Arqueología sonámbula (Fragmento)
Cuando llegó al aeropuerto y vio el afiche del mandamás pensó en otra ironía de la historia. El tiempo grandilocuente de los hombres heroicos, de los mal llamados genios, termina desgastándose en un devenir traicionero y sin lógica. El personaje del retrato llegó al gobierno como un gran salvador con su traje militar y su credo regeneracionista e iluminador. Si al principio su empresa de redención se erigió a través de una iconografía militarista que imprimió sobre algunos murales y medios de comunicación, después fue cambiando de forma radical, pues el precio del barril petrolero subió como nunca antes y, así, engolosinado de poder, el líder autócrata empezó a radiar múltiples y largas cadenas televisivas; multiplicó su imagen en la propaganda estatal a través de afiches y vallas, en las marchas que convocaba una y otra vez a lo largo del territorio nacional, en las voces de quienes lo seguían y de aquellos que lo criticaban y finalmente en la expropiación de muchos de los medios privados (a través de medidas «legales» o amenazas). Su presencia se hacía de ese modo inacabada, inmortal.
El imperio comunista, muerto para algunos en estos tiempos líquidos, también fue gran productor de deshechos, con su poder inextricable hizo polvo a muchos y, si bien ahora no es más que un experimento fallido, la celebración nostálgica de su acontecer revolucionario puede aparecer en cualquier instante si el olvido avanza entre nosotros. Es clara la manera en que las obras de Brodsky, Ajmátova y Pasternak están intervenidas por ese experimento social e ideológico para recordarnos los sinsabores que vivieron. En El libro de la risa y del olvido, una de las protagonistas que ha huido de su país para probar una vida mejor y libre, Tamina, recuerda bien que su Checoslovaquia natal tuvo una inmensa capacidad para convertir en polvo lo que era distinto y ocultar el pasado: «En el lugar de todas aquellas estatuas derruidas crecen hoy por toda Bohemia miles de estatuas de Lenin, crecen como la hierba entre ruinas, como melancólicas flores del olvido».
Ahora, pese a los museos que se han instituido, pese a las loas y los rezos que usan su nombre, es visible una grieta en su imagen, un signo de desfallecimiento y crisis. No duda de que pronto se convertirá en material para una suerte de arte neopop venezolano, y en los quioscos se venderán postales turísticas con su retrato para europeos curiosos y alemanes en busca de una exótica realidad. Siempre es así. Toda utopía termina en ruinas, se dice, y de repente el taxi se tambalea; al parecer había caído en el hueco de una alcantarilla, como queriendo sacarlo de sus reflexiones. Por fortuna no pasó nada. «Esto es un terreno minado», le comenta con ironía el conductor.
Un súbito sentimiento de extrañeza lo detiene y deja de escribir, pues le asalta la duda sobre la razón para persistir en esta aventura de investigación y escritura, o como quiera llamarse a estas alturas. La verdad es que a veces siente, como se dice entre amigos, “una gran ladilla”, y otras veces tiene miedo por esta empresa insignificante. No le gusta el tono confesional; es pudoroso y le avergüenza su vida; detesta además el ego del escritor, del diarista, tan narcisista como el hombre que está ahora en el poder. Escribir es una forma de felonía que guarda un tufillo exhibicionista: el espacio privado se usa como una baratija para compartirlo con un lector anónimo, invisible, desleal. Quisiera apostar por un estilo directo, como una crónica, pero tampoco le interesa ser fiel a los hechos. (Nota del Editor: Esto se conversó múltiples veces, aunque no lo mencione mucho). No reniega de los recursos propios de la ficción; al contrario, quizá en ellos estará mejor representado, no como lo que es ciertamente, sino como lo que su escritura ha decidido que sea. Un riesgo que está dispuesto a asumir, si se sigue la triste experiencia del Quijote al conocer, por boca del bachiller Sansón Carrasco, la prosaica manera en que había sido escrito por Cervantes, distinta del patrón heroico que buscaba; aunque sospecha de todos modos que esta sería una tarea inocua, baladí: se le irán las palabras en recuerdos y anécdotas sin trascendencia, se le escaparán de la pluma o del computador los mismos vocablos de este relato para describir escenas imprevistas, momentos deshilvanados y de poca impronta.
Hay ruinas de ruinas, pero las ideológicas son las más fascinantes. Después de la caída del muro de Berlín y de la famosa Perestroika, el fotógrafo Eric Lusito visitó gran parte de las instalaciones militares de la Unión Soviética, todas abandonadas en distintas partes de lo que fue el mundo comunista, y las registró en su libro After the Wall: Traces of the Soviet Empire, donde se pueden ver imágenes de distinto calibre. Hay una que le conmovió especialmente: en una zona despoblada de Mongolia aparece la estatua de Aliosha, el hombre que encarnaba al mítico soldado Alexei, tan venerado por el régimen. La figura rígida, severa, envuelta en capas de musgo y óxido, mira ahora hacia un horizonte de extensas llanuras de arena y pasto frente a un precipicio de soledad. Nadie sabe ya de las hazañas del héroe ni de su estatua. El tiempo lo ha dejado de lado. Para su sorpresa, nota que el ángulo de la toma destaca todavía más la desolación, quizá evidenciando cierto aire recóndito de melancolía del mismo fotógrafo.
Por supuesto que con la caída del muro de Berlín las ruinas mutaron en otra especie, invirtiendo la relación entre monumento y decadencia, y creando así las condiciones para hacer más visibles sus antiguas formas de violencia, de negación. Si antes, detrás de las simbologías excelsas de los ídolos revolucionarios, se escondían las memorias de quienes padecieron las exclusiones de sus respectivos regímenes de fuerza, ahora, y bajo los desechos monumentales de las viejas edificaciones de la Unión Soviética, estos despojos han cobrado un valor material y físico que permite develar tras sus baches, grietas y orificios, esas heridas represadas que acabaron con tantos seres humanos. Por suerte, el arte les otorga un espacio para mirar mejor sus señas de dolor, colocándolas en otro escenario bajo una nueva iluminación, desde un imperativo ético que busca pensar esos tiempos infames, pero también desde una contradictoria nostalgia por su potencial de cambio social que parece haber fenecido —no sé si para bien o para mal— en esta coyuntura de extremos nacionalismos. Le interesa la obra que David Riff viene trabajando con Maria Hlavajova para el proyecto Former West con la necesidad de analizar lo que Boris Groys una vez llamó la condición “post-comunista”. David puso en escena The Karl Marx School of the English Language e invitó a un grupo de artistas e intelectuales a discutir textos teóricos marxistas para reciclar conceptualmente lo perdido, generar un nuevo valor de circulación con un uso distinto.
Desde la distancia ha seguido eventos y exposiciones como My Communism: Poster Exhibition, numerosos trabajos recientes sobre el artista del realismo social, Aleksandr Deineka, la propuesta La ilustración total: arte conceptual de Moscú, 1960-1990 y el proyecto curatorial La caballería roja: creación y poder en la Rusia de 1917 a 1945, que muestran el mismo deseo dual, la misma contrariedad que se mueve entre la fascinación y la crítica, entre la denuncia y la admiración, entre la pena y la secreta celebración, por ese proyecto de sociedad fallido. Quizá el más deslumbrante de todos sea Dream Factory Communism: The Visual Culture of the Stalin Era, con curaduría del propio Groys. Para él es uno de los mejores trabajos que ha visto hasta ahora, y si bien el filósofo alemán que vivió en Rusia en más de una ocasión, ha confesado la necesidad de repensar el comunismo, se sirvió en esta exhibición de las investigaciones que hizo para su libro Stalin: obra de arte total, en la que propuso un vínculo entre las vanguardias rusas y el realismo social del que se sirvió el dictador. Asimismo mostró gran parte de las instalaciones y obras del maravilloso arte conceptual de Moscú de los sesenta y setenta (Erik Bulatov, Ilya Kabakov, Boris Mikhailov y Komar & Melamid), y así llegó a una especial reapropiación de los vestigios de la era comunista en la que sus ídolos prolíficos lucen opacos: Bulatov, por ejemplo, presentó en su Soviet Cosmos un retrato irónico de Brézhnev y de toda la simbología soviética, mientras que Komar & Melamid reprodujeron el mausoleo de Lenin en una instalación que tiene clara finalidad subversiva.
Revisa todos estos ejemplos y experimenta cada vez más un vértigo oculto, una incomodidad. Sospecha, quizá por lo que ha vivido, que se volverán más recurrentes, pues hay algo que lleva a la gente a volver a esos lugares, algo más allá de toda lógica o sentido común.
Por lo visto es una necesaria fatalidad revivir ese tiempo soviético, sin vislumbrar qué consecuencias podrá traer. Cierto secreto magnetismo nos lleva de nuevo hasta allá, bien sea para criticarlo, para fetichizarlo o para pensar en ese poder utópico que tiene todavía sobre nosotros, siguiendo incluso lo que una vez Iván de la Nuez tipificó con gran lucidez como eastern, es decir, como un género en el que, a diferencia del western norteamericano, se patentiza una inmersión en algún aspecto cultural del Este y de ese tiempo del régimen soviético; lo define como una “fascinación de la cultura occidental por la vida y la cultura que tuvo lugar bajo el comunismo”, que funciona también “como un completamiento de Europa, que ya no es concebible sin esa otra parte que permanecía oculta, beligerante y prohibida del otro lado del Muro”, y que remite “a una fantasía occidental que proyecta allí las frustraciones de los personajes de aquí”.
Nada ajeno bajo el sol, piensa con un escozor en su garganta. Todo imperio caído construye nuevos mitos.
Está en el auto frente al rosario de cuentas y la foto del jugador. Siente la atmósfera vaporosa y fría del aire acondicionado mientras los contornos de las montañas se desdibujan con el recorrido, picos que miran impávidos la danza ondulante del mar. El olor lejano a salitre que va sintiendo trae, como revueltas bajo una capa leve y discreta, imágenes de otros días. Viene a él diáfana, la voz de su mamá cuando los llevaba a Macuto en su Mustang blanco, la música de José José que les hacía oír, las conversaciones que mantenía con sus amigas, las risas, los regaños. Salían los sábados bien temprano con pantalones pescadores, viseras y protector solar al apartamento de una tía en un conjunto residencial playero para personas algo chic que no iban a los clubes de moda y que se llamaba Bahía del Mar.
Vuelven así aquellas horas fastidiosas en el litoral en las que terminaba jugando con sus primos en el mar o le servía de mesonero ocasional a su madre y a sus amigas, entretenidas en sus cuestiones sobre la vida caraqueña, los protagonistas del jet-set y las familias de apellidos importantes. Pasar cerca de ellas era un peligro, pues siempre querían más tragos y servilletas, y nada más fácil que pedírselos a él que debía dar muestras de gratitud y jugar el papel de joven servicial ante sus queridas tías; de lo contrario, en alguna esquina oscura recibiría el ingrato pellizco de su mamá, tan doloroso e intenso a la vez. Eran esas pequeñas formas de esclavitud que todo hijo debe vivir y también quizá la razón, piensa ahora, por la cual detestaba tanto ir a ese lugar.
Una de las más interesantes exploraciones sobre algunos de esos legados imprevisibles y globales de la ruina de los realismos sociales aparece en la literatura y en el arte cubano de estas últimas décadas: “Yo pienso que lo peor de este régimen es la ruina de Cuba”, confesaba con anticipado desencanto el protagonista de Memorias del subdesarrollo de Desnoes cuando es testigo de los cambios que estaban sucediendo en los sesenta durante los comienzos de la revolución.
Luego de tres años fuera del país, en ese fatídico viaje a la isla para asistir al funeral de su madre, Cabrera Infante describe en Mapa dibujado por un espía, una esquina de La Habana Vieja en la que se topa con “un edificio derruido”; más adelante le salen al paso “otras ruinas” que producen en él un “sentimiento de finalidad, de término, de cosa que se acaba”; quizá por eso se decide a hacer dos cosas: celebrar en Tres tristes tigres a La Habana de las fiestas previas a la eclosión del castrismo militante, y exiliarse en España, no sin antes hacer su crítica demoledora a la degradación del régimen en una entrevista a Tomás Eloy Martínez.
El trabajo más cuidadoso sobre el tema de la ruina tal vez aparece en el período especial. Está en los escenarios físicos y morales de los trabajos de Pedro Juan Gutiérrez, en la atmósfera de desolación de algunos libros de Leonardo Padura, en las Perversiones en el Prado de Miguel Mejides, en el documental Buena Vista Social Club, en tantas fotografías que se tomaron en esos tiempos por una u otra razón.
Si en Lezama Lima con los escombros de Pérgamo o de Cartago, o en el mismo Carpentier con el espectáculo del viejo Sans-Souci, reino de Henri Christophe, el despojo y la ruina cobraron poder poético y hasta se convirtieron en imagen potencial para celebrar lo latinoamericano, ya en Antonio José Ponte y Abilio Estévez, especialmente en Los palacios distantes y en Tuyo es el reino, se encuentran signos de desintegración de la cotidianidad cubana. Mientras en los primeros autores, responsables de encumbrar a La Habana como mito nacional y literario, el fracaso de la historia se vive desde una lejanía retrospectiva, geográfica y cultural, en los siguientes es clara una visión nihilista de las sobras que quedan del mito nacional, pues en sus libros se experimenta el vestigio en tiempo presente, muy real; en unos el hiato temporal y espacial desde donde se escribe permite valorar las ruinas como artefactos estéticos, metafóricos y trascedentes, mientras que en los otros el derrumbe está vivo e incide en los cuerpos, afectos y memorias de sus protagonistas, criaturas desterradas del lugar desde donde hablan.
María Zambrano en su exilio cubano escribe dos sustanciales ensayos que guardan algunas resonancias sobre el tema con la necesidad de nacionalizar y poetizar las sobras o remanentes que hubo en los inicios de la reflexión sobre la ruina. Se refiere a “La Cuba secreta”, de 1948, y a “Una metáfora de la esperanza: la ruina”, escrito tres años después. En el primer trabajo concibe a Cuba como una catacumba, suerte de región prenatal en la que no deja de idealizar el espacio de la isla como sustancia poética, y en el siguiente, sin dejar de lado algunas de las distinciones que venía desarrollando, el vestigio isleño y nacional se transfigura en algo sagrado, místico. Ambos escritos emergen desde un vínculo con la creación que curiosamente hace que la historia no se padezca como miseria existencial, a pesar de que sí va a suceder por desgracia mucho después cuando se da el famoso Período Especial.
“Cuba como catatumba”, anota en su cuaderno antes de terminar con la reflexión y memoriza las palabras en silencio.
©Trópico Absoluto
Juan Cristóbal Castro (Caracas, 1971), estudió Comunicación Social y Letras en la Universidad Central de Venezuela. Es Doctor en Literatura por la Universidad de California. Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Chile. Ha publicado los libros Alfabeto del caos: crítica y ficción en Paul Valéry y Jorge Luis Borges (Facultad de Humanidades y Educación, Universidad Central de Venezuela, 2007), Idiomas espectrales: lenguas imaginarias en la literatura latinoamericana (Editorial Javeriana, 2016) y El sacrificio de la página: José Antonio Ramos Sucre y el arkhe republicano (Almenara, 2020). También publicó el texto-ficción Arqueología sonámbula (Anfibia, 2021).
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