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El delirio ordenado: la fuga como poética en ‹Los escapistas› de Fedosy Santaella

Por | 31 julio 2025

Israel Centeno realiza una exploración de Los escapistas (Caracas: Oscar Todtmann Editores, 2025), de Fedosy Santaella, como una cartografía del colapso de la Venezuela contemporánea. Con una prosa contenida y fragmentaria, Santaella construye una poética de la fuga donde el desplazamiento no conduce a la liberación, sino a la pérdida de sentido y al absurdo.  Los escapistas encuentra su potencia subversiva en la exigencia de forma literaria frente a un mundo ilegible, documentando el deterioro sin concesiones ni moralejas, y dejando abiertas las fisuras de una realidad fracturada.

Vasco Szinetar. De la serie “Caracas Postcards" (2017-2018)

En Los escapistas (Caracas: Oscar Todtmann Editores, 2025), Fedosy Santaella construye un universo narrativo en fuga, no solo desde una geografía física —la Venezuela descompuesta y espectral que sirve de fondo recurrente— sino desde una conciencia escindida, un sujeto que ha perdido toda posibilidad de arraigo. Las páginas compartidas permiten una lectura que no gira en torno a la historia individual de cada relato, sino a las fisuras temáticas y estructurales que, como grietas en una ciudad abandonada, se ramifican y se espejean unas con otras, hilando una poética del desplazamiento, la desaparición y el absurdo.

La estructura del libro —fragmentaria, intertextual, referencial— no busca la linealidad ni el cierre, sino precisamente su disolución. La prosa de Santaella trabaja desde el extrañamiento, desde un lenguaje contenido que, por su tono clínico o incluso burocrático, enfatiza el carácter despersonalizado de la violencia que describe. En las páginas donde aparece el relato de Hans, por ejemplo, el conflicto se plantea sin dramatismo: Hans ha sido detenido, luego desaparece en una cueva, más tarde se le busca, y finalmente se descubre que murió allí, víctima de un ataque de arañas. Todo esto es narrado sin inflexiones épicas, sin pathos explícito, como si el narrador estuviera obligado a contar pero emocionalmente impedido de intervenir. Esa neutralidad narrativa no es indiferencia: es sintomática del trauma colectivo que impregna cada escena. En Santaella, los personajes sobreviven o desaparecen sin que el mundo altere su curso; el horror ha sido normalizado.

Uno de los símbolos más potentes que atraviesa el libro es la cueva. Espacio mítico desde Platón, donde se esconde o se revela la verdad, en Los escapistas la cueva no ilumina: devora. Lejos de ofrecer una salida hacia la luz, se convierte en un pasaje sin retorno, en un territorio minado por fuerzas invisibles o inasibles, donde el sujeto que entra queda condenado a la confusión, al sinsentido o a la muerte. La pregunta que se lanza en voz alta, casi filosófica —¿«Qué puede llevar a un hombre a irse a morir al interior de una cueva»?— no se contesta. No hay respuestas, solo el eco de una sociedad que se ha descompuesto y que, por tanto, ha dejado de ofrecer sentido.

Este vacío de sentido se acentúa en los relatos que rozan la teoría de la conspiración. En las páginas donde el narrador visita un restaurante llamado Tarzilandia, se despliega un discurso que recuerda tanto al cine de Hitchcock como a la paranoia política de los años noventa en América Latina. Se mencionan logias masónicas, códigos secretos, taxidermias que esconden miradas, vitrinas llenas de objetos antiguos. Todo parece significar algo, pero no se revela el qué. Como en un episodio de David Lynch, el lector queda atrapado en un mundo donde las señales abundan pero la clave para leerlas ha sido destruida. Esta poética de la sospecha es fundamental en Santaella: la modernidad venezolana ha sido reemplazada por una trama de símbolos vacíos, un simulacro de estabilidad donde los personajes circulan como actores extraviados, repitiendo frases sin saber si hay un guion detrás.

Fedosy Santaella. Los escapistas. Caracas: Oscar Todtmann Editores, 2025.

La escritura de Santaella no se limita al delirio paranoico: también es profundamente referencial. Sus relatos dialogan con Verne, Hitchcock, Pessoa, Roussel. No como simple intertextualidad posmoderna, sino como tentativa de construir un archivo: Los escapistas es también una biblioteca en ruinas, una conversación con autores que buscaron, cada uno en su tiempo, las formas de huir del encierro narrativo. En uno de los relatos, se menciona explícitamente a Raymond Roussel, ese escritor francés obsesionado con los dispositivos narrativos y la escritura como máquina de encierro mental. Santaella encuentra en él un espejo: sus personajes también están atrapados en cuartos cerrados, en hoteles deshabitados, en ciudades inventadas o vaciadas de sentido. La literatura, como en Roussel, no sirve para escapar, sino para documentar el encierro con precisión casi quirúrgica.

Otra de las estrategias que emplea el autor es la pluralidad de voces, registros y géneros. En este conjunto hay crónicas, cuentos policiales, relatos de horror íntimo, crónicas de insurrección, escenas de thriller urbano. Sin embargo, esa variedad no implica dispersión. Lo que unifica al libro es el tono: una voz narrativa seca, contenida, a veces irónica, que nunca cae en el melodrama. Incluso cuando narra escenas profundamente perturbadoras —la desaparición de Alain, el descubrimiento de cadáveres, el ingreso a moteles que parecen trampas— Santaella se niega al énfasis. Esta economía emocional es un gesto ético: no se sobrecarga el sufrimiento. En cambio, se lo deja hablar desde su propio vacío.

Fedosy Santaella no ofrece respuestas, sino relatos que replican la fractura de su época.

Y es ese vacío el que da cohesión a todo el libro. Los escapistas no es una obra sobre el exilio, pero sí sobre el desplazamiento. Sus personajes no huyen de una dictadura con nombre propio, pero todos cargan con una forma de exilio interior. Viven en Caracas, en Valencia, en hoteles perdidos o cuartos compartidos, pero el mundo que habitan está desconectado de la promesa moderna: no hay progreso, no hay centro, no hay casa. Santaella escribe desde esa fractura: desde la imposibilidad de regresar y la incertidumbre de haber pertenecido alguna vez.

En síntesis, Los escapistas es un libro inquietante no porque exhiba lo extraño, sino porque hace del sinsentido una forma de orden narrativo. Fedosy Santaella no ofrece respuestas, sino relatos que replican la fractura de su época. Con una prosa contenida, altamente literaria, pero sin ostentación, construye un mapa del colapso sin apelar al panfleto ni al testimonio directo. En sus cuentos hay algo más peligroso que la denuncia: hay literatura que, en medio del caos, todavía exige forma. Y es precisamente en esa forma —en esa artesanía sobria, casi dolorosa— donde se produce lo más subversivo: el intento de seguir escribiendo, incluso cuando todo se ha vuelto ilegible.

Cuerpos, grietas y temblores

Si la primera mitad de Los escapistas expone un mundo saturado por el sinsentido institucional y la paranoia simbólica, en el cuento “Grieta” —estructurado en fragmentos titulados: «Pared», «Temblor», «Cicatriz» y «Derrumbe»— el eje se desplaza hacia lo íntimo, sin abandonar lo político. Aparecen las ruinas interiores, el colapso emocional, la fractura del yo, que ya no necesita un régimen opresor para destruirse: basta con el peso de una cotidianidad erosionada por el miedo, la desconexión afectiva y el derrumbe de la experiencia compartida. En el fragmento «Temblor», por ejemplo, el sismo no es solo geológico sino relacional. El protagonista narra su día con la frialdad de quien ha aprendido a anestesiarse frente al colapso: «Comí frente a la laptop, respondiendo correos de trabajo…». Es el mundo del trabajo remoto, de la desconexión emocional que no requiere tragedias explícitas. Pero el temblor no viene del suelo: viene de la grieta que aparece en la pared y que se convierte en el símbolo central del relato. La grieta, como ruptura física en la casa, es también fractura de la pareja, de la comunicación, de la percepción.

Esa grieta reaparece de forma simbólica en el relato “Incompleto”, donde el cuerpo, la memoria y el miedo se funden en una experiencia que bordea lo fantástico. El narrador observa una silueta persistente en su cuarto, una aparición que primero se sugiere como fenómeno sobrenatural, pero que luego se revela —sin ser explicado del todo— como una proyección de su escisión interior. La silueta se convierte en doble, en trauma encarnado, en evidencia de que el sujeto ha perdido su unidad y ahora vive perseguido por una versión espectral de sí mismo. Esta silueta también se carga de un valor existencial: es la conciencia que se activa cuando el sujeto cree haber escapado, pero descubre que el cuerpo y la memoria permanecen anclados. Así, en su intento por dejar atrás el pasado —cambiando de ciudad, de pareja, de trabajo—, el personaje fracasa. La silueta lo sigue, «sólo aparecía si estaba en Caracas o cerca de la Ciudad». De nuevo, Santaella introduce un símbolo ambiguo —no es metáfora ni alegoría, sino síntoma— que convierte el espacio urbano en campo de resonancia psíquica: Caracas ya no es una ciudad, es un espejo roto del yo.

“Incompleto” y “Una chica absolutamente triste” insisten en ese tono de revelación sin redención, con personajes que rozan vínculos afectivos que no llegan a consolidarse, relaciones que se disuelven con la misma rapidez con que comienzan, y una constante sensación de que nada puede sostenerse. Como si todos los encuentros estuvieran destinados al fracaso no por culpa de sus actores, sino por la imposibilidad misma de construir significado en una realidad fracturada. Es ahí donde Santaella se acerca al minimalismo de Raymond Carver o Samanta Schweblin, pero lo hace desde una perspectiva aún más sombría: el mundo no sólo está vacío de sentido, sino que ya nadie lo busca activamente.

Finalmente, la relación entre los espacios cotidianos (el apartamento, la cama, la oficina) y las fuerzas latentes (el temblor, la grieta, la silueta) permite leer estos relatos como microrrelatos del derrumbe mental, afectivo y urbano. Caracas y sus equivalentes simbólicos no están destruidos: están habitados por el miedo, la repetición, la pérdida de lenguaje. Por eso, cuando el personaje de “Grieta” dice «todo había salido mal», no se refiere al terremoto —que es apenas el decorado final— sino a la conversación fallida, a la relación marchita, al vínculo que ya no existe. Esa es la verdadera catástrofe.

La experiencia urbana en estos cuentos, aunque omnipresente, no puede leerse desde una categoría tan reducida como el costumbrismo. Aquí no hay voluntad de retrato social ni de celebración del detalle local. Santaella no escribe desde una nostalgia por lo reconocible ni desde un afán por preservar hábitos, códigos o formas. El costumbrismo trabaja sobre la superficie de la identidad; Los escapistas, en cambio, cava bajo ella. Sus personajes no caminan por Caracas, Buenos Aires o Ciudad de México para mostrar sus colores o contrastes; lo hacen como náufragos sin mapa, sujetos que se han vuelto ajenos incluso al lugar que habitan. Lo urbano, en este libro, es un espacio roto que funciona como escenario del extravío, nunca como símbolo de pertenencia.

Y sin embargo, todo es profundamente cotidiano. Pero ese cotidiano está descompuesto, enrarecido, filtrado por la sospecha, la tristeza, la repetición. La cueva, el motel, la silueta, la grieta, el ascensor, el escritorio: elementos comunes, desgastados, se transforman en trampas simbólicas, en umbrales hacia una dimensión donde el sujeto pierde sus bordes y el lenguaje su capacidad de amparo. Santaella no escenifica la realidad urbana: la destila, la desfigura, la convierte en eco de una pérdida anterior al relato.

El lenguaje de estos cuentos es contenido, preciso, sin adornos. Una prosa que respeta el silencio como parte del ritmo. No hay desborde emocional, pero sí una intensidad latente que crece con cada omisión. Incluso los momentos de crisis —el temblor, la desaparición, la fractura del vínculo— aparecen narrados con un tono neutro, como si los personajes ya no esperaran consuelo de la palabra. Esta economía expresiva, lejos de restarle fuerza, intensifica el efecto de desamparo. Leer estos cuentos es recorrer un espacio que se va desmoronando con una voz que nunca grita, pero nunca tiembla.

Santaella trabaja con un tipo de realismo profundamente moderno: uno que ya no confía en el progreso, ni en la linealidad, ni en la redención. No hay épica aquí, solo residuos. Una pareja que se apaga en medio de un terremoto. Una silueta que persigue a su dueño como sombra del trauma. Una conversación que se interrumpe justo cuando podría haber significado algo. En esa insistencia por lo inacabado, lo fragmentario, lo errático, Los escapistas construye una ética de la escritura: narrar incluso cuando todo parece ya perdido.

En definitiva, lo que Santaella ofrece es una cartografía del deterioro: una literatura sin moraleja, sin centro y sin ceremonia. No busca cerrar heridas sino documentarlas. No retrata la ciudad como lugar de vida, sino como escenario de desaparición afectiva, de colapso perceptivo, de imposibilidad compartida. Y es precisamente ahí, en esa negativa a resolver o explicar, donde reside su fuerza. Porque en un mundo narrativamente saturado de explicaciones, Los escapistas se atreve a dejar en pie las preguntas, los huecos, el eco de lo que no se dice. Y lo hace sin estridencia, con la convicción profunda de que la literatura también puede ser un modo de resistir al sentido, cuando el sentido ha sido evacuado del todo.

Israel Centeno (Caracas, 1958) es narrador, editor y docente venezolano. Reside en Pittsburgh, Pensilvania, donde fue escritor residente en City of Asylum (2011-2018). Ha publicado más de veinte libros. Entre sus obras destacan: Calletania (Caracas: Monte Ávila Editores, 1992), Criaturas de la noche (Caracas: Alfaguara, 2000), El complot (Mérida: Ediciones El Otro, El Mismo, 2002) y El arreo de los vientos (New York: Sudaquia Editores, 2021). Sus publicaciones recientes incluyen Stealing Genius y La torre invertida (2024-2025). Reconocido con el Premio CONAC y el Premio Bienal de Guayana. Fundador de la editorial Memorias de Altagracia, enseña escritura creativa desde 2005.

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