/ Literatura

Las crónicas como relatos de resistencia política en Venezuela

Claudia Cavallin (San Cristóbal, Venezuela, 1972) ofrece un estudio de crónicas venezolanas publicadas en la última década. Se trata de un conjunto de obras que pueden ser observadas como “relatos de resistencia”, “poderosos documentos culturales y testimoniales que, desde distintas formas de escritura, narran, problematizan o denuncian la aguda crisis política actual, como consecuencia de más de treinta años de escritura política, social y cultural”.

Vasco Szinetar. De la serie Caracas postcards (2017-2018).

La escritura de las crónicas en Venezuela ha estado firmemente conectada con el contexto político nacional en medio de las crisis más recientes.  En los últimos años, las crónicas se han fortalecido como una alternativa posible para detallar, o denunciar, un sistema político dominante en el contexto de un estado de excepción. El estado de excepción, nos dice Agamben, se enfoca en una de las nociones centrales de la legislación donde se toma una decisión de forma inmediata que permite excluir otras leyes anteriores, aunque no se cambien los textos escritos y jurídicos, como la Constitución de la República.  

Bajo este contexto, la situación nacional ha sido motivo de gran interés para los cronistas venezolanos, que han hecho del género una forma de pensar y narrar la historia, desde los acontecimientos que se relatan y las experiencias subjetivas que los conectan con la realidad, a partir de una línea temporal cercana, vinculada con la ficción. Como señala Martín Caparrós, “la crónica es una forma de pararse frente a la información y su política del mundo: una manera de decir el mundo también puede ser otro. La crónica es, ya era tiempo de empezar a decirlo, política”.

Esta definición de la crónica reconoce el valor de un género donde las urgencias informativas se cumplen y, al mismo tiempo, la narrativa detallada de lo que sucede se adhiere al contexto literario, como las historias que perduran, incluso cuando hay fracaso.  El contexto político se suma a la amplitud de las relaciones de poder en la narrativa, pues un escritor de crónicas puede manejar la primera persona gramatical para relatar lo que sucede, desde su visión amplia e incluso ficcional, como un relato de resistencia. Caparrós menciona que esa visión de quien escribe es como una prosa informativa. Como la literatura, el lector se une a la escritura para interpretarla, como periodismo, la información cercenada en otros formatos de los diarios puede estar aquí. Entonces, la palabra crónica vale por sí misma como una mirada del mundo, y no simplemente del cronista. Es, por tanto, una nueva forma de documentar la historia.

Como detalla Boris Muñoz en Notas desabotonadas: La crónica latinoamericana (2008), la crónica puede ser un proceso de profesionalismo del escritor, que permite indagar profundamente en la realidad, lo que ha sido reconocido por escritoras como Susane Rotker (1992) como una arqueología del presente. Las crónicas en Venezuela, que conservaban el estilo del relato noticioso y las virtudes de la literatura, han sido utilizadas por los escritores para dar ejemplo de lo que acontece, añadiendo las experiencias personales más profundas. Incluso, en las crónicas más recientes escritas desde el extranjero, la autoría cobra una nueva forma de identidad colectiva.

Siguiendo a Agamben, podemos definir el contexto cultural venezolano de los últimos 20 años como un lugar donde “pensamiento, praxis e imaginación (tres cosas que no deberían ser jamás separadas) convergen en este desafío común: volver posible la vida” (16). En las crónicas venezolanas, los escritos, algunas imágenes y el momento histórico, se unen para apreciar cómo funciona una suerte de artefacto periodístico que vincula a sus lectores con los acontecimientos reales encuadrados en el marco de la literatura.

En la crónica “Epidemia”, escrita por Leonardo Padrón en su libro Kilómetro Cero (2012), la violencia, como una forma de derecho o de aplicación de leyes personales como una necesidad básica, se expresa como forma de escritura literaria y como testimonio histórico. La crónica se inicia en el contexto citadino de la ciudad de Caracas, donde vive la clase alta y poderosa: La Floresta. La historia, protagonizada por una mujer caraqueña que suele trotar por las calles, se ubica en aquel “no lugar” definido por Marc Augé (1996), donde las identidades se pierden al ser espacios públicos. Al salir de casa y comenzar a trotar por las calles, la venezolana y sus amigas inician el relato, vestidas con lycras y pensando en las continuas crisis de valores, que van desde lo económico hasta lo institucional. En sus manos, llevan un celular, dentro del celular se mueve la página de Twitter y, al leerlo, “se le atraviesa un pensamiento inesperado: el país” (Padrón 17). Al mismo tiempo, la violencia se representa en la figura del motorizado, aquel que pasa cerca, extiende la mano, abre la palma y aprieta fuertemente una de las nalgas de la mujer que corre. Mientras esto sucede, treinta tiros se disparan para robarle la camioneta a Ricardo, Zayda se sienta a comer una pizza en la única mesa libre del restaurante popular y, mientras la llaman vieja, los jóvenes que la amenazan de muerte también se vuelven violentos, con el símbolo del disparo de las palabras.  Otro protagonista de esta crónica, Cabeto, baja por la Cota Mil (una de las vías más útiles y riesgosas de la ciudad capital), a metros de él un hombre le descarga el arma a otro motorizado y todo sucede bajo la legislación de una única palabra: la impunidad.

Ante la impunidad, el estado de excepción surge en quienes piensan qué se puede hacer mientras ocurre todo esto. En esta crónica, Padrón señala los sentimientos que la rodean: “La crónica roja habla de crímenes nunca vistos, marcados por la saña, el encono, el resentimiento. La ley del desarme se pudre en la gaveta de la Asamblea Nacional” (18). A partir de allí, su escritura pasa a la primera persona y cita un poema de Wislawa Szymborska, titulado “El odio”.  Aquí se relata la disidencia política que no entra forzosamente en un conflicto directo, sino que se aleja, huye, busca otros espacios de legitimidad: “Con patria o sin ella, lo importante es arrancarse a correr”.

El poema busca la palabra correcta para el patetismo de las ruinas, los contrastes (mencionados antes en la movilidad de la escritura en las crónicas venezolanas), y el deseo del asumir el ojo certero de las armas ante la mirada ciega de quienes torturan a los cuerpos. En la desgracia de un país, como en Venezuela, se ven los síntomas de una epidemia. La ciudad como un cuerpo enfermo, es descrita por Padrón como el lugar donde habita una sociedad subterránea de la insatisfacción, donde se pierden los valores porque no hay leyes definidas, donde se sobrevive en un estado de excepción.

Los no-lugares también van más allá de los espacios públicos. Los fantasmas de Twitter, como los detalla Padrón, esa gente que no existe, vive en un lugar “que es lo más parecido a un baño público” (Padrón 19). En las redes sociales los venezolanos recrean el país y sus carencias de legalidad. Como una sujeción voluntaria descrita por Agamben (17), se desactivan las relaciones de poder y el escritor protagonista de la crónica pasa a ser contestatario y disidente. Finalmente declara:

La muerte de Chávez sacude al país. Era un desenlace quizás previsto, pero oír la noticia no deja de ser estremecedor. Hay consternación y respeto masivo. Pero muy pronto unos convierten el dolor en violencia. Una corresponsal del noticiero RCN de Colombia es golpeada hasta la sangre. Como si informar fuera una herejía. Por otro lado, algunos convierten la muerte en champaña. El absurdo se impone. (21)

La disidencia en la escritura de las crónicas luego de la muerte de Chávez es un ejemplo de todo lo que se escribió (y se censuró) durante su mandato. Héctor Torres,en su libro Objetos no declarados: 1001 maneras de ser venezolano mientras el barco se hunde (2008), tiene una crónica llamada “Venezuelan kitsch”, en la que menciona con detalle hasta dónde llegó la división social y económica entre los ricos y los pobres, durante un gobierno que contaba con la riqueza petrolera. Con el mismo estilo de párrafos que avanzan en el tiempo, divididos por puntos, que utiliza Padrón, paso a paso el lector puede darse cuenta de las razones que fortalecieron al chavismo. Los líderes en los niveles más altos del poder creen que saben cómo explicar las cosas de las que recién se enteran, no han leído novelas y sus bibliotecas están llenas de fascículos encartados en diarios y revistas, mantienen una apología a la figura de la madre (el padre, en Venezuela, ha sido una figura ausente por lo que el liderazgo político suele asumirla), adoran las revoluciones y la frivolidad, al mismo tiempo. (149-152)

A partir del contexto de las clases sociales, el liderazgo de Chávez fue descrito como el puente entre el hambre y el poder. En otra de las crónicas de Torres, llamada “Fingir hartazgo cuando no se ha comido”, se detalla el símbolo del alimento como un objeto que se mueve entre la desproporción y el exceso, al hambre. Pero, políticamente, el hambre en Venezuela no debe ser reconocida, pues las instituciones obligan a ponerse la camisa roja, a fingir todas las formas de opulencia, a salir a la calle con lentes oscuros, cascos y jeans, chaquetas negras, motos sin placas… sin leyes, con el estómago vacío, pero con opulencia. Como en un estado de guerra, se aplica la ley de estado de sitio, un estado de excepción donde se imponen nuevas leyes, algunas de duración muy breve:

No es casual que, solo en 2012, asesinaron a doce escoltas de altos funcionarios, los cuales formaron parte de la lista de casi un policía diario, según el Observatorio Venezolano de la Violencia. El caso del presidente de PDVSA debes ser digno del Guinness: ese mismo año fueron asesinados dos de sus espalderos, uno en julio y otro en noviembre, el primero de ellos a quince tiros.

Y como el hambre es un monstruo que más crece en tanto más lo alimentas, el asunto se incrementa exponencialmente. (31)

En una lectura metafórica, Torres concluye diciendo que lo que siempre será llevadero es “una muerte por indigestión” (31). El exceso de comida, el morir comiendo, ya era verdaderamente un lujo inesperado en la gran mayoría de la población venezolana en el 2012. Y si queremos ir más atrás, incluso antes el hambre y la violencia eran el contexto social para omitir todas las leyes, y aplicar las de la insurrección y la resistencia. 

En Ochenta días en Iowa: Cuadernos de inapetencias (2021), escrito por Jaqueline Goldberg, un relato testimonial se mueve, esta vez, en el contexto de vivir en Venezuela, poder salir del país por un período a los Estados Unidos, y regresar. Comienza, como en los calendarios estadounidenses y no en los venezolanos, con un domingo. Esta vez, no es un domingo tradicional, sino un “Domingo Iniciático” que así se describe en la crónica que lleva este nombre del día:

Llegué a Iowa City el mismo día que conmemorábamos el primer aniversario de la muerte de mi padre. Domingo. Día raro, espeso, calumniante. Había salido de Caracas cuarenta y ocho horas antes. Había mal dormido y mal comido en dos hoteles. Primero en Miami, porque era escala obligada. Luego en Chicago, porque perdí la conexión a Cedar Rapids. En una habitación del Hilton, con vista a la torre de control del aeropuerto Chicago-O’Hare, me cobijé en una ensalada César y un yogur con arándanos, mientras correteaba noticias en la lengua que sería fondo y lámpara de mis siguientes ochenta días.

Estaba sin maleta, sin pijama, sin llegar.

Descalza de una vida anterior.

Con el talle relativo de los ensimismamientos. (9)

La pérdida del sí mismo, la ausencia de todo lo dejado, y ante la memoria de las carencias que viajan en su mente, la escritora comienza su travesía “encobijándose” (simbólicamente) con los alimentos. Luego, a través de la escritura en cada una de las páginas que detallan su experiencia, cada relato se va a conectando a una imagen. La primera de ellas es esta:

El edificio de Iowa House visto desde el río. Foto: Enza García Arreaza, Ochenta días en Iowa: Cuaderno de inapetencias (2020).

Otra de las crónicas de la misma autora que detalla una nueva forma de vida, más allá de las distancias geográficas se titula “Yo, la inapetente”. Una vez más, partiendo de la simbología de los alimentos que no se consiguen ya en Venezuela en contraste con la abundancia de los que existen en el lugar que le da una bienvenida como profesora, Goldberg conecta al acto alimenticio con el espacio físico:

“Comer es incorporar un territorio a nuestro cuerpo”, ha dicho el antropólogo Jean-Pierre Poulain. Jean Brunhes lo reitera: “Las comidas de un ser humano representan, directa o indirectamente, una manera de «arrancar» el manto vegetal natural o cultivado de una extensión más o menos restringida”. Los territorios nos permean a través de todos los sentidos. Se hacen fárrago en la boca, pasan a un sistema que lo baña con líquidos íntimos, recorre metros intestinales, se excreta, se olvida. ¿Qué queda del alimento en su tránsito corpóreo? ¿Cuánto nutre, cuánto va al alma? (16)

Más adelante, reflexiona sobre el símbolo del alimento como lo que se ingiere de una cultura nueva, que no es la propia, pero que se corresponde con aquella idealizada y soñada, hasta cierto punto necesaria, para la reconstrucción de un país como Venezuela. Todos los beneficios de lo social, lo político y lo nacional, podría ingerirse y compartirse si existiera en el país. Pero no es así. El hambre, aquello que aparece en las crónicas de Caparrós como una referencia a las carencias más duras en el mundo, es usada como un contexto de lo que significa vivir en Venezuela. Como señala Goldberg:

Entre los empeños del IWP estaría que los residentes comiéramos a plenitud territorio y cultura estadounidense, que luego pudiésemos hablar con propiedad sobre ello y así actuar como suerte de esclarecedores de la imagen del país. A alguien escuché bromear con que podría tratarse de un programa de la CIA, instaurado para infiltrar células anticomunistas y antiterroristas, a la vez que espiar los quehaceres de escritores que suelen ser voces críticas en sus países.

Éramos residentes, también un poco antropólogos en el sentido en que reconoce Poulain a los turistas, con cambios en nuestros roles sociales y una cotidianidad trastocada, con invariantes en el comportamiento alimentario: “A partir del alimento y de las comidas puede descubrirse toda la organización social del país visitado”. (16-17)

Luego, más allá de la simbología política y social de lo que en Estados Unidos se come y se digiere, en ese mismo texto se comienza a mencionar la inapetencia. Como un testigo de lo que significa salir de Venezuela y entrar a otro mundo, Goldberg sintetiza su experiencia en tres oraciones separadas gramaticalmente: “La inapetencia es escudriñada como un mal del cuerpo y de la psique / También del alma / Mi inapetencia era mercurial, fluctuante, aleatoria” (18). Esta forma de estar cerca de los alimentos, pero de estar lejos del deseo de consumirlos, es una metáfora de lo que llega a significar, para muchos, la salida de Venezuela. De esta forma lo detalla en su testimonio:

La gastronomía se ocupa de la comida de los satisfechos, oí decir al periodista chileno Carlos Reyes Medel. Siguiendo la categorización de Jean-François Revel y entendiendo que el satisfecho puede escoger lo que come, escoger su gusto o disgusto por un condumio, debemos diferenciar a quien come de quien se alimenta.

«Me congelo y tengo hambre, es decir apetito. El hambre del burgués se llama apetito», esboza en sus diarios Héctor Abad Faciolince.

¿Cómo llamar al embarazoso apetito del periodista, que disfruta y debe narrar comedidamente y quizás no volver a probar lo que promociona? ¿Cómo describir el temor al hambre de quien debe convocar a los satisfechos, los apetentes?

Me negué a seguir narrando la satisfacción. Me prohibí aceptar invitaciones de hoteles y restaurantes en cuyas puertas mis paisanos recogían basura para intentar algo parecido a alimentarse. No me alcanzaba el estómago, la vergüenza. Mis sentidos se habían desviado hacia los terraplenes de la alimentación y por ende del hambre, la deriva. (20-21)

El hambre “ha sido, desde siempre, la razón de los cambios sociales, progresos técnicos, revoluciones, contrarrevoluciones. Nada ha influido más en la historia de la humanidad. Ninguna enfermedad, ninguna guerra ha matado a más gente. Todavía ninguna plaga es tan letal y, al mismo tiempo, tan evitable como el hambre” (Caparrós 10).  En las crónicas sobre la miseria en el mundo, el hambre pasa a ser aquello que se mantiene en silencio en la mayoría de los casos. La debilidad de los cuerpos, la incapacidad de los cambios en el contexto histórico y social hace que esa figura del subalterno hambriento vuelva a ser considerada como la del sujeto silente.

La hambruna silencia a las personas que la padecen, hasta llegar al final predecible, doloroso y triste de la muerte. Para poder compensar la pérdida de la capacidad adquisitiva de la mayoría de los venezolanos, más la ausencia de la familia fragmentada, que ha superado las estadísticas migratorias de toda América Latina, un género como la crónica ha optado por establecer un puente entre las ausencias, o una voz en los silencios. El gran incentivo para que las crónicas venezolanas se multipliquen en su escritura y en su lectura ha sido la necesidad de superar las penurias a través de los relatos que allí se escriben.

En conclusión, estas crónicas serían los relatos que se enfrentan al espectro de las leyes, donde la diatriba política se manifiesta. En las crónicas mencionadas se quiebran algunos espacios públicos compartidos que pasan a ser nuevos hogares, o sitios donde se debe permanecer y compartir. Por tanto, las crónicas venezolanas pueden ser leídas como poderosos documentos culturales y testimoniales que, desde distintas formas de escritura, narran, problematizan o denuncian la aguda crisis política actual, como consecuencia de más de treinta años de escritura política, social y cultural que me atrevería a sintetizar bajo una sola categoría teórica: la de relatos de resistencia, una escritura necesaria ante un estado de excepción.

©Trópico Absoluto

Referencias

Agamben, Giorgio. «El estado de excepción es hoy la norma.» En: El País. Madrid, 2005.

—. Estado de excepción. Homo sacer, I. II. Trad. Traducción de Flavia Costa e Ivana Costa. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora, 2005.

Augé, Marc. Los «No lugares». Espacios del anonimato. Una atropología de la sobremodernidad.Barcelona: Gedisa, 1996.

Caparrós, Martín. El hambre. Bogotá: Planeta, 2014.

—. “La crónica como género”. Buenos Aires: Revista Anfibia, 2017.

Goldberg, Jaqueline. Ochenta días en Iowa: Cuaderno de inapetencias. Caracas: Editorial Eclipsidra, 2021.

Muñoz, Boris. “Notas desabotonadas: La crónica latinoamericana”. En: Antología de la crónica latinoamericana actual. Editada por Darío Jaramillo Agudelo. Madrid: Alfaguara, 2012.

Padrón, Leonardo. Kilómetro cero. Caracas: Planeta, 2012.

Rotker, Susana. La invención de la crónica. Buenos Aires: Ediciones Letra Buena, 1992.

Szymborska, Wislawa. «El estado de excepción es hoy la norma.» Madrid: Zenda, 2018.

Torres, Héctor. Objetos no declarados: 1001 maneras de ser venezolano mientras el barco se hunde. Caracas: Ediciones Puntocero, 2016.

Claudia Cavallin (San Cristóbal, Venezuela, 1972) es Profesora Asociada en la Universidad Simón Bolívar (Venezuela) y docente en el Departamento de Lenguas y Literaturas de Oklahoma State University. Es autora de los libros: Ciudades de película: Ficciones urbanas del cine, la literatura y la música (Editorial Académica Española, 2012) y Espectros de la palabra. La metáfora en Borges: los juegos del lenguaje que hacen posible la configuración de un universo de imágenes recursivas (Editorial Académica Española, 2012). Entre 2012 and 2015, fue directora de Estudios. Revista de Investigaciones Literarias y Culturales.

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