Sobre los riesgos del urbanismo
En este ensayo Federico Vegas (Caracas, 1950) reflexiona sobre la ciudad y el urbanismo desde la incertidumbre, el cuestionamiento de certezas y la complejidad moral que habita nuestras decisiones colectivas. Vegas plantea que Caracas —como toda ciudad— es un tejido de contradicciones donde virtudes y vicios se entrelazan, y que para transformarla debemos revisar tanto su geografía protectora como su historia herida. Para ello, el autor invita a ver en la marginalidad un potencial de centralidad, a rescatar el valor del fracaso y a construir sin soberbia, desde la serenidad, el riesgo y la empatía. Una ciudad buena no se impone: se busca, se pregunta, se duda.
I.
T. S. Eliot nos habla en su poema Gerontion, de «vicios desnaturalizados que son apadrinados por nuestro heroísmo» y «virtudes que son forzadas sobre nosotros por nuestros insolentes crímenes». ¡Qué enredo! ¡Virtudes gestadas por nuestros crímenes! ¡Vicios que provienen de nuestro heroísmo!
Cito estas dos estrofas para asomarme al urbanismo con menos seguridad, con menos certeza, con menos soberbia, mientras me pregunto cuáles son nuestras virtudes y nuestros vicios, en qué consistirá hacer una ciudad buena o una mala.
Frente a estos temas de urbanismo y ciudad me temo que represento una suerte de contradicción muy poco sustentable. Hubo un tiempo en que me esforzaba en ofrecer respuestas, desde soluciones concretas hasta dudas tan profundas que parecían certezas. Esa ha sido mi meta cuando he tratado de hacer arquitectura, pero en este nuevo trabajo de escritor, un oficio que se ha ido apoderando de mi vida entera —o lo que de ella queda— todo ha ido cambiando. Ya no puedo ofrecer seguridad a mis aislados y desconocidos clientes, sino fragilidad. No intento compartir convicciones, sino probabilidades cuyo único mérito es tener algo de gracia.
Y resulta que en una buena novela valen más las preguntas que las respuestas, y, para acentuar mis incertidumbres, hace poco leí que los personajes buenos y malos sólo existen en las novelas mediocres, de manera que no me atrevo a asegurar qué es bueno y qué es malo en mi propia ciudad. Ante tantas dudas, tendré que arriesgarme a ofrecer lo que nadie esté esperando. Voy a tratar de ser tan arquitecto como pueda, pero es posible que se cuele, sin proponérmelo algo del escritor que voy siendo, dedicado a buscar más que a encontrar.
II.
Toda reunión de los alcohólicos anónimos comienza con la llamada «Oración de la Serenidad»:
Señor, concédenos serenidad
para aceptar las cosas que no podemos cambiar,
valor para cambiar las que sí podemos,
y sabiduría para discernir la diferencia.
La propuesta es del teólogo Reinhold Niebuhr, a quien no le molestó que una versión abreviada de uno de sus textos fuera empleada, y popularizada, sin reconocer su autoría. ¿Qué más puede desear un teólogo que dejarnos en herencia una oración? Los urbanistas, los arquitectos, los alcaldes, gobernadores, presidentes de condominio y todo aquel que pretenda mejorar nuestra ciudad, debería rezar, al menos una vez por semana, esta oración sobre el equilibrio entre el valor de cambiar y la sabiduría de aceptar.
Si el alcoholismo es una fuerte necesidad de ingerir alcohol, podemos suponer que nuestra relación con la ciudad tiene mucho de vicio, de adicción, y que el Urbanismo consiste en manejar, e intentar controlar, esta fuerte necesidad de ingerir ciudad.
Me pregunto qué harían los ciudadanos romanos a la caída del Imperio, cuando Roma llegó a tener unos treinta mil habitantes después de haber pasado con creces el millón. ¿Dónde se metieron esos amantes de la ciudad que un amigo llama «urbanitas»? Una de las salidas fue crear monasterios, un lugar donde al menos podían encontrar una biblioteca, buena comida, finos licores y el llamado Vía Crucis, una excusa santificada y sofisticada para caminar bajo arcadas y alrededor de un patio, mientras añoraban algunas de las grandes plazas de Roma.
El alcoholismo es una enfermedad que pasa progresivamente de lo social a lo individual. Una experiencia que comienza siendo deliciosa y compartida se va transformando en algo espantoso y solitario. Esta idea de considerar al urbanismo como un posible vicio nos obliga a investigar lo que la ciudad tiene de adictiva, de enfermedad progresiva, de creadora de soledades y egoísmos, de comedias y tragedias. Ya en el origen bíblico de la ciudad hay una serie de episodios bastante reveladores.
Cuando Caín mató a Abel, Dios le dijo:
La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra. Cuando trabajes la tierra, ella no te volverá a dar su fuerza. Y serás errante y fugitivo en la tierra.
Con esta terrestre maldición a cuestas partió Caín y habitó en la tierra de Nod, al oriente del Edén. Allí conoció a su mujer, y ella concibió y dio a luz a Enoc, pero ya no lograba encontrar un paraíso en la infinita naturaleza.
Por eso decía Alberti:
Paraíso perdido, perdido por buscarte.
Por eso insistía Marcel Proust:
No hay más paraísos que los perdidos.
Hacía falta inventar una alternativa, y Caín edificó en Nod una ciudad a la cual bautizó con el nombre de su hijo, Enoc.
Este urbanismo inaugural, que nace de un fratricidio, tiene su equivalente en otro mito, con más fama y mejores resultados, sobre la creación de otra posible primera ciudad que sí ha sobrevivido. Se llama Roma.
Cuenta la mitología que Rómulo dibujó su versión de un primer urbanismo utilizando un arado para marcar en la tierra un gran círculo con una sola entrada llamada «puerta». Este nombre proviene de «portat», pues Rómulo la demarcó portando el arado e interrumpiendo el surco unos tres metros.
Terminada la faena le ordenó a su hermano Remo:
—Sólo puedes entrar por esta entrada y salir por esta salida.
A Remo le pareció aquella regla un absurdo, ya que podía entrar y salir por cualquier lado simplemente brincando el surco. Así lo hizo, y Rómulo lo mató.
Dos fundaciones y dos fratricidios es mucha casualidad.
III.
Francisco Vera Izquierdo decía que la estrategia militar consiste en colocar a los soldados de forma que les resulte muy difícil huir. Pareciera que el urbanismo consiste en crear una serie de límites y barreras para que nos resulte difícil devorarnos, evitando así la continuación de esos primeros crímenes fundacionales. ¡Cuántas ciudades de América comenzaron con una matanza!
Para tratar de entender esta diferencia entre lo que debemos aceptar y lo que podemos cambiar, voy a partir de una frase que he repetido muchas veces. Se la escuché a mi padre mientras conversábamos con Kenneth Frampton.
El arquitecto inglés, que ha escrito tanto sobre la arquitectura del siglo XX, estaba de visita en Caracas y siempre es estimulante la visión de un extranjero. Hay muchas cosas que el visitante no entiende, pero también percibe muchas cosas que nosotros no vemos de tanto verlas. Kenneth estaba celebrando la belleza y orientación de nuestro valle y, de pronto, mi padre exclamó en medio de un suspiro:
—Caracas es una ciudad atacada por sus habitantes y protegida por su topografía.
Kenneth sacó papel y pluma, y anotó la frase. Nunca se me había ocurrido anotar algo que dijera mi padre. Ahora lamento no haber tenido un grabador. Su visión de Caracas era profunda, sentida, y contenía algo de originaria y fundacional; pues la Caracas de su infancia era todavía muy semejante a la ciudad del damero colonial, con esas casas de patio tan fieramente demolidas y que ahora trato de recordar con la pasión de un condenado.
Esta dualidad: «atacada por sus habitantes» versus «defendida por su topografía», me ha hecho pensar mucho. A veces, nuestra ciudad parece una ciudad condenada a ser bella, donde nada de lo que es realmente bueno se puede cambiar, y me refiero a las circunstancias más imperecederas, más fundamentales, como su geografía y su naturaleza. Ciertamente su topografía la protege. La altitud de 900 metros y el hecho de que su gran montaña esté al norte (y no al este, como en Santiago de Chile), permite que las brisas fluyan de oriente a occidente y limpien nuestro cielo todos los días y todas las noches.
Ese largo valle que nos acoge entre colinas y montañas también nos obliga a contemplarnos los unos a los otros, a ser más ecuménicos y más polémicos, más sociales y más conscientes de nuestras barreras entre hermanos. Estamos en un escenario cóncavo, una especie de billar geográfico con sorprendentes carambolas. Ciertamente no podemos culpar a nuestra geografía de que nos esté arrollando la asfixia y la paralización, la ausencia de futuro y hasta de pasado.
Con respecto a las cosas malas que sí podemos cambiar, aunque ahora nos parezca imposible hacerlo, cada uno de ustedes tendrá su lista personal. Yo insisto en el tránsito, o, para usar un término más fisiológico, en la circulación. El mismo Frampton asegura que el automóvil es un invento más peligroso que la bomba atómica. Se nota que Kenneth es de esos que pregonan: «Mejora el tránsito, quema tu carro».
Nuestra ciudad nos ofrece toda una gama de marginalidades para elegir. Hoy en día es más lo que está al margen que lo que está al centro. Caracas es fundamentalmente «la ciudad del otro».
Pero antes de continuar buscando lo «malo», habría que preguntarse qué significa esta palabra, pues existen muchas clases de maldad. Está lo maluco, lo maloso, lo maldito, lo malvado, lo malévolo y hasta lo malandro, que son maldades muy distintas.
Examinemos una posible definición del antónimo «bueno». Según una etimología algo arcaica, «bueno» proviene del latín bonus, que a su vez proviene de duonus: «el que busca un enemigo». Con el tiempo esta palabra ha variado su significado a tal punto que hoy puede significar «aquel incapaz de ser malo».
¿De dónde proviene que el significado arcaico de bonus sea «el que busca un rival»?
Quizás lo «bueno» para existir requiere de lo «malo», de señalarlo, incluso a veces de preservarlo, de condenarlo a ser siempre la validación de su condición de bueno.
Volvamos a los personajes buenos y malos que sólo existen en las novelas mediocres. Creo que esta afirmación se basa en lo relativo, cambiante y recíproco tanto de la maldad como de la bondad. Dice Chesterton en su cuento «El Terrible Trovador»: «En la naturaleza hay que buscar en un nivel muy inferior para encontrar cosas que lleguen a un nivel superior».
Existen abundantes pruebas urbanística de esta ecuación en sectores que alguna vez fueron considerados lupanares de vicio y de pecados, y que luego han sido capaces de revitalizar el espíritu de toda una ciudad. Pienso ahora en Montparnasse. Jean Cocteau dijo una vez que allí la pobreza era un lujo.
Cuando el pintor japonés Foujita llegó a París, en 1913, como un perfecto desconocido, la primera noche fue a Montparnasse y conoció a Soutine, Modigliani y Leger. Luego, en sólo una semana, se hizo amigo de Juan Gris, Picasso y Matisse. ¿Qué mejor testimonio de insólitos lujos en el vientre de la pobreza?
Pienso también en Le Marais, una parte maravillosa de París que Le Corbusier suponía semipodrida y planteaba borrarla del mapa para construir una ciudad ideal, un caso patético de su prepotencia y falta de discernimiento. Otro caso más reciente es Shoreditch, el barrio más temido de Londres, con gánsteres que tenían allí su campo de batalla, hasta que en los noventa llegaron los artistas jóvenes a buscar espacios grandes y baratos donde ubicar sus estudios, hasta imponer al barrio los adjetivos hipster, vintage, indie. En resumen, esa bohemia irónica y desapegada que termina generando alquileres altísimos.
¿Cuáles serían en Caracas esos márgenes que están llamados a convertirse en el centro de nuestro resurgimiento sin perder su verdadera naturaleza?
Primero debemos plantearnos cuál es el problema fundamental de nuestra ciudad, cuál es ese grave vicio que nació siendo una virtud y luego sería fuente de nuestro alcoholismo urbano. Quizás nuestro problema más grave es la extraordinaria belleza de la topografía que nos acoge y continúa intentando defendernos. El caraqueño suele decir: «Adoro Caracas, su clima, su luz, sus brisas», y todo lo que ya estaba cuando apareció en este valle el fundador Diego de Lozada.
Albert Camus describe a su adorada Argel en un ensayo titulado Pequeña guía para ciudades sin pasado. Cada una de sus reflexiones se podría también aplicar a Caracas.
Vivir en ellas largo tiempo es «comprender lo que puede tener de esterilizante un exceso de bienes naturales(…) Sus placeres no tienen remedio, ni esperanzas sus alegrías. ¡Singular ciudad que, al mismo tiempo, da al hombre que nutre su esplendor y su miseria!».
¡Esplendor y miseria a la vez y en dosis iguales! Camus parece estar describiendo una droga peligrosísima. Si en Argel es el mar, en Caracas son las montañas y sus valles quienes no admiten competencia.
Alguien dijo, o solía decir, que los venezolanos estábamos condenados al éxito. ¿Tendrá razón? Es tan difícil definir qué es el éxito. En los cines, EXIT significa la salida más fácil, la más expedita ante un peligro.
Lo contrario del éxito es el fracaso. Una palabra bien complicada. Creo que proviene de frasco, de un frágil envase donde atesoramos nuestros bienes e ilusiones, y que a veces se quiebra, porque se nos escapa de las manos o porque lo estripamos de tanto atesorarlo, presionarlo.
Rafael López-Pedraza, un cubano que se quedó con nosotros y nos enseñó muchísimo, propone que en nuestros tiempos hemos suprimido la conciencia del fracaso bajo el peso de una actitud triunfalista. El triunfo, ese éxito al que queremos creer que estamos condenados, se ha convertido en un deber, y ya no tomamos en cuenta las posibles limitaciones que tiene cada uno de nosotros, nuestra propia y delimitada realidad. Dice López que el triunfo, como meta en sí mismo, se hace irreflexivo, y bloquea el acceso a «la conciencia de fracaso», «a asumir el sentido y las lecciones que implica fracasar».
Todo lo que nos acontece no llega a tocar abajo, a los pedazos de la historia personal ni a la historia del hombre sobre la tierra.
Agreguemos, a esta historia íntima y humana, la biografía de una ciudad que es nuestro hogar y de la que no podemos huir, o, más bien, a la que nunca debemos abandonar. Los invito a recordar la advertencia que hace el poeta griego Cavafy a quienes piensan que su ciudad es un fracaso irreversible:
No hallarás otra tierra, no hallarás otro mar.
Esta ciudad te ha de seguir. Verás las mismas calles.
Siempre vendrás a esta ciudad, no sueñes con otra.
No hay barcos para ti, no hay calles.
Tal como en este rincón destruiste tu vida
En todo el mundo ya la destruiste.
Nuestra ciudad nos ofrece toda una gama de marginalidades para elegir. Hoy en día es más lo que está al margen que lo que está al centro. Caracas es fundamentalmente «la ciudad del otro». Hablamos de la marginalidad de la miseria, sin darnos cuenta de que tiene más presencia, fuerza y cuerpo, e incluso es más caraqueña, que la marginalidad de la riqueza.
Por eso conviene escuchar con atención lo que nos propone Karl Jaspers:
El hombre sólo llega a su propio ser gracias al otro, jamás por el puro saber. Llegamos a ser nosotros mismos sólo si el otro llega a ser él mismo. Llegamos a ser libres sólo si el otro llega a serlo.
IV.
Voy a tratar de esbozar, vislumbrar, una propuesta concreta de arquitecto, de pretencioso urbanista. Este margen de Caracas que está llamado a convertirse en centro de su revitalización, tiene dos extremos. La primera es un centro que hemos convertido en margen, me refiero al corazón de la ciudad, a la Caracas fundacional, la que una vez pretendió plantearle una alternativa a la naturaleza, y recrear un Paraíso Terrenal tal como lo concibieron los fratricidas Caín y Rómulo. Allí están nuestros principales tesoros arquitectónicos y urbanos, y dos de los más interesantes y reproducibles intentos de establecer una armonía con la naturaleza: el parque El Calvario y la Plaza Bolívar.
Cuando digo que debemos comenzar por el centro es porque tengo la sospecha de que, en el olvido de ese orden urbano, en el abandono de esa herencia, está el origen de una marginalidad que ha terminado devorándose el alma fundacional de la ciudad.
Las lecciones que aún aguardan en ese damero fueron fieramente atacadas en los años cincuenta, justo cuando hicimos nuestra mejor arquitectura, la más heroica, la más bella, la más apasionada y obsesionada por ser exitosa, y debo usar aquí un peligrosísimo adjetivo: la más «buena».
Fue tan buena que hoy pareciera que tenemos el futuro en nuestro pasado más reciente, en esos fabulosos años cincuenta. Pero resulta que ese pasado le hizo mucho daño a nuestro verdadero pasado, a la ciudad del damero, del orden, de la congregación, de la continuidad, de las cuadras y plazas, de las múltiples funciones integradas, de una trama donde se reencontraban incluso el mal y el bien.
La idea de modernidad basada en el retiro, la zonificación, la unicidad, el superbloque y la torre asilada, y esa semilla maligna y anti-urbana llamada «vivienda unifamiliar aislada», conformó un afán futurista que logró —quizás sin proponérselo—convertir en rival y enemigo a nuestro pasado más genuino.
Creo que en la reinterpretación y el renacimiento de nuestro origen urbano puede estar el encuentro de Caracas consigo misma, y la solución a nuestras marginalidades, tanto la de la riqueza como la de la miseria. Si no contamos con una idea clara y ecuménica de centralidad jamás dejará de existir esa enorme carga espiritual de perímetros condenados a sobrevivir.
En el perímetro y en algunas quebradas están los barrios. «Barrio», una de las palabras que en España y en toda América Latina está llena de cariño y hasta devoción (Barrio querido de aquellos tiempos), en Venezuela se ha pronunciado demasiadas veces con desprecio: «Pareces de barrio».
Y quizás en los extremos más pobres de nuestra marginalidad pueden surgir centros de revitalización. Ya Medellín dio el ejemplo al crear en el tope de sus cerros invadidos sin planificación lugares de encuentro y referencia que sirven a toda la ciudad. Lo peor debe y puede ser lo mejor. La marginalidad debe enfrentarse con centralidad.
Dice Einstein que uno no puede arreglar un problema con la misma mentalidad que lo creo. Yo sólo estoy intentando poner en duda nuestra nuestra rígida estructura de vicios y virtudes, nuestra ambigua noción de un Paraíso, nuestra acomodaticia visión de lo bueno y lo malo. Una ciudad necesita arriesgarse. No puede adormecerse preguntando cómo enfrentar los riesgos; debe tomarlos, asumirlos.
William Niño me asomó al arte de recorrer tanto el centro como la periferia de Caracas reflejándose siempre en el otro, siendo el otro, asumiendo al otro, y examinando también nuestros propios vicios y virtudes sin soberbia, sin imponernos, con la serenidad de aceptar las cosas que no podemos cambiar, con el valor para cambiar las que sí podemos, con la sabiduría para discernir la diferencia. A él debo y dedicó todas estas dudas e incertidumbres que hoy he tratado de compartir con ustedes.
©Trópico Absoluto
Federico Vegas (Caracas, 1950) es arquitecto y escritor egresado de la Universidad Central de Venezuela, donde también ejerció la docencia. En 1997, resultó ganador del 52.º Concurso anual de Cuentos del diario El Nacional. Ha publicado libros sobre arquitectura: El Continente de Papel (1984), Pueblos (1979-1984-1986), Venezuelan Vernacular (1985), La Vega, una casa colonial (1988); y novelas, entre ellas, Sumario (2010), Los Incurables (2012), Falke (2015) y Los años sin juicio (2020). Ha colaborado como articulista con El Nacional, el portal ProDavinci y The New York Times.
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