La retórica del fascismo al servicio de la imposición autoritaria
«Luchar contra tendencias fascistas desde la alianza con un Estado de tendencias fascistas, no sirve a nada más que contribuir al auge del fascismo por todas partes: en los régimenes autoritarios que se dicen antifascistas para esconder bajo esa máscara su propio proyecto de control total y en las reacciones a ellos que, por efecto pendular y de oposición radical, terminan favoreciendo otros proyectos de exclusión radical.»
Hablar de fascismo hoy, en un mundo en el que los conceptos y las definiciones han sido tan maltratados por la posverdad, los relativismos, y la subordinación del pensamiento a la emoción, requiere de varios movimientos paralelos. El primero, está aludido con el prefijo neo −que daría cuenta de que los fascismos de hoy no son los del pasado−, tan nítidamente encarnado por el proyecto hitleriano de superioridad racial y su consecuencia directa: el holocausto. Los neofascismos de hoy son más reconocibles en los regímenes de exclusión radical sobre los que predican una política reactiva: en defensa de la civilización occidental/contra los migrantes, en defensa de Europa/contra el islamismo, en defensa del nacionalismo nativista/contra el globalismo y un largo etcétera. Comparten con el fascismo en su manifestación histórica la defensa conservadora de una visión estrecha y endogámica de la nación y una movilización militante contra todo aquello que la ponga en peligro. Pero no han alcanzado el poder suficiente (aunque se ven peligrosamente cerca), como para hacer de esa pulsión a la vez excluyente y supremacista, una política de Estado; para hacer aquello que no solo el fascismo alemán o el italiano hicieron, sino también los totalitarismos comunistas: poner la maquinaria del Estado en función de la creación de una sociedad disciplinada, obediente, vuelta masa al servicio de un líder mesiánico que se ve a sí mismo como corrector del rumbo de la historia; una maquinaria capaz de desplegar un horror masivo e intimidante que garantice, por la fuerza, lo que se le escape a la imposición ideológica.
Los neofascismos no de hoy no son, por tanto, nada despreciables,[1] sobre todo cuando el mundo entero parece atrapado en una dinámica de combate, un guerrerismo atizado por todas partes en el cual el terrorismo puede presentarse como lucha de liberación y la limpieza étnica como derecho a la defensa. Son reconocibles por ejemplo en Alternativa para Alemania y sus impedimentos de las visitas a los antiguos campos de concentración; en el proceso de reescritura de la historia en el que está enfrascado el gobierno húngaro, celebrando el período autoritario entre guerras y poniendo al fondo de la historia el pasado comunista; en la defensa de la memoria de Franco en España; en la pugna por la apertura de un museo del fascismo en Italia o en el dedicado al dictador Antonio Salazar en Portugal.
Pero en medio de esa realidad, que bien puede llevarnos de vuelta a un escenario de guerra generalizada, la pulsiones fascistas no se ubican únicamente donde sus rasgos característicos permitirían reconocerlas. Pueden aparecer también −y lo hacen− ahí donde un proyecto de poder se enuncia contra los neofascismos existentes y se posiciona como alternativa a ellos. Esto complica el panorama, y obliga a resistirse a la indentificación con el discurso a despecho de su correlato material, pues el discurso puede estar lleno hasta el tope de lo contrario de aquello que pretende denominar.
Entramos aquí en el campo de la instrumentalización, o la weaponización[2], por usar un término compuesto en dos idiomas que resulta más preciso. Mientras instrumentalización remite al uso de algo (en este caso, el concepto de fascismo) como instrumento de otra cosa (en este caso, como veremos, la legitimación del autoritarismo), la weaponización dejaría claro que ese instrumento es un arma, y puede ser mortífera.
El ejemplo probablemente más conocido del uso del fascismo como arma, o quizás sea mejor decir el uso del espectro o el fantasma del fascismo como arma, es el de la campaña rusa que contribuyó a legitimar y justificar la invasión a Ucrania.[3] La propaganda del Estado ruso habló, una y otra vez, sobre la necesidad de una desmilitarización y desnazificación de Ucrania. El término viene del uso que los países aliados dieron a la purga de elementos de la ideología nazi en Alemania y Austria al finalizar la Segunda Guerra Mundial, pero se sostiene también en la reminiscencia del trauma de la invasión alemana sobre la Unión Soviética. Hay una línea de continuidad, o al menos de similitud, que ha sido explotada por Putin y la propaganda rusa y lo vincula afectiva y políticamente con la historia soviética; en esa línea, la victoria sobre el fascismo constituye un hito fundamental.
La idea de una desnazificación involucra una interpretación de la historia ucraniana que remite al fascismo ucraniano como fuerza hegemónica en la historia y el presente. En la historia, ello se hace poniendo énfasis en la figura de Stepan Bandera −quien durante la Segunda Guerra Mundial colaboró con los nazis como parte del intento de independendizarse de la Unión Soviética−. Si bien esto es cierto, el énfasis en la figura y el ideario de Bandera, relegando otras figuras y otros idearios, ubica los intentos independentistas ucranianos únicamente en relación al fascismo y desconoce que tales intentos comienzan con la caída del imperio ruso en 1917. La desnazificación reduce así una historia compleja a la identificación del deseo independentista con el nazismo.
En el presente, la propaganda rusa identifica al gobierno de Vladimir Selenzky como un gobierno fascista. De nuevo la conveniente selectividad y aplanamiento de la complejidad de un fenómeno sirven a la construcción de una narrativa conveniente al proyecto de «desnazificación» rusa de Ucrania. Si bien hay en Ucrania seguidores de Stepan Bandera en algunas zonas de país, ello no implica que el ucraniano pueda identificarse como un Estado fascista. Las narrativas rusas sobre el fascismo ucraniano alcanzan su sentido final con el complemento de que la solución de «el problema nazi de Ucrania» es responsabilidad de Rusia, en virtud de una historia que reivindica el derecho de Rusia sobre Ucrania y niega, en una vuelta a la justificación de la pretensión imperialista rusa, cualquier deseo autonómico ucraniano.
En agosto de 2023, Bielorusia realizaba el II Congreso Internacional Antifascista. El primero, se había celebrado en Moscú, el 20 de agosto de 2022, meses después de comenzada la invasión rusa, y en el marco del Foro técnico-militar internacional Ejército 2022.[4] Bajo el lema: «en nombre del futuro de la humanidad, paremos juntos el neofascismo», se reunieron en Minsk representantes de varios países -Cuba, Nicaragua y Venezuela incluidos- para impulsar la idea de la necesidad de eliminar el fascismo ucraniano.
Que Bieolorrusia, con un régimen claramente autocrático que ha cercado cualquier posibilidad de acción cívica después de la represión a las protestas masivas de 2020-2021, organice un congreso antifascista es, cuando menos, curioso. Se trata de un gobierno claramente aliado de Rusia, que se ubicaba (mediante ese Congreso) en el epicentro de la maximización de la retórica sobre la invasión a Ucrania, al plantear a la lucha contra el fascismo como un horizonte compartido por un grupo de países pretendidamente progresistas y antimperialistas.
En América Latina, el fascismo ha servido para que regímenes autoritarios identifiquen como tal a las luchas anti-autoritarias o anti-totalitarias que se producen en su interior y naturalizar así la represión extrema a las que son sometidas. En la región, es Venezuela el país que ha llevado más lejos esta retórica.
Probablemente a través de la participación de delegaciones de Cuba, Rusia y Venezuela en este Congreso, y de la mano de la propaganda rusa hacia Latinoamérica, la retórica antifascista en voz de regímenes autoritarios expandió su alcance. Sin embargo, leer esta expansión únicamente en términos del impacto de la propaganda rusa sería negar la conveniencia de regímenes autoritarios en asimilar la narrativa sobre la necesidad de contraponer un frente internacional al auge de los neofascismos. Se trata, al parecer, de una estrategia coordinada del bloque autoritario que despliega, frente a una concepción compartida del poder, una misma lógica discursiva, y que puede acudir a ella en su búsqueda de legitimación por parte de movimientos y fuerzas progresistas del mundo. El equivalente Congreso antifascista en Minsk, Bielorrusia, había de hecho ocurrido antes en Caracas, en abril de 2022, lo cual debería disuadirnos de entender el movimiento de la retórica únicamente desde Rusia y más como una confluencia -sin dudas impulsada por la justificación de la invasión rusa a Ucrania- de dispositivos de legitimación del creciente bloque autocrático.
En América Latina, el fascismo ha servido para que regímenes autoritarios identifiquen como tal a las luchas anti-autoritarias o anti-totalitarias que se producen en su interior y naturalizar así la represión extrema a las que son sometidas. En la región, es Venezuela el país que ha llevado más lejos esta retórica. Recientemente, en Caracas se celebraba la Cumbre Internacional contra el Facismo, Neofascismo y expresiones similares. Es el segundo llamado a la Cumbre celebrada en abril de 2022. Es cuando menos curioso que la convocatoria ocurría el 19 de agosto, días después del fraude electoral del 28 de julio, para ser realizado el 11 de septiembre de 2024. Se trató de algo movilizado frente a la urgencia de brindar, a la usurpación del resultado electoral, un respaldo narrativo. Es la supuesta lucha antifacista como cortafuego, evidenciada, en la urgencia, en su carácter puramente instrumental. A la cumbre asistieron intelectuales como Fernando Buenabad, listo siempre para la defensa del autoritarismo.
Sin embargo, la Cumbre realizada dos años antes no era el único antecedente, aunque hubiera sido la forma privilegiada en una dinámica de eventismo al que estos regímenes han estado recurriendo en los últimos años, y que tuvo un destacado ejemplo a tan solo dos días antes de las elecciones, con el Foro Alternativa Social Mundial.[5] Se trata de eventos que intentan agrupar un grupo de actores políticos (activistas, organizaciones, intelectuales) asociados a causas como la lucha contra el cambio climático o la defensa de territorios indígenas que, bajo la égida del organizador (el gobierno cubano o venezolano) son reconducidos a la defensa de los gobiernos convocantes. Se trata de eventos en los que pueden hablarse de la necesidad de un nuevo orden internacional, de antimperialismo o incluso de antifascismo pero que funcionan, en la práctica, como espaldarazos a las agendas de control político de los regímenes autoritarios.
En abril de este mismo año, en concordancia con el uso instrumental del término fascismo, el gobierno venezolano firmaba la Ley contra el fascismo, el neofascismo y expresiones similares. En la presentación de la ley, la vicepresidenta Delsy Rodríguez, dijo que «detener el fascismo en el mundo es una tarea impostergable por el bien de la humanidad». La retórica ubica la lucha contra el fascismo como una problemática internacional, aunque la Ley venezolana aplicara a sus propias disidencias, la interpretación de fascismo que la sostenía.
Así, una sistema de sanciones queda incluido entre las manifestaciones del fascismo, e igualmente manifestaciones de discriminación como «el racismo, el chauvinismo, el clasismo, el conservadurismo moral, el neoliberalismo, la misoginia y cualquier tipo de fobia contra el ser humano».
El fascismo del que se habla en la Ley, ya no es uno que tenga un contenido estructural; no lo entiende ya como una forma de concebir y ejecutar el poder, sino a través de formas de discriminación que, en ausencia de un programa de gobierno o como parte de un proyecto político, estarían lejos de constituirse como formas de dominio social. Con una interpretación tan laxa, incluso expresiones como la misoginia pueden ser leídas como fascistas. La Ley contra el fascismo se sostiene en una banalización absoluta del término que lo vacía de un contenido reconocible y lo vuelve, por tanto, repositorio de todo aquello que el régimen venezolano interprete como contraproducente. Permite, como lo ha demostrado ya con creces, utilizar a discreción el término. Si no significa realmente nada, porque su extensión semántica ha terminado por volverlo inútil, entonces termina por significar aquello que conviene a quien lo define.
Sirviendo de esta forma a un gobierno que ha hecho de la represión, la restricción de las libertades, el control de las instituciones y finalmente, la imposición electoral su lógica de gobierno, la Ley contra el fascismo no podría servir a otra cosa que a la legitimación legal de la supresión del oponente político. En un contexto prelectoral −en el que fue firmada esta Ley− que avizoraba la posibilidad de una presencia protagónica de la oposición, resultaba muy evidente que su objetivo era deslegitimiar, criminalizar e incluso reprimir directamente a las fuerza opositores. Y como mejor ejemplo, la cita de Delsy Rodríguez en la presentación de la ley, resulta explícita: «Hemos pasado estas etapas de la salida en el 2014, las guarimbas en 2017, y hoy se ha convocado al sector extremista hasta el final. Yo quiero recordar que Hitler llamó a la batalla final y exterminó a millones de hombres y mujeres en el continente europeo, y hoy se repite la historia».
Más recientemente retomaba el lema de María Corina Machado para insistir sobre el punto: «Debemos preguntarnos a qué se refieren cuando dicen Hasta el final, porque ahí está nuevamente el eje de la violencia del odio y del exterminio». Esta comparación malintencionada, que toma un lema sin alusión fascista ni violenta por ninguna parte y que expresa fundamentalmente la voluntad de luchar hasta que la voluntad popular sea reconocida, con un proyecto de exterminio, y antes con Hitler, resulta delirante. En tanto delirio demuestra, sin embargo, el total desprecio por la realidad tan característico de dictadores y tiranos. Y la imposición de poder posterior al 28 de julio en Venezuela, no es más que eso, una imposición dictatorial, ya sin otro sostén que declaraciones delirantes y violencia estatal descarnada. El delirio no carece, sin embargo, de consecuencias legales. Al amparo de esta Ley, la oposición puede ser criminalizada, inhabilitada, juzgada y puesta en la cárcel; y en este punto, la retórica alcanza su dimensión más completa. No solo genera discursividades legitimantes sino acciones de castigo.
En el Congreso Congreso Mundial contra el Fascismo, Neofascismo y Expresiones Similares de septiembre, se presentó una ponencia que permite observar algunas de las argumentaciones sostenidas por los intelectuales funcionales y cómplices de esta gran estrategia comunicativa que no busca más que utilizar el fantasma del fascismo para legitimar su propio proyecto de opresión. Se trata de Bolívar y el antifascismo, de Iñaki Gil de San Vicente.[7] En él, el autor desarrolla una serie de argumentos que sostienen la idea de que el proyecto político que está en el poder en Venezuela hoy es un proyecto político antifacista. El texto −en consonancia con la definición en la Ley de abril de 2024− la noción de fascismo es desdibujada de tal forma que termina equivaliendo a democracia. Dice: «La democracia no es sino la forma engañosa de la verdadera dictadura del capital. Sabemos que cuando lo descubren las clases trabajadoras y dejan de tomar ese veneno dulzón y empalagoso que anula la conciencia, el capital recurre a la gélida hiel del fascismo». El fascismo sería, en esta lógica, simplemente una democracia que se ha quitado la careta. Añade, para rematar, que la dicotomía entre democracia y dictadura es un falso dilema, y que el poder popular debe protegerse mediante una dictadura transitoria. Esto es sin dudas una relaboración de la idea de la dictadura del proletariado. Y es, por supuesto, finalmente una idea que da sostén a una dictadura que no es del proletariado y que más bien ha establecido un sistema de exclusiones y restricciones para la acción de la sociedad, en nombre del proletariado. Sería sorprendente este tipo de argumentación de no ser porque atestiguar de primera mano la capacidad para el cinismo de este tipo de regímenes, previene de entenderla como algo más que la justificación imposible de un régimen de opresión autoritaria, que habla de poder popular justo cuando lo clausura. Este tipo de lenguaje, además de mostrar el cinismo de la élite gobernante y sus intelectuales cómplices, sirve al ocultamiento de las propias tendencias fascistas del gobierno venezolano. Si entendemos el fascismo como una forma de poder que requiere de un Estado total para imponer un régimen de exclusión sobre una parte de la sociedad, el gobierno venezolano, el nicaragüense y el cubano, están más cerca del fascismo que cualquiera de las expresiones tipificadas en la Ley venezolana.
Por ejemplo, en una reciente entrevista de Abel Prieto para el medio Resumen Latinoamericano, este comenta:
No es necesario mucho esfuerzo intelectual para darse cuenta de que esta concepción de la propaganda rige los esfuerzos comunicativos del Gobierno cubano: verdades simples, binarias, que se repiten una y otra vez y llegan a convertirse en «verdades», por la fuerza de la repetición y, además, por la fuerza del impedimento a su cuestionamiento.
En el caso de Nicaragua, la retórica antifascista sigue la misma lógica y expresa la misma problemática de escondimiento del fascismo propio encubierta tras la pretendida lucha contra el fascismo. Daniel Ortega comparaba, a inicios del 2023, a los asaltantes del Congreso brasileño, con los opositores nicaraguenses. Decía entonces que «el fascismo está reinstalándose en el mundo». Venía esta «preocupación» de la voz de un tirano cuyas fuerzas represivas asesinaron 356 manifestantes en 2018. Wilfredo Miranda, periodista nicaragüense dedicado al análisis de estos temas, señala que la represión orteguista pertenece inequívocamente al fascismo.[9] Este tipo de regímenes no utiliza la apelación al fascismo únicamente para atacar directamente a los movimientos, personas y grupos que se oponen a la instauración autoritaria o totalitaria sino que además, haciendo eso, ocultan su propia vocación totalitaria de naturaleza fascista.
Las resonancias del Congreso contra el fascismo en Venezuela, no se hicieron esperar. El Congreso ha dado paso a una Internacional Antifascista. El 17 de septiembre, Casa de las Américas declaraba su apoyo a la misma. CLACSO convocaba por su parte a un concurso internacional de ensayo: Fascismo, neofascismo y otras expresiones similares, organizado por la propia Casa de las Américas, el Centro de Estudios Latinoamericanos y del Caribe Rómulo Gallegos y la Red en Defensa de la Humanidad.[10] Algo distintivo de estos esfuerzos por impulsar la Internacional Antifascista, es su naturaleza estatal. Y no se trata además de cualquier tipo de Estado, sino de Estados con regímenes políticos autoritarios, como los de Venezuela y Nicaragua, o abiertamente totalitarios, como el cubano. Estados que ejecutan una sistemática supresión de la voluntad ciudadana para imponer su proyecto político. Son estos gobiernos quienes, coptando el espacio de los movimientos sociales y las organizaciones de la sociedad civil, se erigen en líderes de la lucha global contra el fascismo.
Por supuesto, que sean estos déspotas quienes pretendan liderar la lucha antifascista, no implica que el peligro del fascismo sea falso. Significa que hay que estar suficientemente atentos a la retórica antifascista, porque a veces, como hemos visto, viene justo de allí donde una de los tantos rostros del fascismo, toma cuerpo. Las fuerzas antifascistas del mundo harían bien en no tener como aliados en su lucha a estos regímenes. Luchar contra tendencias fascistas desde la alianza con un Estado de tendencias fascistas, no sirve a nada más que contribuir al auge del fascismo por todas partes: en los régimenes autoritarios que se dicen antifascistas para esconder bajo esa máscara su propio proyecto de control total y en las reacciones a ellos que, por efecto pendular y de oposición radical, terminan favoreciendo otros proyectos de exclusión radical.
©Trópico Absoluto
Notas:
[1] https://theloop.ecpr.eu/back-to-the-future-illiberal-democracy-feeds-on-fascist-ghosts/
[2] Weaponización es una traducción de weaponization, formada por weapon, arma de combate y el sufijo abstractivizador del español -ción-.
[3] https://www.isdglobal.org/digital_dispatches/contextualising-rhetoric-around-fascism-targeting-ukraine-and-western-support/
[4] https://diariodecuba.com/cuba/1692385329_49242.html
[5] https://eltoque.com/el-foro-alternativa-social-mundial-militancia-comunicativa-para-las-elecciones-en-venezuela
[6] https://x.com/delcyrodriguezv/status/1775323555246305520
[7] https://www.resumenlatinoamericano.org/2024/09/07/pensamiento-critico-simon-bolivar-y-el-antifascismo/
[8] https://humanidadenred.org/abel-prieto-jimenez-hay-que-generar-una-cultura-y-un-pensamiento-antifascista/
[9] https://www.divergentes.com/los-grandes-imitadores-del-fascismo/
[10] https://www.clacso.org/actividad/convocatoria-concurso-internacional-de-ensayo-fascismo-neo-fascismo-y-otras-expresiones-similares/2024-11-30/
Hilda Landrove (Guanabacoa, 1975) es investigadora, ensayista y promotora cultural cubana radicada en México. Se ha dedicado durante años al emprendimiento social y cultural, y más recientemente a la investigación académica en temas de antropología política. Es doctora en Estudios Mesoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Entre sus principales líneas de investigación se encuentran la acción política en contextos cerrados, los movimientos políticos de los pueblos amerindios y las dinámicas del poder y el contrapoder a través de las disputas narrativas en la esfera pública. Es profesora de Cátedra del Tecnológico de Monterrey (campus Querétaro). Conduce y coordina el podcast Caminero.
Una primera versión de este artículo se publicó en la revista Rialta, el 11 de noviembre de 2024. Se reproduce aquí con autorización de Rialta y de su autora.
0 Comentarios