El teatro, arte político
Desde la primera palabra, el teatro es un arte político porque representa situaciones de la convivencia humana. Y esa cualidad le da una significación política exclusiva en el universo de las artes porque no admite la indiferencia ante las situaciones representadas.
I
El teatro político apareció como género en el siglo XX, principalmente por la actividad de Edwin Piscator condensada en su libro Teatro político (1929) y con la obra de Bertolt Brecht, el mejor dramaturgo desde Shakespeare. Para Piscator:
El Teatro del Proletariado quiere servir al movimiento revolucionario y se debe, por esto, a los obreros revolucionarios. Una comisión elegida de entre ellos debe garantizar la realización de sus cometidos culturales y de propaganda. (Teatro político, 37. 1957. Editorial Futuro, Argentina).
Pero todo teatro es político porque es el arte de la convivencia humana. En Piscator se trata de un teatro en el contexto de la confrontación que ocurría en Alemania a comienzos del siglo XX. Brecht es menos dogmático aunque igualmente político:
Nuestro teatro debe despertar el gusto en el conocimiento, debe organizar el placer en la transformación de la realidad. Nuestros espectadores no solamente tienen que escuchar de qué modo se libera al Prometeo encadenado, sino que también deben ejercitarse en el placer de liberarlo. Todos los gustos de los inventores y descubridores, todos los sentimientos de triunfo que experimenta el libertador, tienen que ser enseñados por nuestro teatro. (La política en el teatro, 9. Editorial Alfa. Argentina. 1972).
Una revisión histórica del teatro muestra que su cualidad política surgió y se consolidó a partir de las condiciones de representación en las que fue creado por su correlación con los marcos sociales respectivos. Teatro político ayer y siempre por representar situaciones y vidas en acción; político desde que el dramaturgo escribe el primer diálogo de sus personajes, presentes y activos en todo su proceso creador.
El arte teatral nació agónico en Grecia a finales del siglo VI y a lo largo del V a. C. comprometido con las situaciones en las que vivió su espectador; situaciones que en buena medida constituyen los gérmenes y raíces de la Civilización Occidental.
En el último tercio del siglo VI y en las primeras décadas del V Grecia vivió situaciones políticas, militares y culturales que la modelaron y, en buena medida, modelaron la posteridad europea. Pisistrato institucionalizó las Grandes Dionisíacas a partir de 535 a. C. como la principal celebración anual de Atenas, y su tiranía y la de sus herederos llegaron a su fin por la revolución democrática de Clístenes en 510 a. C., mientras al mismo tiempo los bárbaros persas intentaban invadir el territorio europeo. Tres eventos que configuraron una situación histórica y dramática para los griegos. Esquilo nació en 525 a. C. y creció en ese período.
Las Grandes Dionisíacas crearon las condiciones para que fuesen apareciendo los dramaturgos. Los ditirambos improvisados o escritos dedicados a Dionisos estuvieron acompañados por los dedicados a los héroes locales y nacionales. Esa secularización de la temática ditirámbica se inició antes de la aparición de Tespis. Algunos autores citan a Arión en el siglo VI a. C. como el primer autor de un ditirambo. Poco a poco las representaciones concernieron al espectador y sus circunstancias.
La agresión bárbara de los persas exigió a los griegos fortalecer sus defensas, puesta en evidencia en las batallas de Maratón (490 a. C.), Termópilas (480 a. C.), Salamina (480 a. C.) y Platea (479 a. C.), para garantizar y conservar la democracia y la libertad consagradas por Clístenes. Por eso, cuando Temístocles preparó a los atenienses para la batalla naval de Salamina «contra los bárbaros en bien de la patria», les dijo:
Los atenienses y los extranjeros que hayan llegado a la edad militar deben embarcar en los doscientos barcos preparados y luchar contra los bárbaros por la libertad de sí mismos y de los demás griegos, junto a los lacedemonios y corintos y eginenses y los otros que desean compartir el peligro.
Los persas destruyeron Mileto en 494, y en 490 invadieron Grecia continental (es decir europea), hecho que por primera vez inspiró a un dramaturgo para representar algo real que concernía a la situación vivida por sus espectadores. Frínico representó en las Grandes Dionisíacas de 494 la Captura de Mileto sobre aquella masacre. El efecto trágico fue devastador en los espectadores, por lo que fue prohibida y él multado por haber aterrorizado a los atenienses. Después presentó Mujeres fenicias sobre la derrota persa en su segunda invasión.
El arte teatral griego fortalecía su identidad política mientras Atenas luchaba por su independencia, por lo que las tragedias son testimonios de esa realidad. No es casual que la tragedia más antigua conservada sea Los persas de Esquilo (472 a. C.) sobre la derrota de Jerjes. Allí los griegos «no se llaman esclavos ni vasallos de nadie» (242). La democracia garantizaba la libertad de pensar, actuar y participar en las decisiones que tomaban para la conducción de la ciudad. Por eso en la tumba de Esquilo se leía:
Esta tumba esconde el polvo de Esquilo
hijo de Euforio y orgullo de la fértil Gela.
De su valor Maratón fue testigo
y los Medos de larga cabellera, que
tuvieron demasiado de él.
Si Esquilo apeló a Atenea en Las Euménides (458 a. C.) para consagrar la legitimidad del orden democrático, no fue casual que Sófocles denunciara la tiranía en Antígona (441 a. C.) y en Edipo Tirano (429 a. C.) y Eurípides representara en Orestes (408 a. C.) y Las Bacantes (406 a.C.) el deterioro social en manos de abusadores y demagogos, mientras Aristófanes en su seria comedia Las ranas (405 a. C.), recién muertos Eurípides y Sófocles, mandó a Dionisos a los infiernos para buscar un dramaturgo que pudiera salvar a la ciudad. En Paideia (FCE, 230. México 1957) Werner Jaeger resume la situación:
La tragedia ática vive un siglo entero de indiscutible hegemonía que coincide cronológica y espiritualmente con el del crecimiento, grandeza y declinación del poder secular del estado ático. Como refleja la comedia, en él alcanzó la tragedia la mayor grandeza de su fuerza popular.
No es casual que Esquilo fuese prohibido por la dictadura militar que padeció Grecia en la década de los sesenta del siglo pasado.
La pérdida del esplendor ateniense en la guerra del Peloponeso y con los gobiernos tiránicos a finales del siglo V fue tan definitiva que las representaciones teatrales perdieron su grandiosidad y Aristóteles fundamentó su Poética en los trágicos del siglo anterior, no en algunos contemporáneos suyo.
Arte político en el más noble significado del término.
II
La hegemonía de los Tudor determinó el siglo XVI en Inglaterra. Primero por la decisión de Enrique VIII de romper con el Vaticano y tener su propia iglesia, la anglicana, y después por el largo reinado de Isabel I hasta 1603. Fue un siglo en el que la política absolutista se impuso para el paso hacia la época moderna. Fue el siglo en el que se consolidó el teatro inglés, el teatro isabelino.
No es casual que William Shakespeare (1564-1616) escribiera nueve obras históricas entre 1589 y 1599, agrupadas en dos ciclos que abarcan el siglo XV, inmediato anterior a la hegemonía de los tudor (1509-1603): las tres partes de Enrique VI (1589-1590, 1590-1591, 1590-1591), El rey Juan (1594-1596) Ricardo II (1595) y Ricardo III (1592-1593) constituyen el primero y las dos partes de Enrique IV (1596-1597, 1598) y Henrique V (1599), el segundo. El joven dramaturgo escarbó en la historia de su país y representó a su espectador situaciones relacionados con su monarquía y las luchas por el poder. Pero en 1599 el Consejo Real de la reina Isabel prohibió las obras sobre la historia de Inglaterra, lo que no impidió que la dramaturgia isabelina continuara pendiente de la convivencia política de sus espectadores.
En sus obras históricas fue del interés de Shakespeare el poder y las luchas políticas para obtenerlo y disfrutarlo. Aunque no pudo continuar los temas históricos, mantuvo presente el tema del poder en todas sus obras, incluso en las comedias. En este sentido, fue un observador atento de su actualidad; sutil y elusivo en algunos casos. Quizás por ser hijo de un padre católico en tiempos de la reforma anglicana, aplicada con fuerza por su hija, la reina Isabel, hasta 1603 cuando murió. Entonces esperó algunos años para volver con un tema histórico en Macbeth (1606) en el reinado de Jacobo I, escocés. Ese interés por el poder y su desempeño en una Inglaterra en conflicto con su historia y con sus vecinos se expresó en sus obras en las que la perversión privó sobre los intereses de algunos personajes para alcanzar el poder.
La pasión desmedida de los principales personajes de Shakespeare ha capturado a la crítica, por lo que poco han resaltado su significación política, expresión de su sabia comprensión del universo social de su época. Metáforas y parábolas hacen de sus situaciones dramáticas momentos encantadores, siempre con un telón de fondo político inocultable. En Sueño de una noche de verano nadie objeta la autoridad de Teseo cuando Hermia no acepta a Demetrio como esposo porque prefiere a Lisando; entonces Teseo ejerce su autoridad política:
Pensadlo detenidamente; y por la próxima luna nueva… preparaos a morir por desobediencia a la voluntad de vuestro padre, o, por el contrario, a casaros con Demetrio, como él desea, o jurar para siempre ante el altar de Diana austeridad y soltería de vida. (I, i).
El amor de Romeo y Julieta disimula el poder político del príncipe de Verona quien dicta, manda y ordena de manera unipersonal sin objeción alguna de Montescos y Capuletos. Shakespeare retrata la sociedad de su época. Yago es un militar decepcionado porque Otelo no le dio el ascenso que aspiraba por lo que decide vengarse, en una obra en la que la situación de los celos distrae el asunto político y militar por el que el protagonista es trasladado a Chipre. La decepción de Lear porque sus hijas no lo reciben en sus propiedades con su séquito representa el conflicto entre los privilegios de la monarquía absoluta y los crecientes derechos de los señores feudales, uno de los orígenes de la burguesía y del capitalismo. El asalto al poder de Macbeth después de asesinar al rey es suficientemente claro para comprender la cualidad política de la obra, a pesar del subterfugio de las brujas. La doble moral del poder en Medida por medida es más que evidente para representar una situación política.
Hamlet quiere vengar el asesinato de su padre por Claudio, su hermano, quien usurpó el poder. Con esta situación Hamlet denuncia el régimen tiránico que padece Dinamarca, no solo con la famosa frase sobre el mal olor que se respira en ese país. La obra fue estrenada en 1601, año de una conspiración que quiso destronar a Isabel. Es casi mítico su monólogo del Ser o no Ser al que le asignan alto nivel filosófico; sin embargo, ese monólogo es de un personaje consciente las circunstancias políticas que enfrenta:
¿Pues quién podrá soportar los azotes y las burlas del mundo, / la injusticia del tirano, la afrenta del soberbio, / la angustia del amor despreciado, la espera del juicio, / la arrogancia del poderoso, y la humillación / que la virtud recibe de quien es indigno, / cuando uno mismo tiene a su alcance el descanso / en el filo desnudo del puñal? ¿Quién puede soportar / tanto? (III, i, 70 ss.).
Próspero era «duque de Milán, / y príncipe muy poderoso» (I, ii, 53), pero ahora es «señor y dueño de una pobre cueva» (I, ii, 20). Son palabras del taumaturgo de La tempestad (1611) a su hija y raíz política a partir de la cual Shakespeare representa la más fantasiosa de sus comedias. Como taumaturgo, o algo más, domina la naturaleza y provoca una tempestad para hacer naufragar un barco en el que navegan los responsables de su exilio, en una isla perdida quién sabe dónde. Shakespeare, en la culminación de su trayectoria, no olvida el tema político para darle sostén real a su juego dramático.
El control de Próspero sobre la naturaleza y la servidumbre de dos personajes fantasiosos –Ariel y Calibán- son la columna vertebral de esta obra, y en esa relación también está presente el tema del poder para, al final, reconstituir la armonía social rota antes de comenzar la acción. Shakespeare se despedía del teatro.
Fue un cambio dramático que dio paso al protagonismo del Yo. En situaciones agónicas y radicales el teatro estalló en formas y contenidos, intentando capturar su significado. A finales del siglo XIX y comienzos del XX Ubú rey de Alfred Jarry y la explosión surrealista representaron situaciones irracionales y absurdas. Europa se había masacrado en su primera gran guerra. A comienzos del siglo XX una situación imprevista condujo a la aparición de un teatro con situaciones antirealistas con temas muy realistas. La Primera Guerra Mundial acabó con la visión idealista del progreso, la posibilidad de la aniquilación del ser humano fue una realidad. El teatro se quedó sin argumentos cotidianos para su espectador cotidiano porque el horror de la muerte era demasiado inmenso.
III
Cuando Cipriano Castro abandonó Venezuela en diciembre de 1908 hubo un fugaz aire fresco y el 31/01/1909 apareció La Alborada con Henrique Soublette y Julio Planchart como directores más Julio Rosales y Rómulo Gallegos a partir del segundo número. Su posición fue radical al reclamar un cambio político y social. La primera editorial lo expresó (31-01-1909):
Ahora que nos toca hablar, no os cerréis los oídos porque nos veremos en el caso de rompéroslos; no ocultéis debajo de la tierra, porque os sacaremos y os alzaremos hasta la picota, gritando a los cuatro vientos nuestra acusación. Será la última oportunidad que se presente de estar por encima de nosotros.
Esa posición radical incluyó al teatro (Nº IV, 28-02-1909):
Nuestro Teatro Nacional -¿tendremos valor de convenir en ello?- ha sido hasta ahora una página de desastres … Sea, hagamos Teatro Nacional; pero tengamos presente que hay que hacerlo desde el principio, porque no hay nada, nada, nada hecho en esa materia.
La Alborada albergó la generación del primer teatro moderno venezolano. Salustio González Rincones, Rómulo Gallegos y Julio Planchart escribieron entre 1909 y 1915 obras en las que representaron situaciones de confrontación entre el individuo y su entorno político y las relaciones de poder públicas y privadas. Representaron un sentimiento dramático de país prolongado a lo largo del siglo XX en dictaduras y democracia. Expresando un gran dolor de patria, se atrevieron a cuestionar el orden social heredado y el poder en funciones y dirigieron sus miradas hacia el corazón de la pólis venezolana.
Pero el nuevo régimen de Juan Vicente Gómez (1908-1935) estuvo atento. El régimen político aplicó la censura a unos nuevos dramaturgos un tanto respondones. En 1911, el empresario y actor Fernando Fuentes se negó a llevar a escena El Motor de Rómulo Gallegos porque «no quería inmiscuirse en asuntos políticos», registra Carlos Salas en su Historia del teatro en Caracas (Caracas, 108, 1967). Julio Planchart debió esperar 1936 para editar La república de Caín, escrita en 1913-1915, parábola farsesca que representa la tiranía de Caín y Esaú en un país llamado Islas Mermadas. Salustio González Rincones profundizó en la vida de sus personajes, cercados por tradiciones privadas y públicas que coaccionaban sus libertades. Fue una dramaturgia comprometida con la vida en la pólis, espacio privilegiado de la convivencia humana.
El sainete con su evasión de los conflictos dio identidad a la época. Alba Lía Barrios en su estudio preliminar de Sainetes venezolanos (El Perro y la Rana, 2009. Caracas) describe la situación:
Las grandes orejas de la dictadura obligan a bajar la voz en las esquinas, a doblar el sentido de las frases, a la reticencia elocuente. Por un lado, miseria y cárceles; por el otro, zarzuelas y operetas importadas, desfiles y sainetes (17).
Muerto Juan Vicente Gómez, en diciembre de 1935, el teatro buscó nuevas sintonías con los cambios políticos. Rafael Otazo satirizó en Un diputado modelo (1937) la actividad política de los diputados; Rafael Guinand hizo algo parecido con Yo también soy candidato (1939). Un momento especial fue Venezuela güele a oro (1942) de Miguel Otero Silva y Andrés Eloy Blanco, sátira mordaz sobre la nueva Venezuela petrolera que emergía.
La libertad, el valor del trabajo, la revisión de la historia nacional y los conflictos de clase comenzaron a ser nuevos temas. César Rengifo escribió obras históricas en las que el pueblo es una víctima casi irredenta de la lucha de clases. Pedro César Dominici, formado en el modernismo venezolano del siglo XIX, tuvo una intuición premonitoria del acontecer de nuestro continente en Amor rojo (1951), sobre una revolución dirigida por un movimiento guerrillero contra una sociedad burguesa.
Tres eventos políticos influyeron desde 1958: el entusiasmo y defensa de la democracia, los proyectos revolucionarios inspirados en la revolución cubana y la crisis ideológica del mayo francés y la invasión rusa a Checoeslovaquia en 1968. En esa década surgió un nuevo sentimiento dramático de país mientras el ímpetu revolucionario se opacaba.
Román Chalbaud representó un universo social marginal autónomo enfrentado a la sociedad institucional, para testimoniar las grietas del progreso de la naciente democracia (Sagrado y obsceno en 1961, La quema de Judas en 1964, Los ángeles terribles en 1967 y El pez que fuma en 1968). Jesús es contundente en La quema de Judas: «Yo no quiero morir honestamente. Me sabe a mierda la honradez».
Después de una larga estadía en USA, Isaac Chocrón representó una sociedad desajustada que contradecía el progreso del «país del mañana» «perdido en su propio dinero» por lo que «puede por simple negligencia deformarse» (El quinto infierno, 1961) y Asia y el lejano oriente, (1966), en la que los habitantes de un país deciden venderlo: «¿Qué podemos dar de nosotros mismos a esta tierra rica y bien situada? Solamente ambiciones individuales.» La posición de Pablo en La máxima felicidad (1974) marcó la ruptura social y política total: «Ocupo un espacio. No vivo en sociedad».
José Ignacio Cabrujas, por su parte, se empeñó en un teatro épico imberbe (Juan Francisco de León, 1959, y El extraño viaje de Simón el malo, 1962). En El día que me quieras (1979) Pío Miranda habla en 1935 de una vida feliz cultivando remolachas en la Ucrania de la URSS y de la revolución que hará en 1947. La obra es una agria catarsis sobre la postulación de una revolución, pero Pío no puede imponerse a la presencia real y viva de Carlos Gardel, el mito viviente latinoamericano. En la creencia revolucionaria de los sesenta había aparecido el desencanto. «La historia nos había caído a patadas, a patadas por todos lados», afirmó Cabrujas años después (Imagen 100-21, agosto 1986), por lo que «la estampida fue al mundo individual». El Yo regresaba al centro de la situación de la pólis. El discurso de Pío solo era mera ideología incapaz de imponerse a la realidad:
No hay nada en Ucrania. No sé dónde queda Ucrania. No hay unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. No hay Kamenev ni Zinoviev… No sé prounciarlos. No hay Trotsky… ¡No hay Alliluyeva! ¡No hay Stalin! … ¡Mentí! ¡No hay Romain Rolland! ¡Nunca le escribí a Romain Rolland! ¡Me importa un coño Romain Rolland, y la paz y la amistad de los pueblos…! ¡Se terminó! ¡No hay regreso! Gracias por el almuerzo, el perro me espera… y debo explicar por qué va a amanecer mañana… Adiós, Perdón. Adiós.
Pero el 2 de febrero de 1999, se inició en Venezuela una situación política, económica y social que cambió la vida de los venezolanos en todos sus aspectos y, en consecuencia, cambió su sentimiento dramático de país, crecientemente patético. En los comienzos hubo una desorientación en la que el relativismo del Yo alcanzó varios extremos hasta casi diluirse. Pero poco a poco el nuevo sentimiento dramático de país encontró una nueva coherencia crítica en correlación con una pólis cuyos marcos sociales forzaban una nueva manera de convivir.
Me referiré a solo un drama: Hambre en el trópico, de Edilio Peña. Hambre en el trópico representa la dramática situación de una sociedad hambreada y reducida en sus posibilidades de existir. Sus marcos sociales corresponden a una grave crisis humanitaria. Peña representa las consecuencias de un proceso de destrucción física y moral de una nación y su sociedad.
El diálogo inicial sintetiza la fábula y su situación básica de enunciación:
EL HIJO: Papá, ¿y dónde está el restaurant del que tanto me habías hablado?
EL PADRE: Sigue extraviado en mi mente, espero no se haya vuelto una ilusión.
EL HIJO: Ojalá pueda regresar del olvido, pero no como regresan las palomas negras cuando pierden la esperanza en el infierno.
EL PADRE: Es lo que espero.
Ambos personajes están ante una inmensa montaña de basura, una montaña que «se ha tragado esa torre de petróleo abandonada» en la que perros famélicos y zamuros se pelean la comida. También es el destino de niños que «una vez fueron personas, pero la necesidad los volvió perros».
En ese basural los niños caminan cual perros y uno de ellos se encuentra una mano humana, la de El Padre quien la vendió: «Yo no sentí dolor cuando me arrancaron la mano. Todo fue tan rápido. Como un acto de magia».
El restaurant sustituido por la montaña de basura es recurrente en la conversación entra padre e hijo. Los recuerdos nostálgicos aparecen sobre la ciudad que «fue la cuna del cielo». Las situaciones pueden lucir tautológicas; pero el propósito es ahondar en la experiencia del hambre. Por eso los cambios de situación y la incorporación de nuevos personajes no significan diversidad sino intensidad. Peña incorpora todos los aspectos de la vida cotidiana que coaccionan a los personajes. A partir del hambre, el poder político se hace presente en todas sus formas. Más allá del realismo político convencional, Peña incorpora doce cadáveres, quienes padecen frío:
EL CADÁVER 1: Pero… ¿qué sentido tiene seguir torturándonos si estamos muertos? Ya acabaron con nosotros. Los opositores muertos no tienen sentido. ¿Qué muerto puede atreverse a tumbar un gobierno?
Edilio Peña es, con seguridad, el dramaturgo venezolano que con mayor riesgo ha representado un nuevo sentimiento de país. Apela a diversas imágenes para acentuar el horror que significa el hambre. Uno de los cadáveres invita a comer los corazones de los hermanos muertos como «un rito de expurgación e iniciación».
La obra concluye en un elegante restaurant chino en el que La Mujer y El Hombre se preparan para comer, mientras al otro lado de una gran pared de vidrio «se puede observar una multitud aglomerada de cadáveres hambrientos». Presente y pasado coinciden. El Hombre –El Padre- recuerda a su hijo, a «esa montaña de basura donde la gente se convertía en perros para poder comer». Y El Mesonero les ofrece estofado de perro.
©Trópico Absoluto
Leonardo Azparren Giménez (Barquisimeto, 1941), es licenciado en filosofía y magíster en teatro latinoamericano. Profesor titular de la Universidad Central de Venezuela y coordinador de la maestría en Teatro Latinoamericano de esa universidad. Miembro de número de la Academia Venezolana de la lengua. Ha sido diplomático (1971-1991), director del Fondo de Fomento Cinematográfico (1982-86), presidente del Círculo de Críticos de Teatro de Venezuela (1986-88), miembro de la Editorial Monte Ávila (1994) y de la Fundación Teresa Carreño (1995-1999). Especialista en teatro venezolano y teatro griego, sus investigaciones se centran en los procesos de modernización del teatro venezolano y en el discurso teatral. Ha publicado, entre otros: Cabrujas en tres actos (1983); Documentos para la historia del teatro en Venezuela, siglos XVI, XVII y XVIII (1994); El teatro en Venezuela, ensayos históricos (1997); El realismo en el nuevo teatro venezolano (2002), y Estudios sobre teatro venezolano (2006).
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