El antídoto conveniente: Una opinión sobre los lectores de poesía
En este discurso epistolar dirigido al lingüista y docente universitario Brandol Alejos, Néstor Mendoza (Maracay, 1985) recorre las distintas tipologías del lector de poesía y hace énfasis en la enseñanza de la literatura y sus responsabilidades con los nuevos y posibles lectores de poesía: «¿Cuántas veces hemos escuchado un elogio por los buenos lectores de poesía? Todos podemos llegar a ser buenos lectores de poesía. El buen lector de poesía no está al comienzo; se va haciendo, va creciendo, tras cada lectura...»
«Nada es más capaz de corromper el espíritu de los que escuchan que este género de poesía
cuando aquellos no están provistos del antídoto conveniente,
que consiste en saber apreciar este género tal cual es.»
Platón, “Libro décimo” de La República.
Estimado Brandol,
Te respondo por escrito y no a través de un audio, como lo has hecho tú. Lo hago por este medio para darte mis apreciaciones sobre tu invitación a la VII Jornada de Lingüística. No quiero aludir al dicho popular, ya bastante usado, de las dos aves que mueren por una misma detonación: «matar dos pájaros de un mismo tiro», se ha dicho siempre. Hasta la oralidad se agota. Nunca, que yo recuerde, he matado a un ave. Aquí estoy evitando el uso frecuente que se le ha dado y busco una paráfrasis simple para el refrán. La respuesta me sirve para ponerme al día contigo, para movilizar la propia oralidad y para cumplir, de algún modo, con este grato compromiso.
Quisiera que esta respuesta sea, también, una carta para la amistad. Una carta es una forma de nostalgia en esta época, ya lo sabes.
No quiero distraerte y de una vez te explico cómo veo esta difícil visión sobre el lector de poesía. Tú me comentas sobre las competencias, habilidades o destrezas que debe tener un lector que quiere acercarse a la poesía, al lenguaje de este género. También me has dicho que deseas saber cómo es el perfil de este tipo de lectores. Antes de darte este perfil, quisiera decirte cómo es, para mí, el perfil de los que no leen (o leen muy poca) poesía. No es una tipología del no lector ni mucho menos. Es decir, me interesa saber cómo es el perfil que yo mismo percibo de los que no leen poesía. No pretendo hacer un trabajo de «contraloría» literaria ni ofrecer escalafones.
Hablemos, entonces, de los «no lectores de poesía».
Para los que leen poco, la poesía debería rimar. Entonces, un poeta es un «artista de la palabra» (otra vez el uso común) que utiliza vocablos que obligatoriamente riman. Para estos nuevos lectores, el verso libre es un recurso que se encuentra en el territorio de lo nuevo, no forma parte del género tradicional de la poesía: el verso es igual a rima.
En este escenario, surge otra falsedad. Para los no lectores de poesía, casi todos los poetas están muertos o forman parte de un panteón de clásicos demasiado alejado para leerlo como contemporáneo.
Claro, hay que evitar la militancia en las generalidades.
En una oportunidad, un versificador de mi pueblo, Mariara, me dijo que él sólo escribiría con rima, porque el verso libre (que ya se ejercitaba desde finales del siglo XIX), era un recurso muy joven o reciente. No puedo olvidar su desconfianza. 150 años (o más) es poco para la historia humana y también para la historia de la lírica.
Los lectores que se inician (o no se han iniciado) le hacen caso a su oído y a cierta música intuitiva que identifican cuando leen. Si le pides que escriban algo, un simple ejercicio de escritura, con toda seguridad buscarán esa rima silvestre, esa coincidencia sonora como si le cambiáramos la ropa a las palabras: esa rima consonante o asonante sin saber qué es rima asonante o consonante; esas rimas internas o externas que surgen sin haberlas buscado. No existe, en estos casos, un conocimiento sobre métrica española, estudios que incluyan conocimientos sobre medida y ritmo, además de la rima. Me refiero sólo a esta última, a la rima fácil, que aparece en su versión ingenua. Parece ir en la dirección que ofrece el especialista en métrica española, el crítico literario cubano Virgilio López Lemus: «La rima es tanto menos eficaz cuanto más obvia y fácil parece». Y también: «Es débil o pobre la rima en que figura la misma palabra con acepciones distintas». Todo parece indicar que el tipo de rima más popularizada es la que se acerca a estas valoraciones.
Brandol, permíteme una desviación:
Cuando le pides a los no lectores que se centren en la poesía como «género literario», acuden a la memoria, lo que leyeron (poco o nada) en su infancia y juventud escolarizada. A su cabeza vendrán rimas sueltas, pocos nombres propios. Pero lo más seguro es que piensen que la poesía es una fuerza o potencia sin nombre, que está en todos lados, y que además es anónima, hecha por todos. Que esté hecha por todos no está mal, pero no es útil en este momento. Yo de niño y adolescente era un digno «no lector de poesía»; un niño disciplinado en la escuela pero sin biblioteca en casa, sin referentes lectores. Así que, al menos por esta parte, te hablo desde mi experiencia propia.
En la antigüedad, en tradiciones exclusivamente orales, la rima tenía una función mnemotécnica: se sabe que cantaban para no olvidar, para heredar sus historias locales. De ahí, de esas formas de conservación primitivas, seguramente viene el conocimiento intuitivo que los no lectores de poesía siempre traen a colación. Los poetas o los buenos lectores antes fueron lectores incipientes de poesía. Incluso ya con trayectorias más o menos consolidadas, siempre hay un vacío teórico, siempre habrá generaciones o movimientos parcialmente ignorados. Y este es otro «problema» que enfrenta un lector incipiente: qué debo leer, qué debo conocer.
Hay que añadir las formas que tenemos de leer y apreciar la poesía. Si el no lector de poesía piensa que la poesía debe rimar, entonces, ésta se declama o se recita. El poeta, cuando se enfrenta a un auditorio con su propia voz, ¿declama o recita? ¿Aquí cabe la noción de «lectura»? ¿El poeta declama, recita o lee? Yo siempre leo con un poco de énfasis, con un poco de color, digamos, cuando leo poemas en público. Es la misma música que está en mi cabeza cuando leo en voz baja, para mí mismo, en soledad. Presto atención a la sintaxis del poema, al movimiento de los signos de puntuación (cuando los tiene), a las pausas sin grafía explicita, la entonación emocional que le imprimimos. Son algunas consideraciones que quiero dejarte, Brandol, sólo como apuntes de una conversación futura.
Ahora quiero hablarte sobre algo que tiene ver con las competencias de los lectores de poesía, sobre los conocimientos que un lector de poesía «debería» tener. Aquí seré un poco radical: saber qué es una metonimia o un paralelismo no nos permite el acceso a la apreciación poética. Las licencias compositivas (el inventario de figuras o tropos literarios) tienen una presencia casi inevitable en las escuelas y liceos, pero muy pocas utilidades tienen, en el tipo de lector de poesía que buscamos, que tratamos de encontrar aquí. Esto aplica, desde luego, para los lectores noveles en experiencia, no sólo en edad. No se trata de un examen para aprobar una asignatura o de la comprobación de conocimientos. Cuando se es un lector atento, el lenguaje poético se reconoce.
Lo que pretendemos conocer es el tipo de lector que más trascendencia tiene a largo plazo. Un lector menos «estructuralista» y más integral, con eso que tú conoces mejor que yo: un lector con conciencia discursiva. Ya me había tardado en mencionar esta palabra, discurso, utilizada en tantas esferas: la esfera lingüística, la periodística y la política (su forma, vale decir, más degradada y desgraciada en nuestro entorno). A la frase discurso poético quiero añadir, quizás como un sinónimo arbitrario, la frase materia poética. Me interesa que un lector de poesía sepa que, independientemente del poeta y su época, está tratando con una materia lingüística, con un discurso, ya lo he dicho, con alguien (en este caso, un poeta) que quiere comunicarse. Porque comunicarse a través del poema es un tipo de comunicación demarcada con vida y con énfasis artístico: es, como lo expresó T.S. Eliot, un «vehículo del sentir». ¿Para lograr esto los lectores de poesía deben tener acceso a las ciencias del lenguaje? ¿Importan las nociones básicas de lingüística? Es importante en cierto grado: cuando esa forma de conocer, como lo es el poema, llega con suficiente intensidad. Con la lectura de poesía como forma de conocimiento; como epistemología, diría un filósofo, es posible conocer nuestras realidades inmediatas, pensarnos como hablantes más competentes. Es cuestión de actitud, también: «la actitud del filósofo (y del poeta, agrego yo) ante la totalidad de los objetos es una actitud intelectual, una actitud de pensamiento» (J. Hessen, en Teoría del conocimiento). Si la teoría del conocimiento es la pregunta por la verdad del conocimiento, entonces la poesía parece tratar sobre la verdad (o las verdades e incluso las dudas) del pensamiento poético.
Un buen lector de poesía valora, ante todo, desde un pensamiento poético. Es un esfuerzo más en una época actual que olvida pensar en el poema.
Al tratar de relacionar la epistemología con la poesía, me traslado a unas apreciaciones que daba el lingüista y poeta peruano Mario Montalbetti (en «Tres ideas equivocadas sobre el lenguaje»), refiriéndose al objeto de estudio de la lingüística: la lingüística es la única ciencia en la cual el «objeto de estudio» (el lenguaje) es el mismo que el instrumento de investigación utilizado para analizarla (el lenguaje). Así lo dice exactamente Montalbetti: «el objeto de estudio es igual al instrumento que tenemos para analizar el objeto de estudio». Es decir, analizamos (o estudiamos) el lenguaje con lenguaje. Analizamos el objeto de estudio y también los instrumentos. Un doble esfuerzo analítico de movimiento pendular: del objeto de estudio al instrumento y viceversa.
Sobre el discurso, te voy a mencionar una anécdota relacionada con un poeta chileno, Héctor Hernández Montecinos. Coincidimos en 2022 durante una presentación suya en Wilborada 1047, una hermosa librería del norte de Bogotá. Ante la pregunta sobre qué es la poesía y sobre los géneros literarios, el poeta mencionó que sólo existe un género, la ficción, y que de él se desprenden todos los discursos literarios. Esto funciona para él y quizás para mí. Esto se parece mucho al paraguas de la semiótica (en el área de los signos) o de la estética (la pregunta por la belleza en el arte). La poesía como una disciplina de la semiótica, de la estética o incluso de la metafísica o, por qué no, de la ética.
Si de lo que se trata es de recomendar, y seguramente es lo que esperas de mí en esta ocasión, recomiendo la definición de Ezra Pound sobre la imagen y el movimiento imaginista. Él se refería a la propia escritura de los poetas que comulgaban con este movimiento; no obstante, se puede trasladar sin problemas a lo que debería importarle a un lector de poesía de hoy:
«Una imagen presenta un complejo intelectual y emotivo en un instante temporal. No emplees una sola imagen superflua, ni un adjetivo que no sea revelador. Teme a las abstracciones. No repitas en versos mediocres lo que ya se ha dicho en buena prosa. Nada de adornos, en todo caso buenos. No teorices, deja eso para los escritos de ensayistas filosóficos. No describas: recuerda que el pintor puede describir mejor que tú».
A la definición de Ezra Pound agrego ésta de Jorge Guillén, para reforzar la idea del poema como una presencia más arrojada al mundo:
«No partamos de ‹poesía›, término indefinible. Digamos ‹poema› como diríamos ‹cuadro›, ‹estatua›. Todos ellos poseen una cualidad que comienza por tranquilizarnos: son objetos, y objetos que están aquí y ahora, ante nuestras manos, nuestros oídos, nuestros ojos. En realidad, todo es espíritu, aunque indivisible de su cuerpo. Y así, poema es lenguaje. No nos convencería esta proposición al revés. Si el valor estético es inherente a todo lenguaje, no siempre el lenguaje se organiza como poema.»
En los últimos meses me he fijado en otras zonas de la creación poética, en lo que está por debajo y por encima de ella. En lo que la rodea y la sostiene. Un poema importa tanto como una silla. Un poema que encuentra lugar en una silla, a la manera de Reynaldo Pérez Só. El poema amplía su utilidad cuando fortalece otros sectores del pensamiento. Es decir, cuando ya no pensamos en el poema sino que, sencillamente, estamos pensando y ese pensamiento tiene otra forma y otra profundidad. Otra vez la utilidad de la poesía: el poema es una profundidad, una comunicación reforzada, blindada, más duradera. Ese buen lector de poesía, cuando no está leyendo poesía, cuando no está pensando en ningún nombre propio, siente que piensa mejor: siente que piensa más claro y más elegantemente. Piensa en orden. Es importante porque te deja algo, algo que toma forma cuando hablas y mucho antes, cuando piensas primero antes de hablar, cuando no exteriorizas esas palabras porque sabes que puedes herir.
Callar como una forma de pensar: callarse es un lenguaje.
Entre amigos, y a veces en otros eventos, he dicho que me gusta leer teoría poética, es decir, lo que dicen los poetas sobre su proceso creativo, como si estuviera leyendo una obra de ficción. Así leo la prosa de Paul Valéry, la de José Gorostiza, la de Eugenio Montejo y la de Octavio Paz ¿Por qué digo esto? Porque si le preguntas a varios poetas sobre su propio oficio, lo que digan podrá ser atractivo o funcional para ellos y algunos otros autores, pero insuficiente para muchos otros.
El buen lector de poesía no está al comienzo; se va haciendo, va creciendo, tras cada lectura. Implica, desde luego, un trabajo paciente y, lo reitero, entusiasta.
Es obvio que para valorar la poesía hay que leer diversas manifestaciones poéticas. No temerle a lo «difícil» (a lo estimulante, diría Lezama Lima) ni subestimar a los lectores. Empequeñecer la voz para hacernos entender no siempre da buenos resultados. Subestimar la inteligencia de los que recién se sumergen en el lenguaje poético no es aconsejable. Ya estamos en una época lo suficientemente sobresaturada para añadirle otras formas de adormecimiento. Pasearse solamente por los recursos fáciles y engordar los clichés sobre el oficio del poeta (al modo de «todo es verso», «todo es poesía», «todos somos poetas») es una forma de estafa. Se pierde de ese modo la posibilidad del esfuerzo y de la construcción de un lenguaje personalizado. La poesía siempre ha tenido sus complejidades formales y, aunque existan voces diversas, que pueden resultarnos claras u oscuras (con más o menos rugosidades en el discurso), no deja de ser un hecho de importancia que la complejidad no debería ser una excusa para no leer: un poeta como Antonio Machado tiene sus pliegues nítidos y un José Lezama Lima tiene sus pliegues más inaccesibles. De Machado, me interesa cuando habla más de sí mismo y del tiempo («Este hombre no es de ayer ni es de mañana/sino de nunca»); de Lezama Lima, cuando atraviesa la realidad con las posibilidades de la imagen: «Seguro, fajado por Dios, entra el poderoso mulo en el abismo». Te estoy citando estos versos de memoria y pueden ser parcialmente correctos o mal recordados. Esta comunicación no siempre es directa (la poesía nunca es directa, aunque emplee un lenguaje más oral o coloquial); y será más compleja su compresión dependiendo de los estilos y las intenciones del poeta. La sencillez de la poesía es un recurso, cuando se habla en el poema se habla porque no hay otra manera de hablar. La oscuridad o claridad trasciende las épocas: hay épocas de poesía «oscura» y de poesía «clara», hay épocas en las cuales estos adjetivos coexisten y de hecho siempre ha sido de ese modo. Se habla de tradiciones ricas cuando son capaces de alternar o de propiciar la coexistencia de mundos poéticos, de imaginarios que se oponen: la brevedad y el canto en la misma mesa. Aquí cito, por ejemplo, los grandes ejemplos de la poesía peruana a partir de César Vallejo y los grandes ejemplos de José Watanabe, Carlos German Belli o Blanca Varela. O entre nosotros, en Venezuela, si nos quedamos en la generación del 18, con Salustio González Rincones, José Antonio Ramos Sucre y Fernando Paz Castillo, tres universos muy diferenciados. Cualquier comunicación exige esmero, y en el caso de la lectura de poesía, leer con atención significa saber que en el poema hallamos una comunicación especial y especializada. Una comunicación que ha superado la utilidad transaccional de las palabras, una comunicación arcaica (que lo es) que vive entre nosotros, todavía, resucitada; que vive porque tiene una utilidad restringida y que escapa de una forma de promover la lectura demagógica.
Aprovecho para mencionarte a una de las poetas admiradas de Geraudí: Hanni Ossott. Tomo este párrafo de su libro Cómo leer la poesía: «El lector de poesía debe ser ante todo un lector humilde, pasivo, receptor de riqueza. Por una rara conjunción, el lector tiene que tener la edad del poeta; no la edad cronológica, sino la edad mental, anímica, psíquica».
Concuerdo con casi todo lo que dice Hanni, menos con lo de lector «pasivo».
Una cosa destacable: un poema, casi siempre, es parcialmente comprendido. Y es mejor no tensar esa cuerda por simple capricho de comprensión lectora. En esa aparente «incomprensión», queda un espacio en blanco que estimula la creatividad posterior en los lectores.
No quiero olvidar otro aspecto importante para los lectores de poesía y que también tiene que ver con lo que te he comentado hasta ahora: cuando se analiza un poema en bachillerato o la universidad, supongamos, un análisis métrico o el contexto histórico del poeta, estamos entrenando, en menor escala, una labor de análisis y de crítica literaria. Y la crítica literaria es posterior a la creación del poema. Todo análisis es posterior a la creación; es recepción, entra en el renglón de los estudios post lecturas. Si analizamos de este modo el poema, estamos analizando un organismo fragmentado y no un cuerpo que vive. Mejor dicho: el poema vive porque lo leemos con cierta “ingenuidad”, con la mente en blanco, sin el prejuicio del castigo o la aprobación.
Conocer la anatomía del poema no siempre nos lleva a su respiración.
Parece que me estoy contradiciendo, ¿no?
Antes, mencioné la importancia de leer, y ahora te hablo de ingenuidad. Me explico: lo que te intento decir es que, mientras «sucede» la lectura del poema, no deberíamos pensar en teorías ni métodos de análisis. Así no se lee sensiblemente un poema. Es una lectura «sensible» porque hay un testimonio autobiográfico (ético, estético, político y social), porque hay una invención en el lenguaje que se reanima con la lectura. Algo debe inventarse: algo debe ser viejo y nuevo en el poema. Ser todo viejo, sin añadir nada, es trabajar con granito y con material fúnebre; tampoco es rentable los que quieren ser nuevos sin los andamios de la tradición (no toda la tradición sino aquella tradición asimilada, conocida, mejor leída). No saber nada es tan desaconsejable como querer saber todo. Mary Shelley lo ratifica así: «La invención –debe admitirse humildemente– no consiste en la creación a partir de la nada, sino en la creación a partir del caos».
Y yo elijo el caos, ese caos creativo, como lo proyecta la autora de Frankenstein.
Otra cosa, antes de que se me olvide:
En algún momento, cada nuevo lector de poesía se inclinará por un «tipo» de poesía. Y eso también se respeta. Forma parte de su criterio como lector: una vez que ha leído varias propuestas, que se ha movido por zonas oscuras o claras, es momento de decidir. Es en ese momento cuando aparece la pregunta, una pregunta que no siempre es enfática o explícita: ¿qué tipo de poesía voy a leer de aquí en adelante? ¿Cuáles serán mis poetas favoritos? Saber elegir es un paso más hacia la consolidación de los gustos literarios. Se buscará toda la obra de aquel autor o autora que nos apasiona, las biografías, los estudios críticos, las entrevistas, las fotografías, los videos… Es aquí donde nacen las devociones.
Creo que no es suficiente todo esto que digo y trataré de ir un poco más allá. Sería una segunda digresión. Hablaré del goce como una competencia. Si intentara salir del paso, diría que «goce», goce estético, es uno de los objetivos o refinamientos que un buen lector de poesía busca. Yo me inclino por un goce exigente que se logra con esfuerzo: el trabajo debe ir en la paulatina formación de lectores atentos a las complejidades de la poesía.
«Tienes que sentir el poema», nos han dicho, como una amenaza. No se puede obligar a sentir un poema sin estar preparados. Quien nos da unas llaves de una moto o nos empuja a una piscina olímpica sin saber manejar o nadar, es doblemente irresponsable. Se nos pide sentir: debes sentir el poema, porque el poema es el lugar legítimo de la emoción. Es el único lugar, de entre todos los discursos, donde se aloja el sentir. Y se nos pide que lo sintamos sin lubricación: siente el poema, dicen. Pero no pensamos en el poema ni nos han enseñado a sentir el poema. Por eso la mala fama: es un mal poema porque no me «trasmite», porque no me da vibra, porque no me mueve. Hay que aprender a moverse, entonces. Gozo de algo porque conozco. El goce estético no es un goce con analfabetismo: es un goce formado, educado.
¿Cuántas veces hemos escuchado un elogio por los buenos lectores de poesía? Todos podemos llegar a ser buenos lectores de poesía. El buen lector de poesía no está al comienzo; se va haciendo, va creciendo, tras cada lectura. Implica, desde luego, un trabajo paciente y, lo reitero, entusiasta. «…que el lector sea un artista», dejó escrito José Asunción Silva.
©Trópico Absoluto
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Este texto fue leído durante la VII Jornada de Lingüística “¿Y si leemos textos literarios? Competencias lingüísticas para leer narrativa, minificción y poesía”, en el marco de la 21 Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo (FILUC, Valencia, Venezuela, sábado 26 de octubre de 2024).
Néstor Mendoza (Maracay, Venezuela, 1985). Graduado en educación, con especialidad en Lengua y Literatura (Universidad de Carabobo). Cursó estudios de posgrado en la Maestría de Literatura Latinoamericana (UPEL). Es autor de los poemarios Andamios (2012); Pasajero (2015); Ojiva (2019), este último traducido al alemán (Sprengkopf, 2020), francés (Ogive, 2023) e inglés (Warhead, 2024). Le siguen Dípticos (2020) y Paciencia mineral (2023). En 2022 publicó Alfabeto de humo. Ensayos sobre poesía venezolana. Ha preparado antologías de poesía venezolana (Tiempos grotescos, UNAM, 2015, junto a Diosce Martínez) y poesía colombiana (Nos siguen pegando abajo, LP5 Editora, 2020, junto a Gladys Mendía). Forma parte del consejo de redacción de la revista Poesía (poesia.uc.edu.ve) y del equipo editorial de Latin American Literature Today. Actualmente cursa el Diplomado en Filosofía (FACE, UC, 2024). Editor, junto a Geraudí González Olivares, de El Taller Blanco Ediciones. Vive en Cali.
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Acertada apreciación sobre la lectura y los lectores de poesía. Maravilloso ensayo.