/ Cultura

Cultura sobre andamios. El libro que sobrevive al colapso: editar desde el borde del mapa

Por | 23 abril 2025

En el día mundial del libro, Douglas Monroy, fotógrafo y editor venezolano radicado en Nueva York, nos invita a asomarnos a la épica silenciosa de hacer libros en un país asediado. En Venezuela, editar es resistencia, es lenguaje contra el apagón. Entre exilios, censuras y ruinas, persiste la llama del pensamiento. Este texto es una cartografía del coraje cultural, una voz encendida que aún dice: desde cualquier parte, desde dentro y desde fuera, seguimos aquí.

Foto. Douglas Monroy

Editar libros venezolanos hoy no es simplemente publicar textos: es mantener encendida una conversación en medio de un apagón prolongado. Es una forma —frágil, persistente, encendida— de seguir haciendo país desde el lenguaje. A veces el libro es un llamado desesperado en medio del oleaje, otras una antorcha que ilumina la noche. Pero siempre, siempre, es una manera de no rendirse. A pesar del olvido, del silencio, del exilio o de la censura, ese cuerpo de palabras persiste como voz encendida para decir: “Estamos aquí. Seguimos escribiendo. Seguimos pensando.”

Hablar de editar y distribuir libros venezolanos hoy implica atravesar un campo minado. Venezuela enfrenta una crisis multidimensional desde hace más de una década: hiperinflación, censura, migración masiva de lectores y autores, escasez de insumos, y un mercado editorial casi colapsado. En ese contexto, editar se convierte en un acto de resistencia cultural, y lograr que una obra circule, en una proeza.

Ante este panorama, el oficio editorial ha mutado. Lo que antes era una pequeña pero sólida industria, hoy es una red cambiante y resiliente de pequeños sellos, cooperativas itinerantes y ferias independientes, sostenidas por voluntad, colaboración y astucia.

En consecuencia, muchos emprendimientos editoriales independientes han debido reinventarse como plataformas híbridas: combinan ediciones físicas y digitales, se alían con sellos fuera del país, y exploran formatos alternativos como el microlibro, el fanzine o el libro-objeto. Estas propuestas enfrentan la homogeneización industrial y reafirman una estética singular. Un fenómeno nuevo y significativo ha sido también el surgimiento de libros de autor: piezas únicas, casi siempre autoeditadas, donde convergen literatura, arte y testimonio como una forma de contracultura.

Alrededor de esta red viva, las librerías venezolanas han sido refugios luminosos en medio de la penumbra. Soportaron apagones, censura, escasez. Siguieron ahí, manteniendo viva la conversación, siendo refugio y puente entre la obra y su lector. Entre las que aún resisten en Caracas se encuentran El Buscón, Kalathos, Sala TAC, Libroria, Alejandría, Sopa de Letras, Sala Mendoza. Son espacios que no solo ofrecen libros, sino calor humano, encuentros improbables, una forma de permanencia en medio del desarraigo. Pero muchas no sobrevivieron. Un reportaje recientemente publicado en el diario El Nacional dice que solo sobreviven cincuenta y dos en todo el país, de más de mil que había a comienzos del siglo. En el interior del país hay estados donde no queda ni una sola librería. Esta desaparición acompaña el colapso de la prensa escrita: diarios cerrados, imprentas detenidas, verdades sofocadas.

En este sentido, merece una mención especial el Papel Literario de El Nacional, suplemento cultural fundado en 1943, que ha persistido casi desde la clandestinidad, con una ética firme de apertura y compromiso. A pesar del cerco mediático y de las limitaciones técnicas, ha continuado difundiendo pensamiento y creación, desde el borde mismo de lo posible. Publicar en él ha sido, durante años, como escribir desde una trinchera: con la tinta al borde del agotamiento, pero con la convicción intacta. Su declaración inicial lo resume con claridad: “Nuestra página no será un reducto exclusivista, expresión de un grupo determinado, ni de una ‘generación’, ni de una tendencia o cenáculo. Será campo abierto para todos los valores artísticos venezolanos por derecho de la calidad de su obra y de la altura de su expresión.”

También sobreviven espacios de encuentro, como algunas ferias del libro independientes que se han convertido en oasis culturales en medio del deterioro: la Feria del Libro de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB) en Caracas, la Feria del Libro y la Lectura también en Caracas, y la FILUC (Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo) en Valencia. Todas ellas han logrado convocar a lectores, editores y autores a pesar de las restricciones. En contraste, la FILVEN (Feria Internacional del Libro de Venezuela), promovida por el Gobierno nacional, ha mostrado un enfoque marcadamente sesgado: con países y escritores invitados afines políticamente —como Cuba o Nicaragua— y un repertorio editorial controlado por líneas ideológicas. Editoriales como El Perro y la Rana han servido de plataforma para publicaciones vinculadas al oficialismo, contribuyendo a un preocupante fenómeno de apartheid cultural.

Y, sin embargo, en medio de este asedio, surge una paradoja luminosa: nunca se ha escrito tanto desde la diáspora venezolana, ni despertado tanto interés internacional por estas voces.

Hoy, apenas sobreviven espacios como Trópico Absoluto, Letralia, Revista Estilo, Poesía, Analítica y Mirar-nos, plataformas digitales que desde sus trincheras continúan apostando por la reflexión crítica, la creación literaria y el legado cultural. Sin embargo, hace apenas unos meses, Prodavinci, uno de los referentes más consistentes de pensamiento y análisis en la red, cesó sus publicaciones editoriales por razones económicas, dejando un vacío significativo en el ecosistema cultural digital venezolano. En medio de tanto silencio impuesto, estas plataformas representan un último hilo de aliento. Callar el país ha sido parte del proyecto oficial: asfixiar sus voces, desarticular sus medios, reducir la conversación cultural a un murmullo. Pero aún hay quienes resisten.

Y, sin embargo, en medio de este asedio, surge una paradoja luminosa: nunca se ha escrito tanto desde la diáspora venezolana, ni despertado tanto interés internacional por estas voces. Algunas editoriales venezolanas han encontrado en el exilio un espacio para reconstruirse: Sudaquia, Letra Muerta y Monroy Editor desde Estados Unidos; Kalathos desde España; Taller Blanco Ediciones, Libros del Fuego y Eclepsidra desde Colombia. Mientras tanto, otras como Oscar Todtmann Editores, Dcir Ediciones, Madera Fina, Bid & Co., Editorial Dahbar y El Archivo Fotografía Urbana (todas en Caracas), y Sultana del Lago Editores (Maracaibo) continúan activas, trabajando con recursos limitados y sosteniendo una producción que se niega a desaparecer. Estos proyectos no solo publican libros: mantienen viva una literatura dispersa, una huella escrita, una idea de país en papel.

Estas iniciativas no solo conectan geografías rotas, también revelan una realidad compartida: muchos editores son parte de una diáspora forzada. Han debido primero buscar el sustento económico para sostenerse y sostener a sus familias, y luego iniciar —casi desde cero— el lento, solitario y exigente trabajo de levantar una editorial fuera de su país. Lo han hecho desde un rincón prestado, un escritorio en su dormitorio, una oficina compartida, con un computador que resiste, una lámpara encendida y una conexión inestable, pero también con la certeza de que editar sigue siendo una urgencia. Han debido construir todo desde los cimientos, en un país que no es el suyo, en otro idioma, otra moneda, con imprentas que usan formatos distintos, con una terminología que exige traducción técnica y emocional. Tejen vínculos con un corrector en Caracas, una imprenta en otro país, un diseñador en Madrid o en Medellín. Lo que antes era un equipo de trabajo a pocos minutos de distancia, ahora es una red dispersa en continentes, unida por la fragilidad y la voluntad.

En realidad, ¿cómo se instala una editorial en un país sin industria editorial? ¿Qué significa fundar una casa de libros cuando todo se derrumba? Es como armar una biblioteca en una isla: aislada, sí, pero llena de señales encendidas en la noche. Ahora bien, editar desde el borde del mapa no significa únicamente hacerlo desde el exilio. Muchos escritores continúan en Venezuela, escribiendo en la mesa de su casa, en un barrio o un pueblo, con lo que tienen a mano, sin garantías ni recursos. Ellos también se afirman desde el borde: desde la precariedad cotidiana, desde la urgencia del día a día, desde un país donde hacer cultura es nadar contracorriente. Se ocupan del lenguaje, narran con la imaginación y el corazón en medio de una realidad trastocada en lo económico, lo simbólico y lo afectivo. Y aun así, permanecen.

Para quienes han salido forzosamente del país, el proceso ha sido aún más desgarrador. Muchos autores han quedado huérfanos de público, de amistades, de editoriales, de ese ecosistema cultural que los nutría. Han tenido que reconstruir su huella literaria en un entorno desconocido, donde son extranjeros, sin lectores que los reconozcan, sin librerías que los acojan y con escasas estructuras editoriales que den continuidad a su obra. La escritura, en ese caso, también se convierte en un acto de supervivencia.

Llegados a este punto, queda claro que editar —en estas condiciones— no es simplemente un oficio: es una forma de sostener la respiración de un país. No se trata de romanticismo ni de heroísmo, sino de persistencia tenaz. Frente al deterioro, frente al despojo, editar es cuidar lo que queda. Es un compromiso íntimo con la palabra y con la memoria. Como decía José Ignacio Cabrujas, en Venezuela la cultura era un acto teatral, un ensayo permanente sobre el abismo. Y quizás lo sea. Pero también es un gesto de esperanza obstinada. Como lo intuía Caupolicán Ovalles en Acto cultural, el escritor, el editor, el lector, todos somos personajes de una obra que se rehúsa a terminar, que sigue improvisando su guión en las tablas del colapso.

Se edita sobre andamios, entre ruinas, con volúmenes que a veces son frágiles como papel de arroz y otras veces firmes como piedras. Ese ejemplar que sobrevive al desastre no es solo un objeto cultural: es una huella viva, una respiración persistente. Es la prueba de que alguien pensó, escribió, imprimió y distribuyó en medio del quiebre. Una señal tangible de que el país todavía habla a través de su lenguaje. Esa obra no solo informa: conmueve, interpela, construye comunidad. Es también un gesto mínimo, hermoso y urgente, donde arde la posibilidad de una llama intelectual. No importa si es centro o periferia, es un punto de irradiación. Una editorial, un escritor, un libro, resistiendo desde el borde del mapa.

Douglas Monroy (Caracas, 1958) es fotógrafo, editor y escritor. Fue director del Museo Arturo Michelena y de la Galería de Arte Nacional en Caracas. En 2014, fundó Monroy Editor, proyecto desde el cual ha desarrollado publicaciones centradas en la fotografía y la narrativa venezolana. Desde 2017 reside en Nueva York, donde continúa su trabajo visual y editorial.

0 Comentarios

Escribe un comentario

XHTML: Puedes utilizar estas etiquetas: <a href="" title=""> <abbr title=""> <acronym title=""> <b> <blockquote cite=""> <cite> <code> <del datetime=""> <em> <i> <q cite=""> <s> <strike> <strong>