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Atrapados en un videojuego

Los Libros de la Catarata acaba de publicar en Madrid el nuevo libro de Rafael Osío Cabrices, ‹Venezuela: memorias de un futuro perdido›, que intenta explicar a un lector español cómo fracasó la promesa de modernidad y se transformó el país. Ofrecemos un extracto exclusivo para Trópico Absoluto

Los cristales de los rascacielos de Caracas, que humillan a los de New York o Shanghai, llueven en esquirlas letales sobre las amplias avenidas, a medida que los carros de combate se adentran por el barrio financiero. La batalla está en su apogeo: las tropas del gobierno luchan con todo para repeler a los Fantasmas. Estos mercenarios americanos han aprovechado una fiesta nacional para infiltrarse en el petro-Estado por segunda vez. En la primera mataron a tiros al presidente de boina roja, pero dejaron a un compañero atrás, que parece que cambió de bando, y ahora han vuelto por él, degollando, soltando granadas y misiles por doquier, salpicando de cadáveres la humareda. 

Esto no ha ocurrido, claro, y esperemos que no ocurra jamás. Es un nivel del videojuego de combate en primera persona Call of Duty: Ghosts, de 2014. Una secuencia tan ficticia como la de la nave extraterrestre que flota como una colosal lenteja negra sobre la ciudad venezolana de Maracay en el largometraje Arrival, de Denis Villeneuve. O como la del secuestro del protagonista de Homeland en la Torre de David, un rascacielos del centro de Caracas que, al contrario de los de Call of Duty, sí existe, y es famoso porque, luego de que quedó a medio construir cuando quebró el banco que lo financiaba, fue okupado por un colectivo chavista que lo convirtió en un barrio de chabolas de decenas de pisos de altura.

Sin que los creadores venezolanos tuvieran nada que ver, desde alrededor de 2010 una cierta idea del país se extendió por géneros específicos del entretenimiento, como los videojuegos de acción, los thrillers seriados y las películas de ciencia ficción: la de que Venezuela es un lugar violento, absurdo, donde conviven la opulencia y la miseria, regido por hombres fuertes que odian a Estados Unidos, perfecto para albergar fugitivos de las democracias occidentales. 

Me podrás decir que esto no tiene ninguna relevancia en nuestras vidas ni tiene por qué impactar la imagen del país. Londres, París, Nueva York y Los Angeles han sido devastadas, reducidas a cenizas, habitadas por zombies y caníbales e invadidas por alienígenas en la literatura, el cine y la radio desde principios del siglo XX, y no por eso alguien ha dejado de querer visitarlas, invertir en ellas, emigrar a ellas. Eso es verdad, pero nadie ha dicho que Gran Bretaña, Francia o EEUU sean estados fallidos, así que quien no sepa mucho y se encuentre con esta representación de Venezuela, puede creer que es verídica. 

Esta inquietante reutilización de Caracas como metrópoli de un sultanato forajido, y por extensión de Venezuela, es un fenómeno reciente. Hasta hace quince años estábamos fuera de la producción cultural del resto del mundo. Nuestro país aparecía en los relatos de inmigración de familias de Colombia, España, Italia y Portugal, y en una que otra película como era una mancha verde, un pedazo de linda naturaleza sin contexto, como Aracnofobia u Up

En la literatura del siglo XIX, Venezuela tuvo una aparición estelar en El soberbio Orinoco, de Julio Verne, en varios relatos de militares europeos que combatieron como soldados de fortuna en la guerra de independencia contra España, y sobre todo en crónicas de viaje, como la del explorador Jean Chaffanjon, que leyó Verne para su novela. Pero con el siglo XX dejó de ser hasta ese corazón de las tinieblas, y esta república en la punta norte de América del Sur volvió a los márgenes de la imaginación global. Hubo momentos fugaces en que alguien pasó la mirada por esa zona del mapamundi, como cuando el argentino Adolfo Bioy Casares hizo que fuera venezolano el protagonista de su novela fantástica La invención de Morel. A mediados de siglo, un escritor español importante en su momento escribió una novela de ambiente venezolano: La catira. Pero Camilo José Cela lo hizo por encargo de un dictador de allá, el general Marcos Pérez Jiménez, como lo contó Gustavo Guerrero en un libro que ganó el Premio Anagrama de Ensayo. En El otoño del patriarca y más directamente en El general en su laberinto, Gabriel García Márquez nos dejó dos grandes ficciones históricas sobre hombres poderosos en decadencia, ambos venezolanos, aunque en ellas el país del que sus personajes vienen –que el Nobel colombiano conocía– no es sino un fondo borroso. Igual de difícil, o más, es reconocer la Guayana venezolana en Los pasos perdidos de Alejo Carpentier. 

En cuanto a la música, nos complacía que fueran tan populares las versiones de clásicos de Simón Díaz que emprendieron artistas tan disímiles como Gypsy Kings, Julio Iglesias y Caetano Veloso. Nos gustó el hermoso cover de «Ansiedad», de Chelique Sarabia, que hizo Miguel Ríos en la época de su Big Band. De resto, escuchábamos con una sonrisa resignada cómo nuestros topónimos eran incluidos en la letra de una canción sólo porque sonaban bonito o servían para completar una rima, y no porque sus compositores tuvieran alguna noción de a qué clase de lugar se referían. En su canción «Maracaibo», La Unión dice que allí «se juntan selva y mar»; en la segunda ciudad de Venezuela, por el contrario, lo que se junta es una planicie semiárida con un lago.

Pasábamos desapercibidos porque no salíamos en los noticieros. Hasta que Hugo Chávez se dedicó a llamar la atención con gestos básicos pero efectivos, como desafiar a ese Estados Unidos ignorante y abusón de George W. Bush que era tan fácil de insultar. Chávez se movía por el planeta con la avidez de quien recibe un avión presidencial como un juguete nuevo, y usaba ese rápido instinto televisivo que tenía, una de sus armas políticas más poderosas dentro y fuera del Estado que gobernaba, para generar titulares y fotografías que causaran interés sobre él y su causa. Trotó en la Muralla China, intentó abrazar a Elizabeth II, saludó como a amigos de su infancia a enemigos jurados de Washington como Saddam Hussein, y siempre había una cámara delante, más un racimo de micrófonos encendidos ante su pintoresca verborrea. Para mis colegas periodistas, un personaje como él le ponía algo de sabor a esas cumbres y esas visitas de Estado que son siempre lo mismo.  

Naturalmente, las violaciones del protocolo y las salidas de tono de nuestro colorido presidente no iban a bastar para que nos usaran como escenario de un videojuego. Lo que nos ayudaría a consolidarnos como un entorno exótico y lleno de peligro, como antes lo eran el Lejano Oeste o las estepas rusas, fue que en los años posteriores a las primeras giras internacionales de Chávez todos nosotros, no sólo él, nos abrimos paso en la competida agenda informativa internacional con lo único que logra algo de atención en ese abrumador carrusel de malas noticias: con marchas de cientos de miles, intentos de golpe de estado, dramáticas elecciones, y eventualmente un desmoronamiento económico y social muy fructífero en estampas chocantes, rebosantes de emoción primal, ideales para esa difundirse en el periodismo hecho espectáculo que describió en los 90 el periodista gallego Ignacio Ramonet, otro admirador de Chávez. 

Pues sí, Chávez nos trajo (mala) fama. De héroes, de traidores, de víctimas, de perpetradores, de dementes, de inteligentes, de muertos de hambre y de magnates. Todo un poco a la vez, en ráfagas de medias verdades, anécdotas mal contadas y pietaje visto de reojo. Era como si nos arrojara a todos, como un puñado de arena, a los ojos del mundo, y la mirada de los otros tuvo y tiene todavía numerosas consecuencias… la más peculiar de las cuales es que terminamos trayéndoles algunas soluciones a guionistas de videojuegos, cine y televisión con bloqueo creativo, que necesitaban refrescar sus locaciones, sus tramas y sus villanos. No todo puede ser Nueva York, Rusia o Medio Oriente, hombre, mete allí esa tal Venezuela, que la he visto en el noticiero de las ocho. Y listo: pronto éramos el lugar donde se entrenaron los milicianos a los que debe batir Batman en Arkham Knight. Y donde se refugia el hacker de la serie House of Cards. Y donde un comando capitaneado por un tal Domingo Chávez asesina al presidente de Venezuela, Juan Crespo, para que se no robe el petróleo de la empresa estatal PDVSA en Tom Clancy’s Rainbow Six 3: Raven Shield.

Estábamos atrapados en un videojuego, como Jeff Bridges en Tron.

Rafael Osío Cabrices (Caracas, 1973) es periodista y escritor. Ha sido editor y colaborador en varios medios de comunicación en Venezuela y otros países. Hoy trabaja como editor en jefe del blog Caracas Chronicles y como consultor editorial independiente. Ha publicado, entre otros, Apuntes bajo el aguacero: cien crónicas empantanadas (La Hoja del Norte, 2013), El horizonte encendido: viaje por la crisis de la democracia latinoamericana (Debate, 2006) y Salitre en el corazón: la vida cotidiana en la Cuba del siglo XXI (Debate, 2003).

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