Gubernamentalidad populista
Este artículo es un extracto traducido al español del libro Dancing Jacobins: A Venezuelan Genealogy of Latin American Populism, publicado en 2016. En este fragmento, que corresponde a la introducción, se muestra la genealogía del populismo reciente, y se propone que desde hace aproximadamente doscientos años comenzó a cristalizarse en Venezuela la modalidad intrínsecamente populista de gobierno que todavía hoy prevalece en el país. Articulada en respuesta a las dislocaciones ocasionadas por la guerra de independencia, esta gobernabilidad está predicada en el montaje de “monumentos” y “baile” —o de lo universal y lo particular— que los representantes políticos (o jacobinos bailarines) del país ensamblan con propósitos de legitimidad, tomando para ello prestadas apariencias, comportamientos y gestos ejemplarizantes del repertorio de bustos, retratos y estatuas ecuestres diseminados por toda Venezuela.
[E]l estado… se organizaría en torno a esta exclusión,
se erigiría sobre este lugar vacío o se instalaría alrededor de él”.
Philippe Lacoue-Labarthe, Tipografía
Acaso no se puede hablar de aquella república del Caribe sin reflejar,
siquiera de lejos, el estilo monumental de su historiador más famoso, el capitán José Korzeniovski.
Jorge Luis Borges, “Guayaquil”
Le gusta proferir sarcasmos contra los ausentes,
no lee más que literatura francesa de carácter liviano,
es un jinete consumado y baila valses con pasión.
Le agrada oírse hablar, y pronunciar brindis le deleita.
Decoudray Holstein, citado en Karl Marx, “Bolívar y Ponte”El baile de Bolívar
A Simón Bolívar, Libertador de Venezuela y de otras cuatro naciones de América Latina, le encantaba bailar. Tan grande era su amor que, en una serie de instrucciones para la educación de su sobrino Fernando, incluyó el baile entre las capacidades y saberes útiles que, junto a la geografía, la historia y el cálculo o la geometría, debían formar el repertorio de toda educación integral y virtuosa (Bolívar, 1997, pp. 240-242). Además de describirlo en estas páginas como “la poesía del movimiento”, Bolívar aludía al baile como una habilidad que “da gracias y da soltura a la persona, a la vez que es un ejercicio higiénico en climas templados”. Una abundancia de testimonios sugiere que, lejos de ser casual o aislada, tal observación ejemplifica la alta estima que el héroe tuvo al baile a lo largo de su carrera. Y al presentarse la ocasión, el mismo Bolívar se sumía en el baile “con deleite e intensidad” (Harvey, 2000, p. 206). Uno de sus contemporáneos se refirió a él como “un bailarín muy rápido, pero no muy agraciado” (p. 208). Entre las numerosas alusiones a su gusto por el baile, se registra en Angostura, donde durante varios meses sus tropas se encontraron varadas, cierto “fantástico y sobrenatural… espectáculo del Libertador bailando un vals tarde en la noche, junto a las fogatas de sus hombres” (p. 169). Pero más allá de toda evidencia empírica, la propia mención que hace Bolívar del baile como parte de una pedagogía integral sirve de testimonio a la preeminencia que le otorgaba a dicha actividad. Según la ética ilustrada de este discípulo declarado de Rousseau, la educación —escuela de ciudadanía— era la base de las repúblicas virtuosas que en ese instante luchaba por fundar.
Sin embargo, no es el baile lo primero que se nos viene a la cabeza al evocar hoy la imagen del Libertador. La figura de Bolívar que abrumadoramente rememoran los venezolanos es la de un guerrero épico o austero tribuno de la república, envuelto para siempre en su gloria, y eternizado para la posteridad en tal o cual gesto ejemplar de una suprema virtud republicana. Retratado como un personaje modélico y de adusta apariencia monumental en la moneda nacional, en la iconografía heroica, en las conmemoraciones civiles y en la historiografía oficial, en Venezuela la figura del Libertador es aceptada universalmente como la encarnación suprema y la manifestación del “pueblo” venezolano —aquello a lo que dicho pueblo necesariamente se parece al contemplarse a sí mismo como una totalidad presente y sincrónica—.
Esta figura es el resultado de una operación historiográfica equivalente a un intercambio quiasmático entre iconografía e historia. Aunque también presente en otras partes, especialmente en las llamadas naciones bolivarianas, esta operación es especialmente conspicua en Venezuela. Se trata de un intercambio sin pérdida ni restos posibles entre imágenes y textos: por un lado, imágenes icónicas interpretadas como categóricamente sincrónicas y, así, supuestamente desasidas de cualquier trazo temporal que pueda dificultar su capacidad de trasmitir las verdades intemporales y ciertamente monumentales que, supuestamente, son inherentes al Libertador; y por el otro, textos diacrónicos que hacen el recuento de la vida del héroe de la cuna a la tumba, frecuentemente con gran lujo de detalle. Tal operación obliga a la audiencia a “leer” el relato ejemplar del Libertador en sus representaciones icónicas, y a “ver” la naturaleza estatuaria e icónica del héroe, en especial su rostro, emergiendo intactos de los escritos dedicados a narrar su vida y hechos.
Al convertir la ausencia en presencia completa y autosuficiente, y a la temporalidad en simultaneidad sincrónica, estos intercambios quid pro quo niegan tanto la ausencia como la temporalidad; con ello transforman cada momento de la existencia del Libertador (desde el nacimiento hasta su muerte prematura en la vecina Colombia) en una verdad totalizante e intemporal: el Libertador como único fundador y creador de la nación, y como encarnación o manifestación sublime y necesaria de la esencia —supuestamente preexistente— de su pueblo en tanto que conjunto indivisible, ininterrumpido y homogéneo unificado por lazos de igualdad. Encargada de esa manera con la tarea, en verdad monumental, de representar la nación como una entidad intemporal, que permanece idéntica a sí misma a través del tiempo y del espacio, ¿qué podría ser esa figura sino algo enteramente estatuario?
Dado el carácter de la Venezuela postcolonial como espacio de alteración incesante, y por complejas razones históricas que estudio en este libro, los presuntos originales y los derechos de precedencia y autoridad que suelen acompañarlos se ven continuamente desfigurados por una diferenciación y un espaciamiento continuos. Para que sea efectiva esta operación, orientada a absorber la realidad en sus representaciones o del pueblo/nación en los múltiples monumentos o efigies de Bolívar, como si ambos fueran intercambiables, esta debe reiterarse una y otra vez a través del tiempo y el espacio. Ejemplos de tal reiteración son la plétora de festividades cívicas y rituales de conmemoración que, con anestesiante regularidad, se ofician en torno a la ingente cantidad de bustos y estatuas ecuestres y de pie del Libertador que ocupan el centro de innúmeras Plazas Bolívar, las cuales, a su vez, son el centro simbólico y geográfico de todos y cada uno de los centros urbanos venezolanos, sin importar lo grande o pequeño que sean. Una y otra vez, esas ocasiones rituales yuxtaponen textos e imágenes, efigies y envolventes ceremonias y proclamas, en una relación mutuamente constitutiva que canoniza la figura de Bolívar como padre del pueblo/nación, así como reflejo o representación más fiel y verdadera de ese pueblo. Habría que añadir a esto el cúmulo de retratos del héroe que en todos lados adornan las oficinas públicas; las representaciones de Bolívar que con los años han ido creciendo de manera verdaderamente monstruosa; todo el trasfondo con alocuciones públicas y otros eventos oficiales donde, patéticamente empequeñecidos, uno o más dignatarios se dirigen a la nación; y la insistencia con la cual el rostro, el nombre, las palabras y los actos gloriosos del Libertador se asoman en los muros y puentes, en las estampillas y la moneda del país, y en los miles de libros y cuadernos que a diario cargan los estudiantes. Solo entonces podría uno hacerse una idea de una nación entera literalmente ofrendada a Bolívar —o, como se proclama en una variedad de representaciones discursivas e iconográficas—, para siempre endeudada con el Padre de la Patria.
Una franela de diseño reciente captura el aspecto panóptico de semejante endeudamiento. De manera quizás peculiar, el frente de la franela muestra una serie de marcos rectangulares, unos encima de otros, con los ojos de Bolívar (extraídos del repertorio iconográfico del héroe), observando a los espectadores desde ángulos distintos. Una leyenda que dice “Las miradas del Libertador” presumiblemente busca garantizar que el significado de la composición no se le escape a nadie. La redundancia sugiere que, más allá de nombrar esas ilustraciones, la leyenda capta su verdad fundamental enunciando aquello que en Venezuela hace posible la ciudadanía y la subjetividad: es decir, que los venezolanos únicamente existen como sujetos nacionales, como miembros genuinos de la nación, al entrar en el campo de visión del Libertador, al verse a sí mismos captados y reflejados en la mirada supremamente aurática del Padre de la Patria.
No hace mucho, el régimen de Hugo Chávez decidió cambiar de manera oficial el nombre de la nación de Venezuela a República Bolivariana de Venezuela, haciendo explícita por fin la relación de propiedad entre el héroe y su nación que en aquella franela era meramente implícita. La historiografía oficial venezolana por largo tiempo ha insistido en esa relación, al menos desde el establecimiento del culto a Bolívar durante el gobierno de Guzmán Blanco en las décadas de los setenta y ochenta del siglo diecinueve. Pero no fue sino hasta el triunfo electoral de Hugo Chávez el 6 de diciembre de 1998 que esta se proclamó por doquier en voz alta y de modo inequívoco. Con su nombre literalmente en todas las bocas y su efigie compulsivamente clonada en todas partes, puede decirse que bajo Chávez Bolívar llegó por fin a reclamar su nación.
Sea como sea, lo que aquí deseo subrayar es hasta qué punto, como resultado de la mencionada operación historiográfica, Bolívar entra en los sueños, recuerdos, imaginaciones, fantasías y pesadillas de los venezolanos como una estatua hablante, ostentando una apariencia imponentemente monumental. Basta observar al presidente Chávez adoptando en público, antes de su muerte prematura, las pomposas inflexiones que el culto oficial a Bolívar le atribuye al héroe, o los enormes mítines donde algunos de sus seguidores cargan sobre los hombros uno u otro de los grandes retratos de marco ornamentado de Bolívar extraído de la iconografía canónica del héroe, para percatarse de lo mucho que una retórica del monumento continúa modulando la política y la sociedad de la actual Venezuela.
Gubernamentalidad monumental
En el presente libro, discuto tanto el “agitado” baile de Bolívar como la apariencia de monumento con la cual ha alcanzado la posteridad, considerando ambos como dimensiones complementarias del arte populista de gobierno, la gubernamentalidad monumental que, aún vigente hoy, originalmente cobró forma en el proceso mediante el cual Venezuela se convirtió en nación. Con el fin de gobernar, los representantes políticos del país deben monumentalizarse a sí mismos como “voluntad general”, presuntamente inmutable, de poblaciones altamente heterogéneas, intensamente móviles y deslocalizadas. Solo al verse a sí mismas reflejadas en la apariencia de estos hombres en el escenario del Estado, como representantes de lo que, supuestamente, en tanto comunidad, todos comparten por igual, estas poblaciones heterogéneas pueden tardíamente convertirse en el pueblo homogéneo, unificado y —lo que es más importante— gobernable de Venezuela. Si los representantes políticos venezolanos tan vehementemente insisten en encarnar lo universal en la arena política, no es meramente por pomposidad o presunción suya, sino por estrictas razones de gobierno. Pero la universalidad no basta; el aire estatuario de los representantes debe ir acompañado del agitado baile. Con la noción de gubernamentalidad monumental me refiero también a ese baile que, desde el instante en que Bolívar lo practicó para intentar agrupar bajo un comando unificado las mayorías movilizadas de Venezuela con el fin de derrotar a la monarquía española, ha sido el medio principal con el cual los jacobinos del título de este libro han vinculado lo universal y lo particular, lo general y lo singular, con el propósito de gobernar a sus audiencias movilizadas e inestables.
En Venezuela, la tradición de gobierno o gubernamentalidad monumental a la que vengo aludiendo emergió en respuesta al colapso de la colonia y el espacio radicalmente moderno y democrático que se abrió tras su caída. El orden colonial español era un sistema de corporaciones y estamentos altamente jerárquico y fuertemente racializado, presidido por los sectores blancos y centrado en el monarca español. Dicho sistema puede verse como una máquina encaminada a reducir identidades prefijadas y en el que están rigurosamente codificadas toda la mímesis radical, la deslocalización, el desplazamiento y la movilidad de los sujetos en gran medida ocasionados por los procesos de conquista y colonización. A través de la proliferación de categorías cada vez más afinadas, orientadas a diferenciar entre sujetos con criterios de color, ocupación y estatus atribuido, y a su continua recolección en confraternidades, gremios, estamentos y corporaciones, la máquina colonizadora sin cesar extraía a las personas de situaciones en las cuales las identidades eran relativamente fluidas, y la dispersión, la hibridez y la errancia mimética con frecuencia eran la norma. Todo ello se daba con la finalidad de agrupar a estas personas en instituciones donde se les dotaba de identidades y roles prescritos de antemano: esclavo, noble, sirviente, comerciante, arriero, panadero, artesano, peón, etc.
Ocasionado por los desplazamientos masivos y la mortandad de poblaciones que fueron inherentes a la conquista y colonización, este incesante proceso de concentración y dispersión, del cual las reducciones (pueblos de indios instituidos durante la colonia) eran un ejemplo conspicuo, sometió las instituciones coloniales a desgastes, redefiniciones y tensiones continuos. El proceso alcanzó un impulso catastrófico con la caída final de la colonia, en gran medida ocasionado por la crítica desaparición del rey de España al ser encarcelado por Napoleón en Bayona, Francia, hace unos doscientos años. Con el colapso del sistema colonial de órdenes y estamentos, privado ahora de la “cosa” regia que lo aglutinaba, nada impedía a los sujetos retomar sus errancias miméticas —esta vez, sin embargo, en mucho mayor escala y en un terreno social vastamente reconfigurado, en el cual ninguna identidad en principio se hallaba inmune a ser usurpada—. Dejando atrás y en masa a las corporaciones donde hasta ese entonces se hallaron precariamente contenidos, e imbuidos por los ideales, aspiraciones y energías radicalmente democráticas propias de los tiempos, estos sujetos coloniales se reencontraron como multitudes en los espacios simbólicamente nivelados de la post-colonia. Aunque algunas de las viejas jerarquías y divisiones aún se hallaban precariamente en pie, la nueva sintaxis democrática, surgida luego de la desaparición simbólica del rey, convirtió el espacio postcolonial en un dominio horizontal de intercambiabilidad abstracta entre individuos autónomos y potencialmente canjeables.
Pero antes de que semejante potencialidad llegara a realizarse, algo mucho más incierto tuvo lugar. Más que los proverbiales “individuos” de la ideología liberal, lo que inicialmente llenó estos vastos espacios simbólicamente aplanados fueron las masas relativamente liberadas de cualquier adscripción establecida por el colapso del orden colonial. Tratándose de un campo de diferenciación y dispersión continuas, los elementos incesantemente cambiantes de esa masa multitudinaria conformada por singularidades múltiples no eran ningunos individuos discretos sino los sujetos insondablemente miméticos de la post-colonia venezolana. Relativamente absueltos de las identidades preestablecidas, enormemente potenciados por su conformación como masa, y aún no moldeados como individuos discretos por ningún aparato disciplinario, estos sujetos eran en principio capaces de usurpar cualquier identidad que les saliera al paso, incluso, perturbadoramente, las de sus gobernantes. Al no estar ya protegidos de ser usurpados por ningún privilegio corporativo, estos roles e identidades podían, en principio, ser arrebatados por cualquiera. Los sujetos postcoloniales no tardaron en ponerse a la altura de las nuevas circunstancias, entregándose a un peligroso mimetismo donde el exterminio de las élites blancas a menudo se veía acompañado de la usurpación “democrática” de sus identidades. Esto ocurría, por ejemplo, con personas de color montando a caballo, actividad que, al menos en situaciones oficiales, hasta entonces había estado restringida a los blancos; con mujeres y hombres de color desasiéndose de los roles prescritos en el momento de dirigirse a los demás en el calor de las asambleas, de esa manera usurpando roles que hasta entonces habían sido prerrogativa de las élites; con bandas de subalternos armados merodeando por campos y ciudades dedicadas a saquear y violar a poblaciones enteras, despojando sin contemplaciones de atavíos, joyas y otras posesiones valiosas a los cadáveres muchas veces profanados de los miembros de la élite blanca. Ningún rol o identidad hegemónica estaba exento de ser usurpado[1]. Para utilizar una de las expresiones característicamente poderosas de Philippe Lacoue-Labarthe, en circunstancias tan peligrosas “la mímesis retorna para recobrar sus poderes”[2] (1989, p. 138).
Difícil imaginar una situación más crítica, o que más amenazara la posibilidad de establecer una forma viable de gobierno, que esa inquietante y envolvente informidad. Esto es especialmente cierto en un lugar como la Venezuela postcolonial, donde los recursos simbólicos y materiales necesarios para incluir a las poblaciones subalternas en el emergente orden republicano —por ejemplo, otorgándoles ciudadanía efectiva— sencillamente no existían. Fue en respuesta a la crisis provocada por la ruptura independentista, y el espectáculo de multitudes apropiándose del espacio público a menudo más allá del alcance de cualquier autoridad establecida, que los congresistas venezolanos inicialmente se monumentalizaron a sí mismos como encarnaciones visibles de la similitud e igualdad que todos los miembros de la masa supuestamente compartían en tanto colectividad. O, para decirlo más republicanamente, que esas masas compartían en tanto “pueblo” único y unificado bajo las heterogeneidades que tan visiblemente separaban a sus miembros. En otras palabras, fue frente a esa desbordante multiplicidad que esos representantes decidieron convertirse en estatuas vivientes o encarnaciones monumentalizadas de la “voluntad general”. Al ofrecer, así, a las tornadizas y desafiantes multitudes su imagen improbablemente estatuesca como el reflejo virtuoso del “verdadero ser” que en tanto comunidad esas multitudes supuestamente compartían, el propósito de esos primeros republicanos fue marcadamente gubernamental. Su meta era moldear a estas multitudes informes agrupándolas en una colectividad discreta y gobernable, “el pueblo” de la ideología republicana, que, en tanto tal, fuera susceptible de rendir cuentas al Estado[3].
Es este peculiar ensamblaje de monumentalidad y baile, que alude respectivamente a lo general y lo particular, lo que mejor caracteriza el arte de gobierno del cual me ocupo en este libro.
De este modo, la transustanciación de las masas en “pueblo” gobernable siempre tiene lugar en un contexto teatral, resultando en la figura monumentalizada del representante republicano en tanto reflejo corporalmente visible de aquello que, sin saberlo, las masas sin embargo supuestamente comparten. Es así que puede decirse que, en todas sus virtualidades expresivas y significativas, en Venezuela hasta el día de hoy el cuerpo de los representantes cumple una función crucial de gobierno. Dicho de otra manera, para gobernar, a estos representantes no les queda otra sino poner una y otra vez su cuerpo en juego, por así decirlo, en la línea de fuego, protegidos apenas del influjo arrollador de las multitudes por sus poses grandilocuentes y patéticas de estatuas improbablemente vivientes. Tanto la insistencia con la cual los representantes venezolanos siguen monumentalizándose a sí mismos como la personificación de la “voluntad general”, así como su persistente invocación de un pueblo homogéneo como el objeto constante de sus cuitas y desvelos, revelan hasta qué punto el orden republicano de la nación continúa asediado por las masas que surgieron en el espacio público durante la independencia. Sin duda dice mucho el tanto llenarse la boca con el vocablo “pueblo”, entendido como una entidad homogénea y unificada exclusivamente por lazos de igualdad. Tal insistencia solo tiene sentido si, con las persistentes desigualdades estructurales de la nación como telón de fondo, las virulentas fuerzas centrífugas de la desunión, la diferencia y la heterogeneidad propias de las multitudes del país insistentemente amenazan desestabilizar al sistema político. La persistencia hasta hoy de la figura estatuesca del representante como eje de lo político no sugiere otra cosa.
A fin de gobernar, sin embargo, estos austeros varones deben suplementar sus épicas actuaciones públicas con su “baile”: la serie de guiños, gestos identificatorios, escandalosas digresiones, arrebatos súbitos y alusiones veladas que dedican a su audiencia para mantenerla fusionada como pueblo por tanto tiempo como sea posible. Con su baile frenético, los jacobinos locales no buscan sino dejarle saber a sus seguidores que, bajo todas las pretensiones universalizantes con las cuales fingen dirigirse al público como si se tratara de una totalidad homogénea e indiferenciada, son las fantasías, los caprichos, intereses y deseos particulares de tal o cual individuo, grupo o sector más amplio en el seno de su audiencia lo que en verdad les concierne. Es este peculiar ensamblaje de monumentalidad y baile, que alude respectivamente a lo general y lo particular, lo que mejor caracteriza el arte de gobierno del cual me ocupo en este libro.
Con el baile, pues, sugiero algo como una poética del movimiento, no distinta de la “poesía del movimiento” que el Libertador menciona en sus instrucciones para la educación de su sobrino Fernando. Uso baile para glosar el amplio rango de dominios donde el Libertador se ocupa del movimiento, cosificándolo casi para hacer más palpables sus signos. Bolívar no solo fue un bailarín algo febril; también superaba a sus hombres como nadador, domador de caballos, seductor serial empedernido, así como en la prodigiosa resistencia física de su cuerpo enjuto y pequeño. Sus hombres lo conocían como “el General Culo de Hierro”, a causa de los trechos increíblemente largos que transcurría sobre su montura (Collier, 2001). Dadas la intensa deslocalización y la vertiginosa movilidad a la que lugares como Venezuela se vieron librados después de la implosión del orden colonial, ninguna meta podía alcanzarse sin desarrollar alguna destreza con el movimiento.
A esta lista podría agregar las imponentes demostraciones napoleónicas del Libertador, de las que era tan pródigo y que tanto irritaban a sus detractores. Entre ellas, cabe mencionar una ocasión en Perú, durante uno de los tantos bailes en su honor después de liberar el virreinato, cuando Bolívar tomó del brazo a José Laurencio Silva, uno de sus generales pardos, y se encaminó con él hacia el centro del salón; allí ambos se pusieron a bailar un vals “con tanta gracia y destreza que el público entusiasmado les pidió que bailaran una y otra vez” (Fleitas Núñez, 1995, p. 413). Podría mencionar también cualquiera de los rimbombantes brindis de Bolívar —por ejemplo, cuando en mitad de una gran celebración sorpresivamente se subió a la larga mesa del banquete, y con enérgicas zancadas se paseó entre las filas de ilustres invitados, al tiempo que declamaba sus hazañas gloriosas y sus formidables planes para el futuro (Harvey, 2000, p. 172) —. Me puedo imaginar el desconcierto entre asombrado y divertido de los comensales, mientras las botas lustrosas del Libertador hacían volar hacia los lados copas de vinos, platos y bandejas.
Al mismo tiempo, una ojeada rápida a los diarios o publicaciones periódicas de Venezuela o América Latina en años recientes (por no hablar de los del siglo diecinueve) bastaría para recabar una rica cosecha de gestos igualmente idiosincráticos de la larga lista de herederos populistas de Bolívar. Piénsese en viejos estadistas que aderezan sus solemnes declaraciones sobre el destino de la nación con una que otra actuación estrafalaria, como por ejemplo saltar vivazmente la cuerda frente a la audiencia; aquellos que se dejan fotografiar brincando sobre un charco con ambas piernas extendidas en el aire, todo ello como para proclamar un estado físico decididamente imbatible, y también líderes nacionales que aparecen en radio o televisión cantando, bailando o, literalmente, muriendo: he allí el tipo de conducta que durante mucho tiempo se ha hecho usual entre los políticos y otras figuras públicas en toda Latinoamérica. Como no hace tanto escribiera Mario Vargas Llosa (aunque quizás haciendo una distinción demasiado tajante entre emoción e inteligencia): “El buen orador político latinoamericano está más cerca de un torero o de un cantante de rock que de un conferencista o un profesor: su comunicación con el público pasa por el instinto, la emoción, el sentimiento, antes que por la inteligencia” (1993, pp. 172-173).
Codificando todo un arte populista de gobierno, es esta yuxtaposición de conductas a menudo estrafalarias y de solemnidad altisonante las que el popular refrán venezolano “cara seria, culo rochelero” resume de manera admirable. El presidente Hugo Chávez llevó esta tradición histriónica a alturas sin precedentes. Chávez tenía su propio programa semanal de radio y televisión, en el cual constantemente pasaba de un registro monumental a otro más banal, y donde cantaba, echaba chistes, declamaba en tonos altisonantemente épicos y aleccionaba a la audiencia sobre cuanto tema pudiera concebirse, desde cómo combatir un resfriado hasta los riesgos de beber en exceso. Más allá de las generalidades sobre la centralidad de las apelaciones emocionales en los discursos políticos de todos los países, que, precisamente por su generalidad, no logran iluminar las idiosincrasias de los oradores latinoamericanos, este libro explora las razones históricas y socioculturales que sustentan y dotan de sentido un comportamiento tan excesivo y rimbombante.
Casi siempre la mención de este tipo de comportamiento en los medios de comunicación global viene acompañada de alusiones desdeñosas. Pareciera suficiente mostrar a este o aquel gobernante o figura pública de alguna proverbial república bananera conduciéndose en público de manera no convencional, para que todos sepan de una vez de qué se trata —indicación segura de cuán arraigados están los estereotipos sobre América Latina—. El trasfondo de esto es el convencimiento de que los hispanoamericanos se comportan así a causa de una modernidad incompleta donde una capa delgada de usos más recientes recubre toda una maleza profusa e intrincada de valores, prácticas e instituciones pre-modernas. No hace falta decir que tales caracterizaciones son evidentes toques de clarín llamando a esas intervenciones “modernizadoras” que rutinariamente apuntan a las sociedades latinoamericanas; esto no sería un problema si esas intervenciones no perpetuaran o aun empeoraran los mismos males que ostensiblemente buscan remediar.
Uno de los impulsos conductores de este libro, centrado en Venezuela pero con implicaciones para el resto de América Latina, es reducir el exotismo de esta clase de conducta pública, al reinscribirla como rasgo intrínseco de lo que llamo la gubernamentalidad monumental de esta nación. El improbable montaje de monumentalidad y baile, ensamblado a la carrera para darle respuesta a problemas urgentes, es el método agonal, y a la larga fallido, al cual recurren los jacobinos de la nación en su intento de convertirse en sitios para la reconciliación de lo universal y lo particular, en circunstancias en las que la espectacularización del cuerpo y de los desempeños corporales se hallan entre los pocos medios efectivos a su alcance para generar intereses comunes con fines de gobierno. Un hábil malabarismo equivalente a todo un arte de gobierno, este montaje es la manera en que estos representantes republicanos mantienen a sus díscolas audiencias unidas como pueblo por el mayor tiempo posible. Es gracias a métodos excesivos semejantes que los gobernantes ejercen su precaria autoridad.
Abrigo la esperanza de que, al reinscribir estos comportamientos aparentemente bizarros en el seno de un completo arte de gobierno, se hará evidente la coevalidad — para apelar al término de Johannes Fabian (1983)— entre, por un lado, el baile de los jacobinos en Venezuela, y, por el otro, otras manifestaciones decididamente modernas a todo lo largo y ancho del planeta (pp. 25–36). Demostrar la modernidad esencial de muchas conductas y expresiones públicas latinoamericanas, con frecuencia vistas como resabios de un pasado premoderno, es un gesto de alcances políticos y sociales incalculables. Una mirada fresca a aquellos lugares donde la modernidad fracturada propia de Latinoamérica se exhibe sin tapujos, no como signos de atraso sino en toda su singularidad inquietante, debería poner resueltamente en el tablero la apremiante necesidad de buscar soluciones novedosas a lo que ha sido un destino generalmente intratable. Al menos esa es la apuesta que sigo en este libro.
Un primer paso hacia esa desmitificación es tomar en cuenta que la forma de gobierno que hoy prevalece en Venezuela no es muy distinta de la que operaba en otros lados, en Europa y en los otros países de América, hace unos doscientos años. Durante la llamada era de las revoluciones, los regímenes absolutistas eran reemplazados por doquier por repúblicas y monarquías constitucionales, y, en toda su portentosa monumentalidad, la “política de ejemplaridad” de un republicanismo inicial en todos lados daba la hora. En algún punto en la segunda mitad del siglo diecinueve, esta política eventualmente se atenuó, y, si no del todo reemplazada, al menos fue suplementada en la mayoría de las naciones por otras modalidades “biopolíticas” de gobierno. Por razones que indago en este libro, tal atenuación, sin embargo, no ocurrió en Venezuela. En su lugar, la automonumentalización de los estadistas del país y su frenético baile en la escena política han continuado sin mengua hasta el presente.
Igual que en la Francia revolucionaria después de la caída del ancien régime, en la Venezuela recién independizada “el pueblo” y “el individuo” fueron, desde un comienzo, los únicos constructos gubernamentales disponibles para agrupar las multitudes —un espacio radicalmente democrático de heterogeneidad y dispersión inexorables—, en colectividades más o menos identificables y gobernables. Es precisamente a causa de su supuesta autosuficiencia como entidad discreta y autónoma de voluntad propia que, en Venezuela, desde el comienzo, “el individuo” como constructo parecía excepcionalmente bien ajustado, en su discreción misma, a la realidad más íntima de los miembros de la masa como singularidades exasperantemente mutables, ya no reducibles a una u otra corporación más o menos bien definida. Si, dada la devastación institucional acarreada por las guerras de independencia, estas amenazantes singularidades iban a ser aprehendidas por formas de identificación más estables y susceptibles, como tales, de ser gobernadas, entonces estas singularidades debían ser interpeladas al nivel de discreción requerido. Legislado y codificado por el Estado, el “individuo” es, en toda su discreción, el constructo gubernamental que desde un comienzo resultó más idóneo para lograr un resultado semejante, es decir, para frenar la deriva metamórfica de las singularidades, forzosamente contrayéndolas a dimensiones más claramente identificables y susceptibles, como tales, de ser interpeladas y gobernadas.
Si, lo mismo en Venezuela que en otros lugares, en su discreción misma el “individuo” era el constructo gubernamental que mejor se ajustaba a las singularidades que se liberaron tras el derrumbamiento del antiguo orden, entonces algo semejante puede decirse de la noción de “pueblo”. Concebido ideológicamente por el republicanismo emergente como un dominio horizontal y discreto compuesto por individuos autónomos y autosuficientes claramente demarcados unos de otros e intercambiables entre sí, “el pueblo”, en toda su vaciedad sociológica, era el constructo gubernamental más en sintonía con las masas postcoloniales, entendidas como un campo de expansión horizontal hecho de singularidades en constante mutación, todas ellas compitiendo “democráticamente” para incautar cualquier identidad o rol que les saliera al paso. En suma, con los restos del ancien régime aquejados por una irremediable falta de legitimidad, la única esperanza de hacer gobernables a las masas postcoloniales en toda su radical modernidad, era redefinirlas como una colección de individuos autónomos e intercambiables, esto es, como un pueblo homogéneo y unificado capaz, en tanto tal, de rendirle cuentas al Estado —o, mejor, a aquellos varones ejemplares que eran la encarnación del Estado republicano—.
En la práctica, sobre todo en Venezuela, el republicanismo emergente era un régimen de gobierno extraordinariamente volátil e inestable, en el cual era común que “pueblo” e “individuos” se transformaran sin cesar en entidades más difíciles de manejar y menos gobernables. Si de él se hiciera un diagrama, el pueblo republicano podría representarse en una hoja de papel con un círculo de tinta que contuviera una multiplicidad de puntos, cada uno de los cuales representaría los presuntos individuos discretos de la ideología liberal. Sin embargo, para que el diagrama represente a Venezuela, el papel debe estar húmedo, y el contorno entintado del círculo y los puntos deben lucir borrosos, como si sangraran más allá del nítido perfil que idealmente se les ha asignado. Moverse entonces del diagrama a la realidad supone ver cómo el diagrama se disuelve poco a poco hasta ser desplazado por un teatro donde se desata un pandemonio, y los espectadores abandonan sus “puestos” asignados para unirse a la masa afuera. Todo esto ocurre, además, ante la mirada atónita de los representantes de la nación, gesticulando ante sus audiencias desde el escenario de la república en un intento ultimadamente fútil por retener su atención el mayor tiempo posible por medio de un montaje frenético de auto-monumentalización cada vez más exagerada, y de baile cada vez más exacerbado.
La gubernamentalidad monumental de Venezuela se compone de dos escenas bien identificables en el imaginario político de la nación, cuya sucesión pendular equivale nada menos que a la longue durée de la historicidad venezolana. Articuladas y rearticuladas en el tiempo como respuesta a acuciantes dificultades sociales y culturales, estas dos configuraciones bipolares iluminan mucho de lo que ha ocurrido en la nación desde la independencia, desde las relaciones de poder y las formas de conocimiento hasta las identidades subjetivas y colectivas. Según sea la configuración que en un momento dado tienda a predominar, así también tenderá a ser el carácter de estas relaciones, formas e identidades, las cuales, cada vez que hay un cambio general de escenario, históricamente se ven sometidas a una reformulación más o menos intensa. Llamo a tales escenas imaginarias y simultáneamente gubernamentales la Colección Frágil y Bolívar Superestrella. En la primera, que opera en el marco de la democracia representativa, un círculo restringido y restrictivo de notables monumentalizados y pomposos gobierna sobre una población coercitivamente mantenida a distancia y reducida a la fuerza a una condición de movilidad disminuida —aunque nunca como estos notables desearían— a una completa inmovilidad. En la segunda, que conlleva una forma radicalmente populista de autoridad plebiscitaria, la figura de Bolívar “retorna” en épocas de crisis, al lado de quien esté en ese instante ejerciendo el poder a nombre del Libertador, como la solitaria Superestrella del firmamento republicano venezolano —el “Bolívar Único” de la ideología estatal— para encontrarse a mitad de camino con las masas movilizadas.
Si, como se ha dicho, la democracia es el espacio aporético donde la libertad y la igualdad deben necesariamente coexistir sin que ninguno de esos valores (en esencia modernos) desplace al otro, en el republicanismo venezolano evacuar ese espacio es una tentación persistente. Con la Colección Frágil encarnando la “libertad” y Bolívar Superestrella la “igualdad” como valores que son tendencialmente excluyentes, se puede decir que la democracia venezolana se ve constante y peligrosamente empujada en direcciones poco democráticas. En otras palabras, al intentar gestionar las energías democratizadoras y al cabo ingobernables de las multitudes enmarcándolas, ya sea en una o en la otra de las dos configuraciones referidas, esa democracia tiende a negarse a sí misma, víctima de los propios recursos de los que dispone. Uno de los postulados cruciales de este libro es que, a pesar de las lamentaciones elitistas sobre la naturaleza “bárbara” de las masas venezolanas en cuanto expresión de una condición arcaica que la nación aun no logra superar, estas masas son todo menos premodernas. Es decir, tanto la masas postcoloniales como espacio de alteración y contagio incesantes como la gubernamentalidad monumental que surgió como respuesta a ese espacio comparten la misma problemática modernidad: una condición de implacable nivelación igualitaria en la cual, desde la ruptura del orden colonial hace más de doscientos años, en último término ninguna identidad o rol hegemónico está protegido de la usurpación; en principio, cualquiera de ellos se haya librado al mejor postor. Llamar moderna al tipo de usurpación indiscriminada por la cual, al calor de las conflagraciones o del subsecuente saqueo generalizado, los miembros de las poblaciones subalternas asumían roles que hasta entonces tenían prohibidos, o se hacían de bienes, insignias y vestimentas hasta entonces reservados a los blancos, significa llamar la atención sobre hasta qué punto, desde el comienzo, durante los años de la guerra independentista, en Venezuela libertad e igualdad como energías universalizantes impulsaban, por así decirlo, desde adentro, una mímesis tan generalizada. Convertir a todos los signos de jerarquía en valores mutuamente intercambiables que uno podía arrogarse y descartar a voluntad en el deslizamiento incesantemente homicida de un término al otro o de una identidad a la siguiente que caracterizó aquellas guerras, ¿no presupone una mímesis sin freno, en la que la acción igualitaria de sujetos en principio liberados de todas las formas abolidas de obligación social emerge y se presenta como lista para hacer tabula rasa de cualquier jerarquía que aún quedara en pie?
Con el pueblo deviniendo cíclicamente en una masa, bien se puede decir que en la historia republicana de Venezuela el origen retorna sin cesar. A esto, entonces, se parece la modernidad en esta “Otredad Europea”: un dominio en claroscuro de dislocación y desidentificación donde, propulsados por el irreprimible ímpetu igualitario de las masas, la violencia, el contagio ininterrumpido y la metamorfosis son la norma, y donde el gobierno es la búsqueda siempre agonística de representantes que apenas logran alzarse sobre la refriega, urgentemente erigiéndose ante las masas en verdaderas estatuas vivientes, solo para verse venir una y otra vez abajo, demolidos por estas mismas masas[4]. En ese terreno incierto y peligroso, aumentan considerablemente las presiones deconstructivas que en todas partes someten las identificaciones y configuraciones sociales a un desgaste tenaz. Estos impulsos deconstructivos se intensifican en el marco de una condición postcolonial, donde son penosamente escasos los recursos materiales y simbólicos necesarios para fijar la realidad temporalmente, sometiéndola a uno u otro duradero designio hegemónico.
En esos periodos durante los cuales los notables mantienen el control, podría decirse que muchas instituciones de naturaleza liberal —una prensa libre, una floreciente sociedad civil, una división de poderes medianamente funcional, un ejército obediente a los civiles, etc.— se hallan en pie. Esto, eso sí, precariamente, y afligidas por una cierta sensación de simulacro que nace de la sospecha (raras veces admitida del todo) de que, más allá de las proclamaciones oficiales sobre su carácter sublime, todas esas instituciones son al cabo las cifras rutilantes de un Estado postcolonial sumergido hasta los codos en realidades mucho menos glamorosas. Consistentemente con esta sospecha, cada vez que aludo en este libro a la Colección Frágil, lo que tengo en mente no es solo la galería nacional de ilustres personajes pomposos y las sublimes ilusiones y proclamaciones propias de esta inflexión del imaginario político venezolano, sino también una forma restringida y punitiva de la democracia representativa orquestada desde el Estado por estos patricios. Por razones prácticas, esta forma de gobierno excluye a las masas y les niega una ciudadanía completa y efectiva —todo esto, paradójicamente, en nombre de un pueblo prohibitivamente homogéneo proclamado como la fuente última de soberanía—. La frase Colección Frágil evoca, pues, una modalidad de la democracia representativa caracterizada por una mezcla de prácticas de representación política, relaciones patrón-cliente, y el ejercicio endémico de la violencia, todo ello orquestado por estratos restrictivos en relación a poblaciones crónicamente intranquilas que, si bien por un tiempo se mantienen en un estado de movilidad relativamente disminuida, no por ello resultan ser nunca completamente aplacadas. Siempre es posible discernir aquí y allá, bajo las superficies aparentemente tranquilas, signos de una soterrada agitación.
No puede decirse lo mismo de esas coyunturas históricas cuando se produce el retorno de “Bolívar Superestrella”. La historia de Venezuela está puntuada por momentos en los que las mayorías nacionales de nuevo se trastocan en multitudes aparentemente ingobernables, y en los que la existencia misma de la república pareciera estar en peligro. Es en tales circunstancias que el Libertador regresa para salvar a la nación de toda clase de trastornos, divisiones y contradicciones. Una vez más traído como figura totalizadora al centro mismo de la escena pública por una u otra fuerza política desde el trasfondo, donde el Estado lo mantiene en reserva durante “tiempos normales,” Bolívar Superestrella resueltamente hace a un lado toda idea de representación política. De la mano del líder populista de turno, vuelve a reclamar su nación de modo directo, sin mediaciones. De hecho, siempre que en este “retorno” radicalmente populista “Bolívar” reemplaza a la Colección Frágil, todos y cada uno de los elementos de la república se re-articulan progresivamente alrededor de la figura de uno u otro líder autoritario. Este líder rige sobre sus seguidores agitados, frecuentemente armados y —lo que es crucial— vastamente heterogéneos, como si se trataran de un pueblo unificado eternamente trabado en una lucha a muerte con sus enemigos jurados —la oligarquía, el imperialismo, y así sucesivamente—. Dedicado a gobernar “a la sombra del Libertador”, el líder opera como una suerte de equivalente general que en tanto lugarteniente designado de Bolívar expresa de manera pública y visible lo que, sin saberlo, las mayorías heterogéneas comparten por igual como miembros de un “pueblo” único y homogéneo, de esta manera posibilitando la conversión de los muchos en la unidad, en el Uno encarnado por el líder de turno.
Pero esto dura poco. Eventualmente, surge una reacción, y la distancia entre las masas y el escenario político se restablece de manera precaria. Al dar por sentada una desaceleración en la mobilidad de las masas que de alguna manera las torna más susceptibles a los dictados del Estado, esta distancia es la condición mínima necesaria que la práctica de la representación política requiere para funcionar. Con los notables de la nación una vez más a cargo del poder, si bien de manera inestable —situación que equivale a un reordenamiento cíclico, termidoriano, de los comienzos jacobinos de la nación—, estamos de vuelta en la Colección Frágil. El desequilibrio de la situación se revela en las tendencias incongruentemente populistas de dichos notables. Por más que con frecuencia estos encomien las virtudes de una sociedad civil más diferenciada, o una más balanceada división de poderes, no pueden, sin embargo, dejar de llenarse las bocas hablando de “pueblo”, al tiempo que se monumentalizan en el escenario del Estado como refracciones grandilocuentes de esa misma entidad. Gobernar a las mayorías despojadas de derechos políticos no exige menos que eso. Solamente un término tan masivamente no discriminador como ese de “pueblo” (junto a todas las variedades de clientelismo e intimidación que rodean a ese constructo) tiene potencialmente la capacidad de interpelar a estas mayorías convocándolas en torno a uno u otro objetivo político. Mientras que la “voluntad general” encarnada por la figura de Bolívar Superestrella es, supuestamente, aquella de unos partidarios intensamente movilizados y con frecuencia armados, este no es el caso con los notables. La voluntad común que los notables tan pomposamente encarnan es la de un pueblo no librado a una movilidad tan vertiginosa pero que, sin embargo, persiste en un estado de agitación crónico, siempre relativamente más allá del alcance del Estado. Sin importar con cuánta insistencia los invoquen los notables, a la sombra de un “pueblo” tan prohibitivamente homogeneizador los valores, prácticas e instituciones liberales de la nación no pueden sino llevar una existencia precaria.
A estas alturas debería estar claro hasta qué punto la oscilación pendular entre las mencionadas polaridades y la íntima textura o estructura institucional y cultural características de cada una de ellas se producen en respuesta a los relativos grados de movilidad de las poblaciones subalternas venezolanas. Cada vez que la movilidad y la agitación de los miembros de esta población exceden los poderes localizadores del Estado o su capacidad de satisfacer las demandas acumuladas de la población, Bolívar Superestrella sustituye a la Colección Frágil solamente para ser eventualmente reemplazado por esta en el continuo flujo y reflujo de las masas venezolanas. En la medida en que estas masas retornan o, más aún, son retornadas a una condición de relativa quietud, las formas de representación política se restablecen con urgencia como el escenario desde el cual los notables pueden afirmar que actúan en su nombre. Esta situación no puede prolongarse sencillamente porque, en Venezuela, una de las condiciones sine qua non para la perpetuación de un gobierno representativo jamás se cumple.
Aludo a la completa o casi completa inmovilización de las mayorías de la nación, y a su reducción a la condición de espectadores pasivos, que observan a una prudencial distancia el desenvolvimiento de sus representantes en la lejana escena política. Como lo proclaman tácitamente tanto las pomposas imágenes públicas y el agitado baile de estos grands hommes junto a su insistente invocación de un pueblo homogéneo, ni siquiera durante las épocas, por así decirlo, “normales,” sin incidentes demasiado dramáticos, las multitudes venezolanas se mantienen calmadas. En todo momento, como los rápidos que circulan bajo las superficies aparentemente tranquilas, suceden imprevistos fuera del alcance del Estado. Eventualmente, durante una de las severas crisis económicas y sociales que cada tanto vive la nación, las masas abandonan su relativa calma y resumen su intensa movilización, y cuando esto ocurre —cuando el pueblo republicano una vez más se hace masa republicana— colapsa el teatro de la representación política que con tanto apremio se había erigido para el beneficio de las mayorías. Cuando todos abandonan el teatro por cualquier puerta, ventana o hendidura a la mano para proseguir sus desplazamientos incontrolados como parte de la masa, los representantes se van quedando solos sobre la tarima y, ante un auditorio cada vez más vacío, su baile se vuelve cada vez más excesivo. A esta situación se la puede designar de crisis global de la representación política. Cuando esto pasa, la escena está lista para el portentoso retorno de Bolívar Superestrella en figuraciones cada vez más monstruosamente abultadas y monumentalizadas.
Tal como argumento en un capítulo posterior, esta era la situación en 1812, cuando se desmoronó catastróficamente el incipiente teatro republicano de representación política que los Padres Fundadores de la nación venezolana erigieron apresuradamente para sustituir el gobierno colonial. En buena medida el tinglado se vino abajo a causa de la agitación de las masas de la nueva nación, antes y después de la Declaración de Independencia y de la aprobación de la primera constitución venezolana. Ya en aquel primer teatro republicano se pueden discernir algunos elementos de lo que, en su debido tiempo, llegaría a ser la Colección Frágil arriba aludida, aunque no sería sino hasta 1830 que esta configuración mostró algunos de los principales rasgos o atributos que desde entonces ha mantenido.
Desde ese momento, sucesivas generaciones de personajes estirados y moderadamente histriónicos han ocupado intermitentemente la escena política cuando la situación ha estado más o menos sosegada. No podría decirse, sin embargo, que la improbable conjunción de solemnidad monumental y de baile corresponda a la sobria conducta que los Padres de la Patria tenían en mente. Cualquiera puede advertir bajo la solemne gestualidad y la extravagante pomposidad de estos notables los pies inquietos hormigueando con las ganas de ponerse a bailar. La Colección Frágil proclama un mundo en paz y regenta periodos de tensa calma, cuando la inestabilidad y movilidad crónicas de las masas aún no han llegado a un punto de quiebre. Pero la escena es engañosa. Leídas con propiedad, las poses monumentalizadas y el baile relativamente agitado de estos augustos representantes revelan cuánto desplazamiento y movilidad todavía tienen lugar bajo las superficies aparentemente calmadas. A pesar de las apariencias, la Colección Frágil es una figura de movilidad y desplazamiento igual que Bolívar Superestrella, aunque, al contrario que este, aquella evoca oblicuamente un mundo en el que la conmoción endémica de las poblaciones subalternas ha sido considerablemente aplacada.
Pero antes de que la escena de los notables llegara a cristalizar con algunas de las cualidades que aún conserva hoy en día, entre 1812 y 1830 Bolívar Superestrella emergió en medio de la violencia y la devastación de las guerras de independencia. Con las masas venezolanas armadas en estado de ebullición y ocupando cada espacio postcolonial disponible, Bolívar no vio otra salida que monumentalizarse a sí mismo a fin de enmarcar a sus volubles y potencialmente peligrosos seguidores en el seno de un ejército patriota, un “pueblo en armas” todavía en ebullición pero, en cierto modo, más disciplinado y confiable, que rindiera cuentas directamente a su persona. Bolívar asumió el rol estatuario de un Gran Legislador rousseauniano. Una figura que, en su severa apariencia majestuosa, paradójicamente encapsulaba la vertiginosa movilidad y desplazamiento de un mundo por completo desarticulado. Este Bolívar Superestrella se transformó en la emblemática personificación de las masas venezolanas. Una vez inmortalizada en lienzo, bronce o piedra, esta figura se hizo la manifestación visible de la “voluntad general” no solo del “pueblo” sino, más concretamente, del “pueblo en armas”, es decir, de seguidores movilizados y a menudo armados a quienes temporalmente se los ha enmarcado en el seno del ejército bolivariano después de que se les persuadiera a renunciar a su condición de multitud.
Desde su incipiente cristalización en las dos décadas posteriores a la independencia, esto es, entre 1811 y 1830, la Colección Frágil y el Bolívar Superestrella se han sucedido la una con el otro con pasmosa regularidad. Esta fatídica alternancia entre configuraciones bipolares a la vez pertenecientes al imaginario político nacional y con claras implicaciones gubernamentales, es el patrón histórico de larga duración que debe asumir cualquier intento de desencadenar las posibilidades emancipatorias efectivamente inscritas en la problemática historicidad de la nación —el juego de sus fuerzas, agencias y significados constituidos históricamente—. Tales configuraciones tienen el estatus de tipos ideales —en la realidad, las cosas son considerablemente más híbridas y complejas—, pero en cualquier instante de la historia nacional, las realidades sociales e históricas se mueven claramente en la dirección ya sea de la Colección Frágil o de Bolívar Superestrella. Esto ocurre desde las prácticas de gobierno, los modos de legitimación, los hábitos corporales, hasta los métodos de ejercer la autoridad re-articulándose ya sea en términos de una democracia decididamente representativa o de una exclusivamente plebiscitaria. Tanto así, que es posible identificar la fatídica alternancia entre figuras gubernamentales potencialmente excluyentes con algo así como el gumsa y gumlao del proceso histórico de la nación[5].
La razón por la cual, hasta hoy, estas configuraciones alternativas han tendido a sucederse la una a la otra con deprimente regularidad tiene que ver con su intrínseca inestabilidad; cada una es el intento, al cabo defectuoso, de lidiar con la socialidad excesiva de la nación a fin de moldearla. Considerando que ni siquiera durante las llamadas épocas normales el orden republicano de Venezuela ha logrado con éxito inmovilizar y disciplinar con propósitos de gobierno a las poblaciones supernumerarias de la nación y, mucho menos, conceder ciudadanía efectiva a la vasta mayoría de venezolanos, es posible ver en esa movilidad no asimilada y crónicamente subversiva la parte no digerida del republicanismo nacional, el límite traumático con el cual el orden republicano recurrentemente se topa, y en respuesta al cual dicho orden ciclicamente se somete a una rearticulación drástica.
Esto no quiere decir que todo ha permanecido igual en Venezuela desde su fundación como república. Mucho ha cambiado desde entonces, desde el crecimiento de las capas medias del país hasta el desarrollo de una sociedad civil cada vez más diversificada, pasando por una red institucional mucho más compleja y diferenciada. Pero, independientemente de ese cúmulo de alteraciones, el republicanismo venezolano hasta ahora ha oscilado de modo recurrente entre una forma de gobierno democrático punitivamente restrictivo y otra más abiertamente populista y plebiscitaria, sin lograr establecer un proyecto institucional que les otorgue ciudadanía efectiva a las vastas mayorías nacionales. Espero que una mirada fresca a las limitaciones y constreñimientos estructurales que ineludiblemente enfrenta el orden republicano y liberal de Venezuela, posibilite abrirle paso a un futuro democrático realmente viable, un futuro en el cual lo empírico y lo trascendental, las restricciones existentes y las normas, valores e instituciones democráticas trascendentales en lugar de excluirse, puedan contaminarse mutuamente; un futuro, quiero decir, en el cual la llamada democracia directa y la democracia representativa, la libertad y la igualdad, el liberalismo y el populismo o, ya que hablamos de eso, el país de Páez y el país de Bolívar, logren informarse el uno al otro con efectos creativos y emancipatorios[6]. Esto mínimamente supone que los venezolanos dejemos de lado las buenas intenciones y las fantasías congratulatorias preocupadas por establecer de una vez por todas una utopía liberal compuesta de individuos discretos y autónomos y, en tanto que ciudadanos, en deuda con la ley y libres ya de interferencias personalistas. En su lugar, debe prestarse atención al ineludible populismo constitutivo de la nación, no para sucumbir a él, sino para embarcarse por fin en la necesaria reinvención de las instituciones y valores liberales y republicanos, con el objeto de que estos se sensibilicen ante los problemas enfrentados por las vastas mayorías de la nación, que hasta ahora, han estado en buena parte excluidas.
Por bastante tiempo, sobre todo desde que el régimen de Guzmán Blanco instauró el culto a Bolívar en los años 70 y 80 del siglo diecinueve pero ya desde la Independencia, encarnar lo universal o la “voluntad general” del pueblo en la escena política con el propósito de gobernar a las poblaciones inestables del país, equivale en Venezuela a convertirse delante de la audiencia en la representación monumentalizada de “Bolívar”, el personaje formidable y estatuario del imaginario colectivo. Esto es cierto no solo en los tiempos más propiamente bolivarianos, cuando Bolívar Superestrella retorna al centro de la escena política: también lo es cuando la Colección Frágil está en el poder y la figura de Bolívar se mantiene en el trasfondo.
Es precisamente como estatua imponente, bien alejada del individuo de carne y hueso que Bolívar fue, y no como un vago ideal heroico, que la figura del Padre Fundador se instaló de forma duradera en el imaginario político de la nación. Mantenido en tan exaltada posición por una panoplia siempre creciente de prácticas rituales, imágenes e instituciones, es en tanto estatua que, hasta el sol de hoy, la figura del Padre de la Patria ha alcanzado la posteridad como significante trascendental de Venezuela. Este “Bolívar” es una figura prohibitivamente monumentalizada que a la vez representa al pueblo soberano y a la fuerza excesiva que el Estado requiere para una y otra vez re-totalizar a dicho pueblo como colectividad unificada. En Venezuela, cuando se dice “Bolívar es el pueblo” es a la estatua de Bolívar y no al individuo de carne y hueso a lo que en realidad se hace referencia[7]. En términos prácticos estas representaciones monumentalizadas, orquestadas por el Estado, se comportan como los significantes trascendentales de la nación en plazas públicas, eventos oficiales, discursos públicos y celebraciones, no importa de qué tamaño sean. Y, en tanto lugares preeminentes donde la “voluntad general” del pueblo, comúnmente invisible e inaccesible, alcanza a materializarse adquiriendo existencia visible y, en consecuencia, efectiva, es precisamente a estas representaciones monumentalizadas a las que el pueblo de Venezuela necesariamente se parece; en tanto cristalizaciones del populismo constitutivo de la nación estas representaciones, contempladas como un todo, son, en toda su materialidad, la apariencia necesaria de este pueblo. Si estas representaciones faltaran, no podría hablarse de pueblo unificado, sino apenas de las mayorías postcoloniales de la nación. Si reconstituir “el pueblo” es una tarea prioritaria de gobierno que el Estado nacional debe continuamente llevar a cabo, entonces la manufactura y diseminación de las representaciones monumentalizadas del Libertador por todo el territorio son poco menos que imperativas.
De ahora en adelante, cada vez que escriba el nombre del Libertador entre comillas, como lo he hecho en varios lugares de esta introducción, ese “Bolívar” remite a la susodicha figura monumentalizada y no a la persona histórica. No he conseguido una manera más elegante de mostrar hasta qué punto la continua monumentalización tanto de Bolívar como de los representantes de la nación no solo expresa una weltanschauung nacionalista venezolana, sino también una práctica crucial de gobierno. La monumentalización es un artefacto gubernamental deliberadamente artificioso que se basa en una preexistente red de instituciones y sin cesar se reproduce a sí mismo por medio de prácticas de gobierno —representaciones iconográficas, producciones discursivas, ejercicios políticos situados, y así— que debe ser analizada en sus propios términos. Este libro intenta poner en evidencia algunos de los principios formativos del diseño general, propiamente teológico-político y totalizador, que subyace a muchos desarrollos cruciales en la historia de la nación venezolana. También busca identificar algunas de las grietas y líneas de falla en dicho diseño allí donde se insinúan otras posibilidades, quizá más emancipatorias.
En definitiva, la abrumadora centralidad de la estatua del Libertador en el imaginario político, las prácticas de gobierno y el paisaje físico de Venezuela como la única admisible encarnación u objetivación del “pueblo” y de su “voluntad general”, implican a juro que cualquier título que los estadistas venezolanos reclamen para sí es forzosamente derivativo. Como personificación de la voluntad general, “Bolívar” debe refrendar todo los títulos que al fin y al cabo tienen su origen en él. Por más de un siglo, esos estadistas han estado copiando miméticamente con su actuación en la escena política la figura de culto del Padre Fundador, esculpiendo escrupulosamente sus demostraciones públicas, sus palabras y toda su conducta según ese modelo estatuario. En la esfera de gobierno estas inversiones miméticas tienen mucho sentido. Hubo una época, sobre todo en los primeros años de la república (más o menos entre 1830 y 1842), en que invocar la “voluntad de Bolívar” como encarnación de la “voluntad general” se consideraba no solo innecesario, sino incluso un anatema. Pero poco después apelar a la figura monumentalizada ha sido una ineludible condición de gobierno.
Hay más. Dado que la “voluntad general” que “Bolívar” tan monumentalmente encarna está protegida en la constitución como nada menos que la ley que unifica a la nación como pueblo, se colige que los representantes venezolanos, al monumentalizarse en la escena política según el modelo de “Bolívar”, también se constituyen a sí mismos como encarnaciones de la ley. Es precisamente en tanto espejos de lo universal donde, más allá de sus diferencias, las poblaciones venezolanas pueden y deben verse a sí mismas reflejadas como un todo unificado que, históricamente, estos representantes se las han arreglado para (re)constituir una y otra vez al pueblo/nación venezolana como objeto de gobierno; y ello, de más está ya decirlo, siempre en nombre del Libertador como lugartenientes designados suyos.
Para comprender el sentido de esta forma de autoridad bolivariana, basta con visualizar cualquiera de los descomunales afiches políticos que hasta hace poco adornaban paredes y oficinas en toda Venezuela, y que mostraban al presidente Hugo Chávez contemplando heroicamente el horizonte, con un retrato enorme de Bolívar y otros Padres de la Patria al fondo.
©Trópico Absoluto
Notas:
[1] Ver Racine (2013) y su trabajo sobre la omnipresencia de actos de violencia simbólica perpetrados en los cuerpos de los enemigos muertos tanto por patriotas como realistas.
[2] Ver Lacoue-Labarthe (1989).
[3] Mi comprensión de la naturaleza e implicaciones del republicanismo venezolano no hubiera sido posible sin la obra extraordinaria de Luis Castro Leiva.
[4] “Otredad Europea” (European elsewhere) es la expresión que Michael Taussig (1997) utiliza como seudónimo de Venezuela en su libro sobre el culto de posesión de María Lionza.
[5] Gumsa y Gumlao designan las dos formas de organización social, la una jerárquica, la otra más decididamente igualitaria, entre las cuales, según el antropólogo británico Edmund Leach (1964), la vida social en las tierras altas del noreste de Birmania continuamente oscila.
[6] La oposición entre estos dos países ha sido parte del discurso oficial chavista. Uno de los argumentos de este libro es que la decisión de privilegiar cualquiera de estos dos países excluyendo al otro, así dándole prioridad bien sea a la “igualdad” o a la “libertad”, conlleva costos extraordinarios. Esto es especialmente el caso ahora cuando, al igual que muchas otras, la nación venezolana se encuentra sometida a un conjunto de fuerzas globalizadoras que seriamente comprometen la capacidad del Estado local para totalizar la nación ya sea en una dirección declaradamente populista o en una más decididamente oligárquica. Insistir en cualquiera de estas dos “soluciones” con la exclusión de la otra es una receta segura para tornar la sociabilidad en un campo de batalla interminable. En este sentido ver Sánchez (2000).
[7] Codificada y diseminada por el Culto a Bolívar, la expresión “Bolívar es el pueblo” está muy extendida por toda Venezuela.
Referencias:
Bolívar, S. (1997). Escritos Fundamentales. Selección e introducción de Germán Carrera Damas. Monte Ávila.
Collier, S. (2001). Old Iron Arse. London Review of Books, 23(15), 30-31.
Fabian, J. (1983). Time and the Other. Columbia University Press.
Fleitas Nuñez, G. (1995). Héroes y Bailadores. En Palabras al Viento (pp. 412-414). Gobernación del Estado Aragua, Academia Nacional de la Historia.
Harvey, R. (2000). Liberators: South America’s Savage Wars of Freedom, 1810-1830. Robinson.
Lacoue-Labarthe, P. (1989). Typography, Mimesis, Philosophy, Politics. Harvard University Press.
Leach, E. (1964). Political Systems of Highland Burma: A Study of Kachin Social Structure. Athlone Press.
Racine, K. (2013). Message by Massacre. Venezuela’s War to the Death, 1810-1814”. Journal of Genocide Research, 15(2), 201-217.
Sánchez, R. (2000). Channel Surfing: Media, Mediumship, and State Authority in the Maria Lionza Cult, Venezuela. En H. de Vries and S. Weber (Eds.), Religion and Media (pp. 388-434). Stanford University Press.
Tausig, M. (1997). The Magic of the State. Routledge.
Vargas Llosa, M. (1993). El Pez en el Agua: Memorias. Seix Barral.
Rafael Sánchez (La Habana, 1950 – Ginebra, 2024) estudió sociología en Ecuador y Venezuela. Completó sus estudios (BA) en la Universidad de California (Santa Bárbara). Máster en Antropología (Universidad de Chicago), doctor en Antropología (Universidad de Ámsterdam). Fue docente en el Centro de Estudios Latinoamericanos y del Caribe de la Universidad de Nueva York (2007-11), en el Amsterdam University College (2011-15), y en The Graduate Institute Geneva. Sus publicaciones abordaron, entre otros temas, la religión, los medios de comunicación, la política, el populismo y la mediumnidad espiritual. Su libro Dancing Jacobins. A Venezuelan Genealogy of Latin American Populism, fue publicado por Fordham University Press en 2016.
Esta trabajo se publicó por primer vez en la revista Akademos como parte de un dossier editado por Juan Cristóbal Castro y Rebeca Pineda titulado «Disidencias: interpelaciones culturales en la Venezuela revolucionaria», Vol. 22 Núm. 1 y 2 (2020), pp. 17-46.
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