/ Literatura

«La historia más que un bello bosque es un bosque sangrante». Una conversación con Elisa Lerner

Esta conversación entre los escritores Arturo Gutiérrez Plaza y Elisa Lerner se realizó entre el 5 de septiembre de 2023 y el 18 de enero de 2024, por medio de correos electrónicos y mensajes de voz. Fue publicada íntegramente en Inti, Revista de Literatura Hispánica y Transatlántica (Nro. 99-100, otoño-primavera 2024) y una versión reducida en el número 24 de Latin American Literature Today, en marzo del mismo año. Pocas semanas atrás, Gutiérrez Plaza había hablado con Lerner sobre la posibilidad de presentarla a Trópico Absoluto, a fin de darla a conocer de un modo más amplio a los lectores venezolanos. A ella le gustó la idea y estuvo de acuerdo. La triste y reciente noticia de su fallecimiento nos ha impulsado a hacer efectivo su deseo.

Elisa Lerner retratada por Vasco Szinetar. c. 1988.

Arturo Gutiérrez Plaza: Elisa, eres una escritora y ciudadana venezolana, hija de una familia judía de origen rumano, como tantas otras que llegaron a ese país petrolero al norte de Suramérica a lo largo del siglo XX huyendo de una Europa signada por conflictos y amenazas. Por favor, háblanos de tu relación con esa Venezuela en la que naciste, y que siempre ha estado tan presente en tu obra.

Elisa Lerner: Leo actualmente en El corazón del daño de María Negroni, una frase que me llama mucho la atención: «La literatura es una forma del rencor». Es posible que así sea. Siendo una muy joven, pensé que la literatura era una versión muy sutil de venganza contra la maldad del mundo. Sin embargo, me detengo en la palabra rencor. En el país de mi infancia, por supuesto, había grandes desigualdades sociales. Sin embargo, no había rencor. Al contrario, era un país con ilusión, quería recomponerse de los oscuros años del gomecismo y, también, no lo olvidemos, de los tan inclementes del castrismo. Con la muerte del llamado Benemérito, qué ilusos hemos sido, creímos haber enterrado la barbarie. Mientras, en Europa, la bella Europa, la sabia Europa, la de enormes escritores como Thomas Mann, comenzaba, quién lo creería, a acentuarse el más nefasto e increíble de los totalitarismos. En el gran país de la música y de la filosofía, en la vecindad de bosques preciosos de abedules, calladamente, se habían iniciado a construir los primeros campos de concentración para los disidentes, para los judíos a quienes discriminaban como foráneos aunque llevaran siglos de vida en Europa. En España había comenzado la implacable carnicería de una guerra civil que no llevó a nada bueno. En la Italia de Mussolini arreciaron las leyes racistas y, las torturas físicas contra los valientes opositores, por ejemplo, el marido de la escritora Natalia Ginzburg, fueron de una saña que llevaron a un final sangriento.

Aquí, en Caracas, nosotros, vivíamos en el paraíso. No lo sabíamos. El paraíso, en ocasiones, es modesto. Pero, cuánta ventura puede dar. Dentro de nuestro pequeño paraíso puede haber algún estremecimiento, alguna contrariedad, una pena. No estamos dentro de las distracciones del limbo, pero la felicidad puede ser una honrada baza para el corazón.

En la Caracas de mi infancia vi en las calles hombres de pies sufridos calzados pobremente por alpargatas. Hice la primaria en una escuela pública federal de la parroquia, entonces tan en auge, de Santa Teresa. Casi todas las alumnas eran lo que Antonia Palacios llama en su preciosa novela, «niñas decentes». Quizá alguna que otra acomodada. La mayoría, pertenecientes a una clase media todavía muy en ciernes, lindante con la pobreza. Lo doloroso es que algunas chiquillas, casi siempre graciosas pero oscuras de piel, al dejar el tercer grado no volvían a la escuela. Nadie lo comentaba, mas ahí vi una primera dolorosísima discriminación. Se trataba de una escuela laica, las maestras del cuarto y del sexto grado, maravillosas enseñantes, no mostraban mayor devoción religiosa. La directora que paría casi anualmente un bebé antes del comienzo de las clases matutinas, también de las vespertinas, rezaba el Padre Nuestro. El mes de mayo, dedicado a la Virgen María, se rezaba el Rosario en el descuidado jardín donde una tierra casi negra, oscura, imploraba la sonrisa de una flor, la piedad de un jardinero.

Mayo, durante mi infancia, era un mes para la lluvia. Recuerdo un cielo de nubes grises, como si las nubes fuesen empedernidas fumadoras. Justa coincidencia. Comenzaba una lluvia tonante al momento del inicio de los rezos. Nunca nadie me preguntó por qué no rezaba, porqué me apellidaba Lerner y no, por ejemplo, González o Rodríguez. En suma, nunca fui discriminada. No fui una foránea. Lo mismo me sucedió en la escuela secundaria. Y, desde luego, en la Universidad Central. En suma, yo diría que la señal más significativa del país fue el talante plural de los venezolanos, un talante espontáneo, liberal que venía desde muy adentro. Lucho Villalba, el director del liceo Fermín Toro en mis dos primeros años, tuvo la elegancia moral de no dar explicaciones que creyó innecesarias acerca de su cojera, resultado de ocho o nueve años de grillos en La Rotunda.

Ya lo he dicho en alguna parte. No estoy segura de que viviéramos propiamente una democracia, pero, cada vez más, adivinábamos, un rostro moderno para el país. En eso ayudó la radio. La radio era formidable. La mujer venezolana, muy combativa. Sin mayores estudios académicos una muy joven Ida Gramcko y una ilustrada Elba Arráiz se estrenan como reporteras al inicio de El Nacional. Y, nada para envidiar a las periodistas españolas del momento.

Todavía había casas de vecindad. Pero la casa de vecindad pudo estar al lado de una de gente acomodada. Y, ofrecer los más favorecidos trabajos, como el lavado y planchado de ropa a domicilio.

El cine, desde luego, fue una gloria y, cualquier representación teatral. Para entonces, como la urbanización en regla era El Paraíso, no recuerdo a Caracas como una ciudad verde, un tapizado verde más oscuro lo recuerdo de mis tres primeros añitos en Valencia donde nací. Sorprendo un cañaveral en San Bernardino, casi al final de mi infancia, cuando se están construyendo las primeras casas en la urbanización. Y, El Ávila apenas era una borrosa mancha malva cuando nos aproximábamos al Teatro Ayacucho.

Sin embargo, nuestra mayor dicha era pasar frente al portal del diario El Nacional. Una noche, de la mano de mi padre, cerca de las siete de la tarde, tropezamos con Sofía Imber, muy cercana a la familia, y al Guillo Meneses, ambos muy sonrientes. Cómo me hubiera gustado estar con ellos mientras Meneses entregaba su ingeniosa columna diaria. ¡Qué inmenso aprendizaje hubiera sido para una!

Sí, esto fue parte del paraíso de mi infancia, que en su modestia me hizo tan feliz.

Elisa Lerner retratada por Martha Viaña. 2023

Ahora que nos has hablado de esa Venezuela de tu infancia y adolescencia, y de esas mujeres admirables y combativas que conociste en diversos ámbitos, entre ellos el del periodismo reporteril, en el cual tú también te iniciaste, coméntanos, por favor, otro episodio de singular y capital importancia en tu vida. Me refiero a tu participación en el grupo literario Sardio, cuando tenías veinticuatro años. ¿Cómo te integraste a ese grupo, en el que fuiste la única mujer y en el que compartiste tus inquietudes literarias con escritores como Guillermo Sucre, Adriano González León, Salvador Garmendia, Rodolfo Izaguirre, Luis García Morales, entre otros, quienes como tú forman parte imprescindible de la historia de la literatura venezolana? ¿Cómo ponderas, en este momento de tu vida, el legado de esa experiencia?

Al igual que los demás me inicio en el grupo lentamente. Diría que para Guillermo, Adriano, Salvador, Rodolfo, Luis, comienza Sardio en nuestro corazón a la caída de la presidencia de Gallegos. Entonces no nos conocíamos. Rodolfo y servidora estudiábamos en el mismo liceo, pero no éramos amigos. Sardio surge de largos intervalos, torpes andaduras, andaduras a ciegas, la historia nos había robado las babuchas de oro de los gnomos para comenzar más temprano. Pero, ya se sabe con las dictaduras. Se precipitan a cortar la flor, para que no aparezca el jardín.

El azar me hace conocer a Adriano en un pasillo del liceo Fermín Toro. Yo tengo dieciséis añitos, él es un joven escritor de diecisiete años. Viaja desde su remota provincia andina para hacer el preuniversitario en Filosofía y Letras. Me muestra un precioso artículo que ha escrito para El Nacional. El coincide en el salón con otro joven poeta provinciano, Luis García Morales, que viene de Ciudad Bolívar, y con Rodolfo Izaguirre, de pura cepa caraqueña. Yo no duro sola en el otro salón, termino el preuniversitario en el Liceo de Aplicación, he sido presentada a García Morales, mi amistad con Adriano continúa. Un día a las puertas de la Biblioteca Nacional me presenta a Juan Sánchez Peláez. Juan acepta de inmediato la amistad de la joven liceísta. Le anuncia que en el próximo número del Papel Literario de El Nacional aparecerán unos poemas de su primer libro. Quedo deslumbrada. ¿Qué había leído yo aparte de Una temporada en el infierno en una edición deteriorada que me había prestado Adriano? Había leído a Neruda. Algo de Vallejo que, por momentos, se me hacía difícil. Y, por supuesto, Mi padre, el inmigrante de Gerbasi. Sardio no fue solo la sorpresa singular ante el fulgor literario. Sardio surgió de nuestras tempranas soledades, de precariedades de todo orden y debo expresarlo, de nuevo, una respuesta ética ante las sombras espirituales del país dentro de la luz de las autopistas. En medio de los diez años de dictadura, Adriano entre trancas y retrancas, sin duda, fue el líder, el aglutinador, el seleccionador del grupo. Algo que nos anima, a través de duros presidios y exilios para un Guillermo Sucre muy joven, también presidios y exilios para Rodolfo Izaguirre, algún ocasional arresto para Garmendia y para García Morales, un interrogatorio que me hace Pedro Estrada y que parece escrito como por Bulgakov en El maestro y Margarita, la publicación de Las hogueras más altas de Adriano González (uno de cuyos ejemplares mantiene estratégicamente colocado en su monumental escritorio el Máximo Interrogador del régimen) constituye un júbilo, una radiante alegría. En tiempos aciagos, Adriano con la edición de su primer libro nos enseñó, antes de que de verdad pusiéramos empeño en el oficio, a ser escritores.

En Sardio, incluso sus prosistas más relevantes están iluminados por el ramalazo de la poesía. Al unísono, era gente por demás lectora. Sin embargo, no estaba tan en boga lo que yo llamaría la orgía cultural en las páginas de los escritores. Eran más secretos. Habían conocido, como cualquier Oliver Twist, la orfandad, la pobreza extrema, la incomprensión. Sin embargo, como en pocos, el lenguaje, la imaginación fueron su lujo, un lujo que repartieron a manos llenas en sus libros. Un lujo que todavía hace de nuestro país una tierra de la inteligencia, de la sensibilidad y del porvenir.

En mi casa no se hablaba el idioma del país sino ese del teatro en yidis que tanto entretenía a Franz Kafka y que, por otra parte, nunca llegué a dominar. Solo mi hermana memorizaba en alta voz poemas de Rubén Darío, Antonio Machado, García Lorca y las poetas del sur.

¿Lo supieron a tiempo mis compañeros de Sardio? Mis amigos tenían la delicadeza y discreción principescas de no mencionar los desamparos privados. Lo que había que hacer era celebrar la poesía, la bella prosa y, en eso he estado, mientras tenga fuerzas, tratando de ser la escritora que vieron en mí. Quizá con excesiva generosidad y anticipación, antes que muchas de mis cuartillas estuviesen escritas.

Foto: Martha Viaña. 2019

Perteneces a una generación de prosistas, como acabas de señalar, que fueron cercanos a muchos poetas y también asiduos lectores de poesía. Esa, que fue una práctica muy frecuente en los narradores hispanoamericanos hasta finales del siglo XX, me parece que ha quedado un poco en desuso. Al parecer, a pocos narradores jóvenes les interesa la poesía. Eso, tal vez, nos habla también de una concepción distinta del trabajo de lenguaje que exige la prosa. Faulkner afirmaba lo siguiente: «Yo quería ser poeta; descubrí muy pronto que no podía ser un buen poeta, así que probé con algo en lo que pudiera ser un poco mejor. Me veo como un poeta fracasado». Como extraordinaria prosista que eres, háblanos, por favor, de tu relación con la poesía y de tu percepción, en general, de la naturaleza del diálogo entre narradores y poetas.

Creo que la trama por excelencia en un libro es el lenguaje. Incluso es una buena trama verbal la que construye las páginas. ¿A qué llamo una buena trama verbal? Claro está, esa iluminada por la luz tan personal de la poesía. Algo que es como un canto verbal. Una página a la que alegran más las imágenes, la metáfora, el ingenio en el lenguaje, que lo que puede haber de relativo en la peripecia contada. Aunque no siempre, por desgracia, podemos desvincularnos de la peripecia. No estamos en la ignorancia que la historia más que un bello bosque es un bosque sangrante.

Una novela puede parecernos casi prescindible si no la acompaña la música verbal. Si tengo alguna apuesta, es por el juego de un ajedrez del lenguaje. Si hay suerte, partimos de esas piezas incompletas casi siempre, originadas en la nocturnidad de los sueños y a las que ambicionamos darles algún orden o destino a través de la escritura. O que también procuramos establecer mediante esa otra densa nocturnidad, aunque sea pleno día, que es la soledad. Incluso en muchas ocasiones la soledad es dadivosa con nosotros para que, en medio de lo prosaico y doloroso que tiene la vida, si somos en algo fieles con Ella, con la soledad, el Hada de la poesía, salude y aligere la página de nuestra escritura.

Por supuesto, hay escritores que dan felicidad al contar una historia donde, mayormente, el donaire de las palabras, lo imaginativo en las combinaciones está bastante ausente. Al contrario, desde el primer momento, una ha querido contar con la añoranza de la poesía. Si posible, ojalá esté establecido en la callada aria de una página bien escrita. Porque la poesía, sus matices de delicadísima esencia, a nuestro modo de ver, son la filarmónica de la página del escritor que queremos leer.

Cuando comenzamos a escribir, quizá para nuestra fortuna, no había tantas editoriales en auge dadas a publicar libros que aseguren un éxito de venta inmediato. Lo que nos permitió ser bastante libérrimos en lo que leímos. Eso, desde luego, fue bueno para nosotros, la literatura nos haría felices pero no nos sacaría de la pobreza. No nos llevaría a prosperidad alguna. Fuimos jóvenes estrictamente literarios. Acaso influidos por editoriales argentinas donde Jorge Luis Borges o Victoria Ocampo tuvieron mucho que decir. Hoy el Instagram, todos lo sabemos, da alternativas acaso más triunfales para la prosa, pero quizá más triviales. Sin embargo, querámoslo o no es un espejo ineludible de nuestro tiempo. No solo repite, en hombres y en mujeres, el monólogo banal de la Madrastra de Blancanieves. Para sorpresa nuestra, encontramos de pronto exquisiteces como las que ofrece en una prosa de bellezas Marina Gasparini.

Estoy por creer que, detrás de la cuartilla de un buen prosador, alumbra «el sol negro» en la estrofa de un poema de Paul Celan.

Un breve pero muy sustancioso ensayo de Eugenio Montejo sobre tu prosa comienza así: «La escritura de Elisa Lerner parece estar guiada por un ojo que, sin distraerse propiamente de ver, se muestra destinado sobre todo a oír». Esa penetrante aseveración de ese gran poeta y ensayista venezolano, que fue tan cercano a ti, se complementa líneas más abajo con otra afirmación: «el hábito de un esmero minucioso vigila cada una de sus páginas, sin dejar de echar mano oportunamente a la ironía, la metáfora impredecible, el guiño de la ternura, así como al humor y el ingenio más finos, todo ello, como ya he dicho, armonizado por el dominio de un ojo que ha aprendido atentamente a oír». Yo diría que dicha armonía es una de las características más singulares de tu prosa, y diría que ese ojo que la vigila es, sobre todo, un ojo imaginante y pensante, una especie de aguja que escucha sin dejar de ver y que escribe como quien teje un colorido tapiz de variados tonos, hilvanado por proliferantes e inusitados símiles y metáforas, siempre dentro de las coordenadas de un calculado equilibrio. Me resulta curiosa la reflexión que haces de que concibes tu escritura como «el juego de un ajedrez del lenguaje», pues no solo apunta en dirección de lo dicho, sino que además remite también a la concepción que tenía Montejo de la poesía, como «un melodioso ajedrez», con el añadido de que es uno «que jugamos con Dios en solitario». ¿Qué piensas de esas apreciaciones sobre tu escritura? En tu caso, ¿en esa soledad, de la que nos has hablado, tiene asidero algún Dios?

¡Qué preciosa pregunta! Preciosa de verdad, pero ardua también, sin duda, como las anteriores. Cuando un poeta es el que pregunta, una quisiera pedirles a los astros una poquita de su luz, en todo caso, a sus embajadores vicarios en la tierra, no otros que los poetas. Además, preguntas de exagerada generosidad hacia una modesta prosadora. Con esto quiero, de paso, rendirle un pequeñito homenaje a nuestro enorme poeta Eugenio Montejo. Eugenio, como antes Ramos Sucre, fue un genio del verbo, de la más bella poesía. Solo que nos entretiene demasiado el dolor ocasionado en nuestras tierras, también en otras, por los tiranos. Y no nos consolamos lo suficiente con la belleza. Y la mayor belleza, para el corazón sensible, acaso está de más añadir, que es el diamante del poema.

No recordaba para ese momento que respondí la anterior interrogante y dije lo «de un juego de ajedrez con el lenguaje». Creo, para mi felicidad, que mucha de la poesía de Montejo está dentro de mí y, con el paso del tiempo, una acaso adquiere una manera enigmática y personal de recordar. Recordemos que el agua de la memoria, la de los tiempos, es impaciente y no siempre es la misma.

Elisa Lerner retratada por Martha Viaña. 2023

Pero también el ajedrez está en mí. Claro está, no porque lo conozca ni mucho lo domine, qué más quisiera, sino porque de pequeña tengo un recuerdo de un par de judíos silenciosos cavilando ante una pequeña mesa de ese juego en combinaciones que tardaban un tiempo interminable, sin fin. Aparentemente el ajedrez es un juego de salón. Sin embargo, llegué a convencerme que era un combate civilizado cuyo objeto era solo pensar. Cada pieza movida en la pequeña mesa es el resultado de una lenta cavilación, de una apuesta muy honda de la inteligencia. Creo que, de algún modo, pasa lo mismo con la página de la escritura; una cambia una palabra, un párrafo, incluso más de un folio, casi siempre a la manera tan reflexiva y silente de los jugadores de ajedrez.

Solo que en el ajedrez de los escritores viene la soledad en su auxilio. Y ¿qué es la soledad paciente del poeta y del escritor sino una voz? Una voz que regala un lenguaje, personajes, imágenes, poemas. Y esa voz que escuchamos arrobados, con nuestro lapicillo para escribir encendido como un pequeño fuego, ¿no es «el juego con Dios en solitario» de la bellísima sentencia de Eugenio. Sí, yo creo a pies juntillas que en el silencio de los poetas y de los grandes escritores está la dicción de Dios. Por eso en un poema de bellezas encuentro el fervor de un rezo.

Sin embargo, me asalta una duda tremenda: ¿por qué el silencio de Dios cuándo hay tanto dolor en el mundo? Ese silencio del que se quejaba Elie Wiesel, cronista por excelencia del Holocausto y una de sus víctimas. Muchos tuvieron presto el corazón para escuchar, pero Dios no dejó oír su voz. Sabemos que los tiranos y los déspotas no malgastan un tiempo de soledad sino para escucharse a sí mismos. Es nuestro gran sufrimiento, la inconstancia para oír la voz de Dios más a menudo. ¿Acaso somos demasiado ambiciosos en medio de nuestro precario destino? No lo digo por mí, porque lo tengo dicho; en medio de la vasta soledad he creído escuchar uno de sus murmullos. Lástima que siendo ya una «Old Lady», tengo el oído un poco maltrecho. Sin embargo, mientras me llega una frase, engañosamente, creo oír una cancioncilla. No en vano, el gran poeta Eugenio Montejo escribió sobre «un melodioso ajedrez».

La escritura, aunque no sé tejer, para una, también, es como completar un tejido con endeble estambre que, de pronto, se enreda, se rompe su débil hilado, vuelta a comenzar. Cuando me interrumpen inopinadamente el hilo queda huérfano, sin frase, se ha perdido a mitad de camino como un gnomo al que, a través del sendero, se le han destrozado las babuchas.

Al leer cualquiera de tus textos, uno siente que, en efecto, como afirmas más arriba, «las imágenes, la metáfora [y] el ingenio en el lenguaje», que con frecuencia se expresa mediante la ironía y el humor, son los pilares sobre los que se sostiene el entramado de tu escritura, independientemente del género que estés cultivando, entre los cuales, como sabemos, están: la crónica, el teatro, el cuento, la novela y, más recientemente, la escritura propiamente aforística. Ese es un rasgo que singulariza, me parece, de modo evidente el conjunto de tu obra. Ahora bien, más allá de un primer plano, que podríamos llamar meramente retórico, ¿encuentras en esos usos verbales vías para rescatar, descubrir o poner de relieve percepciones, intuiciones o, digámoslo de otro modo, verdades profundas que están en ti y que sin esas formas de exploración en la lengua tú misma desconocerías?

El mundo interior es una página borrosa, muchas veces la desconocemos hasta el arduo momento en que decidimos, en lo posible, ponerla en limpio. De igual manera muchos de nuestros sueños son trabajos oscuros en los que nos ejercitamos mientras dormimos. Y, que luego, sin que lo sepamos de inmediato, pueden servir de alimento a la página del escritor.

La escritura se origina de una mirada al mundo, a su belleza y, en más ocasiones de lo que querríamos, de un vínculo demasiado estrecho con lo que es dolor, inclemencia, injusticia. También está la alta luz que nos proporcionan los libros, algún viaje, algún nuevo idioma. Pero, finalmente, lo que intentamos escribir creo que, en la mayoría de los casos, proviene del desconocimiento de nosotros mismos, de esa página desleída que ya he mencionado, de lo que puede resultar de ese museo tan fugitivo, tan volandero, tan imperfecto de nuestros sueños. Creo que, de igual manera, influyen raras herencias. Aludes a un probable humor en mi escritura. Cierto, el humor no solo ha estado en mi familia. Es tema casi siempre en la estirpe judía. Por siglos, imagino, una baza risueña contra el desconsuelo, la pobreza, una poco salubre intolerancia. No me extraña, para nada, que mezclado a los sollozos como de un flaco galgo, en el campo de exterminio, más de un judío haya saludado la última primavera que le tocara vivir para darse ánimos, riendo un poco a escondidas al recordar un chiste oído al rescoldo del hogar. En los folios del escritor, en el diamante de un poema de seguro todos esos factores campean como en las combinaciones asombrosas de un admirable barman literario. En suma, creo que el escritor, el poeta, fabrican una adivinanza paciente de las palabras por escribir en una página que, al comienzo, se les presenta borrascosa. Sabemos tan poco de nosotros mismos que se nos hace necesario escribir.

Foto: Martha Viaña. 2019

En el cuento «Las amigas de mi papá» nos encontramos con una niña que acompaña a su padre a visitar a sus amigas en un recorrido sabatino, que parece ser parte de un asentado ritual, por distintas calles y comercios de esa ciudad íntima, cotidiana y familiar. En cada uno de esos personajes, la niña verifica el afecto que se tienen, el cual nunca está exento de cierta complicidad. Hacia el final la niña enuncia una especie de confesión en la que se refiere a su «amante», del cual dice adorar «la exquisitez de sus modales, la excelsa higiene de su cuerpo rociado con agua de colonia Loëwe». En el último párrafo esa devoción se consolida, además, con la de las amigas, al afirmar: «el amor que le ofrecemos Lydia, Amelia, Berta, Olinda y Susana».

Es curioso que al inicio de esta conversación aludiste a un recuerdo en el que una noche «de la mano de tu padre» se tropezaron con Sofía Imber y Guillermo Meneses. Háblanos de esa relación, tan especial y próxima que tuviste con tu padre. ¿Qué tanto te has sentido conducida por esa mano a lo largo de tu vida? Al preguntarte esto no puedo dejar de recordar a otra gran amiga nuestra y extraordinaria escritora, Victoria de Stefano, quien también confesaba una gran empatía con su padre, situación que en su mundo ficcional podemos encontrar, también, en algunos de sus personajes y particularmente en su novela Pedir demasiado.

En «Las amigas de papá» el hombre al que alude la narradora, casi al final del relato, el que rocía su cuerpo con agua de colonia Loewe, marca por cierto muy española, es alguien que ha tenido un reciente accidente, que lo deja temporalmente baldado y con el que quizá la narradora mantiene algún vínculo amoroso. El accidente de este hombre cercano le hace recordar a la narradora algún episodio, también amoroso de su infancia. Por ejemplo, los paseos sabatinos, matutinos, que solía hacer en la compañía de su progenitor.

Mi padre murió relativamente temprano, a los sesenta y tres años de una enfermedad que le hizo sufrir mucho, una enfermedad muy penosa que empañó mi juventud y llena de brumas incluso la claridad de un cristal de Bohemia.

En primer lugar, mi padre era un hombre de familia. No se lo podía concebir sin una esposa a la que le rindiera muy honrada pleitesía del corazón. Eso es explicable. Mi madre era la clásica judía centroeuropea, en principio la austríaca, la que clamaba por todo lo que había perdido con el derrumbe del imperio austrohúngaro. Mi padre es alguien de una Europa más al este, como casi sacado de una nostálgica página de Bashevis Singer. ¿Por qué enfatizo que mi padre era un hombre al que se le hacía imprescindible una esposa? No solo porque de esa manera se formaba un hogar. Siendo ambos judíos, el hogar era el país que reemplaza de alguna manera lo que habría dado lugar a un exilio de más de 5.000 años. Pongamos por caso, ¿por qué a Kafka lo aflige, lo aturde su soltería y se consuela en no casarse, para proteger su nocturnidad de fantasías literarias, escribiéndole cartas que podrían tomarse como de intención conyugal a su novia berlinesa Felice Bauer? Porque, llegado el tiempo, un hombre judío debe formar hogar con la mujer amada y de ese modo hacer menos doloroso un exilio milenario.

La vida de mis padres no estuvo excepta de muchos pesares; sin embargo, algo irradiaba en ellos que los hacía seguir hacia los hechizos del porvenir. A base de muchos sacrificios, también ilusiones, tuvieron una luminosa cabaña donde cobijarse del áspero sendero.

Mi padre es alguien que siempre estuvo acompañado de una graciosa esposa, que alguna vez sucumbió en plena buena edad a una enfermedad casi siempre mortal, pero que era inteligente, empeñosa, que le dio inmenso apoyo para seguir adelante. Por otro lado, mi padre Noich Lerner, «el musiú», como se aludía a él con tierno respeto en la calle relativamente popular donde transcurrió mi infancia, era un hombre creyente. En su caso creer en Dios no era solo tema de muy larga tradición, sino de creencia en un destino para que a los judíos no se les maltratara tanto en Europa, no siguieran siendo los foráneos del mundo y, sensatamente como todos los pueblos, tuvieran tierra propia. En la tarde noche de los viernes siempre cumplía con el ritual de la sinagoga, regresaba a casa con una leve alegría. En honor a Dios, él tan sobrio, se habría tomado una copita de vino. Acaso Dios mismo le había colocado adecuadamente el taled que se habría deslizado un poco, mientras en el rezo, el cuerpo iba de un lado a otro en la búsqueda divina.

El antisemitismo en la Europa del este habría dado muy pocas oportunidades a los judíos para estudios superiores. Apenas habían llegado a Caracas un par de químicos, unos pocos excelentes relojeros y joyeros, algún que otro optometrista, estos casi todos provenientes de la antigua Bucovina. Los rumanos de la Besarabia vinieron solo con una mano adelante y otra atrás, la fuerza de la juventud y grandes ambiciones de salir de la pobreza. Casi todos, astutos, con habilidad para el comercio, porque el comercio es casi lo único que se les había permitido en plazas poco placenteras.

Mi padre era un poco distinto. Le costó algo admitir que lo suyo no era el comercio. Mi padre era un artista autodidacta y, al unísono, un artesano sensible. Tenía las manos muy dotadas de un cincelador, de un grabador. La marquetería se le daba bien, pero no prosperó demasiado en este negocio, solo hizo amistades. Sin embargo, de sus trazas de cincelador, de grabador de talento, quedan en numerosas lápidas del antiguo cementerio israelita las letras que paciente y, concienzudamente, grabó mayormente en las arduas letras del hebreo con un pequeño colofón en español. Fue por años el cantor de la antigua sinagoga asquenazí para el ritual del Kol Nidre, el canto que antecede al Día del Perdón para los judíos. ¿Cómo mi padre en el gueto que nos muestra Charles Chaplin en El gran dictador, en la pequeña comarca judía había desarrollado ese talento para un canto que requiere de tanto vigor y disciplina, la tonalidad de un barítono para una ópera exigente? Nunca lo sabré. Amaba todo tipo de canción. Iba al cine para escuchar los dúos de Jeannette McDonald y Nelson Eddy. Un día de mi infancia lo recuerdo, sonriente en un cine de San Juan, a la espera del resto de la familia, íbamos a escuchar en una película los tarareos de Deanna Durbin. Tengo un recuerdo más temprano. Vamos, yo de la mano de mi padre, ambos felices, por la Plaza Bolívar, a esa hora solitaria, porque acabamos de ver en el Teatro Principal el espectáculo de un baile de cosacos. Yo no tendría más de cinco años. Fue mi padre el que me aficionó al arte de la comedia viendo en unos aparatitos, entonces de moda, frente a la Plaza Miranda, donde presentaban el cine mudo de Chaplin. Antes de ir a la escuela, de la mano de mi padre me recuerdo, yendo a ese zoológico desquiciado que hay en el circo o a ver a Paulina Singerman actuando con su compañía teatral en el Teatro Municipal.

Aquí, en Caracas, nosotros, vivíamos en el paraíso. No lo sabíamos. El paraíso, en ocasiones, es modesto. Pero, cuánta ventura puede dar.

Mi padre fue crónico lector de la Yidische Zeitung a la que a veces estaba suscrito o le prestaba un amigo. Solo sé que la Yidische Zeitung era un periódico interminable donde publicaban, al parecer, relatos de mucho humor, grandes escritores como el mismo Bashevis.

Hará más de veinte años, en una preciosa celebración judía, se me acercó un hombre de aspecto serio, ojos luminosos como los que describe Tolstói, pero rodeado de la orla de grandes ojeras, interesante rostro aceitunado, me dijo apellidarse Moskovitz y, haber sido amigo de mi padre. «Era un gran conocedor de la Cábala», me dijo al referirse a mi progenitor. Algo que imaginaba pero me gustó saberlo de labios del señor Moskovitz. Con gran tristeza, al hojear el Nuevo Mundo Israelita, me enteré de su muerte unos años después.

Mi padre era un hombre discreto, nunca alzaba la voz, tuve la fortuna de no verlo nunca en una escena de violencia. Era de conversaciones esenciales, no triviales. Hacia los once años me hizo el regalo de unos zapatos libres en la parte delantera, luego el cuero simulaba unos agujeros menudos y el zapato terminaba trenzado en un lazo. En el momento que mi padre despedía la visita de su primo Samuel Akerman, corrí emocionada hacia ellos y le dije a mi padre: «Gracias, papá. Estos son zapatos de escritora. Ojalá con estos zapatos de escritora pueda correr por el mundo».

Mi padre, como solía hacerlo, me sonrió con esa dulzura benévola que me acompañó mientras la providencia se lo permitió y que, en los días de bruma, sigue en mí como sol chiquito, sin embargo por demás luminoso.

Como escritora has sabido cultivar varios géneros literarios. Si pensáramos en tu obra en su conjunto podríamos imaginar que los textos que has escrito en cada uno de esos géneros (crónica, ensayo, teatro, cuento, novela, aforismos, etc.) son frutos de amores distintos. A esta altura de tu vida ¿qué nos puedes decir de cada uno de esos amores y de los frutos que has tenido con cada uno de ellos?

Lo primero que apareció firmado por mí en la prensa, de la forma más casual, es una pequeña prosa, supongo poética, en las páginas de «Letras y Artes» del diario El Heraldo, para entonces páginas dominicales de mucho prestigio, donde tenía una columna ese precocísimo y genial escritor nuestro, Andrés Mariño-Palacio, al que la esquizofrenia enmudeció para siempre y solo contaba veintiuno o acaso veintidós años. Cuando se publica esa primera colaboración en el año 1949, cuento solo dieciséis añitos y el poeta Rafael José Muñoz, de sí tan hermético, me detiene en la calle y me dice con emocionada generosidad: «¡Ha nacido otra Teresa de la Parra!» Un poco secretamente comencé entonces a escribir cuentos que nunca llegaron a publicarse. En suma, no aterrizo a la crónica de golpe y porrazo. En estos tiempos se menciona mucho a Leila Guerriero, a Alma Guillermoprieto. Casi está a punto de olvidarse que Rosa Montero es, antes que todo, una reportera fuera de serie y una cronista de fuste en muchas de sus frases inteligentes y tan bien escritas. Para servidora, la crónica es esa «carta al mundo» que Emily Dickinson menciona en la gracia solitaria de uno de sus poemas. Además, no hay que olvidar lo que decía Emir Rodríguez Monegal: América Latina ha tenido dos grandes cronistas en Gabriela Mistral y en Victoria Ocampo.

Lo que Emir llamaba las crónicas de la fundadora de la revista Sur eran acaso demasiado extensas prosas de tono personal, casi confidencias, que ella reunió en varios volúmenes a los que llamó Testimonios. Leí muchos de ellos, sin embargo demasiado joven. Era como entrar en un salón caldeado donde la escritora nos ofrecía una deliciosa conversación. Recuerdo, por ejemplo, la evocación que hace de la hoy olvidada condesa poeta Anna de Noaïlles tumbada siempre en su cama. Hoy me hubiera atrevido pedir a la espléndida doña Victoria prosas más breves. Pienso casi lo mismo sobre las crónicas de Gabriela Mistral. Leí algunas pocas al final de la infancia y me parecieron magníficas. Sin duda, doña Gabriela era una prosista donde la luz de la poesía, en alto agasajo del idioma, venía a acompañar esa prosa. Creo, junto con don Francisco Ayala, que la chilena fue mucho mejor cronista que poeta. Acaso ellas, Victoria y Gabriela, estuvieran en mi camino, generosas, para que, sin darme cuenta, después de acceder a la belleza de El corazón es un cazador solitario de Carson McCullers, escribiera una cuartilla para consolarme de un interrogatorio de pesadilla en la Seguridad Nacional. Si es que en una puede decirse que hubo un sendero para la crónica, ese fue el comienzo. Una admiraba, de igual manera, las preciosas colaboraciones que Luisa Sofovich, escritora argentina de origen ruso-judío y amadísima esposa de don Ramón Gómez de la Serna, publicaba para entonces en el Papel Literario.

De igual manera, creo, fue una opción para la crónica algunas que publicó Antonia Palacios a mediados de los cuarenta, las colaboraciones literarias de Andrés Mariño-Palacio y la maravilla idiomática que había en los reportajes de una muy joven Ida Gramcko. Por supuesto recuerdo con fervor una crónica de Antonio Aparicio, hacia 1952, dedicada a la escritora francesa Beatrix Beck y las encantadoras de García Márquez cuando colaboraba en periódicos de Cartagena y Barranquilla.

Llegué también, si es que llegué a la dramaturgia, por el amor de mi familia hacia el teatro. Ya he contado que antes de ir a la escuela me había familiarizado con sucesos en una escena. Para más inri, mi padre hubo de trabar amistad con el hombre de teatro venezolano, venido del incendio español, Ramón Zapata. Este, con el apoyo del presidente López Contreras, inicia una Compañía Infantil de Operetas y de Zarzuelas. Por un breve tiempo, mi hermana Ruth es sobresaliente actriz infantil de la compañía. Todos los domingos, armada de una barrita de chocolate Duncan, estoy en una butaca de teatro, sorprendida, divertida ante las tramas que ocupan el escenario. El entusiasmo puesto en mí por Juana Sujo, descubrir en Elizabeth Schön una vocación poética hacia el teatro, ser una protagonista de «La cantante calva» en una de las fiestas de Sardio acaso, como en juego distraído del destino, fueron un serio acicate.

Al unísono de las crónicas, ya he concluido, creo, mi primera pieza teatral larga. Recomienzo una novela iniciada en Nueva York, Rodríguez Monegal se interesa por ella y, en un audaz acto de generosidad, apuesta por la misma. Algunos amigos que quieren enterarse sobre la novela parecen titubear. Les parece una narrativa demasiado foránea. La culpa se apodera de mí. No puedo seguir. Un caso parecido al de Ítalo Svevo. Se paraliza su escritura luego del silencio que sigue a la publicación de su novela Senilidad.

Vuelvo a la narrativa, también casi sin darme cuenta, cuando en parte me recupero de una dolencia. Es cuando escribo los tres relatos de Homenaje a la estrella. Las dos novelas que he publicado son como una manera de explicarme a mí misma. En el caso de De muerte lenta, quería entender por qué un reiterado vivir en la fragilidad histórica; en el de La señorita que amaba por teléfono, que a su modo son páginas sobre un país inconcluso, deseaba saber cómo en la protagonista se da la misma vulnerabilidad, el proverbial desamparo e infortunio que dejan tan a solas a las otras damas de mis piezas teatrales.

Quizá lo que han dado en llamar aforismos es una literatura que considero, además de inclasificable, casi siempre breve, no sabría decir el origen enigmático de estos escritos. Para una son tarareos solitarios que quisieran abrazarse al esplendor del idioma.

Elisa Lerner retratada por Martha Viaña. 2023

Habría que decir, sin embargo, que esos «tarareos solitarios» no están tan solos, pues en realidad, habitan toda tu obra, independientemente del género de que se trate. Son, para decirlo llanamente, a mi manera de ver, la médula de tu escritura. Creo que no sería difícil elaborar una antología con frases tomadas de todos tus escritos, incluyendo una entrevista como esta, por ejemplo, donde se haría muy manifiesta esa lucidez permanente con que indagas en todos los territorios que ocupan tu atención narrativa. Hace algunos años, luego de leer tu novela La señorita que hablaba por teléfono, te escribí un correo en el que te comentaba mis impresiones, las cuales iban en la dirección que aquí trato de señalar, de este modo: «A medida que avanzaba en la lectura me sentí ante una especie de caleidoscopio en el que ‘los recuerdos más íntimos del país’, se iban configurando en asombrosas imágenes y reflexiones de personajes y situaciones, extraordinariamente ‘hilvanados por la aguja literaria’, como anuncian las voces de la propia novela. Me encontré, además, con un lenguaje suntuoso, con una prosa viva, penetrante y altamente imaginativa, en la que asociaciones insólitas de pronto parecían domesticarse para ponerse al servicio de una diafanidad elocuente. Fueron muchas las frases que me impresionaron, y que fui marcando en el recorrido de mi lectura. Anoto sólo algunas: ‘Las huellas del pasado no garantizan seguridad alguna. El recuerdo es una lluvia ajada por el paso del tiempo. Sucede igual con el hombre o la mujer seductores que no te prometen matrimonio. Sólo han entretenido tu corazón’; ‘Las rayas de las camisas de los jugadores gobernaban en el césped con velocidad y frescura. ¿Qué tal si regían en el mundo tan falto de justicia y libertad? Yo las conocía. Eran las de nuestros cuadernos escolares. Echadas entre las hojas para facilitar la tarea. Ahora daban un vuelco colosal’; ‘Esa tela de oro del tiempo, la memoria –cortada sin cesar a su capricho por tijeras indómitas se vale de extrañas estratagemas a fin de perdurar’; ‘La memoria no deja de ser hija insurrecta de la imaginación’; ‘El azar tiene algo de susurro’; ‘En sus ojos de un verde borroso –como en el estanque de una prisión– parecía crecer la flor de la desdicha’; ‘vidrio imperfecto que la memoria fabrica para el roce de alguna escena del pasado’. O al hablar de las citas literarias: ‘Para los escritores con debilidad por ellas, las más de las veces, es como la tarea del antiguo apuntador de teatro lanzando un murmullo siniestro sobre un escenario de actores mediocres’».

Yo diría que toda tu escritura es, haciendo uso de otra imagen de esa novela, «un tapiz interminable expuesto a roturas y nuevos pliegues», en los que siempre nos sorprenden gemas preciosas e imperecederas. Te pregunto: ¿tienes plena conciencia de la dimensión de este atributo en tu obra? ¿Estarías ganada a la idea de que se publicara una antología con esos «tarareos solitarios» de los que hablas, pero ahora pescados con una inmensa red por un pescador infatigable?

Esta última pregunta contiene una profunda y tan generosa reflexión sobre algunas frases de La señorita que amaba por teléfono; me han dejado al unísono tan contenta y confundida, que me he tardado más de la cuenta en responder. No solo eres un poeta muy personal. Lo tuyo, de alguna manera, son sorpresas, hallazgos poéticos dentro de nuestro descalabro histórico. Me conmueve y emociona tu sabia y paciente lectura, el recuerdo que haces de algunas frases de La señorita que amaba por teléfono. Porque temo que me encadenan casi todos, chirriantemente, a lo que ha sido mi trabajo de cronista, también de dramaturga y, ahí se han quedado. Claro, fue lo primero con que me estrené, la verdad, tempranamente. Puede ser que como no voy con los tiempos y, como en una epístola obligada, no escribo a prisa mis novelas, en un momento en que lo prolífico parece contar mucho y, también, quizá la juventud, tal cual si no bastase la intención de belleza en las páginas escritas, temo que tardaré en ser reconocida como una narradora de alguna valía. Quizá se cumpla póstumamente. Me atrevo a pensar que soy una escritora, si es que lo soy, llevada por la soledad intensa, por una música extraña que le escucho a la pluma silenciosa mientras escribo. Y esa pluma silenciosa les debe más a los ritmos, a las vocales de esa música verbal que a cualquier otro deber en el tiempo.

Imagino que no hace falta que se haga una antología con las frases que pergeño. ¿Qué embelesado enamorado del lenguaje estaría dispuesto a hacer semejante antología? ¿No entraña mucha cortesía de tu parte? Solo me atrevo añadir que la historia en una novela para servidora lo es de cómo está escrita. Sin un estambre literario de alguna valía, los personajes son como mendigos, faltos del atuendo verbal.

Muchas gracias, querido y admirado Arturo por esta impagable, primorosa conversación.

Elisa Lerner Nagler (Valencia, 1932 – Caracas, 2024) falleció ayer en la ciudad de Caracas. Lerner fue una destacada escritora, dramaturga, cronista y diplomática de origen judío, protagonista de la escena cultural venezolana de la segunda mitad del siglo XX. Reconocida por su estilo literario, Lerner brilló especialmente en el género de la crónica, donde empleó una mezcla de ironía, lirismo y memoria para explorar temas universales desde una perspectiva profundamente venezolana. Su obra comparte un linaje literario con autoras judías latinoamericanas como Clarice Lispector y Margot Glantz, quienes, al igual que Lerner, abordaron cuestiones de identidad, lenguaje y humanidad con gran profundidad y sensibilidad. Publicó, entre otros, las obras de teatro En el vasto silencio de Manhattan (1961)y Vida con mamá (1976), los libros de ensayo Una sonrisa detrás de la metáfora (1969) y Yo amo a Columbo (1979), la serie de crónicas Carriel número cinco (1983), Crónicas ginecológicas (1984) y Carriel para la fiesta (1997), los libros de cuentos En el entretanto (2000), y Homenaje a la estrella (2002), y la novela De muerte lenta (2006).

Arturo Gutiérrez Plaza (Caracas, 1962) es poeta, ensayista y profesor universitario. Editor asociado en Latin American Literature Today.  Ha publicado los siguientes libros de poemas: Al margen de las hojas (Caracas: Monte Ávila, 1991), De espaldas al río (Caracas: El pez soluble, 1999), Principios de Contabilidad (México: Conaculta, 2000), Pasado en Limpio (Caracas: Equinoccio, bid&co, 2006), y Cuidados intensivos (Caracas: Lugar Común, 2014), Cartas de renuncia (Caracas: La Poeteca, 2020), El cangrejo ermitaño (Madrid: Visor/FCU, 2020) e Intensive Care (Miami: Alliteration, 2020). Sus libros de ensayo e investigación incluyen: Lecturas desplazadas: Encuentros hispanoamericanos con Cervantes y Góngora (Caracas: Equinoccio, 2009), Itinerarios de la ciudad en la poesía venezolana: una metáfora del cambio (Caracas: Fundación para la Cultura Urbana, 2010), Las palabras necesarias. Muestra antológica de poesía venezolana del siglo XX (Santiago de Chile: LOM, 2010), y Formas en fuga. Antología poética de Juan Calzadilla (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 2011).

0 Comentarios

Escribe un comentario

XHTML: Puedes utilizar estas etiquetas: <a href="" title=""> <abbr title=""> <acronym title=""> <b> <blockquote cite=""> <cite> <code> <del datetime=""> <em> <i> <q cite=""> <s> <strike> <strong>