Los héroes andan sueltos
Hay pasados que no terminan de irse; el pasado venezolano es uno de ellos. La gloria de la Independencia, siempre dominante en nuestro imaginario, extiende su sombra de presente perpetuo. Como quiera que avancemos, el pasado nos espera. El futuro siempre será, paradójicamente, pretérito. Un tiempo heroico, plagado de guerras, revueltas y asonadas; atravesado por revoluciones liberales o conservadoras; “azules” o “amarillas”; restauradoras o reformistas; genuinas o legalistas; libertadoras o reivindicadoras; de “abril”, de “marzo”, o de “octubre”; tiempo presentado en una escenografía de estruendo bélico y triunfantes cornetines, de enemigos que huyen o conspiran, de banderas libertarias y proclamas disolventes, de dictaduras sangrientas y sufridas resistencias. Sus hermosas escenas guerreras deberían reposar en los lienzos de la historia, de modo tal que pudiéramos de vez
en cuando reconocerlas y reconocernos en ellas, pero desde la lejanía del presente, como quien recuerda con afecto a los antepasados, sin por ello verse en la obligación de rendirles culto. Si los héroes permanecieran allí, en los cuadros de Arturo Michelena o de Tito Salas, serían inofensivos. Toda nación conserva sus caballos, sus jinetes, sus paisajes devastados en alguna batalla de la que nadie, excepto los historiadores acuciosos, sabe demasiado; de ese reservorio es la materia de los museos nacionales, los mausoleos, las estatuas, los parques, y algunas efemérides. Sería deseable que la estética conservara enmarcados —encarcelados— a esos héroes belicosos que, se nos dice, son los padres de la patria.
Pero los héroes venezolanos no descansan en el Panteón Nacional; por el contrario, andan sueltos. Saltan de sus lienzos y aterrizan en el asfalto, sortean los automóviles, se introducen en internet, protagonizan la prensa y la televisión, y nos amenazan con su omnipresencia. Todo indica que son muchos, quizá millones. No moriremos —parecen decir. No importa lo que hagan para desaparecernos, ni cuánto haya corrido el tiempo; resistiremos. Es posible que cada venezolano albergue uno sin saberlo, en espera del momento adecuado para presentarse. Pudiéramos distinguir, sin embargo, un perfil común, un modelo básico que tornea el estilo nacional. El héroe debe ser, en primer lugar, alguien dispuesto a la impugnación. Es aquel personaje que, finalizada la conferencia, pide la palabra para expresar que todo lo dicho por el conferencista es irrelevante. No ha abordado lo más urgente, como el hambre en el mundo, el problema del calentamiento global, o la próxima destrucción del planeta en la tercera guerra mundial. Una vez declaradas aquellas aterradoras realidades, el conferencista, que quizá dedicó horas a la preparación de su modesto y particular tema, queda en ridículo frente al auditorio. Toda su perorata ha sido inútil. El héroe, satisfecho con su crimen, se despide entre aplausos.
El héroe debe ser también alguien preparado para el escándalo. Sus acciones conducen a la sorpresa, para así romper con los esquemas preestablecidos. Debe hacer siempre propuestas insensatas, adelantar planes que por su propia naturaleza sean irrealizables, promover en los oyentes la necesidad de una novedad en la que no habían nunca pensado, mantener viva la esperanza de que en el futuro aguarda lo improbable. No puede un héroe que se respete pretender convencer a sus seguidores con ideas, propósitos y finalidades que rocen la sensatez. Su norte es la utopía, esa deshumanización que nos pretende siempre dioses, y su origen, la nostalgia. Su lema dice que tan pronto algo se haya logrado, se debe de inmediato proceder a su deslegitimación. El héroe venezolano es particularmente hábil en este terreno. Puede reconocerse porque irrumpe siempre que un plan esté organizado con vías de realización. Surge entonces, de su imaginación ilimitada, la proyección del plan a una escala inmensamente más ambiciosa. Cuando se escuchen las voces que exigen pruebas de su factibilidad, el héroe no necesitará hacer nada. Todos se encargarán de acallar esas entorpecedoras maniobras de los impíos y filisteos; seres ramplones, sin visión de futuro, conformistas que nunca llegarán a ninguna parte.
El héroe debe actuar bajo un patrón renovador, revolucionario, libertario. Siempre al servicio de los oprimidos, cualesquiera éstos sean. Está convencido —y debe ser convincente— de que unos poderosos y malignos dominadores son la causa de la desgracia de los demás. Con frecuencia sus seguidores, como los humildes soldados que vemos en los cuadros épicos, terminan yaciendo ensangrentados. Su consuelo y su gloria residen en haber muerto dando la batalla. Al héroe no se le puede pedir, además, resultados para todos. Es ese personaje que, después de promover una revuelta, y cuando hayan caído los cuerpos de las víctimas —no el suyo, por supuesto— celebrará la nobleza de la causa.
El héroe (o la heroína, también puede ocurrir) es alguien que siempre tiene una denuncia en el bolsillo, siempre ha sido víctima de la maldad, siempre ha defendido la verdad, la igualdad y la solidaridad. Siempre es justo y justiciero. Valiente y audaz. Alguien que dice verdades. Para ello guarda sus leyendas, y en cualquier descuido las puede contar al desprevenido. Se le reconoce fácilmente porque, al escucharlo, de inmediato sentiremos la pequeñez de nuestra alma timorata. No soy como él, nos diremos tristemente. No siempre he insurgido contra la opresión. No siempre me he jugado la vida, intentando, por el contrario, mantenerla. No siempre le he cantado al mundo mis verdades. Los héroes contemporáneos, precarios descendientes de los personajes de los cuadros, siempre ganan la batalla. Despiertan nuestra admiración y, al parecer, eso es bastante.
Tenemos, quién no lo sabe, un héroe principal. Un héroe que no podrá jamás ser rebasado. Luis Castro Leiva (2005: 276-277), en sus estudios sobre filosofía de la historia venezolana, dejó en el aire una pregunta que no ha sido contestada, y quizá nunca lo sea: ¿es posible pensar a Venezuela fuera de Bolívar?, o lo que es lo mismo, ¿qué destino hubiera tenido Venezuela si pudiera pensarse fuera de Bolívar? La interrogante no es ociosa. El pensamiento bolivariano como filosofía política, como origen y destino de la patria, es una suerte sellada. Un horizonte melancólico que nos obliga a dar testimonio del mártir de la Independencia como al creyente de su fe.
Nuestra filiación está establecida: somos los hijos de Bolívar. Nuestro fin está predeterminado: construir la Patria Grande e inconclusa del Libertador. Los venezolanos hemos jugado en la historia con las cartas marcadas; nuestra condición de fracasados está cantada de antemano. “Somos un pueblo aplastado por la historia. Porque todo venezolano nace con un techo, una limitación: nadie puede ser más grande que Simón Bolívar”, dice el historiador Manuel Caballero (2007b: 195). Ése es el precio de ser la nación de Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios, nacido en la ciudad que desató la Independencia de la Corona española. Podría argumentarse que la emancipación ocurrió en todo el continente, de norte a sur, y que esa circunstancia no diferencia a Venezuela.
Y sin embargo, sí. La Independencia adquirió al ritmo de las circunstancias y, sin duda, por la voluntad de Bolívar, el carácter de una emancipación “global” que pretendía, al mismo tiempo, la separación de España y la reunificación de todos los territorios emancipados en una anfictionía, reducida luego a un gran imposible: el sueño de la Gran Colombia. Sueño (o pesadilla) en el que sólo él y algunos fieles seguidores vivían, y que sigue persiguiendo a los nostálgicos de 1830. La utopía universalizante fragua a nuestros héroes.
Bolívar estaba convencido de que la Independencia de Venezuela no era posible sin llevar la guerra a toda la América Española; ésa era su teoría de la emancipación y sería difícil evaluar desde el presente si fue una estrategia militar y política indispensable. Pudiéramos decir que era necesaria y, al mismo tiempo, él deseaba esa necesidad. Bolívar ofrendó el cuerpo de la nación para cumplirla, y Venezuela fue entregada en sacrificio para la Independencia de América y la fallida creación de la Gran Colombia; allí se consagró la gloria de la venezolanidad.
No hubo otra nación que quedara devastada, a consecuencia de la guerra, como lo fue Venezuela. A diferencia de las otras nacientes Repúblicas, perdió su población, sus recursos productivos y sus élites; en contrapartida se llenó de héroes. El propio Bolívar, en carta a su tío Esteban Palacios, dice:
Esa frase final bien pudiera ser nuestra marca de nacimiento como República. La guerra ganada y el país devastado requerían de alguna estrategía de reparación para sobrevivir al hecho de que en el proceso independentista la nación quedó en la mayor destrucción material y humana. Conjeturemos que, a partir de allí, de esa melancólica carta de Bolívar a su tío materno en la que declara sus afectos de la infancia, en la que se respira el dolor por la ciudad de sus mayores, en la que le advierte: “Vd, se encontrará en Caracas como un duende que viene de la otra vida y observará que nada es de lo que fue”; en ese texto, insistamos, se resume lo que sería el destino sentimental de los patriotas: el consuelo de la gloria a cambio de la pérdida. He allí la génesis de una ética y la piedra fundacional de un imaginario nacional.
La nostalgia de la gesta acompañará la historia venezolana, pero de la nostalgia a la utopía no hay más que un paso. El imaginario venezolano se mueve entre ambos extremos. Se sitúa en un tiempo oscilante entre la catástrofe y la resurrección; una temporalidad subjetiva que se mece entre el paraíso destruido y el advenimiento de un nuevo mundo. No nos hallamos, no hay manera, en esa lenta marcha, gris y rutinaria del día a día. Vibramos con la catástrofe en la que todo colapsa, destruido por los enemigos, y resucita en la gloria desmesurada de los héroes. Nuestra historia es una celebración de los triunfos épicos que deja pocas páginas para los seres anónimos y la construcción ciudadana, con frecuencia silenciada, por no decir despreciada.
No que los historiadores y críticos culturales hayan dejado de arrojar luces sobre la producción de civilidad a lo largo del tiempo —sobran los ejemplos-, pero, sin duda, es el relato heroico el que ha prevalecido, con poca atención a la construcción social y cultural que los ciudadanos, a pesar de las vicisitudes políticas y sociales, llevaron y llevan a cabo. De ese modo los venezolanos, como colectivo, no se sienten orgullosos de la gestación de su civilidad. La atención pública ha estado siempre saturada por la clase política, es decir, por los profesionales del poder.
Y es que nada equivale a la estética heroica y evangélica de nuestra memoria y, por consiguiente; fácilmente se erosiona con la crítica irresponsable lo que ha tomado mucho tiempo y esfuerzo silencioso construir. Nos gusta, se diría que nos apasiona, la renovación permanente: Todo lo cual, hasta cierto punto, nos debería colocar en la avanzada y hablaría de un espíritu innovador que pudiera traer consecuencias muy favorables, mas con frecuencia lo que nos queda es una suerte de acomodo improvisado (el criollo “parapeteo”) que nos regresa al sentimiento de que mejor es quitarlo todo y comenzar desde cero. La constante derogación y crítica abusiva de todo lo anterior, el desconocimiento de los logros alcanzados, responde a una lógica nihilista vorazmente devoradora, que tiene su origen en la nostalgia por una gloria pasada y perdida, y en una constante utopía de reencarnarla.
Muy sugerentes son las reflexiones de la escritora María Fernanda Palacios (2001: 34-35):
El habitante de esa casa “mansa y nostálgica” admira y cultiva el mito de los héroes, y no siéndolo, se refugia en la intimidad para protegerse de una historia que parece expulsarlo, que no lo acoge como hijo legítimo de la patria, y en la que debe hacer su vida, casi avergonzado de no estar a la altura de su historia. Una patria, entonces, que pertenece a los héroes guerreros y no a los ciudadanos pacíficos, casi superfluos en una historia que el poeta Juan Liscano (1980: 33) define como “un vastísimo fresco de muerte”.
También el analista junguiano Rafael López Pedraza (2002: 30) se refiere a los héroes en el contexto de la muerte, al reconocerlos como “espíritus de muertos intranquilos”. Suerte de fantasmas que hamletianamente nos convocan, nos persiguen e impiden el sueño tranquilo del ciudadano laborioso. El culto del héroe es siempre culto de la muerte, culto por quien ha dado la vida por la patria, desprecio por quien cultiva las costumbres pequeñoburguesas del trabajo silencioso y probablemente anónimo. Son ellos —se nos ha repetido hasta la saciedad desde la escuela primaria— “los forjadores de la patria” ¿Quiénes son, entonces, tados los demás? ¿Apéndices de la historia? ¿Meros paseantes del paisaje? ¿A qué pertenecemos los venezolanos que no hemos muerto (ni queremos morir) en una guerra, que no hemos sufrido (ni queremos sufrir) prisión, que no hemos sido (ni queremos ser) heroicos resistentes de un dictador o valerosos guerreros de una gesta? ¿Somos, quizá, seres fuera de la patria, admiradores que presenciamos la Historia con mayúsculas desde bastidores? ¿Qué nos incluye, pues, si la historia pareciera ser sin nosotros? Irónicamente Alberto Barrera Tyszka escribe en un artículo periodístico:
Aunque notables pensadores hayan, desde tiempo atrás, estimado este tema de la heroicidad venezolana y la negación que comporta del trabajo civil, la versión más extendida de nuestra historia se resume en la ofrecida por el discurso oficial: un relato épico. Se simplificaron así los siglos de dependencia colonial como un período de opresión; el siglo XIX como una saga de las luchas entre caudillos; los gobiernos de Cipriano Castro (1899-1908), Juan Vicente Gómez (1908-1935) y Marcos Pérez Jiménez (1948-1958) como crónicas de las dictaduras. Hoy el discurso político resume los cuarenta años de democracia liberal (1958-1998) como el ejercicio de la represión, el pillaje y la destrucción de la riqueza petrolera, y construye una alegoría nostálgica de la Independencia. Un remake del pasado esplendoroso que catapultará al país directamente hacia la gloria que su historia merece. No es este proyecto una invención del presente; por el contrario, es un deseo que late en lo profundo de la
venezolanidad desde hace doscientos años. Hugo Chávez ha sido su mejor intérprete y su más audaz ejecutor a través de su propuesta política: la Revolución Bolivariana.
La comprensión del pasado y su trascendencia en el presente han sido en Venezuela fundamentalmente patrimonio de los historiadores, al mismo tiempo que la interpretación social ha estado fuertemente orientada por la sociología marxista. Es reciente la incorporación de los aportes de otras disciplinas y otros paradigmas de pensamiento que permitan acercamientos distintos a la lectura de la construcción imaginaria del pasado en la sociedad, y en la diversidad de esa sociedad.
©Trópico Absoluto
Ana Teresa Torres (Caracas, 1945), es psicóloga (UCAB, 1968) y escritora. Ha ejercido ambas disciplinas con igual intensidad y reconocimiento. En 1984 obtuvo el premio del concurso de cuentos del diario El Nacional, lo que inclinó su carrera definitivamente a la literatura. Es individuo de número de la Academia Venezolana de la Lengua. Su obra publicada como académica dedicada al psicoanálisis, así como sus ensayos, novelas, cuentos y artículos es enorme. Entre ellos, podrían resaltarse: Diario en ruinas (1998-2017) (Caracas: Alfa, 2018), La herencia de la tribu. Del mito de la Independencia a la Revolución Bolivariana (Caracas: Alfa, 2009), Fervor de Caracas. Una antología literaria de la ciudad (Caracas: Fundavag, 2015); y las novelas El exilio del tiempo (Caracas: Monte Avila Editores, 1990), Malena de cinco mundos (Washington: Literal Books, 1997), Nocturama (Caracas: Alfa, 2006) y La escribana del viento (Caracas: Alfa, 2013).
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