El Ibsen Martínez que conocí
«El Ibsen Martínez que conocí –la relación que mantuvimos a lo largo de las décadas, más allá de ciertos altibajos, tensiones e irregularidades–, mi visión de la persona proviene de lo que llamaré una amistad diurna, prolongada por años bajo una casi exclusiva modalidad: prolongados almuerzos, solos o con amigos, que transcurrían bajo el aliento de los libros y los hechos públicos. No recuerdo haberme reunido con él de noche. No nos visitamos nunca en nuestras casas, ni viajamos juntos, ni compartimos la experiencia de vaciar una botella y abrir la siguiente.»
I.
Ibsen Martínez regresó a Caracas en marzo de 2024, luego de vivir una larga década en Bogotá. Lo hizo en deliberado silencio. No podía ser de otro modo: temía que se despertara la furia persecutoria del régimen en su contra. De haber podido, hubiese permanecido en Bogotá por más tiempo. Tenía allí unos pocos amigos, a los que estimaba. Le gustaba caminar por algunas zonas de la ciudad. Pero, sobre todo, Ibsen se enamoró –y no exagero cuando escribo ‘se enamoró’– de algunas bibliotecas bogotanas, como la Biblioteca Virgilio Barco, de la que fue un usuario agradecido y recurrente.
En sus años bogotanos, Ibsen pasó muchas horas leyendo y tomando notas en distintos mesones bibliotecarios. De esas lecturas me hablaba en sus llamadas. Por ejemplo: durante unas semanas, en 2017 o 2018, estuvo concentrado en la historia y en los innumerables avatares del café en Colombia. En 2019 se sumergió –una vez más– en Joseph Conrad, Nostromo, Costaguana y el vastísimo campo de los viajeros europeos por las antípodas.
Casi al final de la pandemia, me llamó en un tono que dejaba traslucir cierta urgencia: acababa de cerrar Vivir con nuestros muertos, el estremecedor libro de la rabina francesa Delphine Horvilleur, que lo había revuelto. Compré el libro de inmediato. Dos días después, también removido hasta los tuétanos por su indagación de nuestros complejos vínculos con los muertos, hablamos por teléfono casi dos horas. O, mejor dicho, tuvimos un nuevo intercambio, en el que Ibsen emprendía largos monólogos, como si al enunciarlos a otros en voz alta, ordenara sus ideas, las despojase de excesos, para que adquiriesen formas limpias, magras, desprovistas de retórica.
Ibsen se había fascinado por un método que Horvilleur repite en su libro: pensar el efecto generado cuando reformulamos el orden en que se expone un pensamiento (“Los judíos afirman que no saben lo que hay después de la muerte. Pero podrían formularlo de otro modo: después de la muerte hay algo que no sabemos. Hay algo que todavía no se nos revelado, algo que otros harán, dirán y contarán mejor que nosotros, porque hemos existido”).
II.
Cuando en diciembre de 2014, el narcotraficante Hugo Carvajal Barrios, entonces uno de los hombres más poderosos del régimen, introdujo una demanda en contra de ocho personas –seis periodistas, un político e Ibsen Martínez– ocurrió lo previsible: los acusaron por emitir informaciones falsas, difamar y desestabilizar al gobierno. No recuerdo si Ibsen ya había cruzado la frontera o si lo hizo después de iniciada la acción legal.
Al leer ahora el artículo que desató la ira del poderoso narco, la sensación de perplejidad se impone: no es un artículo dedicado a exponer las operaciones mafiosas de Carvajal, con el detalle propio del periodismo. “El Pollo y Mr. Fring” es uno de sus peculiares objetos narrativos en forma de artículo, único en su estructura, cargado de sorpresivas y hasta exquisitas referencias, que no se apura en develar su quid: me refiero a ‘eso suyo’ que estaba en el articulismo de Ibsen Martínez, el uso del español impecable, la prosa que no ocultaba al hombre cultísimo que la había escrito. Que Carvajal lo haya incluido en su demanda habla del prestigio que Ibsen había consolidado como articulista y cronista.
III.
Regresó a Caracas preocupado por el estado de su corazón. Se sometió a chequeos médicos. Fue advertido de los peligros que lo acechaban. Quería vivir y atendió con disciplina al tratamiento y rutinas que le prescribieron. Con el paso de las semanas, su ánimo mejoraba. La potente maquinaria de producir ideas, uno de los signos más protuberantes de su personalidad, estaba otra vez en funcionamiento. De uno de los libros que tenía en mente –un ensayo personalísimo sobre el desencanto hacia la izquierda en Teodoro Petkoff y en José Ignacio Cabrujas–, hablamos en tres o cuatro ocasiones. Que su disposición comenzaba a levantar cabeza, lo pone en evidencia el reciente cambio que hizo al nombre de su columna. Cuando me preguntó mi opinión sobre “Semillas del tiempo”, no mostré entusiasmo. Otros de sus amigos se pronunciaron a favor. Y así es que las últimas cuatro entregas de su espacio dominical en El Nacional, aparecieron bajo ese rótulo. Es probable que en la decisión de dejar atrás “Leyendo de pie” y, en lo sucesivo, usar “Semillas del tiempo”, hubiese la invocación de un simbólico comenzar de nuevo, un gesto casi imperceptible de quien busca una nueva oportunidad.
IV.
El Ibsen Martínez que conocí –la relación que mantuvimos a lo largo de las décadas, más allá de ciertos altibajos, tensiones e irregularidades–, mi visión de la persona proviene de lo que llamaré una amistad diurna, prolongada por años bajo una casi exclusiva modalidad: prolongados almuerzos, solos o con amigos, que transcurrían bajo el aliento de los libros y los hechos públicos. No recuerdo haberme reunido con él de noche. No nos visitamos nunca en nuestras casas, ni viajamos juntos, ni compartimos la experiencia de vaciar una botella y abrir la siguiente.
Sin embargo, aunque el carácter diurno de una amistad podría constituir una limitación, siempre me pareció que era reticente a conversar sobre el ámbito personal de su vida. Hablábamos de todo lo que está fuera, en la esfera pública. De su familia o de su vida doméstica, no más que alguna pincelada suelta. Y no más.
A lo largo de casi cuatro décadas produjo un articulismo excepcional en el ámbito de la lengua española: el articulismo de un escritor que pasó una parte decisiva de su vida leyendo. Que producía desde un espacio del pensamiento, donde su pasión por los hechos del día era indisociable del erudito peculiarísimo y el prosista riguroso.
Hubo un tiempo, en que Ibsen solía arremeter contra la etiqueta ‘intelectual’ (creo que en más de un artículo de los noventa hizo mofa de quienes se asumían como “intelectuales”). Pero debo decir que lo inequívoco es que Ibsen Martínez era un intelectual sin pausas. Un intelectual que tomaba posiciones ante el poder y los hechos de orden colectivo, incesante en el oficio de comentar lecturas, episodios históricos, biografías, noticias y otras materias de su abultado catálogo de obsesiones (como el petróleo, el béisbol, ciertos políticos), y que no dudó en ventilar sus resentimientos, en la mesa o en las páginas de los diarios, especialmente cuando sus opiniones remontaban hasta el presente.
En esos encuentros, en un restaurante o en llamadas vespertinas, entendí el modo en que Ibsen practicaba la erudición: cuando su apetito se interesaba en algo, se abalanzaba sobre la cuestión. Investigaba y procesaba todo cuanto estuviera a su alcance. Leía. A los días volvía a llamar para reportar sus descubrimientos, sus nuevas piezas para el expediente. Su almacén de conocimientos era cuantioso y peculiar. Cultivaba un gusto por ciertos exotismos: ese montón de materias, inesperadas y reveladoras, que solo él conocía, pero no de pasada ni de forma superficial, sino en sus entrañas. De hecho, puesto que fueron innumerables las ocasiones en las que escuché sus detallados monólogos, siempre me pareció que la disciplina de su articulismo –la prosa ágil y magra, que eludía las obviedades– a menudo resultaba implacable, extrema si se quiere, porque en su afán perfeccionista, sacrificaba contenidos que, pensaba yo, hubiesen enriquecido todavía más el artículo. Pero no. Ibsen tenía la medida. Sabía cuánto material, cuánto juego, cuánta sorpresa, cuánta fluidez era la necesaria, mezclaba todo aquello, y de ello salían sus breves obras maestras.
Un ejemplo: no hace mucho, el 3 de agosto –lo recuerdo con nitidez porque ese día es el aniversario de El Nacional–, hablamos del libro de José Solanes, En tierra ajena: exilio y literatura desde la Odisea hasta Molloy (del que alguna vez escribí un comentario de lector insatisfecho: dije que parecía inacabado). Ibsen me obsequió, en limpia y generosa secuencia, cinco libros sobre el exilio que había leído en bibliotecas bogotanas. Y los comparó, uno a uno, con varios de los libros que Solanes revisa en su estudio. Pero nada de eso apareció en el artículo publicado el 25 de agosto de El Nacional: al sentarse a escribir, como un cazador que va tras una específica presa, Ibsen puso su foco sobre Solanes y su libro. No se extravió. Y también en eso, en no poca medida, radica el genio, el sello de su articulismo.
V.
Pero el brillante, ingenioso y mordaz de los asuntos públicos y de los libros, tantas veces hiriente, provocador o excesivo, ese intelectual plantado y en vigilia, el Ibsen que yo conocía, se resquebrajó profundamente en diciembre de 2023, cuando El País (España) publicó una denuncia: había golpeado a algunas de sus parejas e Ibsen lo reconocía.
De inmediato, casi todo a su alrededor se derrumbó. Sintió el castigo en toda su intensidad. Dos de los medios en los que publicaba, El País y la revista colombiana El Malpensante, le cerraron sus espacios. Perdió ingresos que para él eran imprescindibles. La editorial que había publicado su más reciente novela, Oil Story, dejó de promoverla. Un acto de presentación fue cancelado, si mi recuerdo me acompaña bien. También una invitación a un evento literario. En las redes sociales, centenares o miles de personas se desfogaron en su contra. Viejos amigos se alejaron en silencio, otros rompieron de forma ruidosa. Ibsen pasó semanas hundido. Doblegado sobre la línea más baja de la existencia. La solidaridad, las palabras clarificadoras, los consejos que recibió, las conversaciones que mantuvo durante los peores días con varios de sus amigos, lo mantuvieron atado a la vida, con todo lo que eso representaba para él en ese momento y a partir de ese momento: reconocer la magnitud de sus errores; aproximarse hasta los límites de sus capacidades para vislumbrar el sufrimiento que había causado; preguntarse –pregunta que quizá todavía no había terminado de responder cuando le sobrevino el infarto en Caracas, el 11 de septiembre–, cómo podía ser, cómo debía ser su vida de allí en adelante.
VI.
A lo largo de tres décadas, Ibsen entró y salió de El Nacional, en cuatro ocasiones. Se marchaba a su antojo y al regresar la puerta seguía abierta. Hasta donde mi memoria me acompaña, creo que es un caso único en los 81 años de El Nacional. Muchos, por buenas razones, se han marchado y han vuelto al cabo de los años. Forma parte del desenvolvimiento del periodismo y de los grandes diarios. No puede decirse que renunciaba: su llamada era para informarme. No más. En el fondo, sabía que podría volver cuando quisiera. Miguel Henrique Otero me repetía: “cuando decida retomar su columna, aquí tendrá su espacio”.
Que haya sido su amigo no me eleva a la categoría de especialista de su obra. Nunca seguí sus telenovelas, ni las películas que escribió. Salvo Humboldt y Bonpland, taxidermistas –que disfruté minuto a minuto–, no vi el resto de sus obras teatrales. De sus novelas, solo podría referirme a Oil Story. No leí las anteriores. Hago esta enumeración como antesala a lo siguiente: he admirado a Ibsen Martínez, desde que descubrí sus brillantes e inconfundibles artículos y crónicas. A lo largo de casi cuatro décadas produjo un articulismo excepcional en el ámbito de la lengua española: el articulismo de un escritor que pasó una parte decisiva de su vida leyendo. Que producía desde un espacio del pensamiento, donde su pasión por los hechos del día era indisociable del erudito peculiarísimo y el prosista riguroso.
VII.
Me corresponde cerrar estas breves notas, que tantas cosas han dejado sin considerar. Ibsen Martínez fue un hombre complejísimo, que al tiempo que despertaba la admiración de sus lectores y amigos, sembró y cosechó no pocas hostilidades. Recién fallecido, ha ocurrido lo previsible: los sentimientos de afecto y los de desprecio se han manifestado con especial intensidad.
Mientras, me quedo con una inquietud, que sobrepasa mis capacidades. Pero la comparto: me perece que de Ibsen cabe decir que, además de un ex izquierdista desencantando, con los años –como sus amigos y maestros, Cabrujas y Petkoff– formuló, deliberadamente o no, una visión política de carácter liberal. Pero esta afirmación mía no es más que un torpe brochazo.
Era un liberal, pero ¿qué clase de liberal? ¿Un liberal del espíritu y sin recetario? ¿Un mero pragmático? ¿Uno cuyo modo de pensar tenía sus raíces en la tolerancia liberal enunciada por Rawls? No tengo la respuesta. Corresponderá a personas competentes, si se animan, a pensar estas cuestiones.
Sin embargo, tengo una intuición asociada, que me atrevo a dejar aquí, formulada como una pregunta. ¿Hay en las constantes increpaciones políticas dispersas en el articulismo de Ibsen Martínez un viaje que arranca con la configuración de una izquierda democrática –una vez que se ha producido la ruptura con el estalinismo y Moscú– y que avanza hacia una visión, no programática ni doctrinaria, sino narrativa, una especie de modo de leer el mundo desde una actitud, desde una posición, desde un prisma de talante liberal? ¿Acaso hay pistas de eso en el articulismo de Ibsen Martínez?
©Trópico Absoluto
Nelson Rivera es periodista e investigador, miembro fundador del Consejo Editorial del diario El Nacional (1993), y desde 1995 director de su suplemento cultural: Papel Literario. Es autor de un volumen de ensayos El cíclope totalitario (Random House Mondadori, 2009) y editor de dos volúmenes de la serie Pensar la transición (Universidad Católica Andrés Bello, 2017 y 2018).
Este artículo se publicó originalmente en la revista Rialta. Se reproduce aquí con autorización de su autor.
1 Comentarios
Escribe un comentario
Bien merecida celebración del Ibsen articulista. Uno de los 3 o 4 más coleccionables que han escrito en EN de los últimos 30 años