Por un sentido siempre germinal. (La poesía de Graciela Yáñez Vicentini)
Miguel Gomes (Caracas, 1964) explora la obra de la escritora caraqueña Graciela Yáñez Vicentini (1981), quien "con discreción y paciencia, sin la precipitación o la fugacidad hoy características de la autopromoción en las redes sociales (...) se ha granjeado un lugar insoslayable en la escena literaria venezolana". Gomes valora aquí el potencial creativo de la autora y una suerte de umbral del conocimiento que estaría en la base de sus textos: "Tengo para mí que la poesía de Yáñez Vicentini nace de una rigurosa crítica de las certidumbres, y de allí su mordaz relación con las unidades mínimas alegóricas que se multiplican en sus composiciones: anzuelos para el incauto arrojados por quien sabe, o quien intuye."
Con discreción y paciencia, sin la precipitación o la fugacidad hoy características de la autopromoción en las redes sociales, Graciela Yáñez Vicentini (Caracas, 1981) se ha granjeado un lugar insoslayable en la escena literaria venezolana. Aparte de su labor editorial y sus ensayos diseminados en revistas y periódicos, es autora ya de varios volúmenes y plaquettes que indican una eficaz exploración de géneros diversos. Una vida incontaminada (2022), obra ganadora del Concurso Literario “Cuentos por los Derechos Humanos” Provea, puede leerse, en realidad, como texto que desafía las clasificaciones, con mucho de diario y poesía en prosa. Antes había publicado Espejeos al espejo (2006; 2da edic. 2007) e Íntimo, el espejo (2015), títulos vinculados por un proceso de amplificación y reescritura, que la afianzaron como poeta y, en particular, como continuadora de la tradición heteronímica, puesto que ambos se atribuyen a Egarim Mirage, nacida en Long Island y «aficionada a los libros infantiles, a los juegos verbales» y a «multiplica[r] todo por dos», según la nota biográfica ficticia de 2015. Con La caída natural (2023), poemas firmados por ella misma, las indagaciones de Yáñez Vicentini de nuevo se amplían, ahora con el aplomo de quien parece habitar a gusto una voz. En este poemario me detendré.
Movido por un ludismo de raíces vanguardistas, Íntimo, el espejo compendiaba momentos expresivos memorables. Su hábil recurso a la alusión y a la cita, a la imaginería hiperintelectualizada de la otredad y el reflejo, así como a lo fragmentario o al aprovechamiento material del vacío de la página deparaban, sin embargo, hallazgos que habrían de nutrir la poética que en La caída natural se despliega con mayor reposo y profundidad. A modo de ejemplo, considérese un poema heteronímico como «Suspensión (detalle)», donde las palabras flotan dispersando los enunciados para en la conclusión anclarse en el tú, puerto final que redefine como Eros lo que habría podido derivar en ensimismamiento narcisista:
En el texto encontramos la sabia conjunción de virtuosismo visual y referente que, en el libro de 2023, regresa en «La caída», pese a que se descarte la heteronimia o el erotismo incursione en la metafísica. Cito parcialmente debido a la extensión de la pieza:
Nótese que un recurso rítmico milenario como el encabalgamiento basta para lograr un efecto similar al de las estrategias gráficas mallarmeanas o caligramáticas de Egarim Mirage pero, eso sí, evitados en buena medida los artificios neovanguardistas. La proclividad experimental del heterónimo empezaba en la estructura especular del nombre y el apellido, y proseguía en su nunca disimulada fascinación por el juego, patente en el hecho de que «Suspensión (detalle)» constituía una variación del final de «Suspensión», poema en prosa que lo precedía, colocando sobre la inmediatez elocutiva una capa adicional de literatura. En ese tipo de énfasis no recae la poeta que opta por escribir con su nombre cotidiano.
En La caída natural hay, no obstante, más que una exclusión o un despojo de aquello que pueda parecer cerebral. Su alejamiento de los efectismos viene acompañado de una cosmovisión orgánica y de un pathos —a veces visceralidad tonal— que absorben al lenguaje sin tolerar su reificación. Tras haberse comprendido que escindirlo de la realidad resulta imposible, el protagonismo del decir no se agota en el ingenio o el ansia de novedad.
La organicidad comienza en la vaga noción de «naturaleza» invocada por el título general y los de las tres partes que componen el volumen: «El cuerpo», «La fruta», «El corazón». El diseño paratextual continúa con la abundancia de epígrafes, dedicatorias, fechas —en ocasiones, hasta horas del día— y la «Nota bene» con que se cierra el conjunto. La mención en la mayoría de esos agregados a miembros del entorno familiar, amigos y escritores —por su reaparición en otros libros de Yáñez Vicentini, claves íntimas no legisladas por un evanescente hablante lírico— enmarca lo que leemos en un discurso en roce permanente con lo autobiográfico e, incluso, con el relato de formación: «Con esta caída se abre un mundo que no nace de golpe, solo. Nacimiento progresivo, es la maduración de un fruto», acotan las reflexiones finales (p. 57). Cabe señalar que los roces a los que aludo no implican una entrega a lo anecdótico: el yo con frecuencia recalcado se exime de un férreo anclaje individual, dejándonos en libertad de ocuparlo; se transforma, en otras palabras, en una primera persona ritual, a la medida de quien recite mentalmente o en la práctica. No encuentro mejor ejemplo de esa subjetividad heteróclita que «El poeta», con su grácil deslizamiento, gracias a un diálogo parcial, desde la impersonalidad del título a la segunda persona, luego a la primera del singular y de inmediato a la primera del plural, para volver al yo y, por último, al terreno indeciso de las sentencias y las hipótesis:
Así como La caída natural, aunque la insinúe, se resiste a una narratividad externa —el gesto es, desde luego, una provocación—, lo mismo ocurre en lo que atañe a la búsqueda de sentido. En ese aspecto los mayores retos que nos impone apuntan a la participación lectora, convirtiéndonos en autores definitivos del texto. Anulada la tentación del testimonio o la confesión, el único evento es el poema, lo que no implica que se desprenda radicalmente del flujo de lo real, sino que opta por situarse en él mediante una relación inestable con la verdad. Los versos de Yáñez Vicentini ni dominan ni comprenden las cosas: conviven con ellas. Más que a interpretar, aspiran a ser: «a poem should not mean / but be»; y el «Ars Poetica» de Archibald MacLeish se acerca más aun al espíritu de La caída natural al añadir: «A poem should be palpable and mute / as a globed fruit» —‘Como fruta redonda, muda y palpable, / debería ser el poema’— (pp. 106-107). La poesía no como análisis o comentario, sino como laboratorio donde se nos permite articular nuestra propia experiencia.
Ello se manifiesta sin ambages en los socarrones tratos de Yáñez Vicentini con la alegoría. ¿A qué me refiero? Una lectura ingenua del poemario, para no ir muy lejos, al dar con la imagen matriz de la fruta —que surge por primera vez en el tercer poema y a la larga se hará omnipresente, sometida a variaciones, matices—, intentaría ceñirla a códigos familiares de interpretación, sobre todo porque prestigiosos marcos míticos o religiosos ofrecen expedientes cómodos para domesticar su sentido. Así, la asociación de lo que en numerosas ocasiones es específicamente «manzana» (pp. 27, 28, 30, 39, 41, 50) con la «caída», motivo retornante tampoco limitado al poema antes discutido (pp. 11, 51), casi por inercia cultural nos empuja a las moralejas de los discursos veterotestamentarios. No faltan alternativas: la fruta puede quedar reducida a la secreta parábola de la pubertad presente en cuentos de origen folclórico como el de «Blancanieves» —es decir, una variante «envenenada» del mitema bíblico— (p. 9), a la enseñanza cívica de otros relatos esta vez griegos —la manzana de la discordia (p. 28)— o dar pie a conjeturas metalíricas: si la «fruta» esporádicamente equivale al poema, el «árbol» o el «jardín» se equipararían, entonces, al lenguaje… Por esa vía, con todo, nos aprisionaría el mecanismo de una exégesis medievalizante, aquel «simbolismo objetivamente definido y organizado en sistema» al que se refería Umberto Eco cuando examinaba la rigidez con que la teología intentaba dominar mediante analogías con el conocimiento establecido en tratados morales, enciclopedias, bestiarios o lapidarios lo demasiado «abierto» en el texto, capaz de motivar a un lector activo y no dócil (pp. 9-12). La caída natural se rebela contra los esfuerzos por supeditarnos a tales crudezas del entendimiento. No creo casual que la apertura como ámbito numinoso resurja en sus páginas. Los dos primeros poemas son francos al respecto. En «El jardín» la pérdida de parámetros colectivos se opone a una aparente nada que puede serlo todo para quien escribe —«mis dedos»—:
En «El tumulto», la apertura se erige contra los goyescos monstruos del sueño de la razón:
Más adelante «El amuleto» nos plantea un enigma irónico e indisoluble cuyo centro no es otro que la manzana:
Obsérvese que la materia prima del poema, su secreto, se instala en una zona intermedia, un umbral que, si bien nos invita a descifrar sus contenidos, no promete la satisfacción absoluta de nuestra curiosidad. Tengo para mí que la poesía de Yáñez Vicentini nace de una rigurosa crítica de las certidumbres, y de allí su mordaz relación con las unidades mínimas alegóricas que se multiplican en sus composiciones: anzuelos para el incauto arrojados por quien sabe, o quien intuye, para citar a Gordon Teskey, que «la alegoría es el género logocéntrico por excelencia, el género que descansa más explícitamente en una noción de estructura centrada en la que las diferencias confluyen en el Uno» (p. 3).
La mejor prueba tal vez la hallemos en «La lección», que, desde su título, nos alerta contra la búsqueda de verdades en la literatura. Y el epígrafe no es menos importante; tomado del poema «Digresiones», que figura en Manzanas amarillas (1995) del granadino Luis Muñoz, los últimos dos versos nos remiten una vez más al umbral del conocimiento que ya hemos discutido, donde los contrarios no podrán nunca brindarnos síntesis dialécticas para acercarnos a una finalidad trascendente: «como un dardo en una fruta roja, / la dulzura y el daño, la inocencia / y la malicia: dos mitades, / dos puntas de veneno, / dos caras / de ninguna moneda» (p. 41). Enseguida, nos topamos con un par de poemas relativamente autónomos cuyos títulos sugieren una prehistoria de la conciencia —en la niñez la razón no ha acabado de formarse—. Con modulaciones a todas luces alegóricas, “Parque de diversiones” compara la fruta con la vida y al ser humano con el gusano:
Pero esos versos no postulan saberes irrebatibles: nos quedamos con una incógnita, insinuándose que la duda podría ser nuestro auténtico punto de partida. Ha de subrayarse que no se trata propiamente de un contraargumento, sino de un interrogante que amenaza, además, con arrinconarnos en la ilogicidad o lo indecible: si somos la semilla no podremos ser también la fruta porque esta existe a costa de la desaparición de aquella. La sombra de Epicuro —en su Epístola a Meneceo— se cierne sobre el planteamiento, recordándonos el callejón sin salida de la relación entre vida y muerte: «El más temible de los males, la muerte, no es nada porque, mientras vivimos, la muerte no existe, y cuando ella existe, nosotros ya no». El siguiente texto del que se compone «La lección», titulado «Jardín de infancia», lleva a sus últimas instancias el desmontaje de esquemas, pues de nuevo el referente «fruta» cambia de significado:
Una risa subversiva circula libremente en este y otros pasajes de La caída natural: si uno la consume y luego la saborea meditando en ello —para bien o para mal, placer o disgusto—, la fruta, desaparecida, no puede identificarse con la vida.
He empleado la frase «prehistoria de la conciencia»: cuando nos sumergimos en el arte regresamos a esa antesala de los signos para vislumbrar un sentido que flota inarticulado, aún sin doblegarse a las exigencias de la doctrina. El adynaton implícito en la entrevisión de dos caras en ausencia de moneda se hace imprescindible para captar la apuesta oculta de estos poemas. Muchos de ellos se construyen, por algo, gracias a polaridades rara vez sintetizadas con nitidez, lo que nos obliga a contar con la indeterminación como pista de aterrizaje única y —para decirlo con la autora— «natural». Hemos tenido oportunidad de apreciarlo en «El jardín» —la nada cede su lugar a una intuición de la totalidad, aunque hecha de vacío— y «El tumulto» —lo cerrado nos transporta a lo abierto, que es también inconclusión—. Las siguientes páginas reiteran el patrón. En «El rigor» el principio de la resistencia —«Siempre fui la de los dientes duros»— es sustituido por el de la derrota —«y no sentí el veneno de la fruta agria / hasta que me congeló / completo / el corazón»— y, de modo más decisivo, por una paradoja casi mística: «Confié en mis ojos hasta que dejé de ver» (p. 9). En «La influencia», la polarización se acentúa desde el comienzo: «mi corazón / tiene un cable directo / a mi cerebro», y concluye con una duplicación en la cual lo amplio se equipara a lo estrecho así como la grandeza y la hondura —gracias no solamente al sabio uso de los paréntesis— se confinan o vuelven ilusorias: «no me enamoro siempre / […] // mas / si sucede // […] // digo // entra // desde lo más grande / (que es lo más hondo) / (de mi cabeza)» (pp. 10-11). En «La catástrofe» las dos secciones cotejan un «desde que estás» y un «desde que no estás» que solo va a parar en el verso final al «desconcierto» (pp. 12-13).
El recorrido podrían extenderlo, como he apuntado, muchos otros poemas que jamás «confluyen en el Uno». Pero debo insistir en que no se trata de una cuestión de técnica a solas: con esta se verbaliza una perspectiva del ser y su relación con el universo sensible o concebible. Sospecho que tampoco la verbalización obedece a un plan consciente: el libro la retrata sin asomo de intención ni amagos didácticos. Según lo sugiere «La caída» mediante su cascada de encabalgamientos, lo evocado no corresponde en primer lugar a relatos moralizadores como los de Adán y Eva o el de Lucifer; se nos incita, más bien, a meditar sobre cómo el significado se desprende de un proceso que no antecede a las combinatorias de signos. Los versos significan gracias a la manera como complementan versos previos y posteriores, y el complemento incluye el contraste. Ya que surge una dependencia, ninguno de nuestros signos nos conduce por sí mismo a la presencia total: la posposición del sentido se despliega como una cadena que, en el caso del poema, nos transporta a su desenlace, que es siempre el advenimiento del silencio, el cese potencial de la persecución de un significado esquivo. Y anoto «potencial» por dos motivos: uno, que la lírica, por su afinidad con los gestos ceremoniales, como ha sostenido Jonathan Culler, suscita performances recurrentes (p. 283); el otro, la sutileza con que en el remate de «La caída» se instaura una mise en abyme donde Yáñez Vicentini —y no Egarim Mirage— presagia la condición especular o cíclica de nuestra relación con el lenguaje:
Pareciera decirnos la poeta: las palabras nos inventan cuando más creemos que las administramos, cuanto más las juzgamos subordinadas a nuestros anhelos o nuestra voluntad.
©Trópico Absoluto
Obras citadas
Culler, Jonathan. «Lyric Elements: Sound and Performance». The Wordsworth Circle, vol. 52, núm. 2, 2021, pp. 271-286.
Eco, Umberto. Opera aperta. Forma e inderterminazione nelle poetiche contemporanee. Milano: Bompiani, 1962.
Epicuro. Obras completas. José Vara, ed. Madrid: Ediciones Cátedra, 2012.
MacLeish, Archibald. Collected Poems 1917-1982. Boston: Houghton Mifflin, 1985.
Teskey, Gordon. Allegory and Violence. Ithaca: Cornell University Press, 1999.
Yáñez Vicentini, Graciela. Espejeos al espejo de Egarim Mirage. Caracas: Taller Editorial El Pez Soluble, 2006; 2da ed. 2007.
__________. Íntimo, el espejo. Poemas de Egarim Mirage. Caracas: Oscar Todtmann Editores, 2015.
____________. La caída natural. Caracas: Dcir Ediciones, 2023.
____________. Una vida incontaminada. Cali: El Taller Blanco Ediciones, 2022.
Miguel Gomes (Caracas, 1964), estudió literatura en la Universidad Central de Venezuela y en la Universidad de Coimbra. Doctor en literatura por la Stony Brook University, New York. Board of Trustees Distinguished Professor de la Universidad de Connecticut, donde enseña desde 1993. Miembro de la Academia de Artes y Ciencias de Connecticut y miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Posee una amplia obra narrativa. Entre sus libros de crítica se cuentan: Los géneros literarios en Hispanoamérica (Navarra: Ediciones Universidad de Navarra, 1999) y La realidad y el valor estético: configuraciones del poder en el ensayo hispanoamericano (Caracas: Editorial Equinoccio, 2010).
0 Comentarios