Gustavo Valle, poeta
«Gustavo Valle se ha ganado un indisputable prestigio como narrador, pero suelen soslayarse sus dotes de cronista y, más grave aún, sus logros como poeta, ya con tres libros en su haber: Materia de otro mundo (2003), Ciudad imaginaria (2005) y La máquina de leer los pensamientos (2024).» Miguel Gomes dedica el siguiente trabajo a analizar la obra del escritor venezolano radicado en Buenos Aires.
Desde la aparición de su primera novela, en 2009, Gustavo Valle se ha ganado un indisputable prestigio como narrador, pero suelen soslayarse sus dotes de cronista y, más grave aún, sus logros como poeta, ya con tres libros en su haber: Materia de otro mundo (2003), Ciudad imaginaria (2005) y La máquina de leer los pensamientos (2024). Además de la propensión colectiva a encasillamientos que exigen un mínimo esfuerzo intelectual, otra causa del desconocimiento de esta labor en particular se deriva de las accidentadas condiciones editoriales en que circulan las letras venezolanas actuales: el primer volumen apareció en Madrid, el segundo en Caracas y el tercero en Buenos Aires. Aunque me propongo concentrarme en el más reciente, no conviene hacerlo sin echar un vistazo a los anteriores, pues permiten contextualizar la trayectoria de una poética sólida y compleja.
Materia de otro mundo delineaba campos semánticos entre los que se cuentan la infancia, la familia, un escenario bélico y uno clínico donde vida y muerte dirimen sus diferencias; las tentaciones de una lectura anecdótica, con todo, pronto se disipaban por la acción de una forma que asumía protagonismo creciente. Un ejemplo eficaz nos lo ofrece el poema inicial, cuyos sostenidos encabalgamientos materializan la sutura que dice llevar a cabo la voz lírica y nos obligan a suponer que la historia insinuada no es sino un pretexto para apreciar la genealogía del lenguaje personal creado por el sujeto:
—Ya niño: figurita
adherida a ti mismo. Jugabas
en las ventanas trizadas, corrías
a tejerte la piel rota de tus manos
en el jardín, en el patio roto dinamitado.
De memoria redibujas el camino
de la herida. Preso en tu lozanía de soldado
diminuto. Itinerario de colegial envanecido. Fuerte
brazo al trabajo del triunfante pulso. (p. 11)
Algo similar podría aseverarse de numerosas composiciones en las que el hablante se presenta como zurcidor de versos sanadores de una laceración profunda, la de una identidad disgregada en un manojo de fragmentos y silencio. No es raro, incluso, que el último verso enfatice que el torrente de encabalgamientos nos conduce a la plenitud de la forma, una vez aislado el texto del resto de los enunciados posibles:
Él atiende sus propias heridas. Intenta
sanar sus costras azules. Arrima
el ardor al agua fresquísima. Lava
el reguero con alcohol isopropílico. Sopla
la brecha con aire muy dulce. Tiñe
su piel con yodo sintético. Pone
algodones empapados encima, y aguarda
la unión de las partes separadas. (p. 14)
En otras palabras: como guiados por una fuerza centrípeta, todo ha sido unión, cada verso es el siguiente; lo cantado es la esfericidad y la autonomía del poema.
La búsqueda implícita en Ciudad imaginaria pasó a ser distinta. Si el libro de 2003 tenía mucho de neovanguardista por su resistencia a lecturas simplemente heurísticas, en el de 2006 se observa una apertura a lo conversacional, con ecos de las experiencias gregarias y exterioristas de comienzos de los años ochenta, tan determinantes para la poesía venezolana posterior. Si en su poemario previo Valle parece hermanado con el trobar clus de autores como Claudia Sierich, Dinapiera Di Donato o Luis Moreno Villamediana, ahora la afinidad mayor se verifica con el realismo de Arturo Gutiérrez Plaza, así como el de ciertos momentos de Alexis Romero o de Luis Enrique Belmonte. En una perseverante anatomía de lo urbano, se traza una ruta entre la pérdida de la ciudad natal y su reconstrucción anímica. Un poema como «Corona» resalta el punto de partida: «No es que mi ciudad haya sido destruida / No se trata de calibrar las consecuencias del desastre / hacer el recuento de lo devastado / enumerar y clasificar sus ruinas» (p. 17); mientras que el punto de llegada, la ciudad interior en cuyos límites anida la memoria, lo concreta «Caracas está en todas partes»:
Monto en bicicleta
hacia el puerto de Ámsterdam
y me encuentro en Caracas
en las naves industriales
En el aire de París
en el mes de diciembre
ventilan los aromas
de las plantas de mi madre
Leo una revista
en el Ateneo de Madrid
entre sus páginas aparece
bajo el número 14
Ahora sé lo que soñé
en aquel tren submarino
que me llevó a Londres
Entonces pienso:
todas las ciudades
están hechas de una sola
Ya no la busco
prefiero alejarme
ella es el tránsito
avión, tranvía
un largo viaje
a quién sabe dónde
Para hacerse invisible en su propio valle
Caracas está en todas partes (pp. 87-88)
Esas súbitas iluminaciones de un discurso transparente, casi huidizo, que nos coloca frente a la materia evocada como si las palabras pertenecieran al habla cotidiana y no al quehacer literario, sin embargo, constituyen una treta. En repetidas oportunidades el guiño metalírico se revela detrás de la máscara de lo comunicativo, lo cual acontece en la brevísima «Poética del tinajero»: «Gota del tinajero cernida. / Refugio memorioso de la piedra. / Danzarina abismada sobre el cuenco / de unas manos que recogen su semilla» (p. 41). El efecto es casi visionario en el sentido que a ese término dio Carlos Buosoño: si la imagen tradicional sugiere similitudes físicas o constatables de alguna manera entre la cosa y su evocación, en la imagen visionaria la analogía se produce en la emoción, debido al predominio de asociaciones irracionales o prerracionales que postergan la denotación sin elidirla del todo (pp. 84-85).
Después de un paréntesis de dieciocho años en que su autor no recogió su poesía en volumen, La máquina de leer los pensamientos señala nuevos rumbos estilísticos que se aproximan a los entrevistos en «Poética del tinajero». Convertida la brevedad y la tendencia visionaria en rasgos fijos, se desvanece el exteriorismo, reemplazado con un rigor no obstante ajeno al de Materia de otro mundo. El principio de orden no es tanto el decir como lo inexpresado o lo inexpresable; con viso minimalista, la frase se vuelve escueta, las sucintas estrofas parecen flotar en el espacio vacío de la página. También la puntuación se esfuma para dejarnos frente a frente con palabras a punto de abandonar, como objetos emancipados, el flujo de la sintaxis. Esa otra variante de puntuación libresca que señalan los títulos de cada poema igualmente se ausenta, sugiriéndose fragmentos de un solo poema desgranado ante nuestros ojos. La primera sensación de quien se sumerge en el conjunto es la de ensimismamiento, la de una prolongada caída introspectiva en los impulsos o las mareas del lenguaje.
Sin duda, la reflexión acerca de la escritura, sus medios y sus propósitos permanece en primer plano, con combinaciones intensas de lo somático y lo semiótico:
Cada libro se desprende
Del síntoma
Y la ocasión que lo estrangula
Cada párrafo opera
Como un desfibrilador
En su propia ceniza
Se deshace convulsiona (p. 3)
A esas yuxtaposiciones que perduran a lo largo del libro se agregan otras que siguen relacionadas con el cuerpo, aunque caracterizadas por lo abyecto; aquí, las reminiscencias de Materia de otro mundo son ostensibles:
Esputo de la memoria
Te expectoramos
Tos vómica
Que se precipita y sedimenta
El astro que antes
De caer abatido gira
Su esfera sanguinolenta
En nuestra boca (p. 4)
Dichas amalgamas se sostienen cuando se evoca, por ejemplo, una «Protesta en idioma inaudito» que «Salpica al tronar / Siendo mudo» (p. 5), atándose a continuación importantes cabos, puesto que comprenderemos que lo emitido del cuerpo es una «saliva» de signos, discurso engendrado orgánicamente que anula los binarismos de lo abstracto y lo concreto:
Montejo dice que
El poeta y la araña
Tienen en común
El arte de crear forma
Uno y otro alumbran la red
Deambulan sus quicios
Tenaces dígitos segregan
La materia y la técnica
La trama la celada el ardid
Son sus señoríos
Enmascarados veloces desaparecen
Hacia calles nacidas de sus salivas
Se precipitan. (p. 6)
Significativo me parece que este poema sea el único cerrado por un punto. Diría, de hecho, que tal desvío de la norma lo erige en corazón secreto de La máquina de leer los pensamientos; lo que, por otra parte, se suma a la repentina claridad con que se plantea un arte poética: el proyecto general se define, y este, volcada su atención sobre sí mismo, es reflejo. Las «figuras que fermentan en voces / que apenas flotan» mencionadas poco después reiteran la centralidad de ese rumbo elocutivo (p. 7), persistencia que en la mente del lector ayuda a configurar todo el arco fenomenológico de la actividad letrada: «Al igual que el autor / Son pacientes solo esperan / En su andén de siglos // Los libros» (p. 8). No faltan las burlonas erratas, «piojos de las palabras» (p. 9).
Del arte de crear la forma a su materialización libresca: muy pronto en el relato de los orígenes del decir sentiremos la saturación del hablante, acaso dividido entre la pasión por segregar su discurso y las viejas cargas sociales de los signos, entre ellas, las de referir o significar más allá de sí mismos. Hay poemas, por eso, de reticencia:
No pretendo un poema
No tengo planes
Para esta artesanía
Invendible
Doy voz a la mano
Es el buey de mi arado
Escupe o siembra
Da lo mismo
Huyen, los dedos
Como lombrices
En el surco
El resto
Es lo que germina
La flor ambigua (p. 10)
A despecho de las vacilaciones, a despecho del intento de reintegrar la iniciativa poética en la vida, hemos de percibir que la mirada vigilante aún rastrea el acto creador de la mano: lo que florece acaba sometido a la indeterminación que bifurca el sentido en direcciones opuestas, adentro y afuera —«escupe o siembra»—. Solo a través de esa calculada ambivalencia el poema empieza a participar del orbe natural como una de sus criaturas o, como diría Jonathan Culler, uno de sus «eventos» (10).
Pero la asimilación de la palabra en el cosmos exige una visión más pragmática todavía, no limitada a lo natural, sino abarcadora de lo social: «Este bolígrafo / Es la pinza» (p. 11), se nos advierte en cierto pasaje, con la confesión posterior de que hay que «Hacer de esto una rutina» (p. 12), lo que equivale a aceptar que el día a día humano reserva un lugar para la creación. Justo entonces, se divisa por primera vez en el oblicuo relato la noción de una fuga, de algo que se dispara o se va: «Ese pie en la estampida» (p. 12). Ello se comprenderá mejor en las dos piezas finales de la serie. En una de ellas, la huida obedece a una transgresión con autoría, como el poema: «En la última página ocurre el crimen / Somos sus autores // Escapamos sin ser vistos // […] // Nadie nos atrapará» (p. 29). En el texto conclusivo, la «estampida» genera la visión de animales en marcha y una necesidad de enfatizar el movimiento:
Perros empujan trineos
En un páramo de hielo
Ojos de vidrio azul
Ante el resplandor lívido
El horizonte lechoso
Flotando como un navío
Arrastrar el viento blanco
La estepa polvorienta
Y continuar (p. 30)
En medio del ciclo así descrito, las reflexiones sobre lo poético que inauguran y clausuran el libro se cruzan con apreciaciones ontológicas: «Un segundo / Ese lapso en el que medramos» (p. 14); «El tiempo es nuestro liquen / La duración nos parasita // Somos la corteza / El anfitrión de su musgo» (p. 17). O nos percataremos de que el viaje —la estampida, la fuga— es simultáneo y se confunde con el desplazamiento de nuestro ser por sus circunstancias: «Una travesía que patina / Y despeña en el vaivén // La puerta de aire que atravesamos / Para marcar sus agujas» (p. 15). Las agujas, por supuesto, son las que señalan el tiempo en los relojes. En esa sección intermedia del libro hay espacio asimismo para el encuentro con el otro, sea individual — como sucede en «Palpa las teclas» (p. 18) u «Océano gaseoso que emborracha» (p. 19)—, sea más colectivo. Aquí destaca «Las conversaciones me arrullan», donde surge una súbita comunión que indica la deuda del yo con lo comunitario; el remate es casi explícito, y hasta imprevisiblemente whitmaniano, si consideramos la discreción o la intraversión que priman en La máquina de leer los pensamientos: «Ruido / De personas que cuentan sus vidas / El más hermoso de los ruidos // No entiendo qué dicen / Lo imagino // Mi intimidad es periférica // Y a la noche / Sereno solo o casi // Sueño con multitudes» (p. 21).
El hallazgo del otro se completa con la despersonalización. Esto se verifica en uno de los poemas posteriores donde el yo se difumina pese a que por la sintaxis general de la serie equiparemos al hablante con el mismo sujeto alojado entre las multitudes: «A través del cristal / Un poco sucio / De este bar en Palermo / Asoma el seso // Frente a la taza de café / Se encierra / Perdura en su bóveda // Su mente se pulveriza / En jadeos progresivos // Pensar es acumular / Monólogos mudos» (p. 23). La sinécdoque vincula el «seso» con el protagonista. Luego de eso, se emprende el regreso a la premisa original de la serie: «Con puntualidad / Vuelvo al instante / De mi definición líquida» (p. 24), «La mano va en busca / De su propia mano» (p. 27) y todo se sintetiza antes de la estampida postrera con la confluencia de cuerpo y poesía: «Al leer en silencio un poema / Acontecen diminutas agitaciones / En los órganos del aparato fonador» (p. 28).
Es obvio que la organización del conjunto dista mucho de lo aleatorio, lo cual justifica la impresión que he esbozado de que no leemos una colección sino una sola composición discontinua. Si bien la función referencial parece disolverse en una bruma simbólica, hay un recorrido que se articula con gran coherencia: de la contemplación de la escritura y sus misterios transitamos a un cuestionamiento del lugar y el momento de la voz lírica; de allí, parece emerger la certidumbre de que hay unidad en la aparente heterogeneidad previa, y es ilusorio el conflicto entre poesía y mundo; al final, el discurso da la sensación de remontarse a sus inicios en un círculo tan indetenible como el de la vida, cuyo dinamismo se retrata con algo de puesta en abismo.
Así como «La mano va en busca / De su propia mano» La máquina de leer los pensamientos va en busca de sí misma, indiscernible de ese todo que solemos llamar realidad. El gesto, en resumen, es exploratorio y, desde cierta perspectiva, condensa la empresa de Gustavo Valle como poeta, fundiendo la fidelidad a la forma de su primer libro y la fidelidad a la vivencia del segundo. Estamos ante una lírica que tantea nuestro entorno, procurando integrarse en él mientras hace caso omiso de la oposición entre la intangibilidad del lenguaje y los aspectos más empíricos de nuestra existencia.
©Trópico Absoluto
Obras citadas
Buosoño, Carlos. Teoría de la expresión poética. Madrid: Gredos, 1952.
Culler, Jonathan. «Extending the Theory of the Lyric». Diacritics, 45-4, 2017, pp. 6-14
Valle, Gustavo. Ciudad imaginaria. Caracas: Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2006.
—. La máquina de leer los pensamientos. Buenos Aires: Luba Ediciones, 2024.
—. Materia de otro mundo. Madrid: Estruendomundo, 2003.
Miguel Gomes (Caracas, 1964), estudió literatura en la Universidad Central de Venezuela y en la Universidad de Coimbra. Doctor en literatura por la Stony Brook University, New York. Board of Trustees Distinguished Professor de la Universidad de Connecticut, donde enseña desde 1993. Miembro de la Academia de Artes y Ciencias de Connecticut y miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Posee una amplia obra narrativa. Entre sus libros de crítica se cuentan: Los géneros literarios en Hispanoamérica (Navarra: Ediciones Universidad de Navarra, 1999) y La realidad y el valor estético: configuraciones del poder en el ensayo hispanoamericano (Caracas: Editorial Equinoccio, 2010).
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