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Jesús Montoya: «Las fotografías se instalan como un poema más, son imágenes flotantes»

Por | 28 diciembre 2024

¿Qué significa un giro de palabras en el mapa que señala la ruta del «imagino volver»? Abriendo con la escritura y cerrando con las imágenes, Jesús Montoya (Mérida, Venezuela, 1993) transita de nuevo en aquella motocicleta negra de su padre para narrar un camino en la escritura, desde los pueblos y hacia las ciudades, partiendo de un idioma para llegar a otro, donde la memoria se reconstruye cuando adquiere la libertad más allá de cualquier desencuentro, en cada uno de sus pequeños viajes.

Jesús Montoya retratado por Marcio Sanches. 2024.

¿Qué significa un giro de palabras en el mapa que señala la ruta del «imagino volver»? Abriendo con la escritura y cerrando con las imágenes, Jesús Montoya transita de nuevo en aquella motocicleta negra de su padre para narrar un camino en la escritura, desde los pueblos y hacia las ciudades, partiendo de un idioma para llegar a otro, donde la memoria se reconstruye cuando adquiere la libertad más allá de cualquier desencuentro, en cada uno de sus pequeños viajes.

Claudia Cavallin: Quisiera partir por tu Transandínica (hochroth Verlag, 2021) ya que el título de tu libro parece haber intersecado la liquidez de Los Andes. Allí aparece una fotografía, de un orificio entre las piedras. Con zanjas o quiebres en la solidez natural, te mudas a un idioma distinto y, de nuevo, a la figura de tu padre. ¿Crees que esos recuerdos que mencionas y que «presionan el asfalto» son las capas fundamentales para la ruta migratoria? ¿Qué ha sido para ti migrar como escritor?

Jesús Montoya: Transandínica como título remite a dos cosas: la primera es a la carretera Trasandina y la segunda al prefijo –trans– que se establece en la teoría de la transcriação (transcreación) de Haroldo de Campos, pues el libro se trata de una traducción al alemán de poemas incluidos en los volúmenes Hay un sitio detrás de los incendios (Valparaíso Ediciones, 2017) y Rua São Paulo (Fundavag Ediciones, 2019), además de un poema inédito que cierra la obra. Las versiones al alemán fueron hechas por el poeta y traductor franco-alemán Léonce W. Lupette, con quien siento gran afinidad estética.

Jesús Montoya. Transandínica (Hochroth Verlag, 2021)

De manera que, este conjunto seleccionado, buscaba intervenir esta idea de tránsito que, como bien comentas, resuena ya en ese poema titulado «La motocicleta negra de mi padre», el cual viéndolo a lo lejos hoy en día, me parece premonitorio, anunciador de una salida abrupta. La imagen que ronda esa entrada del libro es, en verdad, el par de otra que pertenece a un ejercicio narrativo que aún tengo inédito, bastante atravesado por una lengua mediada entre el portugués y el español. Esa otra imagen que te digo es un retrato del edificio Rosalina, donde vive mi madre y mi abuela, es decir, un retrato de mi casa. El ejercicio narrativo no es una novela, tampoco un libro de cuentos y mucho menos un libro de poemas. Digamos que es un objeto extraño y que allí voy numerando ideas, pensamientos, ficciones, y en algún punto aparecen estas imágenes que son la representación del llamado «Taller Rosalina», nominal que alude al edificio.

A decir verdad, la fotografía me devino como una inquietud mía, pero la fui perfeccionando en un taller que hice con Carlos Maldonado y María José Rodríguez, una pareja de fotógrafos andinos. Y no fue solo por lo que aprendí en el taller, si no por lo que vino después: hacíamos pequeños viajes para hacer fotografías de los pueblos, como también de la ciudad y de sus atardeceres. Pienso que ellos me ayudaron a cultivar una sensibilidad por la imagen que luego se gestó en estas fotografías que menciono. De hecho, la fotografía que abre Hay un sitio detrás de los incendios es de María José Rodríguez, una imagen paradójica, si uno la ve en retrospectiva, por tratarse del excesivo consumo durante una de las navidades de 2012 y el basural que generó tal cosa. La fotografía en mi obra se instala como un poema más, son imágenes flotantes.

La presencia de fotografías en mi obra es un complemento, una extensión poética que más que testimoniar busca forjar la opulencia de un paisaje, el cual se fracciona o engrandece. Por otro lado, pienso que la predominancia de la falta del decir, la desestructuración de una lengua y el desencuentro como un choque en la llegada, fueron temas recurrentes en Rua São Paulo. Aún observo hoy con cierta confusión cómo esos cuadernos escritos durante el viaje y las largas madrugadas en São Carlos se convirtieron en un conjunto más o menos coherente de la sensación de salida. Mi viaje fue por tierra y en teoría atravesé el país de punta a punta, desde San Cristóbal hasta Santa Elena de Uairén. El acervo fotográfico de esa obra pretende ser una continuidad en retrospectiva, entre Los Andes venezolanos y Brasil, como también otros ejercicios que he ido armando estos años con algunas imágenes que tomé en Venezuela.

Ahora bien, si bien mi salida fue por la búsqueda de un horizonte académico, también lo fue por la sobrevivencia a una realidad hostil, de la que mi familia aún es parte. Me asalta la idea de que escribo como entre las aguas del Caroní y del Orinoco: «…el que por pantanos e ideas traducía / una canoa –a veces solo basta / verla flotar en el río– de cantiga / al Orinoco, donde sus aguas / con el Caroní como dos lenguas / se enredan». Ese es un fragmento inédito de un texto sobre la práctica de la traducción y un viaje al interior de São Paulo, hacia un pequeño pueblo llamado Sales Oliveira, o la salida como sensación, como advenimiento y presencia. No veo mi obra separada de esa línea imaginaria. Menos hoy en día que me he aventurado a escribir en portugués, aunque estoy siempre en aprietos, en arenas movedizas, caminando entre el error de una lengua no materna.

Lo que ha significado para mí migrar como escritor es un fenómeno que se articula en el lenguaje. Muchas personas tienen la idea de que por haber traducido ya algunas obras o manejar «bien» el portugués no tuve un impase inicial, y están completamente equivocadas. Yo realmente me sentí perdido. Tuve amigos muy queridos que me auxiliaron, gente que en el postgrado supo entender que estaba llegando, que no sabía nada. Aún recuerdo cuando iba al mercado y no sabía pedir las cosas básicas, o cómo hablar con la persona que iba a alquilarme el lugar donde iba a vivir. En fin, fueron diversas situaciones de ese estilo, y justamente allí, en esa «bagunça da língua» fue donde yo, enteramente, mudé la piel como la serpiente, y lo dejé todo atrás, en un sentido estrictamente literal.

Entonces, aprendí a reconstruirme con retazos, a nombrar, y por eso mis libros venideros estarán hechos así, como pequeñas orquestas de calle para oír en soledad, como formas de aprender a hablar de nuevo. La morfología de lo cotidiano, el silencio, la lejanía, todo es parte de ese paisaje, de ese orificio entre las piedras que mencionas: se agrieta y se abre un surco hacia la incógnita natural. Mientras me alimento de la tradición más íntima, voy llenándome de referencias brasileñas, o de traducciones de grandes poetas al portugués brasileño, pues aquí se traduce mucho y con mucha seriedad desde otras lenguas. Y digo tradición en el sentido literario y en el sentido familiar: mi bisabuela, Rosa Gómez, era poeta, y mi bisabuelo, José Gómez, tocaba cuatro en las fiestas de San Juan de Colón, por lo que siempre estoy buscando cómo dar un homenaje a través de nombres, de expresiones, de «restauraciones», de décimas que buscan salir. Incluso, mi bisabuela me dejó un cuaderno antes de fallecer, en 2018, con algunos poemas, los cuales pretendo publicar y, a su vez, reescribir en forma de homenaje. Tengo la sensación de que una mayor educación habrían hecho de ella una Enrique Arvelo Larriva, aunque para mí lo fue.

Y siguiendo esta idea de pérdida y recuperación, me pasa mucho con el español venezolano, con la resonancia de tantas palabras que he sentido en luto y vuelven por casualidad. Y me pasa también con el portugués brasileño, como teniendo una nostalgia de lo que no fue, porque soy parte y a la vez no soy parte; tal vez añoro una infancia lingüística que no existió. Soy bífido en mi insólita incomprensión, y por allí se van filtrando estelas de un estilo que estoy intentando trazar. Escribo amparado en la memoria y en el equilibrismo de una lengua en descubrimiento.

Ya que estamos viajando por una ruta, me mudo ahora a Trato con el viento (Escarabajo Editorial, 2024) donde conectas las palabras a través de la traducción. Veintidós voces de la poesía brasileña contemporánea viajan a través de ti. ¿Crees que traducir es volver a crear o recrear un texto? ¿Piensas que, como una espiral de Fibonacci, una traducción nunca se detiene, dependiendo de quien la ejerza?

Trato con el viento es el ejercicio más recreativo que he hecho en mi vida. Pero también uno de los más «curativos», en el sentido de sanarme, pues hice esta traducción en un momento muy crítico de salud, y también de «curadoría», teniendo en cuenta que tuve que crear un mapa, y mientras creaba ese mapa, desdibujaba otros posibles. Mi intención era acercar al lector a la pluralidad de la poesía brasileña, pasando por nombres ya más reconocidos, como la poeta y traductora Josely Vianna Baptista, hasta autores más actuales e iniciales, como Lucas Litrento. Fueron muchos los nombres que se quedaron fuera y con los que he planeado un segundo volumen. Es curioso porque en Trato con el viento hay varias voces que también ejercen el oficio de la traducción, entonces existe una especie de metapoética de la traducción que se inscribe, también, en el espectro translingüe que permean algunos de los poemas. Pienso en Prisca Agustoni, en Wilson Alves-Bezerra, en Lubi Prates, en Guilherme Gontijo Flores, en Patricia Lavelle, o incluso en la inclusión de una voz como la de Douglas Diegues, a quien dejé directamente en portuñol, sin traducirlo, como una suerte de cuadro de interlingua en ese juego, era como estar a la «mitad»; además, su presencia es de suma importancia para entender la poesía brasileña actual, siendo una de las voces más singulares.

El levantamiento de todas esas transposiciones al español requería, claro, de un esfuerzo. Ya solo con Josely era complicado, sus poemas exigen una atención absoluta, incluso confieso que hubo algunas cosas que corregimos juntos. Ponerla para abrir el libro fue hacerle homenaje a su infinita labor como traductora en Brasil, donde ha traducido a autores como Néstor Perlongher, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar o el Popol Vuh. Además, el ejercicio de traducción a partir de las voces negras fue también un escalafón difícil, pues traían en sí la ancestralidad africana en la dicción, como es el caso de Miriam Alves o de Ricardo Aleixo, a quienes traduje muy paulatinamente. Algunos localismos que también fueron complejos eran aquellos empleados por la poeta Regina Azevedo, originaria de Natal, y quien es la autora más joven de la muestra. Además, hay voces interesantísimas como Valeska Torres, Rodrigo Lobo Damasceno, Fabiano Calixto, Diana Junkes, Ademir Assunção o Marcos Siscar. Este último, por ejemplo, tenía un poema sobre los gallos que me gustaría dejar aquí, pues es una joya en su lengua original, yo solo hice, mínimamente, el intento de transcrearlo. Y pienso que sí, que la traducción nunca se detiene, que siempre hay una posibilidad nueva o una opción múltiple. «É a tarefa das escolhas»; aunque sí creo que llega un punto en que uno se siente satisfecho con el resultado. Yo traduzco por oído. Es decir, constituyo la versión a partir de la lectura en voz alta del texto original y del producto. Si bien existe una distancia rítmica a través de ambos sistemas lingüísticos, hay un contenido en la esencia que puede tomar fuerza. Lo que atraviesa ese mundo de elecciones es una variable muy compleja. Y la traducción de poesía, principalmente, está llena restos, residuos que van quedando del original, o que simplemente se pierden. Muchas veces tuve que sacrificar el sentido por el sonido, o a la inversa. Debo confesar que Trato con el viento es un coro, fue concebida para ser así en su variación: transposición y formación como organismo en esta lengua de sonidos toscos, alargados, galopantes, el español.    

Gallo
¿Cómo no decirlo? Salvaje, casi mudo, y ya una compulsión órfica lo denuncia. ¿Cómo darle forma a aquello que garabatea? Convertido en animal, pellizca, con los ojos hundidos en el suelo, frenético, interesado en el resto, fresco, por el precioso centelleo. ¿Qué promete en su voz proyectada por surcos de ronco? La materia soñada más tarde se devuelve en ondas de vómito. Triste no se diría, ni compulsivo. La atención dividida, un ojo, después otro, alternadamente se divisa. Los ojos ondeándose en círculos concéntricos. El pescuezo avanza, a sacudones, teatro involuntario de la serpiente. No es de montaña ni del monte; es cría de un terreno que de repente irrumpe, extraño, dentro de casa, y espía. Camina como cría de sí. Y se infla, blanco, amarillo, violeta, hinchado al rayar el día. Y cuando vuelve a sus cabales, ¿es el animal? En seguida, nada, pellizcar, o el resto apenas, plumas. Como quien buscó saberse en círculo, uróboro, anda, y solo encuentra indicios. Si le restaran plumas en el pico, giraría aún, revuelto, circunscrito. Del sosiego o de la búsqueda, solo queda el resto. Inútil, pinto, manchado, persiguiendo el riesgo de otro. No se teje solitario una mañana. Pero difícil es el día en que estaremos juntos. ¿Cómo convertirse en animal del otro? El animal del otro es un grito. El grito del animal es otro. El animal es el grito de otro. El cantar ya distante, que apenas llega, se deshila. Son la madrugada y la ciudad las que cosen su tejido translúcido. Solitario y variopinto, se desvaría. ¿Esto es libertad? Por la tercera vez se calla. ¿Cómo no decirlo? Eso, finalmente se traga el día. Y finalmente se convierte en una cresta, solo una flor de ornamento.




Galo
Como não dizer? Selvagem, quase mudo, e já uma compulsão órfica o denuncia. Como dar forma àquilo que rabisca? Convertido em bicho, cisca, com os olhos fundos no chão, nervoso, interessado pelo resto, fosco, pelo precioso corisco. O que se promete na voz projetada por sulcos de ronco? A matéria sonhada mais tarde se devolve em ondas de vômito. Triste não se diria, nem compulsivo. A atenção dividida, um olho, depois o outro, alternadamente se divisa. Os olhos arredondam-se em círculos concêntricos. O pescoço progride, por solavancos, teatro involuntário da serpente. Não é bicho de mato, nem bicho de monte. É cria de terreiro que de repente irrompe, estranho, dentro de casa, e espia. Caminha como cria de si mesmo. Inflama-se, branco, amarelo, violeta, enfunado como o raiar do dia. E quando volta a si, é o bicho? Em seguida, nada, a ciscar, ou o resto apenas, penas. Como quem procurou saber-se em círculo, uróboro, anda, e só encontra indícios. Se restaram-lhe penas no bico, é que gira ainda, revoluto, circunscrito. Do sossego ou da procura, apenas o resto fica. Inútil, malhado, carijó, perseguindo o risco de um outro. Não se tece sozinho uma manhã. Mas difícil é o dia em que estaremos juntos. Como converter-se no bicho do outro? O bicho do outro é o grito. O grito do bicho é outro. O bicho é grito de um outro. O cantar já distante, mal chega, se desfia. É madrugada e a cidade cose seu tecido translúcido. Sozinho e vário, ele desvaria. Liberdade é isso? Pela terceira vez se cala. Como não dizer? Isso, ele engole o dia. E finalmente se converte em crista, apenas, uma flor de ornamento.
Marcos Siscar

Cuando hablas de poesía también la mencionas como fragmentos, de hecho, el diseño de las palabras que se quiebran en las páginas de este libro –o que se mueven en una ventisca de los idiomas–, hace que los lectores volteemos la mirada siempre, de un lado al otro, de un idioma al que le sigue, de una página a la siguiente. Al sumergirnos en dos mundos ¿Dónde queda la figura del autor?

Pienso que se escribe en retazos. La propia abstracción del lenguaje ya viene mediada por un recorte. ¿Cuántos símbolos caben en las palabras? La inscripción de la letra conlleva a aceptar que se trata de pequeños trazos que se recogen y reordenan para dar un sentido. Un poema, incluso en su redondez, demanda la falta de algo, la carencia de una continuidad que le es interpretativa al lector. Leemos interpretando sentidos, escribimos buscando darlos. Pero en esta tarea hay siempre un artificio, una superposición de experiencias, e incluso, como bien dices, de idiomas. Mi poesía apuesta por una imagen poética diversa, su hilván es un entramado combinatorio entre las tradiciones poéticas que he leído, como también las expresiones del día a día, de lo cotidiano, de la lengua oral. Existe allí una abertura por la que se filtran palabras del portugués, incluso frases completas, o poemas donde simplemente el portuñol actúa de manera autónoma.

En tal sentido, la imagen del autor es siempre la de alguien que está trabajando a través de las obras del otro. Y esto no lo digo siendo provocador con referencia al plagio, pues lo que me interesa a mí es la versión, la variación, la reescritura, la transformación de un contenido ajeno en otro. El propio título de Hay un sitio detrás de los incendios es un verso de Jacinto Fombona Pachano, cuyo poema luego, al final del libro, reescribo intentando dibujar el paisaje de la frontera colombo-venezolana, el llamado «bachaqueo» y el tránsito de los cuerpos dentro de la situación que se vivía en el 2017. Lo que quiero decir es que, fuera de un proceso de índole política o no, la «función autor», como la llama Foucault, es para mí atrayente al punto del cambio, de la parodia, del homenaje. Me gusta sentir que escribo con la presencia de los otros y que eso es evidente para el lector, que sepa que estoy atravesado por otras voces, contaminado de otras escrituras, interferido por otros ritmos que no me son propios.   

Saliendo de la poesía, paso ya a otras vertientes más allá de los idiomas. En tus recuerdos coincides siempre con representaciones visuales de tu origen –como los frailejones– o de los cuerpos, como las flores que abren su centro repleto de pistilos, o la mirada de tu familia bajo un árbol. Desde la sensibilidad de quién escribe, ¿hay siempre una simbología de lo natural para «naturalizar» la memoria?

Es curioso esto que me preguntas. Hace un año y medio cerraba un extenso poema en el que mencionaba a una familia reunida bajo una mata de mango, donde, mientras brindaba con un vaso de plástico, una hormiga se iba adormeciendo en mi pie. Esta presencia de la inmensidad con el árbol y de la nimiedad con la hormiga son ejes fundamentales a la hora de intentar entender qué se ha quedado de mí en ese paisaje del Kilómetro 7, Caño El Tigre, casi llegando a Zea. Y claro, esto es solo una pequeña mención, que la tengo muy vívida entre mi memoria y mi escritura. ¿Qué hay allí en esas conversaciones, en esas sillas de mimbre, en esos ladridos del perro macilento que pasaba? Pienso que la naturaleza es nuestra síntesis inicial y final. Por lo tanto, deviene en ella, si el paisaje se hizo grande a nuestros ojos, darle un nombre. Pero como te decía, en mi caso, es muy importante ubicar este paisaje, materializarlo como ruta, escoger su punto de referencia, su calle, su estancia.

Siempre he pensado que en esos localismos geográficos hay una poesía que se constituye por sí misma. Uno podría hacer cientos de poemas solo con nombres de lugares. Los míos pasan por San Cristóbal, Mérida, Glorias Patrias, el Barrio Guzmán, la Iglesia San José, Barrio Obrero, Sales Oliveira, Vila Brasília. El tono que se descompone en esos espacios ya escenifica algo. La descripción de su superficie, de su atmósfera, es una materialización abisalmente melódica.  

Volviendo ahora a Poesía (noviembre, 2, 2023), la revista que nos llega a tantos desde Valencia, quisiera hacer énfasis en «Las torres desprevenidas X», donde mencionas la extranjería como tópico y las diferentes lenguas en juegos onomatopéyicos. Allí «El componente lúdico adquiere una repercusión donde el acto de escribir se asemeja al propio proceso». Ya aquí hay diferentes juegos, portadas, palabras, tradiciones y lugares. Te pregunto ahora, como lector, ¿Cómo definirías las características propias o peculiares de la poesía venezolana en un mundo global?

El texto que mencionas intenta ser una aproximación a Otono (sic) (Letra Muerta, 2017), de Luis Moreno Villamediana, y a algunos de sus puntos sólidos doy continuidad en mi tesis de doctorado. En efecto, el componente de la extranjería es un tema que me interesa. Pero también la apropiación, a través de la traducción, que en el caso de Luis Moreno se da como una especie de montaje translingüe por medio de sus versiones a Mark Strand, por ejemplo; o de sus juegos con poemas que parecen destellar la imagen del traductor como un ente que también crea. Examino sus operaciones y procedimientos en paralelo con Beverly Pérez Rego y su obra El hilo atroz (Ediciones Poesía, 2021), como también con Verónica Jaffé y su genial traducción Friedrich Hölderlin: cantos hespéricos según la edición histórico-crítica de D.E. Sattler / traducción y versiones libres (en lienzo y poemas) (La Laguna de Campoma, 2015). Estas tres voces me parecen de extrema relevancia, y en especial estos tres libros, pues fundamentan, como comentábamos arriba, otra imagen de autor, o de la «función autor». Aquí se construye a partir de lo ajeno, se traduce y se crea con fragmentos. Es, hasta cierto punto, una intertextualidad que lleva por dentro a la traducción como un tópico dentro del poema en tanto acto creativo. Y es, pues, en esta imagen más globalizada donde este tipo de obras buscan otras explicaciones en la tradición venezolana, no siempre simples. Y claro, no son los únicos en ejercer este tipo de procedimientos. Esto puede verse desde Los pastiches criollos, publicados en El Universal entre 1924 y 1925, por Luis Enrique Mármol, pasando por la presencia del traductor en la obra de Salustio González Rincones, o en obras como Tribu (La Cámara Escrita, 2011), de Gabriela Kizer, y Nosotros los salvados (Smashwords Edition, 2013), de Jacqueline Goldberg.

Jesús Montoya. Rua Sao Pãulo (Fundavag Ediciones, 2019)

En fin, existe toda una genealogía de casos. Sin embargo, el punto que me interesa resaltar es que, curiosamente, estas tres obras ejercen la apropiación a la vez que dejan rastros de su extranjería. Y pienso que la poesía venezolana actual, la joven y no tan joven, tendería a irse por estos rasgos que no necesariamente la centran a una localidad, pero que a la vez en ciertos tramos pueden reafirmarla. Por ejemplo, si bien el libro de Beverly es un tránsito de «costuras» impropias y de viajes, hay un elemento de juego, entre encuentro y desencuentro con la tradición de la poesía venezolana escrita por mujeres. Hay allí un ancla. Lo mismo ocurre con Jaffé y su tránsito por los ríos, cuando resuena el Orinoco, Caracas, o el español venezolano. Ya en el caso de Luis Moreno Villamediana esto es más ajeno, y siempre lo fue, pues su poesía desde los años 90 está alejada del habla y del paisaje venezolano.

Entonces, la composición es muy variable y depende de cada obra. Pero estoy seguro de que estamos a punto de ver, sobre todo en los jóvenes de mi generación, una gama de estilos contaminados por los nuevos lugares donde hacen vida, todo transformado en lenguaje.

Para finalizar, salgo de las palabras e intento recuperarlas. «Te copio una copia» de tu cuenta, en Facebook. Hay una cantidad de símbolos allí que detienen al espectador, que fortalecen el silencio, cuando se vive tan lejos de un lugar que sólo existe en la memoria compartida. ¿Podrías volver a la escritura para añadir a todo lo que allí reside las palabras necesarias, esas que nos permiten –a muchos– volver a un lugar? Esta es la imagen:

Esta imagen me hace pensar en la palabra «mandado». Y en mi madre. Yo siempre iba a hacer «el mandado» y olvidada lo que mi madre me había pedido. En ese entonces vivíamos en unos edificios llamados La Villa Olímpica, en el bloque Los cedros, que eran grandes, y donde la distancia de la bodega hasta el apartamento no era poca. De manera que olvidar era siempre un lamento. Pero no solo pienso en la bodega como espacio cuando veo la imagen. Si me adelanto a ver el letrero, casi puedo sentir el olor del café. Ya sé: tomé la foto llegando al Chorro El Indio. Y hay más: anoche soñé con una cascada idéntica. Las botas de caucho. Los huevos. La luz algo opaca. Tomé la foto la última vez que estuve en Venezuela. Ese, incluso, fue uno de los últimos días del viaje. Fui con mi madre, Stephani Rodríguez –la poeta tachirense– y la madre de ella a pasear un rato. Además de tomar la foto, me tomé un palitoe’miche, claro. Y uno por Los Andes siempre se siente como en escalada, así me siento yo viendo esta foto, así me siento cuando me imagino volver.

Jesús Montoya (Mérida, 1993) es poeta, traductor e investigador literario venezolano. Es Licenciado en Letras mención Lengua y Literatura Hispanoamericana y Venezolana por la Universidad de Los Andes y Magíster en Estudios Literarios por la Universidad Federal de São Carlos. Ha publicado Las noches de mis años (Monte Ávila Editores, 2016, Premio de Obras para Autores Inéditos) y Hay un sitio detrás de los incendios (Valparaíso Ediciones, 2017, I Premio Hispanoamericano de Poesía “Francisco Ruiz Udiel”). Rua São Paulo (Fundavag Ediciones, 2019) fue merecedor del II Premio Franco-Venezolano a la Joven Vocación Literaria. Forma parte del consejo de redacción de la revista POESÍA de la Universidad de Carabobo.

Claudia Cavallin (San Cristóbal, Venezuela, 1972) es Profesora Asociada en la Universidad Simón Bolívar (Venezuela) y docente en el Departamento de Lenguas y Literaturas de Oklahoma State University. Es autora de los libros: Ciudades de película: Ficciones urbanas del cine, la literatura y la música (Editorial Académica Española, 2012) y Espectros de la palabra. La metáfora en Borges: los juegos del lenguaje que hacen posible la configuración de un universo de imágenes recursivas (Editorial Académica Española, 2012). Entre 2012 and 2015, fue directora de Estudios. Revista de Investigaciones Literarias y Culturales.

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