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La sombra de la poesía: El “hermético ritual“ de Igor Barreto

Por | 5 febrero 2022

Miguel Gomes (Caracas, 1964) explora en este ensayo la obra más reciente de Igor Barreto (San Fernando de Apure, 1952) que publicamos en Trópico Absoluto, “Ultimas gallerías de la cabeza parlante”. Son los textos en prosa y una selección de las fotografías que originalmente formaban parte del volumen El Gallo Combatiente y su ritual analfabeto, publicado el año pasado en Madrid por la editorial Visor y la Fundación para la cultura urbana. El trabajo de Gomes excede con creces en calidad y cantidad el encargo. Así, lo que se suponía serían unos párrafos introductorios, se ha convertido en un denso estudio de la obra del poeta apureño. Dice el autor: “Ante tantos indicios, me pregunto si ese diálogo con las tinieblas no tiene, en efecto, algo de “psicomaquia” (...), de un exorcismo en el que el poeta recibe dentro de sí la oscuridad para hacerla palmaria, ineludible, quizá erradicarla de quienes han sido sus víctimas.”

Foto: Ricardo Jiménez

La intrahistoria de La sombra del apostador: el Gallo Combatiente y su ritual analfabeto (Madrid: Visor / Fundación para la cutura urbana, 2021) de Igor Barreto, podría considerarse, como mínimo, compleja, ya que el libro constituye, en cierto modo, una primera entrega de un proyecto más abarcador, aún en marcha. En él resulta fundamental el componente transartístico. No solo se mezclan en los poemas distintas tradiciones formales, como lo permite apreciar el volumen sacado a la luz, sino que la fotografía y la prosa argumentativa o narrativa ocupan un lugar no marginal, incluso más decisivo que el que tienen en la primera edición de El muro de Mandelshtam (2016) y otros títulos de Barreto en el catálogo de la Sociedad de Amigos del Santo Sepulcro, la editorial que dirige.

El proyecto al que me refiero surgió de un trabajo de campo con ribetes casi etnológicos: en el transcurso aproximado de un decenio, Barreto realizó viajes a numerosas galleras del territorio venezolano en compañía de Ricardo Jiménez, cuyas fotografías conforman el núcleo alterno de esa labor. Un conjunto heterogéneo de ilustraciones debía convivir, además, con las fotos y los textos: publicidad histórica e internacional de galleras; anuncios de ventas de gallos; anuncios de artículos relacionados con la riña; caricaturas políticas que se valen de alusiones a esta. El modelo de tal acopio es aquello que Georges Didi-Huberman entiende por “atlas”, a partir de su estudio del Bilderatlas Mnemosyne (1925–1929) de Aby Warburg: empresas, sobre todo artísticas, guiadas por principios movedizos que se centran en los diversos puntos de vista de los receptores; obras que nos hacen intuir significados inagotables surgidos de la multiplicidad de piezas autónomas puestas a dialogar entre sí libres de sintaxis predeterminada[1]. Un subtítulo sopesado por Barreto en algún momento para La sombra del apostador fue, de hecho, Atlas del ritual analfabeto del gallo de combate[2].

En una decisión clave para que vislumbremos los alcances poéticos de ese atlas en curso, la revista Trópico Absoluto ofrece ahora varios materiales inéditos: siete de las cuarenta y seis fotografías de Ricardo Jiménez y el más extenso de los textos en prosa de Barreto: “Últimas gallerías de la cabeza parlante”. “Poéticos”, escribo, a sabiendas de que el término no debería circunscribirse a la lírica y supone una continuidad entre las diferentes especies de creación verbal o entre estas y las no verbales; adicionalmente, a sabiendas de que la denominación de “lírica” habría de recordarnos la génesis interartística del género, carácter que durante milenios se ha mantenido gracias a sus interacciones con la música y las artes visuales.

Antes de analizar las fotografías, las “Últimas gallerías” y cómo se insertan en ese atlas, conviene tener en cuenta dos elementos fundamentales en la mencionada estética reciente de Barreto. El primero, la importancia que en ella tiene la performance, que conceptúo de tres maneras: como una acción artística desarrollada directamente ante un público; como los rastros de dicha acción recogidos en un libro o sus paratextos; o como una acción no realizada, solo sugerida en el libro, para que se produzca en la imaginación del lector. Todas esas variables evocan un descentramiento del poema y de lo que juzguemos como “poético” o como “el poeta”. Ello se integra, a su vez, en un cuestionamiento general de los esencialismos o las cosmovisiones donde predominan las identidades estáticas, sustanciales; pero el cuestionamiento se vale de una actividad no supeditada a sujetos preexistentes. Pienso, desde luego, en cómo Nietzsche entrevió la relación de “ser” y “hacer” (39) y en cómo Judith Butler califica de “performáticas” conductas sociales para nada artísticas.(25)

En los años ochenta, no pocos fueron los recitales o las exposiciones a los medios de comunicación de masas en que el grupo Tráfico, con un talante neovanguardista y provocador, estuvo implicado. Barreto, uno de sus integrantes, cooperó en tales performances. Un traslado de esos hábitos a sus libros ―de “operación teatral” certeramente la tilda Antonio López Ortega (11)― es la fotografía de Jiménez incluida en Soy el muchacho más hermoso de esta ciudad (1987), donde vemos al poeta sentado en una barbería de San Fernando de Apure mientras lo afeitan: resumen instantáneo del exteriorismo y la rebeldía ante la anquilosada solemnidad romántico-surrealista contra la que Tráfico se pronunció. En su fase madura, Barreto desarrolló una vertiente muy personal de esas prácticas estando al frente de la Sociedad de Amigos del Santo Sepulcro. Con motivo de la publicación en ella de uno de sus poemarios, por ejemplo, el autor-editor concedió una entrevista donde se evidencia la cualidad lúdica del imaginario que rodea a la empresa:

Es una sociedad que he ido rehaciendo en el tiempo. Unipersonalmente[,] claro. Mi familia, durante todas las Semanas Santas, se encargó de cuidar, pintar, arreglar, redecorar la imagen del Santo Sepulcro donada por mi tatarabuelo a la Iglesia de San Fernando [de Apure], cuando decidió abandonar la masonería. Había una conseja en el pueblo: se sabía que la masonería tenía en su seno una suerte de ley vengadora para los desertores que estuviesen tentados a revelar los secretos de la orden. A esas personas las seguía una suerte de “bola negra” que generalmente terminaba con la muerte. Mi tatarabuelo, sabiamente, para evitar esa “bola negra” de la muerte, les regaló a los masones una estatua de Bolívar y el Santo Sepulcro a la Iglesia. Desde entonces, en mi familia, el Santo Sepulcro es un objeto de devoción enorme (Mosca s.p.).

Pero la Sociedad no es performática solo en ese aspecto publicitario. Gina Saraceni, pensando en los cruces vertiginosos de ámbitos en la poesía de Barreto, resalta “la adquisición de una posición incómoda dentro del lenguaje” por parte del sujeto, colocado “en una zona donde la representación entra en crisis, hace crisis, y los límites del sentido se […] expanden”.(273) Los abundantes estímulos visuales que en cada producto de la Sociedad acompañan a esta escritura traducen precisamente esa “crisis” en lo que a falta de otro nombre podríamos denominar performance editorial, convirtiendo el libro en un tablado semiótico, más que una entidad que captura o contiene sentidos. No cuesta ver, a pequeña escala, prefiguraciones del “atlas”; el lector acaba reclamado por códigos dispersos, cuya inestable suma crea, a su vez, un macrolenguaje que se resiste a las clasificaciones usuales de artes o géneros: la lectura acaba de (re)hacer el libro. La labor de Waleska Belisario y ABV Taller de Diseño, así como la de Jiménez, resultan tan vitales que las publicaciones de la Sociedad deberían considerarse de autoría igual de múltiple que nuestras interpretaciones de las obras.

El segundo componente crucial de la poética de Barreto se desprende de esas performances, con su heteróclita batería de recursos, pero resulta menos ostensible. Se trata de un asunto que he abordado en otras ocasiones: la prominencia de la liminaridad en la poesía venezolana de los albores del milenio.[3] En el caso específico de La sombra del apostador ―la edición de Visor/FCU; las fotos y el escrito que Trópico Absoluto publica―, lo liminar no puede disociarse de lo “ritual”, puesto que tanto la prosa como los versos insisten en este último vocablo y los procedimientos de Barreto, ya lo he insinuado, no están exentos de vestigios antropológicos. Ha de tenerse en cuenta que en la etnología se origina el término liminaridad, aunque hoy sea común en otras ciencias y en disciplinas humanísticas, a tal punto que Björn Thomassen lo postula como un ideologema protagónico en el período de entre milenios. Nació, sin embargo, mucho antes, cuando Arnold van Gennep en Les rites de passage (1909) acuñó la palabra liminarité ―del latín limen (‘umbral’)― para aplicarla a etapas específicas de las ceremonias iniciáticas ―transiciones de la  infancia a la edad adulta y de esta a la vejez; de la infancia a la nubilidad; de la vida a la muerte; así como algunas religiosas. Dichos rituales, según van Gennep, se caracterizan por presentar casi siempre tres fases que denominó “preliminar”, “liminar” y “posliminar”. En la primera el individuo abandona una identidad conferida por el grupo; en la segunda, al carecer aún de una nueva, entra en una ambigüedad profunda; en la tercera, hay un retorno a la sociedad con una identidad distinta. El trabajo de van Gennep casi cayó en el olvido hasta que la traducción al inglés de Les rites de passage llamó la atención de Victor Turner, quien, desde los años sesenta, aprovechó y profundizó sus hallazgos, concentrándose en la fase liminar y observando con minucia los reajustes vivenciales que en ella acontecen:

Liminal entities are neither here nor there; they are betwixt and between the positions assigned and arrayed by law, custom, convention, and ceremonial. As such, their ambiguous and indeterminate attributes are expressed by a rich variety of symbols in the many societies that ritualize social and cultural transitions. Thus, liminality is frequently likened to death, to being in the womb, to invisibility, to darkness, to bisexuality, to the wilderness. (95)

Sobre todo, Turner hizo énfasis en cómo lo experimentado en la liminaridad permite que se desestructuren categorías y lazos previamente inculcados por la educación o la ideología. Entre quienes los estados de limen ritual parecen prolongarse ―por lo tanto, el reajuste o la desestabilización de la cosmovisión normativa― se cuentan los artistas:

Prophets and artists tend to be liminal and marginal people, “edgemen,” who strive with a passionate sincerity to rid themselves of the clichés associated with status incumbency and role-playing and to enter into vital relations with other men in fact or imagination. In their productions we may catch glimpses of that unused evolutionary potential in mankind which has not yet been externalized and fixed in structure. (128)

Creo que, como consecuencia de una perseverante sensación de malestar y deterioro cuyos antecedentes podrían buscarse en los años ochenta, cuando comenzó a derrumbarse la ilusión colectiva de una Venezuela moderna, encaminada hacia el desarrollo gracias a recursos inagotables ―la “magia” del Estado a la que se refería Fernando Coronil―, lo liminar, siempre manifiesto o latente en el arte, expresa deseos imperiosos de transformación. Lo anterior explica, asimismo, que ciertos géneros con predisposición a lo ritual, como la poesía, se hayan convertido en campos privilegiados para una estética de los umbrales. De hecho, Jonathan Culler define el lenguaje de la lírica por su tensión entre lo “ficticio” y “lo ritual”, recalcando la afinidad de los componentes rituales con la performance. [4]

En buena parte de la obra de Barreto se divisa una liminaridad relacionable con las insatisfacciones que suscita el entorno. En el prospecto a Sarcófago (2017), revista literaria que dirigió ―ella misma un ejemplo transartístico sobresaliente, por el peso de lo visual―, a quemarropa expuso un ideario:

En un país donde anualmente fallecen de manera violenta e indeseada más de veinte mil personas [trataremos de hablar] del mundo diverso y hambriento […]. Saquemos de esta caja de cartón unas flores lozanas o marchitas para la mendicidad; pues la carencia es el estadio más propicio a la escritura, a la pintura o a la fotografía sin escena de un cuerpo que simula estar vivo. Y recordemos, pues, lo que un endógeno como Juan Rulfo dijo: EL GOBIERNO [LA DICTADURA] NO TIENE MADRE (“A nadie puede extrañar” 3).

La política de La sombra del apostador, en la entrega de Visor/FCU, tampoco es tímida, y hay poemas como “Mundo gallináceo (II)” que se rozan con los titulares de prensa:

A la memoria del diputado Fernando Albán,
asesinado por agentes de inteligencia cubanos,
en el edificio del SEBIN, en la plaza Venezuela,
Caracas, 2018

I

Cayó de un décimo piso,
voló por la ventana abierta.

II

La muerte fue el maestro
que vino de La Habana (96).

Barreto adopta así el papel de intelectual tal como Pierre Bourdieu lo concibió: un agente del campo cultural que, deseoso de precipitar cambios sociales, invierte en otros campos el capital simbólico obtenido por sus actividades artísticas o científicas (Les règles 215-220). Los ritos de paso que cristalizan en su poesía de madurez no han de entenderse sin un ingrediente político, aunque este no excluya los íntimos, metafísicos o estéticos: el “hacer” performático y ritual es el único venero del “ser”.

El “hacer” para “ser” nos conduce, cabría apuntar, a un examen que va más allá de las obviedades referenciales. Después de todo, el “ritual de muerte” del que nos habla La sombra del apostador también es llamado “hermético” (11, 50)[5] y Hermes será mencionado en “Últimas gallerías de la cabeza parlante”: Aquiles, a quien se compara el gallo de combate, algo tiene de ese dios y de Apolo. Si Hermes nos orienta en los secretos del lenguaje, su medio hermano es el portador de la lira. Más allá de una simple heurística, como la exigía el grupo Tráfico, las labores de Barreto requieren de nosotros una hermenéutica.[6] Un primer vistazo tanto al libro de Visor/FCU como a los materiales inéditos podría hacer creer, por ejemplo, que obedecen a una exaltación de las peleas de gallo. No descarto que eso se avizore, pero estoy convencido de que, en niveles menos superficiales, el lenguaje liminar propicia una antiestructura como las descritas por Turner, solo que tan extrema que no estaría de más pensar en una voluntaria aporía.

Las siete fotografías de Jiménez seleccionadas para Trópico Absoluto compendian de inmediato esa dimensión oculta a la que aludo. La primera y la última son retratos de personas específicas, que ofrecen respectivamente un plano medio largo y un plano medio propicios para la atención pormenorizada a los individuos que en ellos figuran: un criador con su gallo y el autor en una gallera, acompañado por la artista plástica Xiomara Jiménez.

Las restantes fotografías, si se contemplan en secuencia, narran el “ritual de muerte”. En contraste con 1 y 7 que, por sus planos, se prestan a una retórica visual de la “normalidad” (Vilches 53), en el relato que se desarrolla de 2 a 6 se tiende al pathos por diversos motivos. El principal lo encontraremos en la intervención de la espacialidad, sea porque estas fotografías tematizan el espacio diegético de la gallera o porque el ángulo de cámara o los planos elegidos, desde un espacio extradiegético, resignifican lo captado. Y lo que se impone no es una glorificación de lo que vemos, sino insinuaciones sombrías.

Foto 2: Ricardo Jiménez

Considérese el ángulo cenital de 2, confabulado con el desbalance compositivo que presenta como trunco el círculo de la arena de combate. Ambas decisiones visuales suelen propiciar en el espectador sensaciones de impotencia, indefensión, tensión e inquietud (Mercado 8-9, Gianetti 14), mucho más en esta ocasión, por la perturbadora similitud de las sillas a la dentadura de una boca abierta para la dentellada y porque la soledad parece sugerir un escenario de fatalidad, tragedia anterior a los sujetos específicos que van a participar del rito.[7]

Foto 3: Ricardo Jiménez

La soledad se prolonga en 3, efecto ahora de la distancia combinada con la claustrofobia que produce el confinamiento de los seres vivos entre patrones geométricos: los gallos en los cubos y los seres humanos en los círculos concéntricos que la arena de combate parece irradiar.

Foto 4. Ricardo Jiménez.

En plena contienda, tanto el desbalance compositivo como el ángulo holandés o aberrante sugieren en 4 un clímax de violencia expresionista reforzado por la falta de nitidez de los espectadores, cuyos contornos humanos empiezan a desvanecerse, quizá engullidos por la fascinación bestial de lo contemplado.

Foto 5: Ricardo Jiménez

En 5, el ser humano surge drásticamente incompleto o mutilado en la composición justo cuando la contemplación del gallo muerto revela en el par hombre/animal ―tanto por la relación de verticalidad entre los seres fotografiados como por el picado― los pares encubiertos superior/inferior y, sobre todo, victimario/víctima.

Foto 6: Ricardo Jiménez

En 6, amén de sus lúgubres admoniciones de un columbario anticipado, la sobredeterminación del efecto claustrofóbico de fotos precedentes habla no ya de una mutilación de lo humano, sino de inhumanidad: ausentes los hombres, pero presente la sistemática reclusión, en serie, de lo que se nos había revelado como víctima, el animal. En el dramático contraluz, no obstante, hay un añadido numinoso[8] que se corresponde con el “misterio” que toda forma de ritual implica, en varias oportunidades mencionado por los poemas: “Ese misterio que presentimos y no conocemos” (57); “En el misterio de estos números está el control” (60); “Así le cantamos al misterio que incita a la contienda” (80). En suma, si tuviéramos que describir el tipo de figuración que prevalece no podríamos eludir la mención de atmósferas asfixiantes y un tono ominoso, para nada festivo: las sonrisas captadas en 7 ―fotografía en la cual, por algo, surge el poeta― no dejan de apuntar a una soterrada ironía de parte de Ricardo Jiménez y de Barreto mismo ―con su performance de llanero fundido con la concurrencia gracias a la indumentaria y la cerveza. Si las peleas de gallo son un ritual esencialmente fúnebre, la aportación de Jiménez verifica los argumentos de Bourdieu sobre la fotografía, definida por el sociólogo como “representación de un objeto ausente como ausente” (Un arte medio 334) y por ende asociable a lo que Freud denominó “el trabajo del duelo” ―“una gimnasia de la imaginación que intenta aprender la realidad acostumbrándose poco a poco a la irrealidad de sus imágenes” (Bourdieu, Un arte medio 362). Por una parte, las fotografías dan ciertamente la impresión de monumentalizar las galleras y lo que en ellas sucede; por otra, no debería ignorarse lo señalado por Michel Frizot: cuando lo fotografiado pertenece al presente el objeto se “pre-arqueologiza” o “predestina a futuras excavaciones” (383). Lo verificado por la cámara en el “ritual de muerte” inevitablemente muere, se inscribe en un pasado del futuro, en lo que intuimos que va a desaparecer.

Lo que asevero se constata por otras vías en “Últimas gallerías de la cabeza parlante”, que puede tenerse como coda a las seis “Gallerías” de la edición de Visor/FCU. Estas piezas en prosa oscilan entre el ensayo y el escolio, con incursiones esporádicas en lo lírico o lo narrativo; el hecho de que todas estén fechadas les agrega modulaciones de diario íntimo, datando la primera de enero de 2017 y la inédita de diciembre de 2020, “año de la peste”. Las meditaciones históricas y culturales van desde la imaginería del gallo en el vudú hasta el contrabando de gallos de Andalucía al Nuevo Mundo, pasando por la aparición del gallo en Thoreau, Ricardo Palma, Arturo Michelena o la descripción de la intimidad del gallero Reinaldo Perdomo. El eclecticismo encaja no solo en la heteroglosia del libro de Visor/FCU, sino que acentúa el hibridismo tonal de este ―y, en general, del proyectado atlas― con intensas alternativas de lo erudito y lo burlesco, lo sublime y lo ridículo, lo espiritual y lo crudamente somático.[9] Si todo lo anterior es aplicable a “Últimas gallerías”, el remate de la serie se destaca por la exhibición más franca de la índole desestructuradora a la que vengo refiriéndome.

El comienzo formula una dicotomía donde se enfrentan la “cultura analfabeta” y la “cultura literal”. Quien originalmente formuló el contraste, y su nombre se menciona, fue José Bergamín, en un ensayo publicado en 1933, “La decadencia del analfabetismo”. Otro homenaje de Barreto a Bergamín consiste en la remisión a Los aforismos de la cabeza parlante (1983) de este ―que, a su vez, homenajeaba a Cervantes, en particular, el delirante humorismo del episodio de la cabeza mágica del Quijote (2, LXII), tal como indica Santa María Fernández (366). En lo concerniente a la pugna de las dos culturas, estas son las palabras de “La decadencia del analfabetismo”:

Hay una cultura literal. Hay otra cultura espiritual.

La primera es la que persigue al analfabetismo: su enemiga. Y es hoy por hoy, pero no por ayer ni por mañana, la más aparentemente generalizada. Es la que ha desordenado el mundo: la que ha desordenado más todas las cosas, suprimiendo las jerarquías. Cuando se pierde racionalmente el sentido de las jerarquías es cuando hay que ordenarlo todo por orden alfabético. El orden alfabético es un orden falso. El orden alfabético es el mayor desorden espiritual: el de los diccionarios o vocablos literales, más o menos enciclopédicos, a que la cultura literal trata de reducir el universo.

El monopolio literal de la cultura ha desordenado las cosas desorganizando las palabras, que son también cosas y no letras; y por serlo, cosas (cosas de ideas o ideas de cosas, cosas de razón o cosas de juego), son realidad racional pura o poética, realidad verdaderamente espiritual o analfabeta (Bergamín 26-27).

El ensayo de Bergamín, escrito con ánimo creador, es intachable como obra de arte y declaración de una estética personal, aunque si optásemos por lecturas denotativas nos tropezaríamos enseguida con aquello que Jacques Derrida caracterizó como logocentrismo: sintomático desprecio de la escritura en aras de una verdad fundada en una metafísica de la “presencia” solo emanada de la palabra oral.[10] Por fortuna, “Últimas gallerías”, con su incontrolable liminaridad, no cae en la trampa de creer en sus propios dictámenes: la enunciación de la firme oposición de lo oral y lo escrito constituye un punto de arranque para un ingenioso ejercicio autodeconstructivo, en el cual las estructuras inaugurales se disuelven para ceder su lugar a otras, haciendo de la escritura misma un rito de paso. A fin de cuentas, la literatura existe ―como adujo Paul de Man― en una esfera de referencialidad para siempre postergada en lo ficticio, ilusión consciente y pactada con el lector, que no pretende identificarse con la “verdad” ni inmovilizarse en el reino de las esencias eternas.[11]

El proceso no es obvio al principio. Tras la cita de Bergamín, viene el encuadre de la riña de gallos en la cultura oral ―lo que hace de ella “un ritual de muerte analfabeto”― y, más importante, la acotación de que:

nuestros gallos ecuatoriales cantan a cualquier hora. Y sobre todo cantan para que no desaparezca el poder de lo animal y lo irracional en nuestras vidas. La poesía sin tales motivaciones se metaliza, se vitrifica, y abandona la aventura, el atrevimiento y la violencia verbal que yo quisiera para mis poemas.

Lo anterior plantea la pelea de gallos ―con toda su vehemencia, de la cual los poemas de Barreto parecen conscientes[12]― como trasunto de la actividad poética y le resta peso referencial: ingresamos en el reino de la connotación, de la imaginación, lo que se ratifica en términos complementarios: “es también una suerte de psicomaquia. La realidad adquiere los visos de un sueño”. Si admitimos la cualidad ilusoria de lo identificado con la cultura analfabeta, la supremacía de dicha cultura simétricamente podría ser quimérica, presagio de un proceso desestructurador. A partir de allí, la lógica transita, indecisa, por un umbral.

Las dos secciones que siguen apuntalan el esquema oscilante de respaldo y relativización. Primero, se dedicarán pasajes, en el polo de lo material, tangible, a la semblanza de Luis Fernando Ríos, criador de gallos de Maturín, para más señas y en beneficio de la vraisemblance, “una localidad situada entre los estados orientales de Venezuela”. Su gallera “queda en un caserío perimetral llamado la Cruz de la Paloma”. Como vemos, la retórica del testimonio o la etnología priman. Pero después, en la siguiente sección, saltaremos a la Ilíada, con una jamás anodina comparación de Aquiles con el gallo combatiente, en que no podemos sino atisbar un regocijado ejercicio carnavalesco: “Cuando voy a la gallera, siempre que veo a un gallo persiguiendo a su contrario y rebatiéndose con él mortalmente, recuerdo al raudo Aquiles tras el bravo Héctor, en aquella fuga alrededor de las murallas de la ciudad sitiada”.

El vaivén entre el interés en la cultura analfabeta (el logos) y las evocaciones provenientes de la cultura literal o literaria (fuente de falsedad) se repite, con variaciones, en los dos pasajes a continuación, uno dedicado a Jesús Salvador García, fabricante de espuelas para gallos, y otro al poeta colombiano Raúl Gómez Jattin. No obstante, por más que a este quiera afiliárselo a un entorno “popular”, su obsesión por “sus libretas de conocimiento, emborronadas bajo la luz más precaria, sus libros de otros poetas de países recónditos” nuevamente debilita los marcos dicotómicos. Una observación adicional tiene efectos análogos: “todo este apasionamiento le pertenece también al gallero”.

Imprevisible al comienzo de “Últimas gallerías”, tal fluidez, al cabo, alcanza un punto crítico, un callejón sin salida socarronamente rebajado a molestias:

Debo referir que por momentos me ocurrieron ciertos incordios en la redacción de este libro, La sombra del apostador. Padecí de temporales ilusiones donde escribía como si creyera en la paradójica certeza de comunicarme mediante el libro con aquel ser para el cual ni la lectura ni la escritura existen.

Repárese en que los tratos del hablante con el “ritual de muerte” tienen su correlato en ese “trabajo del duelo” que apreciamos en el tejido fotográfico de Jiménez; ellos convalidan la realidad de la escritura, que nace de una pérdida irreversible, “paradójica certeza” de una comunicación letrada con lo que está fuera de la letra y presentado como ausente. Y, si bien, en auténtica lidia argumentativa, se intenta regresar a la consustanciación de logos y oralidad en párrafos siguientes ―“La proximidad entre palabra sonora y experiencia ha sido para mí la plenitud del sentido, del significado puro y conciso”―, pronto, en la conclusión, con un giro de tuerca sarcástico, se admite el pecado original de la letra, idealizadora del analfabetismo:

[S]umergido en la mayor expectación, en la honda escucha, reviví aquellos hechos con el rebrillo de lo espiritual. Un significado que flotaba sobre las copas de los árboles […]. Imagino que Homero, paseándose por los mercados de tantas islas que componían el archipiélago de la cultura griega, presenciaría instantes semejantes de humanidad. Han debido ser incontables pues sucumbió a la tentación de escribirlos y escoger a un auditorio letrado para prolongar más allá tales eventos que habían pertenecido al espacio de la cultura analfabeta.

Algo similar les aconteció a Mark Twain o a Juan Rulfo. Y es que el paisaje sonoro y la épica del decir analfabeto tienen tanto poder para envolverte, de tal manera, que literalmente con un dejo de culpa mundana sucumbes a la escritura.

Que un aedo ciego y más que probablemente inexistente como Homero se resignase a transcribir la oralidad corrobora, con evidente sentido del humor, la naturaleza performática de “Últimas gallerías”: exposición de las fantasías con que la cultura letrada ennoblece a la iletrada, tarde o temprano confesando el nostálgico artificio. Una “paradoja”, recuérdese, equiparable a las esbozadas por Jorge Luis Borges en numerosas ocasiones, pero nunca mejor que en “El Sur”, con su “civilizado” Juan Dahlmann añorante de la “barbarie” rural hasta que se esfuma su razón, plausiblemente en los senderos de la agonía. Si deseáramos resumir desde un mirador distinto la situación aporística en que nos hallamos, habría de subrayarse que los inventores del alfabeto fueron analfabetos, lo cual hace de él uno de los productos más sofisticados de la cultura oral y no su contradicción.

Queda a estas alturas patente el gesto erasmiano de Barreto, que sostiene en La sombra del apostador una especie de elogio de la locura, un discurso cimentado en la autonegación. No creo que la aparición de la “sombra” desde el título se deba a un accidente si le damos el sentido de la psicología analítica: suma de los impulsos primitivos menos compatibles con los ideales sociales; todos aquellos instintos o inclinaciones inconscientes que la educación o las leyes nos obligan a omitir, reprimir o sublimar (Jung párr. 8-10). El “muchacho más hermoso de esta ciudad” que fue Barreto en su etapa juvenil, exaltador de la modernidad urbana en detrimento de la ruralidad arcaizante, desde el fin de la experiencia de Tráfico ha convertido aquel mundo desdeñado en un espejo oscuro donde ha aprendido a buscarse, a verse, para unificar un ser que de otro modo permanecería incompleto, escindido. Su poesía incorpora la supuesta barbarie y la actualiza constantemente, aceptando que el otro sombrío es él mismo: nuevo principio, recuperación de una inocencia previa a los binarismos muy afín, a mi ver, a anhelos expresados por Pier Paolo Pasolini a través de su obra y siempre en compensatoria tensión con las exigencias del cambio social (Ward 4-24). Con tanta o más eficacia que las asiduas intromisiones del demonio en los poemas, un pasaje de “El inframundo por un gallo blanco” ―primera sección en verso de La sombra del apostador de Visor/FCU― lo expresa en clave de fábula:

Sobre las cabezas de los que rondaban el cine
pendía una marquesina
con el título impreso
de la película:

LA TUMBA DE NEÓN

que fue el perro de un albañil
que lo encerró en un cubo
de ladrillos rojos.
Cuando hubo terminado
y el perro se vio dentro,
el perro ladró:

ladró,
ladró

cien veces a su sombra:
él era su propia sombra (23-24).

Y esa asimilación de la alteridad se traduce en “Últimas gallerías” como pacto espiritual entre la abundancia y la ausencia de luminosidad. No podemos soslayar que el gallo alegoriza la poesía ―lo proclama el personaje lírico de Barreto― y que, en esta coyuntura, desaparece el lenguaje oposicional de los inicios del texto, para dar cabida a lo dual, el balance, la convivencia pacífica de lo que en otras visiones de la realidad se embiste:

Cuando la luna ha entrado en la fase menguante el borde de sombra se ubica a la derecha y cuando se inicia la fase creciente la sombra se muda a la izquierda. Al interior de la luna pervive esa dualidad: luz y sombra, en completo equilibrio. Todo ser humano debe utilizar una buena dosis de energía psíquica para lograr esta armonía de lo iluminado y lo sombrío. Los Gallos de Combate y los humanos somos seres lunares. El gallo no solo anuncia la aurora, también se despide de la amada noche. San Jerónimo y San Juan de la Cruz apreciaban esta dualidad al hablar del iniciado, de su vía mística.

Como fuerza desestructuradora, la liminaridad posibilita esa convergencia de lo disímil. Para percatarse de ello basta el avance publicado en España de La sombra del apostador. Hemos visto que el verso y la prosa coexisten, y que los límites entre el ensayo, el cuento y la prosa poética nunca son rotundos. Las composiciones en verso resultan no menos heterogéneas. En la catábasis de “El inframundo por un gallo blanco”, por ejemplo, es notoria la acumulación de componentes de la épica grecolatina y medieval ―un epígrafe de Dante encabeza el poema―; asimismo, de la literatura sapiencial:

—¿Cuántas piedras haría falta apilar
para construir una montaña?

—Si la piedra fuera del tamaño de la montaña,
una sola.

Lo creo porque es absurdo
—diría Tertuliano— (21);

y, a menudo, se añade el poema (seudo)folclórico:

Guitarrita de casaca
rayada
eras de buen augurio:
un gallo de vitola
y fiera acometida.
Remuerto estás
aunque no tengas canas (35-36).

Aquí y allá encontraremos acercamientos al apólogo o la parábola (66), al cuento oral (70-71) o, incluso, al coloquio doctrinal (139). Con la pluralidad genológica se combinan las distonías de los poemas, sus fluctuaciones permanentes entre lo elevado y lo bajo; “El Dasein”, subtitulado “Llanto de un estudiante de filosofía”, constituye tal vez el ejemplo más memorable:

El Dasein ya no es la represa
que fue para el espíritu.

Ahora no importa
que la muerte
no signifique tanto.

¡Qué preocupación!

Se trataba de algo
que estaba escrito
y era estudiado, y ahora
ni está escrito, ni merece
nuestra escucha,
nuestra diligencia:
no hay Dasein, ¡váyanse!,
no hay Dasein para usted,
ni para usted: ¡no insistan! (142-143).

En la elocución, las geminaciones que salpican “El inframundo por un gallo blanco” ―“seguí bajando / seguí bajando”, “descendiendo / descendiendo” (19-20)― nos hablan del reino de lo doble o lo ambivalente, los dos espacios que se tocan en todo umbral. En ese poema y otros, frecuentes antítesis cumplen una función comparable, en un registro sea sublime ―“habrá tristeza y contento” (44)―, sea costumbrista:

Qué sabiondo fue el negro Stapleton.
En el claroscuro del garito
se paseaba con un gallo
entre sus brazos
de los que él llamaba Blancanieves (54).

El vocabulario persiste en lo transicional, juntando el habla coloquial con la cita directa de los clásicos ―Homero, Dante, Tertuliano, Garcilaso de la Vega y otros. Además, el español cotidiano admite una rara internacionalidad que lo desaloja de los Llanos venezolanos, como cuando el rabipelado autóctono se transmuta en “zarigüeya”, nombre que algunos países hispanoparlantes toman del portugués de Brasil, que a su vez lo toma del guaraní (165).

Esa cualidad vaga o híbrida se infiltra en el cosmos, no debiendo extrañarnos la fusión de hombres y gallos ―“La gallina ceniza del apartamento 111 / enviudó del marido que era oficinista” (65)―; de gallos y tigres ―“¡Gallo! ¡Gallo!, que ardiendo brillas / entre la arboleda de la noche, / ¿qué mano mortal, qué ojo / ideó tan terrible simetría?” (94)―; del todo y la parte ―“El gallo pelea contra su propia alma, y en el trance / aprende a perder la inocencia” (59)―; o de raciocinio y estulticia ―como en la alucinante conversación con un catedrático relatada en “Academicismos” (49-50)―.

La absorción de la sombra en el sujeto poético se presta a diversas interpretaciones: el arte suele negociar con los contenidos del inconsciente individual y el comunitario. Que muchos de los textos del atlas hayan sido escritos o revisados con cierta intensidad entre 2017 y 2020 ―así lo permiten suponer las fechas del solapado diario de las “gallerías”― los hace coincidir en el tiempo con la desintegración total de instituciones democráticas que a duras penas habían resistido los embates del autoritarismo de cuño militar en Venezuela, cuyo origen es el caudillismo agrario, desde Juan Vicente Gómez sincronizado con el aparato económico de la modernidad petrolera. El demonio entrevisto en los versos de Barreto no deja a veces duda sobre su naturaleza política:

Pero en este país
llamado Venezuela
ha tocado
un satanás
que pretende
robar almas
haciéndonos preguntas
sibilinas
sobre el color
con que deberíamos
rellenar el mapa:
o lo dejamos verde,
o lo pintamos
con los visos
rojos
de las paredes (74-75).

Ante tantos indicios, me pregunto si ese diálogo con las tinieblas no tiene, en efecto, algo de “psicomaquia” ―para usar el término de “Últimas gallerías”―, de un exorcismo en el que el poeta recibe dentro de sí la oscuridad para hacerla palmaria, ineludible, quizá erradicarla de quienes han sido sus víctimas. La voz poética o la poesía misma transformadas en cordero sacrificial ―ave, mejor dicho―, encarnación de una “violencia” que ha destruido los sueños de un presente y un futuro modernos. Juzgo, en todo caso, que Barreto ha sido indisputablemente coherente con la trayectoria de su escritura y los valores que parecen desprenderse de ella, porque darle la espalda a lo que los discursos más superficiales de la modernidad han negado sería otra invitación a que el telurismo de la soslayada sombra colectiva vuelva con deseos de venganza: lo acaecido en Venezuela desde las postrimerías del siglo XX bien puede concebirse como uno de esos episodios. La reducción de lo latinoamericano al conflicto de una “resplandeciente” civilización contra una barbarie “tenebrosa” ha sido históricamente catastrófica y, sea cual sea la opción que el lector decida que ofrece Barreto, esta se mostraría incompatible con los paradigmas sarmentinos. En lo que atañe a La sombra del apostador y el ciclo creador en que se inscribe, el motivo principal radica en la fascinación por la libertad gnoseológica latente en un “atlas”: tipo extremo de opera aperta capaz de orientarnos hacia rutas no demasiado trajinadas en la interpretación de la realidad social del continente. En ellas, circulan un pensamiento y una sensibilidad reacios a los determinismos.

©Trópico Absoluto

Notas

[1] Las palabras exactas de Didi-Huberman: “L’inépuisable: il y a tant de choses, tant de mots, tant d’images de par le monde! Un dictionnaire se rêvera comme leur catalogue ordonné selon un principe immuable et définitif (le principe alphabétique, en l’occurrence). L’atlas, lui, n’est guidé que par des principes mouvants et provisoires, ceux qui peuvent faire surgir inépuisablement de nouvelles relations —bien plus nombreuses encore que ne le sont les termes eux-mêmes— entre des choses ou des mots que rien ne semblait apparier d’abord. Si je cherche le mot atlas dans le dictionnaire, rien d’autre, normalement, ne m’intéressera, sauf, peut-être, les mots qui ont avec lui une ressemblance directe, une parenté visible: atlante ou atlantique, par exemple. Mais, si je commence à regarder la double page du dictionnaire ouvert devant moi comme une planche où je pourrais découvrir des ‘rapports intimes et secrets’ entre atlas et, par exemple, atoll, atome, atelier ou, dans l’autre sens, astuce, asymétrie ou asymbolie, c’est alors que j’aurai commencé de détourner le principe même du dictionnaire du côté d’un très hypothétique, d’un très aventureux principe-atlas” (244).

[2] Debo a la generosidad de Barreto este y otros datos no patentes en los textos que examino.

[3] Remito al lector interesado a El desengaño de la modernidad (119-129) y al artículo “Hacia una poética del desencanto”.

[4] “Lyric, I conclude, involves a tension between ritualistic and fictional elements ―between formal elements that provide meaning and structure and serve as instructions for performance and those that work to represent character or event” (Culler loc. 236).

[5] Las citas de La sombra del apostador cuyas páginas se especifican remiten, naturalmente, a lo incorporado en la edición de Visor/FCU.

[6] Sobre la diferencia de ambos tipos de lectura, consúltese Riffaterre (5-6).

[7] No aludo azarosamente a subtextos clásicos, puesto que el mismo Barreto los trae a colación, como ya hemos comprobado. En el poema “Mutilación” la idea del Hado es igualmente explícita: “¡Oh, destino! Será que los dioses helenos / podrán hacer un milagro para Custodio” (168).

[8] Recuérdense las reflexiones de Rudolf Otto sobre la presencia de la oscuridad y la luz en el arte “numinoso” (65-71).

[9] Bastan unas pocas líneas del volumen para ilustrarlo: Ogun “es el Dios colérico de los metales que bebe del muñón sangrante de un ave decapitada. Un Dios que se alimenta por la cabeza del creyente” (55).

[10] Desde sus inicios, De la grammatologie advierte que la historia de la metafísica “malgré toutes les différences et non seulement de Platon à Hegel (en passant même par Leibniz) mais aussi, hors de ses limites apparentes, des présocratiques à Heidegger, a toujours assigné au logos l’origine de la vérité en général: l’histoire de la vérité, de la vérité de la vérité, a toujours été, à la différence près d’une diversion métaphorique dont il nous faudra rendre compte, l’abaissement de l’écriture et son refoulement hors de la parole ‘pleine’” (Derrida 11-12). Y más adelante señala una identidad entre fono y logocentrismo: “Ce logocentrisme qui est aussi un phonocentrisme: proximité absolue de la voix et de l’être, de la voix et du sens de l’être, de la voix et de l’idéalité du sens” (22).

[11] “Demystifying critics are in fact asserting the privileged status of literature as an authentic language […] For the statement about language, that sign and meaning can never coincide, is what is precisely taken for granted in the kind of language we call literary. Literature, unlike everyday language, begins on the far side of this knowledge; it is the only form of knowledge free from the fallacy of unmediated expression. All of us know this, although we know it in the misleading way of a wishful assertion of the opposite. Yet the truth emerges in the foreknowledge we possess of the true nature of literature when we refer to it as fiction” (De Man 17).

[12] “Aquel gallo escribió con las pisadas de sus patas / un mensaje / para la antropóloga Margaret Mead, donde le rebatía / que las riñas de gallos fueran una pelea de penes: // —En la arena combatimos contra el alma de nosotros / mismos” (80).

Obras citadas

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Miguel Gomes (Caracas, 1964), estudió literatura en la Universidad Central de Venezuela y en la Universidad de Coimbra. Doctor en literatura por la Stony Brook University, New York. Board of Trustees Distinguished Professor de la Universidad de Connecticut, donde enseña desde 1993. Miembro de la Academia de Artes y Ciencias de Connecticut y miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Posee una amplia obra narrativa. Entre sus libros de crítica se cuentan: Los géneros literarios en Hispanoamérica (Navarra: Ediciones Universidad de Navarra, 1999) y La realidad y el valor estético: configuraciones del poder en el ensayo hispanoamericano (Caracas: Editorial Equinoccio, 2010).

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