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Divergencias en el paradigma poético moderno en Venezuela. Transgeneridad, autoexotismo e historia en La yerba santa (1929), de Salustio González Rincones

Omar Osorio-Amoretti (Caracas, 1987) analiza los componentes artísticos y estructurales más destacados en La yerba santa (1929) de Salustio González Rincones, en el marco de la ruptura que los escritores de inicios del siglo XX en Venezuela tuvieron frente al modernismo con la vanguardia de la Generación del 28. Esta obra se distancia del modernismo y contribuye al robustecimiento de los valores líricos modernos auspiciados por la vanguardia en el país, tras la desacreditación de los discursos estéticos consagrados hasta entonces y la representación autoexótica del pasado.

Keystone View Company, National University and Hall of Congress, Caracas. c.1920 Colección Archivo Fotografía Urbana

Asumido como un fenómeno cuyas consecuencias aún son palpables en la literatura hispanoamericana, el modernismo ocupa un lugar de honor entre los movimientos que iniciaron aquello que Octavio Paz llamó “la tradición moderna”, esa que constantemente clama a sus integrantes dos principios para estar insertos en ella, a saber: “ser negación del pasado y ser afirmación de algo distinto” (18). Sus exponentes estuvieron entre los primeros en cuestionar el contexto literario y social que los rodeaba, y con ello se convirtieron en los modelos de aquellos que pronto abogarían porque se le torciera el cuello al cisne dariano.

En Venezuela esa labor le correspondió en gran parte a la vanguardia que surgió con la publicación de la revista válvula en 1928 a través de figuras como Arturo Uslar Pietri, Carlos Eduardo Frías, José Antonio Ramos Sucre, Antonio Arráiz o Miguel Otero Silva. El espíritu pugnaz no se quedó ahí. En sintonía con la idea revolucionaria propia de esta tendencia, algunos de sus miembros participaron en las protestas estudiantiles de ese mismo año en contra de la dictadura de Juan Vicente Gómez, con lo cual conformaron la llamada Generación del 28, una camada de intelectuales que tendría en un futuro no muy lejano una vida activa en la cosa pública nacional. Con todo, esta no fue la única que llevó el fuego sagrado de los nuevos ideales del arte: también hubo plumas solitarias tomando los mismos pasos.

Una de estas fue Salustio González Rincones con la publicación de La yerba santa (Kiu Chibatsa) en el París de 1929 por la editorial A. Fabre. La recepción de este trabajo fue prácticamente nula hasta 1977 cuando, gracias a la labor de Jesús Sanoja Hernández, se difundió su producción en Venezuela a través de la famosa Antología poética, llevada a la luz gracias a Monte Ávila Editores. Sin embargo, buena parte del cuerpo crítico elaborado a raíz de su publicación careció del aparato con el cual evaluar otros aspectos más complejos de su estética, y cómo estos se entroncaron con el proceso de renovación literaria que se estaba produciendo a principios del siglo XX.

En estas páginas me planteo las siguientes interrogantes con el fin de articular una interpretación del valor de este texto de González Rincones, el cual estará anclado en el marco del desarrollo histórico de los valores modernos de la poesía venezolana de la década de los veinte: ¿hasta qué punto esta obra diverge del paradigma estético modernista? ¿Cuáles son los elementos que contribuyen a la materialización de otro patrón moderno de creación y afianzan una ‘tradición de la ruptura’? ¿En qué medida la representación del indígena, su cultura y su relación con el colonizador español forman parte de una estrategia autoexótica para contrarrestar tanto la interpretación historiográfica oficial de la época del gomecismo sobre el período precolombino y de conquista como su proyecto nacional? Con esto aspiramos a demostrar que existe en el texto una poética que privilegia una interrelación de múltiples discursos que históricamente formaban parte de géneros muy distintos entre sí, lo que problematiza su naturaleza genológica. Llamaremos a este proceso trangeneridad. La relevancia de este aspecto radica en que no solo constituye una manifestación de las tantas “modernidades” que, más allá del movimiento modernista, comienzan a multiplicarse en el contexto literario hispanoamericano del siglo XX: también es un punto de inicio para, mediante la representación autoexótica de ciertos componentes del pasado nacional que explicaremos más adelante, tensar en el plano simbólico algunas de las interpretaciones historiográficas vigentes en la Venezuela de ese período.

El modernismo como primer exponente de la modernidad poética en Hispanoamérica

Como ya lo expresó en su momento Ángel Rama al escribir “La modernización literaria latinoamericana (1870-1910)”, este proceso es muy anterior a la llegada de las vanguardias históricas. Sin embargo, difícilmente se podría adjudicarle la responsabilidad de su existencia al modernismo, toda vez que estamos ante un fenómeno que “no es una estética, ni una escuela, ni siquiera una pluralidad de talentos individuales (…) sino un movimiento intelectual, capaz de abarcar tendencias, corrientes estéticas, doctrinas y aun generaciones sucesivas que modifican los presupuestos de que arrancan (12, cursivas nuestras). Iniciado en 1870 y culminado en 1910, en ese momento las naciones de habla española se incorporaron al sistema económico mundial lo que, aunque desde una posición periférica, les permitió establecer de manera incipiente las dinámicas socioculturales responsables del actual circuito literario que ostentan en la actualidad. De esta manera, hechos como la potencial profesionalización del escritor a través de la prensa, la construcción de un público “consumidor” de sus materiales simbólicos gracias a nuevas políticas educativas gubernamentales o la democratización de las formas artísticas hicieron de los exponentes de este momento “los fundadores de la autonomía literaria latinoamericana” (8).

Es aquí cuando se cohesiona el pensamiento estético moderno, del que el modernismo será la primera corriente en ponerlo sistemáticamente en práctica. Aunque se trata de un tema amplio y con muchas aristas en su tratamiento, conviene señalar dos elementos fundamentales para su comprensión. El primero es que la modernidad es un paradigma en cuyos valores está presente el rechazo al pasado, lo que genera según Octavio Paz que esta se considere “autosuficiente: cada vez que aparece, funda su propia tradición” (16). Esto nos lleva al segundo componente: el afán por la novedad. Pero como bien señaló Paz “debe ser negación del pasado y ser algo distinto” (18), es decir, que la innovación producida en un contexto donde el legado de los mayores es aceptado acríticamente no puede considerarse tal, pues las obras de los poetas que operaron desde ese ámbito (por ejemplo, aquellos que construían generando un efecto de sorpresa hacia los lectores) lo han hecho desde siempre sin entrar en conflicto con sus predecesores.

Lo dicho líneas arriba indicaría que el escritor moderno actuaba desde una libertad teóricamente absoluta que le permitía indagar, experimentar y difundir temas, formas compositivas inusuales a un lectorado cada vez más diverso (aunque no por ello más receptivo). Ello explica que, conforme pasaban las décadas, buena parte de la poesía moderna era identificada por la crítica como la ausencia o constante ruptura de algo, al punto de que Dámaso Alonso señalaba a inicio de los años 30 que “no hay más remedio que definir nuestro arte en términos negativos” (ctd. en Friederich 25), y aunque investigadores como Hugo Friedrich se rehusaron a construir un término sobre la poesía moderna, señalaron algunos rasgos que pueden percibirse en la mayoría de ellas tales como el escape de las expresiones unívocas, la autosuficiencia o cierta oscuridad en el contenido, una notoria cualidad tanto subjetiva como polifónica y un giro insospechado en el empleo de vocablos comunes (15-16).

Durante el modernismo, Rubén Darío será la cabeza visible de una sensibilidad que, según Rama, critica (cuando no rechaza y detesta, como escribió en su prólogo a Prosas profanas), la “injusticia, la crueldad, el cinismo, la falsedad, la hipocresía y hasta la perversión”, los cuales son apreciados como “las auténticas realidades que se amparan bajo el pretendido orden benevolente de la nueva sociedad” (XX). Todo esto desembocó en una novedosa producción artística por parte una élite que, al mismo tiempo que cuestionaba la hegemonía romántica (esa que, a pesar de su sensibilidad, padecía de una expresividad anquilosada), ejecutó, en palabras de José Olivio Jiménez, una serie de prácticas que vaticinaron el nuevo orden literario del momento tales como:

[E]l respeto a la belleza; la búsqueda de una palabra armoniosa y pura, que reflejara la armonía secreta de la creación tan añorada por el artista de la época; la pulcritud y el esmero estilístico máximos; la confianza en el poder salvador y por ello sagrado del arte, sentido y vivido como eficaz refugio -y como protesta- ante las oprobiosas condiciones histórico- sociales, que marginaban al escritor (o cuando más lo reducían a la función de productor de otro objeto de consumo), tanto como frente a los implacables enigmas existenciales y ontológicos del hombre (20).

Pero este orden no llegó a la iconoclastia total, pues en él predominaba la visión analógica del mundo en el plano escriturario. Al respecto, Olivio Jiménez explica que “la analogía lee el universo como un vasto lenguaje de ritmos y correspondencias, donde no tienen asiento el azar y los caprichos de la historia, y a esta luz la poesía o el poema habrán de entenderse como un microcosmos, como otra lectura o reinterpretación de aquel rítmico lenguaje universal” (35), lo que, en consecuencia, imposibilitaba a los exponentes del modernismo ejecutar cualquier construcción disruptiva extrema que imposibilitara establecer una sintonía con los principios metafísicos o espirituales de la existencia. Hablamos, como puede ya intuirse, de aquella famosa “correspondencias” de la que habló Charles Baudelaire en Las flores del mal. Aunque ya dentro de esta corriente se encontraba en estado germinal la cualidad irónica del mundo, a saber, aquella en la que se diluye la idea de unidad entre lo físico y lo metafísico y destruye el ideal de belleza promulgado bajo el concepto analógico, colocando “en el corazón de ese poeta la intuición de lo raro, lo irrepetible, lo bizarro: entroniza la duda y, lo que es de más visibles efectos, la disonancia” (36), solo con las vanguardias históricas veremos con claridad su articulación discursiva definitiva.

Lo dicho hasta ahora nos explica cómo, si bien el modernismo constituye el inicio del pensamiento estético moderno en Hispanoamérica, no implicará que sea la única expresión de este proceso, sino tan solo el punto de inicio para las sucesivas corrientes rupturistas que habrán de marcar una nueva tradición. Esto nos permitirá establecer tanto un punto de partida como de contraste para comprender la dimensión de lo que representa La yerba santa, de Salustio González Rincones, en el marco de la modernidad poética venezolana en su expresión vanguardista.

Aportes de La yerba santa a la consolidación de los valores estéticos modernos en Venezuela. Incorporación de la ambigüedad al discurso lírico.

Recordemos algunos rasgos claves que hicieron de la vanguardia histórica un fenómeno altamente transgresor y por ende transformador de los valores estéticos que podemos asociar al modernismo. Según Peter Bürger, uno de ellos fue “the attack on the institution of art and the revolutionizing of life as a whole” (696) puesto que dichas instituciones mantenían, en su elevada jerarquía, una posición conservadora que anquilosa la efectividad de su discurso en la sociedad, por lo que la destrucción de este dique era el primer paso para un acercamiento más genuino con esta. El otro aspecto, intrincado con el señalado previamente, fue la renuncia a la idea de autonomía, lo que implicaría un giro radical, pues “[b]y renouncing the idea of autonomy, the artist also gives up his special social position and thereby his claim to genius” (696), con lo cual se cerraba la puerta como mínimo a un elemento que había formado parte de la cultura artística occidental desde el Renacimiento.

La yerba santa compagina su poética con estos postulados en la medida que contamina[1] los códigos compositivos literarios imperantes con tal énfasis que desmantela los patrones exegéticos históricamente heredados en su momento, con lo cual se produce no solo un efecto de desconcierto sino también de confusión a nivel receptivo[2]. Esto se percibe desde la portada del libro, cuyo título viene acompañado de las palabras kiu Chibatsa, vocablos en una lengua indígena inventada por el autor y que, bajo la autoría de Otal Susi (anagrama del propio Salustio) sugieren la idea de estar ante la edición bilingüe de un texto elaborado, traducido al español y editado por alguien que no es González Rincones. Esta disposición paratextual plantea suficientes preguntas que no harán sino acentuarse y multiplicarse conforme se prosigue en la lectura: ¿por qué un texto lírico ofrecería una traducción? ¿Por qué no aparece el nombre real del autor en el texto? ¿Quién es, entonces, el que escribe lo que vamos a leer? ¿Qué función tiene: comentador, creador, traductor?

En efecto, en la primera parte del libro (materialmente la más voluminosa de las tres que la constituyen) nos encontramos con “poemas” indígenas traducidos en un español que busca un tono literario, los cuales están compuestos de versos libres con rima variable. Luego de esto, tenemos otra versión española, pero esta vez se apunta a un sentido literal, por lo que predomina la prosa con guiones que marcan una suerte de cesura entre varios enunciados. A esto le sigue una transcripción original en prosa del idioma nativo en la cual, finalmente, se lee una nota final donde un traductor parafrasea, en calidad de comentario crítico, la exégesis del texto realizada por un profesor americanista de nombre Ottius Halz y expresa su acuerdo o desacuerdo al respecto. Todo esto forma parte de la maniobra transgenérica que, al mezclar y simular discursos opuestos, termina por trastocar los modos convencionales de lectura, así como sus implicaciones simbólicas.

Y es que se trata, como puede inferirse por la descripción de su estructura, de un libro de factura etnográfica en donde los versos pierden el protagonismo habitual que se percibe en los poemarios y son subsumidos (más bien diríase “acorralados”) en un marco discursivo superior que los engloba en función de diseccionarlos y exponerlos al ojo crítico de potenciales estudiosos sociales. En este caso en particular, resulta curiosa cierta coincidencia con el trabajo de Theodor Koch-Grunberg, etnólogo alemán que visitó el sur de Venezuela entre 1912 y 1913, lo que le permitió escribir Von Roroima Zum Orinoco (Del Roraima al Orinoco), serie de cinco volúmenes cuyo primer tomo se publicó en Berlín en 1916 y el último en 1928, un año antes de la publicación del libro de González Rincones. Aunque aún no tenemos evidencia de que el poeta haya leído este trabajo,[3] nos interesa traerlo a colación porque, además de haber una serie de vasos comunicantes entre ellos, constituye una muestra representativa de uno de los discursos abocados a comprender (y hasta cierto punto proteger) la cultura de las tribus aborígenes, asumidas en su momento como las grandes marginadas de la civilización, es decir, aquello conocido como el otro con o mayúscula.[4]

En el prólogo del tercer tomo de la serie, publicado en 1923, Koch- Grünberg señala que informará de aquello que vio y conoció de la cultura tanto espiritual como material de ciertas tribus del norte de Brasil y del sureste de Venezuela. Asimismo, se percata de que si bien lo que ha creado puede concebirse solo como fragmentos estos “conservarán su valor puesto que la desintegración de estos pueblos y de su cultura progresa rápidamente” (17), lo que termina por convertir su profesión en una labor no solo salvadora sino también, digámoslo así, “descubridora” de ese sujeto incapaz de expresarse por sí mismo a la cultura occidental, como se colige de las líneas finales: “Es difícil penetrar en el alma de un hombre y en la de un pueblo. Las páginas que siguen demostrarán hasta qué punto lo he logrado” (17, cursivas nuestras).

En tanto sujeto que gracias a su posición sociocultural funge de intermediario entre las culturas primigenias suramericanas y las sociedades ilustradas, su figura deviene en autoridad que toma, para bien o para mal, la prerrogativa de hablar en nombre de aquel que no puede hacerlo para definirlo ante la comunidad europea. Amparado tanto en su experiencia personal como en los aparatos auxiliares inusuales en los trabajos de campo de su momento, Koch-Grünberg brinda una mirada positiva de los indígenas, contradiciendo los prejuicios de sus contemporáneos, labor que ya había hecho en el pasado con la publicación en 1909 de Dos años entre los indios. Viajes por el noroeste del Brasil 1903-1905:

Es frecuente que el lego se sienta inclinado a mirar con desprecio a estos «salvajes» porque andan desnudos y tienen otro color de piel, especialmente cuando los «conocimientos etnográficos» se limitan a la dudosa literatura de los «cuentos indios» que se han devorado en los años juveniles./ Espero contribuir con mis narraciones a borrar estos prejuicios y a hacer más accesibles estos pueblos primitivos ignorados a un círculo mayor de personas con el fin de lograr una apreciación más justa (36).

En consecuencia, se establece de esta manera una visión eurocentrista que matiza (aunque quizá sin desvincularse del todo) el mito del buen salvaje, bien a través de valoraciones favorable de las costumbres de sus habitantes, bien mediante apreciaciones críticas de algunas prácticas de los tiempos modernos, como por ejemplo la explotación cauchera brasileña.[5]

Con la asunción de una modalidad escrituraria donde confluyen múltiples discursos otrora incompatibles en el plano compositivo, González Rincones destruye adrede los códigos literarios preestablecidos y fortalecidos por el modernismo, que detenta la hegemonía del sistema poético existente. Aunque La yerba santa tiene una cantidad considerable de textos acoplados a los preceptos de lo que debe ser entendido como lírica (por ejemplo, versos y pasajes gobernados por patrones rítmicos), estos no tienen una completa autonomía, sino todo lo contrario: son, como dijimos antes, objeto de disección por parte de un marco verbal mayor que los delimita, los cercena y les da un sentido unívoco a su expresión. Nos referimos a esa serie de paratextos que funcionan como límites aparentes de los “escritos originales” y que en el fondo conforman la obra literaria en sí. Esto es un acto profundamente transgresor. A través del simulacro percibido en esta primera parte, el poeta, digámoslo así, “desnaturaliza” la esencia de los discursos, especialmente en el caso de la prosa. Y es que históricamente esta formaba parte de los, llamémoslos así, “géneros de la verdad”, aquellos en los cuales se creaban obras intelectuales cuyo contenido se abocaba a desentrañar, iluminar y confeccionar los problemas presentes en la realidad. La historiografía, la filosofía, la ciencia, las epístolas, los documentos jurídicos o las noticias eran hechuras de lo prosaico, padre del mundo de las cosas como son, para decirlo en términos aristotélicos. Al incluirse como un producto más de los poderes que trae la ficción (y por ende de las cosas como podrían ser), no solo pone en cuestionamiento el paradigma estético abanderado por los modernistas venezolanos (para quienes las introducciones, las conclusiones, los comentarios y las didascalias fungen como muros de contención, guías para no perderse en los linderos entre un plano y el otro), sino también la autoridad de aquellos textos amparados en estos procedimientos como garantes de una legitimidad referencial.

Lo anterior no solo problematiza, sino que también destruye el concepto de poesía: su esencia ha sido corrompida. Ahora resulta que el tono artístico y bello, producto del verso (ese al que, al decir de Guillermo Valencia, para pulirlo había que sacrificar el mundo) cohabita con (mejor dicho: en) el discurrir desangelado de todos los días: la prosa. Más aún: en la práctica no hay diferencia fundamental entre ellos, toda vez que los poemas no son propiamente tales en el sentido dado por la cultura occidental de entonces, sino traducciones hechas en dos versiones, lo que acentúa el carácter irreal, artificioso y poco genuino de lo que se lee. Así, mientras en la versión literaria del poema que le da título al libro, “La yerba santa”, los primeros versos dicen: “Caído de cara al suelo junto al barranco/ He visto al hombre blanco” (5), en la literal aparece: “El varón blanco está caído sobre la arena – donde el mar cuaja la sal al quedar preso” (6), que pareciera respetar la lengua indígena (inventada por el escritor): “Hat tit kuaes chi ingué kuyen karaya – Marakoi ingu- Tiji mahuin taimaré” (7). ¿Cuál es el poema o texto verdadero? ¿El que, valiéndose de la letra, irrumpe y le da un sentido sintáctico arbitrario a lo que por naturaleza es hijo de la voz? ¿Aquel que impone una correlación semántica mecánica entre el vocablo indígena y el español? ¿O tal vez ese que se construye de forma deliberada y bajo la directriz de un traductor que, además de traidor (si asumimos el adagio italiano), deviene por fuerza en creador? Problematicemos más esta situación: ¿quién es el verdadero autor del libro? ¿Los indios de las diferentes tribus recogidas? ¿El profesor Ottius Halz (cuyo nombre imita la morfología estereotípica alemana) [6] que llevó presumiblemente a una lengua germánica estos cantos aborígenes? ¿Otal Susi, quien lleva al sistema lingüístico castellano lo que hizo Halz? ¿Cuánta distancia hay entre lo dicho y lo que se quiso decir? Como ya puede notarse, aquí las cosas están demasiado intrincadas para los limitados registros líricos del modernismo venezolano[7] y explica por qué Julio E. Miranda en el prólogo de su Antología histórica de la poesía venezolana del siglo XX (1907-1996) señala que es un “[p]royecto no igualado, al menos en Venezuela”, y que gracias a su “transgenericidad . . . constituye una de las realizaciones más sólidas, ricas y audaces de Salustio pero también de la vanguardia venezolana” (68, cursivas nuestras).

Con todo, esto no es suficiente para percatarse de que se está ante una operación corrosiva en contra de la poesía. Aún es muy sutil. Haber perfeccionado la imitación del discurso etnológico podría haber desviado la atención del lector de sus objetivos creativos, los cuales podrían haber derivado hacia la identificación de su libro con un producto verdaderamente científico. Para conjurarlo, uno de los actos de González Rincones consiste en instalar en los comentarios finales pequeñas dosis de absurdo que alerten al receptor de su carácter transgresor. El siguiente será incluir dos apartados adicionales (un poema de ciencia ficción llamado “Saturnalia” y un grupo de cuatro poemas en octosílabos propios del género del corrido llanero), los cuales diluyen la solidez con la que había comenzado el género inicial. Con todo, su aparente heterogeneidad no deja, sin embargo, de mostrar conexiones temáticas y estilísticas entre sí, como veremos cuando tratemos las implicaciones historiográficas del libro. De momento solo abordaremos el primero.

En los comentarios a “La yerba santa”, el traductor explica la interpretación antropológica de Ottius Halz sobre la incongruencia entre la cultura de los Timotes (una tribu de la sierra merideña venezolana) y la mención al mar (que no forma parte de esa zona) para finalmente decir que “[n]os contentamos con emitir esta hipótesis linguística [sic], recordando lo que decía Voltaire de la etimología: Una ciencia en donde las vocales no sirven para nada y las consonantes para mucho menos…” (9). Lo mismo ocurre en las notas finales del poema “Quinimar”, donde no solo se incluye otro de origen japonés que (según el traductor) presenta para el profesor Halz extraordinarias semejanzas idiomáticas con el anterior, sino que concluye, amparado en unos supuestos documentos de Cristóbal Colón en donde este manifestaba haber sido cuidado por un marino de “ojos oblicuos” que lo llevó a Europa para salvarlo de una muerte segura, pues tenía rasgos fenotípicos diferentes a los de sus connacionales, que “el descubrimiento de America [sic] no seria [sic] sino el simple regreso de Colon [sic] a su patria nativa” (32). Estas afirmaciones dialogan y ridiculizan los principales conocimientos brindados por la tradición historiográfica hispanoamericana, con lo cual los textos líricos se convierten, por vía paródica, transgresora, en documentos probatorios en función de demostrar una verdad aparentemente velada hasta ahora.

Y no solo los líricos: también los históricamente existentes, como se percibe al final de “Curiarola”, en donde se explica la polémica entre americanistas acerca de a qué isla se refiere el poema en realidad. Tras desarrollar todas las hipótesis disponibles (Trinidad, Dominica, Guadalupe), el traductor (que hasta ahora no ha demostrado mayor autoridad sobre el tema) se arroga una nueva respuesta: se trataría de Venezuela, tomando como prueba un mensaje del expresidente Antonio Guzmán Blanco en su mensaje al Congreso en 1875 en donde señala que esta, debido a su conformación fluvial “por el Orinoco, por el Apure, por el Portuguesa y el Uribante . . . hasta el Baul [sic] y hasta San Cristóbal” estaría destinada a convertirse en una potencia marítima (18). Aquí la operación es contraria: un texto real [8] está en diálogo con un hecho ficticio. Sin embargo, el efecto sigue siendo el mismo: atentar contra la estabilidad que trae consigo la realidad, transformarla desde el plano semántico invadiendo los recursos que tiene para afianzarse en ese plano. Los acontecimientos consensuados a nivel histórico son, sencillamente, torpedeados mediante la descontextualización meticulosa de los enunciados, una técnica que, mutatis mutandis, también tuvo su práctica en la vanguardia plástica. Así como sus representantes desmontaron la institución del arte a través de elementos como el objet trouvé, de la misma manera podríamos decir que González Rincones hace lo mismo con la poesía mediante la implementación de un “discurso encontrado”, una suerte de ready- made verbal que, al sacarse de su hábitat natural, desestabiliza el nuevo ecosistema en el que es colocado.

Esto pone a La yerba santa en sintonía con uno de los efectos recurrentes de la vanguardia en el ámbito de la recepción: el desconcierto, la incomprensión y el rechazo, tal y como se percibe en la opinión de Manuel Pereira Machado en la revista Fantoches el 7 de diciembre de 1927 al hablar sobre esta nueva “moda”:

[N]o soy partidario de la anarquía, que sólo engendra el desorden, el caos. Y no es otra cosa que el caos lo que ha surgido de esas novísimas tendencias del arte: cada cual pretende erigirse en jefe de una escuela nueva, de una suprema modalidad artística, que en realidad no encierra arte supremo sino un cúmulo de extravagancias a cual más incomprensibles, que ellos denominan estilo original. Solamente en París hay más de veinte escuelas poéticas: expresionismo, sintetismo, subjetivismo, rapidismo, ultraísmo, etc., y a la cabeza de cada una de ellas un pontífice que imagina ser el centro del Universo con sus poemas descoyuntados, inconexos, absurdos, donde hierve una abstrusa ideología de delirio (Osorio 236, cursivas nuestras).

Si tuviéramos que sintetizar todos estos elementos diríamos que se reivindica la ambigüedad como principio generador de nuevos sentidos en la literatura, un aspecto que sin duda se relaciona con la visión irónica del mundo propia de la modernidad, esa que, según Paz, “muestra que, si el universo es una escritura, cada traducción de esa escritura es distinta, y que el concierto de las correspondencias es un galimatías babélico” (109). Con la ruptura del orden analógico del cosmos cuyo pináculo recae en el modernismo, se destrona su muy querida “retórica de la belleza” de la que hablaba Jiménez, y ahora se “conciliarán en la metáfora realidades sólo asimilables desde la conciencia traviesa o descreída «o particularmente capaz de detectar las rarezas» de lo real. En suma: buscarán, bajo todas las formas, la sorpresa” (38).

Autoexotismo y subversión ante la historia. Una operación dialéctica en la configuración del indígena y la nación

La representación de la realidad americana no fue ajena a los temas del modernismo. Baste mencionar obras como La selva virgen (1901) o Alma América: Poemas indo-españoles (1924) de José Santos Chocano, “cantor de América autóctono y salvaje”. Ese afán por definir al continente proviene, no obstante, de un deseo de autenticidad: un escritor que habla de su tierra con autoridad. Esta surgiría, por una parte, de un talento artístico consagrado a nivel internacional y, por otra, del hecho de ser nativo del territorio.

En La yerba santa ocurre el caso contrario. Al simular un discurso científico permeado por una visión eurocentrista del indio, González Rincones establece una lectura que se compagina con la mirada que el otro impone sobre aquella cultura incapaz de hablar el lenguaje de la cultura dominante y la asume como propia en el poema, aunque de manera solapada, tomando en cuenta el cariz enrevesado de las diferentes voces entretejidas a lo largo del poemario. Esto nos lleva a abordar la representación de tal pasado y sus integrantes desde una mirada autoexótica.

El concepto de autoexotismo surge como respuesta al fenómeno tradicional del exotismo, el cual, según Xiaofan Amy Li, “is always intertwined with desire. Something is exotic -or rather, exoticized- not only because it is different but also crucially because its difference appeals to its viewer and appears as new, interesting, attractive, exciting, eroticized, or even superior” (393). De manera que mientras el acto de exotizar es una imposición unilateral y superficial de sentido o de apropiación de la cultura de otro que es mucho más débil (lo que delata el carácter vertical de esa relación), el autoexotismo sería la estrategia del débil para contrarrestar esta dinámica opresora que se ejerce desde el centro, con lo cual los protagonistas del margen se apropian de ese discurso y capitalizan de una u otra forma los beneficios de dicha concepción. Todo esto pondría en evidencia que la “self-perception originates from othersperception of oneself” (394).

En el caso que nos ocupa, este proceso tiene dos pasos. El primero y más evidente es el hecho de que lo que estamos leyendo es el producto de una traducción al español de un texto originalmente escrito al alemán. Si bien esto es el resultado de una negociación de sentidos entre dos sistemas lingüísticos, eventualmente la lectura se muestra como una imposición inevitable de otra lengua por el hecho de que la única voz disponible en todo momento es la del traductor. En ningún momento Ottius Halz habla por sí mismo, todo lo que sabemos de él se debe a las constantes paráfrasis conocidas bajo el rótulo de “Nota del T.” (es decir, de los paratextos ficticios). Ni siquiera hay un prólogo, muy habitual en este tipo de trabajos. El discurso del centro, pues, ha sido dominado por uno periférico: es este el que decide qué sale a la luz y cómo.

El segundo aspecto está relacionado con la representación del pasado hispánico. La primera sección de La yerba santa contiene poemas indígenas en los cuales se puede inferir cierto hilo narrativo cronológico, o al menos la puesta en escena de momentos clave de la historia americana española tales como el periodo prehispánico (“Saukalita”, “Curiarola”, “Tura”, “Quinimari”), la Conquista (“La yerba santa”, “Emboscada”) y la colonización (“O’Mahla”). En ellos prevalecen los componentes ideológicos básicos de la leyenda negra, así como algunos de los estereotipos maravillosos de corte medieval.

En “La yerba santa” se narra, por ejemplo, la traición del conquistador español al indio:

Caído de cara al suelo junto al barranco
He visto al hombre blanco.
Entre dos rocas morenas junto al barranco
Herido el hombre blanco.
.. .
En el cielo un zamur [sic] vuela sobre el barranco
Mirando al hombre blanco.
Yo curé sus heridas y luego en el barranco
Me atacó el hombre blanco
Y me robó las perlas…
Porqué [sic] yo en el barranco No maté al hombre blanco,
Y lo eché a los perros azules del barranco
Cuyo morder es blanco? (5-6).

El poema está compuesto por pareados con metáforas cuyo estilo se asemeja al de los producidos por las tribus aborígenes (pensemos en textos como los tarén de los indios pemones recopilados por Cesáreo de Armellada en Literaturas indígenas venezolanas). La anécdota dentro del texto lírico establece así una polaridad maniquea entre el conquistador (hombre blanco, codicioso, malvado, que vuelve a la vida para dar muerte) y el indígena (hombre cobrizo, generoso, bueno, que viene de la vida para perderla) en un acto de rapiña que da pie a la destrucción de una comunidad inocente, exactamente el mismo planteamiento esgrimido por Bartolomé de Las Casas en el siglo XVI. Por su parte, en “O’Mahla” tenemos una voz lírica que increpa al “hombre negro”, es decir, a un sacerdote, que le prohíbe establecer una relación amorosa con O’Mahla, una negra esclava, y anuncia que abandonará el pueblo para vivir de manera cimarrona con ella. A esta reiterada situación de sujeción y dominación, se le agrega de nuevo la codicia de la población europea: en la versión literal del texto se lee que el hablante lírico le dice: “Porqué [sic] me prohibes, misionero -que ame a O’Mahla- y hasta le tienes odio –desde que te rechazó– y me dices es indigna [sic]- de que sea mi mujer?” (34, cursivas nuestras). La razón no parece ser que “[e]l Rey me lo prohíbe” (33) como lo anuncia la versión literaria y está ausente en la literal (en una flagrante puesta en escena de los problemas de traducción al trasladar sentidos a varias lenguas), sino un acto de envidia por parte del sacerdote que, contrario a su fe, busca mujer, y mujer esclava. Esta posición está muy lejana de la hispanofilia del modernismo, de aquella “raza de hierro” española de la que habla Rubén Darío y de ese amor de José Martí por España y Aragón, para los que tiene un lugar “[f]ranco, fiero, fiel, sin saña” en su corazón, predominando, a juicio de Rocío Oviedo Pérez de Tudela, tres figuras como eje compositivo: “Colón, El Cid y Cervantes” (149).

Los paratextos no acentúan menos este fenómeno. Al final de “O’Mahla” el traductor expresa que “[e]l profesor Ottius Halz ha hecho notar, el primero, que los ayomanes tenían ciertas ideas bastante avanzadas para el medio en que vivían” (36) en una clara valoración positiva del indígena en contraste con la llegada de los europeos, los cuales reaparecen, pero esta vez en un anuncio más contemporáneo. En “Emboscada”, se describe el conflicto que ha originado la búsqueda de hidrocarburos en la región de los motilones: “La emboscada del poema se ha reproducido en nuestros dias [sic] contra los ingenieros que buscan petróleo por las selvas del Tarra y del Sardinata. Algunos periódicos ingleses han llegado a emitir la idea de que se extermine a los motilones con gases asfixiantes” (22, cursivas nuestras). Una vez más, el europeo mantiene una posición agresiva, imperial y destructiva, un proceso que pareciera mantener un hilo de continuidad desde los primeros contactos entre el nuevo y el viejo continente. Esto demuestra que, lejos de haber un rechazo por parte del autor sobre las representaciones de ese pasado (como sí ocurrirá más adelante, por ejemplo, con el revisionismo histórico de autores como Caracciolo Parra-Pérez o Mario Briceño-Iragorry) se apropia por vía creativa de esa versión europea (pensemos en De las Casas y Koch-Grunberg) y la arrebata simbólicamente hablando.

Finalmente, en “Moskén” se explica que es el único poema “que resta de una raza de indios gigantesca, que coexistía con la de los pigmeos ayomanes” (42). Con una postura que recuerda a los cronistas de Indias[9], el traductor asume abiertamente (no es una paráfrasis de Halz) la naturaleza maravillosa de la realidad americana y la concibe como componente constitutivo de la nación, apropiándose una vez más de los discursos eurocentristas que le atribuyen al continente americano rasgos exóticos. Sin embargo, cabe acotar que justo aquí nos encontramos con uno de los tantos juegos del absurdo diseñados para reivindicar la naturaleza irónica de la literatura, pues justo cuando se piensa que se trata de una versión asentada en sus formatos literales e indígenas nos encontramos con que solo está la literaria, es decir, no hay original del poema, argumentando que “cuando lo transcribió Fray Anselmo de Cuenca al terminar de traducirlo se acabó la raza que lo dictaba y se conjura que podía llamarse Caqueitia o Caquetia” (42). ¿Pero no era Ottius Halz el responsable de estos textos? Y si ya lo transcribió y lo tradujo, ¿qué importa que se haya acabado la raza? ¿Cómo es posible que no esté si, en efecto, la traducción tuvo lugar? Se trata de una retórica cuya estructura sintáctica simula dar una respuesta coherente pero que no llega a ser lógica. La pérdida de la versión literal no es menos ridícula, pues el traductor testimonia que

[S]e perdió por la ventanilla del ‘Goliath’, que me llevo [sic] una vez de Paris [sic] a Niza, cuando tuve la humorada de ir a ver el Carnaval, en compañia [sic] de una inglesa llamada Dreddy. Blonda británica pasó por mi vida enseñándome inglés y optimismo. Cuando echó a volar el papel de Fray Anselmo, reia [sic] como si estuviéramos en tierra (42-43).

Debido a esto, termina escribiendo un poema que quiebra de una vez por todas la homogeneidad del discurso antropológico e inserta, en un anuncio sorpresivo para los lectores incautos, el arbitrario del juego de la ficción a través del lenguaje.

Lo anteriormente señalado a nivel autoexótico mantiene una visión que, si bien es formalmente lúdica, no es menos crítica con la historiografía venezolana imperante. Para el momento en que se publica La yerba santa (1929) la dictadura liberal regionalista encabezada por el general Juan Vicente Gómez tiene una solidez que solo la muerte acabará en 1935. Es el año, por ejemplo, en que fracasa la expedición más grande contra el Gobierno, la del vapor Falke, encabezada por el general Román Delgado Chalbaud, hudiéndose con ella cualquier esperanza de liberación. En tanto último representante del liberalismo decimonónico, bajo su égida se buscará según Manuel Caballero la consecución de sus principales componentes dogmáticos: instalación de ferrocarriles en el territorio (símbolo por antonomasia del progreso), inclusión de capital extranjero e incentivo de inmigración europea blanca, en pocas palabras: “[C]omunicación, educación, población” (351). Este último punto demandaba cierta coherencia a nivel ideológico, lo que conllevó una producción acorde en el nivel historiográfico. Así, bajo el marco del positivismo (punta de lanza del proyecto modernizador de El Benemérito) se establecen según Iraida Vargas Arenas los periodos del pasado en estancos sin una relación de continuidad dialéctica en el cual “las poblaciones indígenas originarias fueron presentadas como salvajes que no entendieron la importancia de la gesta civilizadora de los europeos”. Esto hace que la visión eurocentrista se instale en la conciencia histórica nacional por objetivos que incluyen lo económico (imposible pedir que lleguen alemanes, franceses o españoles al país a través de la leyenda negra), por lo que se difunde “la noción de que Venezuela había sido ‘descubierta’ por los españoles, manera de fomentar una visión positiva hacia la invasión europea, al considerarla como la única posibilidad del país de dejar atrás lo ‘primitivo’ y entrar al mundo ‘civilizado’” (Vargas Arenas).

Este proyecto nacional, propio de un momento en que, como ya señalaba Rama, las naciones latinoamericanas comenzaban a incorporarse a la dinámica económica internacional, es contrapuesto en La yerba santa con una puesta en escena que asume como propio, como genuino (y no como mera exotización por parte de europeos con buenas intenciones para con los indígenas) aquellos elementos incómodos que conformaron el pasado de Venezuela. Mientras que, como señala Vargas Arenas, la historiografía oficial justificaba la violencia contra las tribus originarias como “actos de crueldad y codicia individuales y no como elementos estructurales del capitalismo naciente”, el libro las representa sin tapujos de nuevo. El pasado es oscurantista, violento e injusto. Curiosamente, es la misma visión que los miembros más descollantes de la oposición antigomecista (Rufino Blanco Fombona, José Rafael Pocaterra) construyeron sobre la tiranía.

Pero si así es el pasado no menos lo es el futuro, y es aquí donde entra el poema “Saturnalia”. Considerado como un texto de ciencia ficción, se ubica en el año 3030 y muestra una inscripción / poema de una nación llamada Menesola (mezcla de Venezuela y “Mene”, vocablo de los antiguos indígenas del actual Zulia con el que se referían al petróleo, uno de los elementos que impulsará la modernidad en el país) el cual es analizado (nuevamente vemos la estructura del apartado anterior) por un habitante de Saturno, “Presidente del Triángulo de Dos lados” (49). Aunque, según el estudioso de esta cultura “primitiva” del siglo XXII, es poco lo que se sabe de los menesolanos, hay algo seguro: “[S]u anhelo era morir al tener uso de razón y no la empleaban sino con este fin, llegando a él sea por medio de discusiones de guerras (1), dirigidas, por Menesolanos que no tenian [sic] lo que llamamos en Saturno, prestigio ni patriotismo, pero que los Menesolanos seguian [sic] ciegamente con tal de perecer” (47-48). En la nota al pie se muestra un episodio que recrea las peripecias de muchos testimonios registrados en la historia venezolana con relación a las guerras civiles y montoneras. Con esto, por vía simbólica, González Rincones no está sugiriendo que “la explotación de la abundancia (mene, petróleo) acaba por quebrantar el ideario nacional en aras del progreso”, como interpreta Jesús Montoya en “Kiu Chibatsa o La yerba santa: figuraciones de lo popular y lenguas inventadas en Salustio González Rincones” (75): está negando la misma idea de progreso como factor evolutivo y garante del bienestar, lo contrario a lo impulsado por el postulado historiográfico gomecista. Visto en perspectiva, estamos ante una suerte de etnografía (una de las tantas ciencias que para el momento empleaban positivistas como Lisandro Alvarado) de corte futurista que confirma un rasgo persistente de la, digámoslo así, “esencia venezolana”: el atavismo de la violencia y la muerte, lo que niega uno de los grandes andamiajes ideológico del gomecismo, el cual establecía en obras como Cesarismo democrático (1919) de Laureano Vallenilla Lanz que Gómez era una necesidad histórica a través de la cual, mediante su imposición severa en el país, pero a su vez constructiva (el “hombre fuerte y bueno” como lo llamó alguna vez Manuel Díaz Rodríguez), se erradicaba el desorden en la nación generado por las guerras civiles y la llevaba por la senda del progreso, esa promesa de la modernidad. Aquí, ese proyecto se diluye al punto de no existir la nación, como se percibe en la lectura del poema:

Vamos a los caballitos !
Cada uno estrellas !
No son aviones !
Ni vacas !
Hu ! Hu !

Son naciones cinco !
Que dan vueltas !
Como gotas !
Lunas !

Ha ! Ha !

Con música de Marte en cuerda de Orinoco !
Míralos !
y sube !
He ! He !

Tus cornucopias abundancia
embistiendo a miseria Banderas !
Espigas !
Pampa azul !
Ho ! Ho !

En ella: Forwards !
C. V. Un par de coces !
Blanco potro !
Llanero !
Hi! ¡Hi! (45-46)

Aquí hay elementos que aluden al Escudo Nacional de Venezuela de la década de los veinte (la cornucopia, el caballo blanco mirando hacia adelante, las espigas), aunque su contenido está visiblemente tergiversado y enrarecido por un lenguaje disruptivo, más afín a un código lingüístico propio de una sociedad de otra época. En consecuencia, siendo el escudo patrio uno de los símbolos nacionales, puede deducirse que los rasgos líricos del texto delatan un estatuto lírico cónsono con la idea de un “himno nacional”, uno que, al menos estilísticamente, alude a una nueva realidad geográfica, cultural e histórica: Menesola, esa nueva nación que ha surgido tras la destrucción de una Venezuela que ha perdido sus componentes constitutivos (incluso el canto compartido por todos) para dar lugar a algo ininteligible y sin sentido.

Conclusiones

Lo anteriormente mencionado nos sirve para concluir que en La yerba santa nos encontramos ante una obra constitutiva de ese momento en el cual la modernidad lírica se ramifica en múltiples “modernidades” y afianza la “tradición de lo moderno” que, en el caso hispanoamericano, tuvo en el modernismo auspiciado, entre otros, por Rubén Darío, la primera corriente en articular otros valores que habrían de extenderse hasta la actualidad. Para ello, González Rincones se vale de tres estrategias estéticas que se alejan por mucho de la práctica de estos pioneros.

La primera es la ruptura definitiva de la mirada analógica del mundo explicada por José Olivio Jiménez que impedía a la vieja guardia mezclar e interrelacionar los géneros literarios de ese momento, en favor de una irónica en la cual la autoconciencia de saberse histórico se impone, y por ende la necesidad de cambiarlo todo en el arte, pues no hay un espacio metafísico con el cual permanecer sintonizados. Esto se materializará formalmente en una poética que, según Miranda, privilegia la “transgenericidad poesía/ensayo-fícción [sic]” (68) donde la literatura rompe las barreras tradicionales de composición.

La segunda es la representación crítica sutil del pasado histórico nacional hecha mediante una posición autoexótica que asume tanto los componentes narrativos ligados a la leyenda negra española como aquellos que conciben la destrucción del país mediante las guerras civiles como una constante del ser nacional, todo lo cual niega en el ámbito simbólico los postulados del proyecto positivista promovido por la dictadura de Juan Vicente Gómez.

Finalmente, y en comunión con la anterior, está la aceptación, por vía del juego de voces producto de la transgeneridad y la transgresión de los límites entre la realidad y la ficción, de la visión eurocentrista sobre los elementos sociales constitutivos del nuevo continente (un gesto incompatible con la pretensión modernista de cantar la tierra desde el catalejo de la autoctonía), los cuales son arrebatados para beneficio propio, en este caso la crítica al positivismo antes mencionada.

Notas

1. Empleo el término en el sentido que le da Nelson Osorio Tejeda cuando reflexiona en La formación de la vanguardia literaria en Venezuela sobre la “contaminación recíproca” (71) que se establece entre las obras que en el siglo XX operan en un contexto donde cohabitan el postmodernismo, el mundonovismo y el vanguardismo.

2. La recepción histórica de La yerba santa ha tenido un cambio radical en los últimos años. De haber sido considerada a mediados del siglo XX como una pieza modernista pasó luego a ser vista como un exponente de la vanguardia, y por ende en una manifestación de las múltiples modernidades que habrá en el siglo XX en materia literaria. Fueron los casos, por una parte, de Nelson Osorio Tejeda, quien la vio como una obra “modernista crepuscular” que no presentaba “un proyecto estético- ideológico nuevo, ruptura, sino una modificación interna del proyecto modernista” (XVII) y de Jesús Sanoja Hernández, quien vio en ella “un tono modernista disidente” (8). Por otra parte, está la lectura contemporánea de Luis Miguel Isava que considera que, debido a su alta “transgenericidad”, estamos ante “un poemario que solo por costumbre puede seguir denominándose de ese modo. Se trata en realidad de una ‘confusión’ de géneros: crítica, ficción, literatura y metaliteratura, en la que originales, traducciones y comentarios son equivalentes e incluso intercambiables” (138). Nuestra lectura aspira a fortalecer el último análisis propuesto a la vez que articular en su momento histórico cómo se está llevando a cabo una disrupción con los valores del sistema literario dominante (a saber: el modernismo), en un acto que, además de moderno, acentúa el proceso de una “tradición de ruptura” en el país.

3. Sin embargo, hay evidencia en sus escritos de que conocía aspectos de la cultura indígena, como puede desprenderse de las referencias a la cultura incaica empleada en el obituario escrito a su amigo Henrique Soublette para el diario El Universal, en París de 1912 (451). Asimismo, Julio H. Rosales escribe que en su libro Oros “Salustio manejaba ya en el libro de sus brillantes leyendas precolombinas su ritmo propio y desataba su inspiración personal” (27).

4. La relevancia de la labor de Koch-Grünberg no solo radicó en el invaluable registro de la cultura autóctona del norte de Brasil y el sur de Venezuela, sino en que además fue uno de los primeros en emplear los equipos tecnológicos más avanzados de la época en el mundo de la antropología, por lo que pudo grabar tanto los cantos de estas tribus como filmar los bailes y trabajos típicos de su rutina laboral. Para un conocimiento más específico sobre su vida recomendamos el trabajo de María Mercedes Ortiz titulado “Caminando selva. Vida y obra del etnógrafo alemán Theodor Koch-Grünberg (1872-1924)” al final del trabajo.

5. “No han pasado más de cinco años desde que estuve en Caiary [Brasil]. Quien vaya hoy en día no encontrará mi idilio. La peste de una seudocivilización cae sobre los hombros morenos, carentes de derechos. Las deshumanizadas bandas de los caucheros avanzan cada día más, como una plaga destructora de langostas. Los colombianos ya se han asentado en la desembocadura del Cuduiary y llevan a mis amigos a las caucherías que traen la muerte. Terribles actos de violencia, malos tratos y muerte están a la orden del día. En el bajo Caiary los brasileños no lo hacen mejor. Los puertos se acaban, las casas caen en cenizas y la selva se posesiona de nuevo de los sembrados que manos laboriosas habían creado. Así se destruye una raza llena de fuerza, a un pueblo con maravillosas disposiciones de espíritu y de ánimo. Un material humano muy capaz de desarrollarse se hunde en el abismo por las brutalidades de estos modernos bárbaros de la cultura” (299, cursivas nuestras). Imposible no pensar, por el tono y la problemática planteada, en las resonancias que tiene con el discurso de Bartolomé de Las Casas, cuya denuncia fue mucho más acérrima en favor de los indios del Nuevo Mundo: “Y estos daños de aquí a la fin del mundo no hay esperanza de ser recobrados, si no hiciese Dios por milagro resucitar tantos cuentos de ánimas muertas. (…) sería bien considerar qué tales y qué tantos son los daños, deshonras, blasfemias, infamias de Dios y de su ley, y con qué se recompensarán tan innumerables ánimas como están ardiendo en los infiernos por la cudicia y inmanidad de aquestos tiranos animales” (142, cursivas nuestras).

6. Hay otro rasgos que nos permite hacer esta afirmación, y es que en el comentario al final del poema “Tura” el traductor menciona al explorador alemán Nicolás de Federmann como connacional suyo: “[L]levado por un nacionalismo mal entendido, ha querido ver en esto [se refiere al acto de invocar unos nombres al momento de beber agua para no tener enfermedades] una iniciación a la teoría microbiana, mucho antes que Pasteur y que los ayomanes deben al conquistador Federmann, quien visitó sus tierras y trató con ellos. Nihil novum…” (26).

7. Aunque investigaciones más recientes como las de Lubio Cardozo en “La poesía modernista venezolana” estiman que este movimiento estético “llega” con “el número uno de la revista Cosmópolis” el 1ero de mayo de 1894 (109), dándole un carácter estable y pleno a su manifestación, consideramos que las palabras de Domingo Miliani sobre el tema en “Vísperas de modernismo en la poesía venezolana” son más exactas para entender el proceso. Según el crítico, el fenómeno se cristalizaría de manera algo precaria en 1896 con Pentélicas, de Umberto Mata (515) no exento de críticas y reticencias por parte de los principales sectores culturales del momento. Sus rasgos más resaltantes serán “la fusión de criollismo y naturalismo dentro de la escuela dariana y predominio de la prosa sobre el verso en el tratamiento de temas nuevos” (517, cursivas nuestras). Más aún, lejos de asumir el modernismo como una corriente plenamente instituida durante la primera década del siglo XX, señala que el mismo Mata luego crearía obras que demostrarían la impronta que aún tenía la estética romántica en el sector cultural venezolano, por lo que no duda en afirmar que no cree que “podría hablarse en Venezuela de Modernismo puro” (519).

8. El discurso fue publicado en Glorias del Ilustre Americano, rejenerador i pacificador de Venezuela, jeneral Guzmán Blanco, Caracas, Impresa de “El Demócrata”, 1875, p. 330.

9. Valga una cita de Antonio Pigafetta, quien acompañó a Fernando de Magallanes en su expedición, al mencionar el siguiente testimonio que tuvo con un habitante de la Patagonia: «Este hombre era tan grande que nuestra cabeza llegaba apenas a su cintura» (52).

Obras citadas

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Omar Osorio-Amoretti (Caracas, 1987), es licenciado en Letras y magíster en Historia de Venezuela por la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB). Fue profesor asistente en las Escuelas de Letras y Comunicación Social de dicha casa de estudios, así como en la Universidad Simón Bolívar (USB), sede Sartenejas. Ha publicado el libro José Rafael Pocaterra y la escritura de la historia (Equinoccio, 2018).

Este artículo apareció originalmente en: Cincinnati Romance Review, vol. 54, Otoño 2023, pp. 35-53. Se reproduce aquí con autorización de su autor.

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