta frase cuestiona el modo de interacción entre representación y realidad material; juega con el lector, pues a pesar de lo que nos comunica —«Nadie habrá dejado de observar»—, son muy pocos los que, además del literato argentino, se han detenido a exotizar una escalera en cuanto a sus cualidades de escalera. El motivo es claro, este objeto es ignorado porque la especie sapiens sapiens, en su mayoría, se desplaza poniendo atención a aquello que tienen en frente; no mira el suelo. Aunque, hay que confesar, existe un grupo particular de los sapiens sapiens para el que las escaleras son más que un relieve arquitectónico de elevación y descenso: las personas con movilidad reducida.

Discapacidad es una palabra, un significante imposible de normar porque muta junto al individuo que describe

Así, desde la primera vez que leí este texto, pude notar su centrismo bípedo. Incluso en el ejercicio artístico, la batalla por desviar el referente, dislocarlo al mejor estilo de Magritte, Cortázar parece decirnos: esto que describo con exagerada precisión geométrica y ontológica no es una escalera, al menos no del todo. Se construye un objeto que, o bien es tan nimio que desaparece de la realidad cuando no se usa, o solo existe cuando se le fija con la mirada, como las funciones-ola estudiadas por Schrödinger: «Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso» (11).

Las instrucciones pensadas por un tullido serían muy diferentes, ya que resultarían necesarias, poseerían una practicidad innegable y subversiva.

Estos relieves urbanos y residenciales que representan acceso para quienes se movilizan con ‘normalidad’, se transforman en obstáculos para aquellos que van en silla de ruedas, andaderas, camas móviles, muletas. Pero la escalera no solo se constituye barrera física para los miembros de la comunidad discapacitada, y más específicamente del colectivo tullido —también conocido como Crip culture en inglés—, sino también metafórica.

La educación es una de esas escaleras sin instrucciones que solo unos cuantos privilegiados pueden subir. Gabriela Brimmer, poeta mexicana y activista que vivió toda su vida con parálisis cerebral, cuenta en su célebre biografía homónima: “Me costó un enorme trabajo entrar a la secundaria de gobierno, no me querían admitir por mis limitaciones físicas” (1979: 11).

Por mi parte, entré en la secundaria a principios de 2010, en un contexto con muchas menos trabas sociales y políticas que el vivido por la poeta mexicana. Sin embargo, atestigüé la misma dificultad, reticencia de los bachilleratos a aceptar un alumno tullido. Aun cuando, a diferencia de Brimmer, yo era capaz de mover todas mis extremidades, escribir con lápiz, comer y asistir a clases sin un guardián. Como Brimmer, gracias al esfuerzo, agenciamiento y colaboración de familiares y amigos, pude entrar a una institución regular y completar la educación secundaria. La universitaria, en mi caso, resultó algo menos convulsa. «Los primeros peldaños son siempre los más difíciles» (11), acierta Cortázar.

También en la escolaridad pululan las escaleras, metafóricas o no, que toman distintas formas. A veces están hechas de peldaños de piedra gris y suscitan accidentes.

Instrucciones. Los compañeros deben sostener uno arriba y otro abajo. El tullido —que soy yo como referente y tú como lector—debe señalar los mejores puntos de agarre y el ángulo de inclinación ideal. Los compañeros toman la silla desde los manubrios y parales respectivamente. La silla se eleva e inicia el ascenso. Luego de avanzar dos escalones, el que sostiene los parales debe afanarse y empujar con demasiada fuerza, de modo tal que el compañero arriba pierda el equilibrio y todos terminen en el suelo.

O tienen forma de ‘L’, como las escaleras que llevaban al patio inferior para las clases de educación física.

Instrucciones. Tres individuos. Mismas posiciones y roles. Se debe llevar una silla vieja y desgastada por el uso. Importante aclarar, las escaleras se suben hacia atrás en silla de ruedas. Tanto el tullido como el que jala les dan la espalda a los escalones durante el ascenso. Tampoco se está de pie, vas sentado, entre la tensión de la tragedia posible y la modorra de una operación repetida una y otra vez sin espavientos. De repente se debe desprender el manubrio, al «encontrarse con el final de la escalera»; el «ligero golpe de talón» (11) aquí es un ruido metálico que hace de alarma para los involucrados. No habrá más descensos hasta reparar el carruaje cercenado.

Por último, hay escaleras que son subidas activamente, por ejemplo, las escaleras Jabberwock. Estas, como el Jabberwock de Alicia, tienen un nombre fantasioso, inventado, porque no existe significante capaz de contener su horror. Desconozco quién creó tales aberraciones, pero tuvo que ser alguien con una profunda animadversión hacia los tullidos. Eran altas, aunque no tanto como para evitar que mis raquíticas piernas elevaran la punta del pie hasta salvar el peldaño. Su vileza se concentra en un minúsculo detalle, carecen de uniformidad, la «parte [que] sube en ángulo recto con el plano del suelo» (11) no se empata perfectamente al siguiente paralelo, que es más largo y sobresale. A esta invención demoníaca se le conoce con el nombre de «voladizo».

Instrucciones. Posicione la silla de frente a las escaleras. Ahorre el esfuerzo de subir el primer escalón posando sus pies encima de este. Sentado, agárrese de la baranda y jale hasta quedar de pie. Apoye su brazo libre en el cuello de su acompañante. Ya de pie, extienda su brazo sobre la baranda y úselo como palanca para iniciar el ascenso. Levante un pie, salve el voladizo hiriéndose los nudillos, los nudillos de los pies, claro; tiene las manos ocupadas en baranda y cuello, no se confunda. Levante el otro pie, no el mismo, que si se cae no la cuenta. Jadee con cada escalón ganado. En medio de esta vorágine física, piense en Julio Cortázar, ríase. Repita el proceso hasta llegar al último escalón. Gire 180 grados, siéntese, espere a que su acompañante suba la silla. Experimente el pánico controlado del espasmo que no llega, y que podría hacerlo caer escaleras abajo. Recuerde a la maldita lisiada. Ríase. Piense en Cortázar. Levántese con ayuda de su acompañante, desplómese en la silla. Enjúguese el sudor y repita, mediante monólogo interno, que bajar será más sencillo, pues tiene la gravedad a favor.

Estas instrucciones han vivido en mi cabeza durante poco más de una década, las escaleras han sido ya conquistadas por tecnologías más humanas y eficientes, inventaron elevadores adaptados, con plataformas que suben silla y pasajero al mismo tiempo; sillas motorizadas de oruga que recorren escaleras como si de rampas se tratase; y maravillas proteicas que se convierten en plataformas hidráulicas para luego revertirse de vuelta a escaleras. Tecnologías que, lastimosamente, no han sido adoptadas del todo en nuestra América.

Nada me había impulsado a escribirlas, en parte por racionalizar mi propia experiencia de discapacidad como minoritaria, porque, para decirlo de forma simple, paso por ‘normal’; uno que, como dice la madre de Brimmer, «piensa BIEN y envía BIEN las órdenes» (10).

Este es uno de los modos más comunes de interacción con la discapacidad: el porno inspiracional, los grandes individuos que, ‘a pesar todo’, logran tener una ‘vida normal’ o incluso notable, y son, por tanto, dignos de admirar. Sin embargo, esa excepcionalidad es un privilegio que, ciertamente, tiene que ver con esfuerzo individual, trabajo y estudio. Aunque también responde a condiciones materiales que rara vez se mencionan: familia, tecnología, dinero, sanidad, techo, educación, elementos que muchas veces están fuera del control del individuo. Gaby solo movía su pie izquierdo, pero nació en una familia de clase media alta, contó con acceso a institutos norteamericanos de parálisis cerebral, familiares médicos, una nana a tiempo completo, abecedario para comunicarse, máquina de escribir, libros, transporte, etc.

Parte de la constricción del imaginario de la discapacidad sale de esa vena interpretativa excepcional, donde la voluntad inagotable del tullido sirve como máscara mágica con la que cubrir las precariedades sistemáticas de modelos de inclusión a medio cocer. Finalmente, ocurrió el exabrupto que me motivó a materializar este texto. Robert F. Kennedy dio un discurso profundamente desafortunado sobre el autismo.

Aclaro, no tengo autismo, tengo parálisis cerebral, y la discapacidad en ningún caso es generalizable, pero sí que es hermanable en las experiencias de discriminación. RFK afirmó que las personas autistas «nunca pagarán impuestos. Nunca tendrán un trabajo. Nunca jugarán béisbol. Nunca escribirán un poema. Nunca tendrán una cita» («Verificación de las declaraciones de Robert F. Kennedy Jr. sobre el autismo», PBS News, 23-IV-2025).

Esta apología del nunca es muy similar a una experiencia cómica a la vez que triste, vivida, cómo no, en mi escolaridad. Era estudiante de primer grado, el salón tenía pupitres dobles, detrás de mí se sentaban mi mejor amigo y una niña. Hablaban sobre ciencias, no recuerdo con exactitud el tema. Yo hice un comentario corrigiendo a la niña, que respondió: ‘Bueno, ya lo sabrás, porque eso es lo único que puede hacer la gente como tú’.

Se refería, claro, a gente en silla de ruedas. En retrospectiva, es paradójicamente notable que una niña de no más de seis años tuviera en su cabeza la imagen de científicos como Stephen Hawking.

Lo hipócrita de este tipo de declaraciones es que se pueden aplicar a cualquier persona en el mundo, la diferencia recae en que, para los no-discapacitados, el hacer o dejar de hacer es una elección individual. Fulanito de tal no juega beisbol porque no le gusta, no escribe porque no es poeta, no tiene citas porque eligió el celibato, el billonario recibe exoneraciones fiscales porque es un genio financiero, y así hasta el infinito.

En el caso de las personas discapacitadas, se entiende la ‘incapacidad’ como falla fundamental e irreconciliable; demanda curación milagrosa o erradicación genética. Es un estigma que se impone desde la boca de aquel que sí puede. El capacitista que nos niega las posibilidades de existencia conjurando una uniformidad artificial, taxonómica, nociva, hermanada a los autoritarismos europeos del siglo XX.

Y es que una condición se convierte en impedimento cuando se le define política y discursivamente con el objetivo de permear y limitar la totalidad de nuestras vidas. No porque no haya individuos que se vean impedidos en contextos concretos, sino porque mediante las aseveraciones categóricas se invisibiliza. Y al invisibilizar se reproduce una realidad de bordes fijos, donde solo es posible imaginar a esa otredad discapacitada como ser absolutamente impedido, irremediablemente otro.

Si tengo una relación conflictiva y literaria con las escaleras, no es por mor de un esencialismo discapacitado del niño, adolescente y adulto que “nunca” pudo subir solo a la azotea. Tampoco vive la penuria en los andares más o menos torcidos de los lánguidos, los espásticos y los autistas. Seguiremos subiendo y bajando, altazores al vuelo, en medio de eso que Diana Vite Hernández llama «el goce de lo disca» (2020).

Discapacidad es una palabra, un significante imposible de normar porque muta junto al individuo que describe, aunque luchen por convertirla en escalera inexpugnable y borrar nuestros golpes de talón con voladizos. Pues, por mucho que lo intenten, los Jabberwock que nos miran lastimosos desde el último peldaño nunca podrán minimizar nuestra vida vorpal y su filoso ‘snicker-snack’.

Bibliografía

Brimmer, Gaby y Poniatowska, Elena (1979): Gaby Brimmer. México D.F: Grijalbo.

Cortázar, Julio (1995): Historia de cronopios y de famas. Buenos Aires. Alfaguara.

PBS News (2025): «Verificación de las declaraciones de Robert F. Kennedy Jr. sobre el autismo». [en línea]. Disponible en: https://www.pbs.org/newshour/politics/fact-checking-robert-f-kennedy-jr-s-statements-on-autism [Acceso: 3 mayo 2025].

Vite, Diana. (2020): «El goce de lo disca: desafiando a la autosuficiencia: una dimensión contracapacitista de la fragilidad a través de mi experiencia» (Tesis de Maestría, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo) [en línea]. http://bibliotecavirtual.dgb.umich.mx:8083/xmlui/handle/DGB_UMICH/2847 [Acceso: 3 mayo 2025].

Jesús F. Gomes Pérez  (1999) es Licenciado en Letras Mención Cum Laude por la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB). Finalista del 10mo Concurso de Poesía Joven Rafael Cadenas. Ganador del I Premio de Ensayo sobre la obra de Ida Gramcko. En 2022 recibió la Mención Publicación por su tesis de grado «La reiteración numérico-simbólica y sus vínculos con la noción de moira en la Ilíada».

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