La música en las praderas: Nebraska, de Miguel Gomes
A mediados de noviembre pasado, me contactó Krina Ber para ofrecerme un texto que había escrito con motivo de la presentación de ‹Nebraska›, la novela de Miguel Gomes publicada por Douglas Monroy (2023). Inesperadamente, un par de semanas después, Krina se marchó para siempre y sin despedirse. Preferí entonces aguardar un poco antes de publicar esta reseña tan amorosa y tan maravillosamente bien escrita. ¿Cómo hacía para escribir así en español? Cuánto la envidié por dominar de esa forma una lengua que aprendió tardíamente. En su correo me decía: «Manuel, por favor, revísala un poco, por si acaso tenga alguno de mis eternos errores de artículo, conector o tiempo verbal. Muchas gracias!» Ni una coma, ni una tilde, querida Krina, debimos ajustar. Caracas y David de Sousa te van a extrañar mucho. Hasta pronto...
Les voy a confesar algo: no es la primera vez que trato de escribir sobre una obra de Miguel Gomes. Su novela anterior, Llévame esta noche, me conmovió como ninguna, me llenó de admiración y gratitud lectora que pedían a gritos una reseña. Lo intenté y fue un fracaso: con una obra tan parecida a la vida, tan rica y compleja, las ideas se me desbandaban como ovejas en un prado. Ya quisiera yo poseer el rigor del profesor David de Sousa, de quien dicen los colegas que no le cuesta nada producir verdaderas joyas de crítica literaria, pero quien, lamentablemente, nunca va a reseñar una obra de Miguel Gomes.
Esta vez toca bajarle la vara al perfeccionismo. No es una tesis, me digo, es una presentación para otros lectores como yo. Como no me atañe la ética del rigor académico, puedo afirmar sin ambages que me encanta todo lo que pertenece al universo ficcional de Miguel Gomes. Me daré por satisfecha si logro transmitir, aunque sea parte del placer estético que me depara esa lectura. Esa narrativa que, literalmente, se saborea. Lo he vuelto a confirmar en estos días cuando leí esta novela y sus juegos intertextuales me llevaron a releer otras.
¿Dije novela? Cuidado: en la obra de Miguel Gomes todo lo referente a los géneros viene con un guiño literario. En efecto, Nebraska, no es stricto sensu una novela. Se compone de dos partes independientes: Bourbon, NE, —la historia principal que sí, es una noveleta— y Música antigua, claramente un cuento. La primera, inédita, es o, al menos parece nueva, sincronizada con las creaciones más recientes del autor; el segundo está signado por el karma de los cuentos inolvidables: fue publicado hace cerca de veinte años, y se reconoce con solo ver el título. No obstante, este binomio funciona muy bien: cada parte se refleja en el espejo de la otra, potenciando sus significados. Sobre todo, comparten el mismo espacio, que sin duda tiene un papel protagónico en estas narraciones: Lincoln, Nebraska —una ciudad cenicienta y sigilosa, rodeada de vacío por los cuatro costados: dar un paso fuera de ella significa someterse a planicies abrumadoras, verdes en verano, muertas en invierno, desoladas estación tras estación, vacías siempre— y las Grandes Praderas que la rodean. En su horizonte se ven granjas, con sus cosechas de aullidos. Hasta el viento desearía no soplar por acá.
Otra cosa que cohesiona las dos partes es la música: tema o acompañamiento constante de las historias.
Veamos primero la segunda parte, Música antigua, que posee la condensada eficacia de un cuento. Su escenario es un edificio de siete pisos, con muchos apartamentos vacíos. Sus inquilinos apenas se saludan, cohibidos por las normas de distanciamiento social. Solo el conserje aporta una débil nota humana en sus intentos de conversar con los vecinos que se concentran casi todos en los pisos bajos: el nivel social aumenta con el alquiler, la altura y las vistas, aunque solo se vean planicies vacías y niebla. El narrador protagonista vive aislado en el sexto. Aparte de un sujeto huraño del séptimo, es el único representante de la clase media-alta del edificio.
No se revela su nombre: solo la voz que nos cuenta un conato de vivencia, algo que no llegó a concretarse, dice, como si ignorara la magnífica historia que crea esa inconclusión. El narrador, nacido y criado en Nebraska, se define como experto en soledad, no obstante, afirma que la materia de esa historia no es la soledad sino la música. La música (dice) es como agua: cobra las formas del lugar donde se escucha. El lector percibe que la soledad hace lo mismo: cobra las formas del ambiente donde se vive, en este caso: donde vive el protagonista, y donde ejerce una aburrida profesión de contador, evitando interactuar con nadie. Es la tónica de ese lugar: hablar con extraños no es una costumbre bien vista y todos, absolutamente todos, nos desconocemos. El nuestro es un país de introvertidos heróicos que han aprendido, desde el siglo de los pelegrinos, a callar en inglés.
Los protagonistas de Miguel Gomes suelen ser extranjeros de nacimiento. Este, ya huérfano, es hijo de un profesor de música catalán y de una madre venezolana (no pudo faltar al menos una) que recalaron en Lincoln por los azares de errancia y empleo. En términos actuales sería definido como un weirdo, o freek, por su naturaleza asocial y su vasta cultura anclada en el pasado europeo del padre al que solo conoció post mortem por los recuerdos de mamá y la biblioteca del fantasma. Nadie en los alrededores habla los idiomas que domina él, como latín, catalán y occitano, nadie conoce siquiera la música antigua —renacimiento, barroco— su única fuente de dicha genuina. He leído en alguna parte que ese personaje es sin duda el melómano más avezado de la literatura venezolana.
El cuento despega como un cohete cuando un día ocurre algo insólito: nuestro melómano descubre que alguien más comparte sus gustos musicales. Desde el apartamento de su vecino —el huraño del séptimo piso— brotan las notas de una misa de Orlando Di Lasso, compositor flamenco del siglo dieciséis. Imposible aquí, en Lincoln, Nebraska. En este fin del mundo.
Di Lasso, Tallis, Praetorius, Munrow, Landini…
Aún sin escuchar todas las piezas que suenan en el cuento, como lo hice yo (¡gracias, Miguel!), el diálogo o la batalla que sigue es una delicia. No creo que exista en literatura —de Venezuela, del continente, de las letras hispanas— un relato equiparable a este.
Ya mencioné que, de cierta manera, Música antigua sirve de mise en abîme a la historia principal, Bourbon, NE: una pieza narrativa muy distinta en su estilo y estructura. Es una novela corta con múltiples ramificaciones dentro del universo narrativo de Miguel Gomes, en el que se inserta de manera frontal. Ese universo se volvió más preciso, más definido, cuando, después de cinco libros de cuentos aparecieron las novelas.
Miguel Gomes es la viva negación del dicho que dice: nadie puede ser ornitólogo y pájaro a la vez.
Ya en los cuentos de Miguel Gomes, aunque funcionaran perfectamente por separado, uno podía toparse como al azar con lugares y personajes familiares, cuyas conexiones develaban poco a poco pacientes tejidos subterráneos. Para darle nombre a esa red literaria, gracias a la cual el lector accede a una dimensión superior de experiencia estética, Carlos Pacheco acuñó el término de narrativa rizomática: un auténtico género que ha logrado con mayor eficacia lo que se proponía la novela: dar una sensación de vida, de totalidad de experiencia. Mejor definición, imposible.
Desde la publicación en 2015, del Retrato de un caballero, la narración de las novelas, (hasta ahora siempre en primera persona), quedó a cargo de dos protagonistas: David de Sousa y Lucio Cavaliero.
No voy a desviarme a las tentadoras especulaciones sobre cómo esos dos personajes, claramente heterónimos del autor, expresan la dualidad entre el rigor académico y el desenfreno de la ficción, dualidad que convierte a Miguel Gomes en la viva negación del dicho que nadie puede ser ornitólogo y pájaro a la vez. (Él sí puede). Solo diré que David es académico, y Lucio, escritor. El primero define su obra novelística como testimonial y, por ende, inferior a las creaciones del segundo, y ambos discuten constantemente esos y otros temas. También lo hacen, por supuesto, en Nebraska. La riqueza semántica de sus interacciones amerita un ensayo aparte… pero aquí mantendré mis ovejas en el prado.

El protagonista de Bourbon, es David de Sousa, el mismo venezolano-portugués, profesor de Literatura en la Universidad de Lincoln, que narra su vida en Llévame esta noche (en una larga epístola dirigida —cómo no— a su amigo Lucio). Yo, desde luego, celebré el reencuentro y la continuidad. Esta novela corta reafirma a menudo sus conexiones con la anterior en forma de recuerdos del protagonista, noticias de otros personajes y llamadas telefónicas de su padre, o en la interminable carta que David está escribiendo a su viejo maestro. Los hechos narrados se sitúan después de su retorno de Venezuela y el subsecuente divorcio: lapso de unos años desolados, zanjado en aquella novela en apenas dos o tres páginas en las que David, tras la venta de su casa conyugal, vuelve al sótano donde vivía con su mujer en los inicios de su carrera académica en Lincoln. La lupa narrativa de Miguel Gomes se acerca ahora a ese agujero negro, enfocando los pasillos de la universidad y a la fauna académica que convive en ellos en un delicado equilibrio entre chismes, oposiciones silenciosas, miradas torvas y dobles sentidos.
En Nebraska reencontramos a David de Sousa en ese sótano y en esos pasillos, discreto, cauteloso y retraído, olvidados los desenfrenos de Caracas. No ayudaba vivir en una ciudad plomiza y apagada como Lincoln. De hecho, tuvo que ser un período de logros y crecimiento académico porque culmina en su traslado a Yale y la liberación definitiva de las praderas, pero David no se enfoca en eso. Se enfoca en lo que no tiene y anhela: relaciones humanas, compañía, y en su más secreto deseo: el de ser escritor, no solamente un pedestre profe.
Su soledad le lleva a caer presa de un personaje francamente abominable, solo porque Gabriel Charnon (así se llama el colega) se le acerca en algún momento y lo invita a tomar una copa. La copa se convierte en muchas copas durante una larga velada en la leonera de Gabriel, que David describe así:
Libros, papeles, platos sucios; mugre en capas geológicas, indescriptible. El hedor a perro se justificó con un pastor alemán colosal que sufría de flatulencia. Gabriel lo amaba encarnizadamente; me di cuenta cuando se tiró al suelo y se revolcó, imitando lo que el perrazo hacía.
El acercamiento de David a Gabriel confirma el halo dudoso que rodea a ese nuevo profesor en los pasillos, tanto por su escasa competencia en las materias que enseña, como por su inclinación a la bebida; de hecho, lleva por sobrenombre Doctor Bottle. A él le debemos el título de la noveleta: bautizó su apartamento como la capital de un nuevo condado: Bourbon, Nebraska. Un hombre tímido y escrupuloso como David no resiste cuando alguien tan desinhibido lo aborda de manera frontal y se deja manejar con mansedumbre por el inesperado amigo. Al inicio de su relación, le fascina más o menos todo lo que su naturaleza repudia: el desorden, la suciedad, la mala lengua, el desprecio a los colegas mayores, el machismo… ¿qué falta? Cómo no: el lenguaje. Miguel Gomes tiene el oído muy fino, y no solo para la música. En sus cuentos y novelas lo hemos visto manejar registros tan distintos como la jerga universitaria estadounidense, la neolengua chavista o el habla popular venezolano, junto con citas en latín, portugués, italiano o catalán que, lejos de obstaculizar la lectura, la enriquecen. En Nebraska, está alucinando con el spanglish de Gabriel Charnon, a quien cita a placer: Joder, macho, debes echártela a faltar (hablando de su ex). Tú estás necesitado de soltarte un poco. O: Confiesa que tienes un aplastamiento por ella (una colega). Es significativo que la música antigua también suena en su edificio: un vecino melómano provoca la ira de Gabriel: ¡Siendo Purcell o no siéndolo, esto es incargable! ¿Quieres tocar mi trompeta?, vocifera palpándose la bragueta ante la ventana abierta.
El conflicto dramático del cuento Música Antigua aparece aquí degradado a una versión grotesca, acorde al dicho que toda historia trágica se repite en algún lugar como una comedia. El propio Charnon es la versión torcida y grotesca de otro personaje desinhibido del universo de Miguel Gomes, también profesor, escritor y mujeriego, admirado (con más razones en ese caso) por un colega, pedestre académico que actúa como narrador en El vuelo de Sebastian Da Silva (cuento publicado por primera vez en 2005). Con un claro guiño al Quijote, David lo reintroduce en Bourbon, NE, como una versión literaria de Borbon, NE, escrita por Lucio Cavaliero:
Lo de él es ficción; lo mío es testimonio. El testimonio contradice el arte, aunque padece sus desafíos: uno tiene que sacárselo de donde se incrustó […]. Ya me gustaría tener la mitad del talento de Lucio.
La muerte en una catástrofe aérea de Sebastián Da Silva, se degrada en Gabriel Charnon en un ridículo, aunque horrendo accidente del prepucio atrapado en la cremallera, como en el texto de Cortázar (capítulo 130 de Rayuela), cuya enseñanza le había costado su puesto a un colega, acusado de ser exponente de las maniobras opresivas del patriarcado…
(Ya les advertí: mis ovejas tienden a dispersarse. Los juegos lúdicos de Miguel Gomes tienen ese efecto en mí).
David se esfuerza en aceptar todas las vulgaridades de Gabriel, ayudado por muchas copas de bourbon. La interacción entre esos seres tan distintos se mantiene en un dudoso equilibrio hasta que David se atreve a dar un paso más: le entrega a Gabriel el manuscrito de su primera novela que aún no ha leído nadie. Y ahí se desatan los demonios.
De eso va, en líneas generales, la trama de Bourbon, Nebraska. Así como en Llévame esta noche, no es el mecanismo de la acción ni la incógnita del desenlace lo que provoca que se lea como un thriller; la tensión está en otro nivel: en la psique.
Para terminar, una nota personal:
En el vasto mundo de la ficción, es mucho más fácil enfrentarse a las novelas llamadas «de género»: policial, romántico, acción, fantasía. Me gusta leerlas, admito, y algunas llegan a ser realmente muy buenas. Pero existen también esos libros incalificables que llamamos obras de literatura. No te aseguran el confort de recibir algo que esperas y puedes evaluar con las reglas conocidas. Comenzar a leer una novela de esas es como encontrarse en un lugar nuevo, donde uno se adentra alerta, con cierto recelo inicial. Leo la contraportada. ¿Me interesa el tema, la situación, el contexto? Probablemente, no. Bien mirado, en esta época de infinitas distracciones y a esta edad mía de limitaciones y achaques, muy poca cosa me interesa realmente. Muy poca cosa me «atrapa» (palabra infame de los consumidores de contenidos que ahora somos) y, sin embargo: leo. Sí, leo libros: actividad muy distinta a abandonarse a Internet o a una serie de Netflix. Y, con ciertos autores —Miguel Gomes incluido— la magia de la narrativa obra lo suyo: me entrego al hilo de lo leído como si lo estuviera viviendo y todos esos temas y situaciones que no me interesan se llenan de vida significante. Quiero saber qué sigue, cómo sigue cada historia, principal o secundaria, cómo termina… y no quiero que termine. No todos los libros causan ese milagro en mí, y desconozco el secreto de los escritores que lo logran, los magos del placer y del engaño, ya que cada uno tiene el suyo.
El secreto de Miguel parece estar en plena vista: él no crea falsos enigmas ocultando las claves de la intriga, no despista al lector con pluralidad de voces ni lo confunde con saltos temporales no anunciados —vade retro, hermetismo—: él lo dice todo con metáforas y sin ellas, con incisos y sin ellos, describe acciones y reflexiones y hasta los más nimios detalles que se vuelven relevantes solo por estar descritos. ¿Cómo entonces logra sumergirnos por completo en sus historias, qué hace que se lean con avidez, aunque no tengan más misterio que el arte de transponerlas desde su irrelevancia cotidiana a la ilusión de relevancia verbal? Su narrativa tiene una carga melancólica, siempre matizada por el sentido del humor de quien está consciente de su propio ridículo, y ennoblecida por su increíble erudición —de los clásicos, de la historia, de la música, de los idiomas— que se cuela con naturalidad en la prosa. Como la vida misma, funde lo banal con lo existencial, lo genuino con lo patético.
Otra constante en su narrativa es la música; en Nebraska, cohesiona sus dos historias. Y aunque ninguna sea particularmente optimista, no en vano ambas terminan con el sonido de Purcell, sus trompetas reclamando, quien quita, all the instruments of joy: todos los instrumentos de la dicha. O del goce. O de la felicidad: eso que nos deparan a quienes sepamos disfrutar, como los personajes de Miguel, la música, el arte y la literatura.
Krina Ber, octubre 2024.
©Trópico Absoluto
Krina Ber (Kristina Ber de Da Costa Gomes)(Lodz, Polonia, 1948 – Caracas, 2024) de nacionalidad venezolana, israelí y portuguesa, nació en Polonia, creció en Israel, estudió en Lausanne (Suiza) y se casó en Portugal antes de radicarse, en 1975, en Caracas. Arquitecto EPFL-UCV y cofundadora de KRESKA proyectos industriales C.A. Se dedicó al diseño industrial en arquitectura, en el campo del acero, el vidrio y las membranas textiles. Comenzó a escribir en español en 2001. Publicó, entre otros, el estudio El espacio en la ficción de dos obras contemporáneas: «El jinete polaco», de Antonio Muñoz Molina, y «Agua quemada», de Carlos Fuentes (UCV, 2011), los libros de cuentos Para no perder el hilo (Mondadori, 2009) y La hora perdida (Ígneo, 2015), y las novelas Nube de polvo (Equinoccio, 2015) y Ficciones asesinas (Fundación para la Cultura Urbana, 2021).
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