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El extraño retablo de Carolina Lozada

Por | 29 octubre 2024

Esa distancia de Lozada con respecto a las historias que relata ha despojado lo cotidiano de su aura de autenticidad para transformarlo en un retablo de incesantes extrañamientos que tal vez atrapan con mayor fuerza que cualquier testimonio la intimidad de los pequeños seres de una ciudad y un país en busca de nombre, «donde todo está pero todo ha cambiado», como escribió Imre Kertész, a quien cita la voz narradora al despedirse de su libro). No es necesario ser parte del «éxodo» para novelar la extranjería: Fisiología de las cosas pequeñas lo hace, y de manera inmejorable.

Carolina Lozada. Imagen de Instagram. 2023

Tras haber ofrecido al inicio de su carrera muestras de excelencia como cuentista o microcuentista —La culpa es del porno (2013), El cuarto del loco (2014) o El perro estar (2019) son algunas de sus colecciones más importantes—, Carolina Lozada ha ampliado recientemente su perfil de narradora incursionando tanto en la novela breve, con Todo es lo que parece, como en la novela, con Fisiología de las cosas pequeñas. Ambos títulos datan de 2023. Me propongo en esta oportunidad dedicar algunas reflexiones al segundo de ellos[1] por tratarse no solo de una de sus obras más ambiciosas, sino de las que mejor ilustran los desafíos estéticos de muchos escritores venezolanos de hoy. Pienso, en particular, en el dilema de cómo enfrentarse a un horizonte social en crisis constante sin soslayar la condición no mimética del lenguaje literario.

A la diversificación de géneros, habría que agregar los distintos paradigmas de representación de los que se ha valido Lozada. En efecto, para limitarnos a los libros mencionados, no cuesta observar diferencias entre el modo carnavalesco que predomina en La culpa es del porno y el perturbador neoexpresionismo de El cuarto del loco, donde la presencia de Franz Kafka así como las enseñanzas de otros autores del centro y el este de Europa eran notables, a despecho de la sombra que también arrojaba Antonin Artaud sobre numerosas páginas. Todo es lo que parece consolida una nueva opción que con Fisiología de las cosas pequeñas alcanza su manifestación plena. Me refiero a una especie de costumbrismo tocado por lo grotesco que podría verse ya sea como continuación histórica de una tradición nacional encarnada por los articulistas decimonónicos y sus actualizadores José Rafael Pocaterra y Salvador Garmendia —el nombre de este último resuena junto con el de Gueorgui Gospodínov en un título como Fisiología de las cosas pequeñas—, ya sea como una depurada síntesis de su trayectoria personal, amalgamando los elementos carnavalescos y neoexpresionistas anteriores.

Carolina Lozada. Fisiología de las cosas pequeñas. Galisteo (Cáceres, Esp.): La Moderna. 2023

Me detendré en este asunto, crucial para entender la apuesta estética de Lozada. Como es bien sabido, el estilo carnavalesco supone, según Mijaíl Bajtín, transgresiones o rebajamientos usuales en la cultura popular en los cuales se intuye el poder generador del cuerpo y la tierra que la cultura de las élites empezó a restringir en los albores de la Edad Moderna; el choque de esas dos cosmovisiones, una arraigada en el entorno material y otra inclinada mayormente a lo abstracto, produce un tipo de humor caracterizado por violentas distonías, contrastes de ordinariez y sofisticación, somatismo e intelecto. A esa risa Fisiología de las cosas pequeñas rinde incontables homenajes desde el primer capítulo. Allí nos cruzamos con las mitologías de los medios de comunicación de masas —Clara Cecilia, la protagonista, «doble C» o «CC», secretaria «un poco maníaca» (p. 19), se sirve de películas de vaqueros para interpretar el mundo (p. 23)— y, poco después, nos salen al paso remisiones literarias prodigadas con abandono —Margo Glantz, Marcel Proust (p. 28), Blanca Varela (p. 30)—. Tales yuxtaposiciones establecen un método, y a lo largo de la novela desfilan el divorcio de Lila y el Puma, el Show de Lucy, canciones de Héctor Lavoe o Camilo Sesto a la par de citas o paráfrasis de Kafka, Hans Magnus Enzensberger, Sergio Chejfec, Antonio Di Benedetto o Ida Gramcko, más todas las alusiones operísticas imprescindibles para desarrollar el personaje de Guillermo «Zhivago», interés romántico de doble C y locutor de un programa sobre ópera en la Radio Nacional, cuyo estrambótico alias no es accidental —Guillermo Tell Lezama, se nos explica, es su nombre genuino, y resulta tanto o más extravagante: la impresión es de sucesivas máscaras intertextuales que al final solo ocultan la suspensión de referentes en que todo arte se funda (p. 193)—.

La risa carnavalesca de Lozada no se contenta con esos estridentes solapamientos. Considérese, por ejemplo, la genealogía de Clara Cecilia: su padre, Ramiro, «se mantenía en el taller, afanado en sus tallas [de] hombrecitos con la verga erecta como asta flameando la bandera en un día patrio» (pp. 71-72). O reparemos en la descripción de Guillermo:

Sin conocerlo, nadie pensaría que el vozarrón del conductor de Ópera al día iba a caber en ese cuerpo. El suyo, además de pequeño, era magro; tenía las manos muy largas en relación al resto del cuerpo; sus cejas estaban sobrepobladas. Su quijada, su barbilla eran lampiñas porque se afeitaba con extrema meticulosidad. El pelo se le esparcía sobre la cabeza en ondas como olas marinas. Los ojos oscuros, el mentón afilado; afilada tenía también la nariz, como un lápiz al que se le saca punta con cuchilla (pp. 100-101).

El discurso indirecto libre aporta datos adicionales cuando la narradora escarba en el fuero interior de Zhivago y Clara Cecilia en medio de una conversación acerca de cementerios y la conveniencia o no de ser cremado: «Qué romántica esta mujer, pensó [él]. Bonito tema para un encuentro. ¿Qué venía ahora? ¿De qué color son sus heces fecales? ¿Ya te chequeaste la próstata?» (p. 189). Y no podrían faltar las contribuciones de personajes secundarios como el portero de la emisora radial: «se alejó un poco de la entrada, se apartó para deshacerse de un gas que tenía retenido por decencia. Una ventosidad aflautada, casi musical» (p. 124).

Todo es lo que parece consolida una nueva opción que con Fisiología de las cosas pequeñas alcanza su manifestación plena

Como vemos, lo carnavalesco con frecuencia deriva en caricatura gruesa —de marcados aires decimonónicos: quien conozca bien el corpus de los articulistas de costumbres, insisto, lo captará enseguida—, pero puede explorar zonas más oscuras de los personajes —al modo de Pocaterra y Garmendia—. Ello ocurre en breves chispazos interpolados entre peripecias ligeras y risueñas. El peso que tienen los ancestros en la psique de doble C lo confirma palmariamente. Luego de narrarse cómo la protagonista queda obsesionada con la historia de Dafne, objeto de una ópera renacentista comentada en la radio por Guillermo, y cómo, a raíz de descubrirla, Clara Cecilia se niega a preparar sopa con hojas de laurel porque «era como dejar caer un pelo adentro, […] asqueroso como una mosca en el caldo» (p. 115), nos topamos con un sumario de su existencia y la de su familia que nos sumerge en un dolor no por contenido menos paroxístico, que aflora cuando trata de comprender cómo puede alguien dedicarle una sesión de un programa cultural y con sublimes frases, además, en italiano:

Clara Cecilia, la ninfa sdegnosa e schiva… La Dafne que ningún Apolo acosaría; el pelo en la sopa, el rostro olvidable, el cuerpo frágil como un reveno; la secretaria que tecleaba en una máquina de escribir en tiempos en que las computadoras ya eran de uso común; la mujer que copiaba los disparates que le dictaba un abogado sin causa ni clientes. Clara Cecilia, la hija de Ramiro Lima, el tallador de hombrecitos de madera con penes erectos, las tallas que Ramiro reproducía neuróticamente una y otra vez para precisar el gesto obsceno de Asunción Lima, su padre, quien se desnudaba frente al hijo-niño-Ramiro con la verga parada. Esa imagen perseguía a Ramiro como si el padre abusador estuviera siempre ante sí, un recuerdo horroroso que fijaba en cada hombre de palo. El tallado grito (p. 116).

El imaginario casi munchiano, expresionista y torturado se adivina, como señalo, esporádicamente, aunque no escasea en pasajes donde se presta atención al contexto social. Cuando Clara Cecilia se aproxima a la fila de la tercera edad en el banco percibe, entre otras cosas, «la creciente desesperación de [la] soledad» de los ancianos, salpicada de lamentos «sobre la mengua de su capital» (p. 19). En un capítulo donde se cuenta cómo, de adolescente, decidió salir de compras para perder la virginidad por su propia mano, pronto advertiremos la enrarecida atmósfera del deterioro nacional, así esté puntuada por lo burlesco:

A pesar de la confianza generada en el bazar erótico, […] evitó tomar el transporte público para regresar a casa; prefirió caminar […]. Lo hizo porque se imaginó un escenario catastrófico […] si tomaba la ruta colectiva: un asalto en el autobús, dos delincuentes trabajando en conjunto. Uno parado al lado del chofer, empuñando un arma sobre la sien del conductor […]. Ese hombre, muy joven, daría las indicaciones mientras su compañero […] recorrería el pasillo […] con un saco […]. También revisaría las carteras de las mujeres y ¡oh, sorpresa!, ¡un vibrador! (pp. 93-94).

Tanto o más llamativo, la decadencia comunitaria y una ominosa visión ctónica se combinan en uno de los momentos en que se retrata el innominado escenario de los amoríos de CC y Guillermo:

Abandonaron el parque, continuaron caminando por las calles de esa ciudad encumbrada por colinas, custodiada por la presencia herrumbrosa de los próceres dispersos a lo largo de las plazas; una ciudad que parecía repetirse en la numerología de sus avenidas e intersecciones, en los reclamos sociales escritos en las paredes, en las bombillas de las ventanas iluminadas, en los portales de casas y edificios que daban cuenta de tiempos pasados más prósperos. Los dos caminaban sobre las calles de una ciudad cruzada por tuberías de desagües subterráneos, una ciudad donde las raíces de los árboles imponían bajo tierra sus propios planos rizomáticos, el cobijo de organismos vivos, larvarios, diminutos, agusanados, babosos, peludos, rastreros; las otras vidas, las pequeñitas, sus múltiples ecosistemas bajo la indiferencia de las pisadas humanas (pp. 128-129).

Si al amparo del título de la novela ya es legítimo trazar paralelos entre los protagonistas y esas criaturas del humus, otro «bicho» que merodea en el relato torna más compleja nuestra situación como lectores. Hemos apreciado una perseverante injerencia militar en lo público y lo privado: no solo el indefectible «prócer» en cada plaza, sino el asta de la bandera «en un día patrio» equiparada a una erección. En el segundo capítulo, que nos introduce en la vida de Guillermo, nos enteramos de que, aun cuando desde temprano «se le quitaron las ganas» de portarse como «héroe» (p. 34), en una entrega de su programa radial no pudo contenerse y exclamó «¡Abajo cadenas!», porque «estaba cansado de los caprichos del tirano que gobernaba el país, tan harto de los excesos autoritarios, que el reclamo le brotó como un incontenible e impostergable eructo libertario». Para su suerte, a raíz de la intempestiva protesta no hubo «ningún tipo de respuesta, de reacción revolucionaria», por la sencilla razón de que «Nadie tumba un gobierno opresor desde un programa de ópera» (p. 35). Más adelante comprobaremos la hondura con que la indignación política ha calado en Guillermo:

Abajo cadenas. Esta vez lo pensó, no lo dijo, hasta elidió los signos exclamativos. Como si ese pensamiento, el más preciado anhelo colectivo, pudiera deshacer el entuerto y acabar con el bicho, con el mandamás que provocó el éxodo, el quiebre de la economía, la ruptura emocional de toda la nación, el responsable que estaba llevando a su ciudad y a su país al descalabro […]. Hay que espantar al bicho de la cabeza, se convencía Zhivago, esquivando la realidad, porque si no lo haces, se decía, te come. Si el bicho se mete en nuestras cabezas, nos devora como un parásito, como un zombi, como un asqueroso, hambriento e insaciable caníbal (pp. 56-57).

Que «bicho» sea el mote dado al dictador completa la conjunción de lo alto y lo bajo alojada en el centro del sistema elocutivo de Lozada, donde nuestras simpatías por la pareja de CC y Guillermo al igual que las antipatías por un régimen abominable se congregan en una sola pequeñez, como si la abyección deshumanizadora que se desborda desde arriba hubiese anegado por entero la escala social y la aceptación o asimilación de lo «rastrero» constituyese la única fórmula de supervivencia. En este punto una sensación asfixiante acorrala a quien desee distinguir con facilidad entre el bien y el mal, pero acaso una indecisa axiología sea la respuesta apropiada a las nítidas proclamas del patriotismo reinante en el país del locutor radial y la secretaria. Cuando la novela se niega a articular una «grandeza» que oponer a lo pequeño, cuando todo lo subsume en lo ínfimo, con astucia se excluye de las reglas del juego impuestas: las del «herrumbroso» heroísmo «revolucionario». Y allí radica lo más sorprendente de la propuesta de Lozada; siendo las peripecias de su novela marginalmente políticas, su lenguaje lo es de lleno mediante un silencio disidente y acusador.

Por ese derrotero —irónico— puede asimismo descifrarse la urgencia que tiene la voz narrativa de hacer explícita, en otras ocasiones, su repugnancia de los registros alegóricos evocados por banderas y estatuas. Reflexionando sobre sus posibles estrategias al abordar la escena del tête-à-tête de los protagonistas en el parque, la oímos decir: «mi mano debía hacerles ciudad, no alumbrada demasiado, insinuar en el trazo oscuro y menesteroso la presencia siniestra del bicho» (p. 128). Téngase en cuenta que estas palabras se sitúan a pocas líneas de la descripción de un conjunto urbano «de tiempos pasados más prósperos» con un subsuelo donde bullen seres «agusanados, babosos, peludos, rastreros». El alegorismo oficial, así pues, se socava ahora paradójicamente mediante la asunción entusiasta, frontal de sus hábitos, lo que termina evidenciando su artificiosidad, su índole retórica: estamos ante un proceso simultáneo de construcción y deconstrucción.

Desde luego, muchas otras virtudes nos depara Fisiología de las cosas pequeñas. El entramado enunciativo que he resaltado, por cierto, enfatiza la mordacidad de la anécdota, asegurando que no olvidemos jamás el carácter ductor de la forma y que en ella se define la razón de ser de todo el proyecto. Lozada sabe que los signos en circunstancia artística no son transparentes ni desechables una vez que transmiten la idea. Su narradora manifiesta dudas acerca de sus alternativas; sujeta a escrutinio sus propios instrumentos verbales; subraya la provisionalidad de los nombres de los personajes, la ridiculez de su aspecto y sus manías. Está siempre a la espera —tan obsesiva como CC— de un «plomero» cuya llegada coincidirá con la última línea. Incluso se compara con un dios creador, pero para también triturarse en el omnívoro molino de inversiones carnavalescas que ha creado; por eso elige entronizarse y destronarse en un párrafo brevísimo:

Este era el hombre [Guillermo] que saqué del costillar de Clara Cecilia porque ella andaba muy sola […], llevándose consigo todos los créditos de una vida anodina, mañosa, egocéntrica; un transcurrir silencioso y anónimo. A los dos los puse en esta ciudad sin nombre y decidí que si se encontraban que hicieran lo que se les pegara la regalada gana porque yo no iba a cuidar libres albedríos de otros (p. 35).

Con tino, el prólogo de Magdalena López asevera que esta novela se erige en una «disquisición sobre el vínculo entre el escritor y su obra» (p. 15). Esa tenaz conciencia de sí, cabe añadir, se extiende al subgénero que más visiblemente se remeda. Ya Lozada había experimentado en Todo es lo que parece con colocar la novela rosa en los territorios del humor, pero en Fisiología de las cosas pequeñas se llega mucho más allá, por una parte, poniendo de relieve un cariño cervantino por sus machacados protagonistas —actitud que vuelve a la larga secundario lo que tienen de esperpento— y, por otra, elevando la sátira a una oblicua inquisición de las preferencias en las que la avidez mercantil de la industria editorial actual quiere confinar a escritores y público. No en balde, en un instante en que la narradora se divide y, acudiendo a un megáfono, discute consigo y con sus lectores, defiende la índole sentimental de su relato —ni por asomo «policial» o «detectivesco»— justo antes de mencionar el Quijote (pp. 177-178).

De lo expuesto hasta aquí se desprende que Lozada no permanece ajena a muchos de los factores que han condicionado la narrativa venezolana de este siglo. De hecho, sin falta debería figurar entre los autores representativos de la época, pese a que su tratamiento de las inquietudes comunes se abstenga de la repetición mecánica. O precisamente por ello, por la aguda autocrítica que ha sabido infundir en su quehacer y se traduce en una fractura interna gracias a la cual la escritura se somete a la misma risa a la que se ha sometido el entorno. Como novelista, esa distancia de Lozada con respecto a las historias que relata ha despojado lo cotidiano de su aura de autenticidad para transformarlo en un retablo de incesantes extrañamientos que tal vez atrapan con mayor fuerza que cualquier testimonio la intimidad de los pequeños seres de una ciudad y un país en busca de nombre, «donde todo está pero todo ha cambiado», como escribió Imre Kertész, a quien cita la voz narradora al despedirse de su libro (p. 216). No es necesario ser parte del «éxodo» para novelar la extranjería: Fisiología de las cosas pequeñas lo hace, y de manera inmejorable.

[1] Carolina Lozada. Fisiología de las cosas pequeñas. Magdalena López, pról. Galisteo (Cáceres, Esp.): La Moderna, 2023.

Miguel Gomes (Caracas, 1964), estudió literatura en la Universidad Central de Venezuela y en la Universidad de Coimbra. Doctor en literatura por la Stony Brook University, New York. Board of Trustees Distinguished Professor de la Universidad de Connecticut, donde enseña desde 1993. Miembro de la Academia de Artes y Ciencias de Connecticut y miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Posee una amplia obra narrativa. Entre sus libros de crítica se cuentan: Los géneros literarios en Hispanoamérica (Navarra: Ediciones Universidad de Navarra, 1999) y La realidad y el valor estético: configuraciones del poder en el ensayo hispanoamericano (Caracas: Editorial Equinoccio, 2010).

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