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Reflejos y reflexiones de las ruinas en Arqueología sonámbula, de Juan Cristóbal Castro

Por | 26 diciembre 2021

Humberto Medina reseña Arqueología sonámbula, el libro de Juan Cristóbal Castro publicado por Editorial Anfibia en enero de este año.

Vasco Szinetar. De la serie “Caracas Postcards" (2017-2018)

Me gustaría comenzar este comentario sobre Arqueología sonámbula (2021), de Juan Cristóbal Castro, remitiendo a una idea que desarrolla Walter Benjamin en sus ya famosas “Tesis sobre el concepto de la Historia” (1940) y a la interpretación que hace Jürgen Habermas sobre ese ensayo. La idea en cuestión podemos extraerla del fragmento V de las tesis en donde Benjamin establece que, en el presente, el pasado se hace reconocible como una imagen que destella momentáneamente para luego perderse para siempre. Benjamin alerta que dicha imagen del pasado corre el riesgo de volverse irrecuperable, de “pasarnos de largo”, si el presente no se reconoce a sí mismo como inscrito ya en aquél. Ya en el primer fragmento había adelantado que las generaciones presentes poseen un poder mesiánico “débil” que deriva del hecho de que nuestra existencia era ya anticipada o esperada. Podríamos decir que nuestro presente está hecho de la materia -y con material– del pasado, es decir, está hecho de sus ruinas.

El comentario de Habermas, quien es un defensor de la idea de que aún estamos viviendo dentro de los límites posibles de la modernidad, aparece en El discurso filosófico de la modernidad (1985). Allí Habermas precisa que, para Benjamin, cualquier noción de la historia que quiera enfrentar asuntos éticos implícitos en su propio desarrollo debe tomar en cuenta las injusticias históricas del pasado, de manera que exista una “solidaridad de quienes nacieron después con aquellos que los precedieron, con aquellos cuya integridad personal y física ha sido violentada en manos de otros seres humanos; y que esta solidaridad solo puede engendrarse y hacerse efectiva a través del recuerdo”. (14. Traducción y énfasis míos). Esto quiere decir que recordar –vale decir, investigar en las ruinas del pasado, hacer arqueología– no solo es una expresión solidaria de quienes habitamos el presente con relación a quienes vivieron antes que nosotros, sino que es un acto de responsabilidad nuestra hacia las generaciones anteriores.

En este punto quiero, entonces, conectar con el texto que ha tejido y que hoy nos ofrece Juan Cristóbal Castro. Para decirlo de una vez, considero que Arqueología sonámbula puede leerse como un ejercicio de reflexión que apela a un sentido de responsabilidad hacia el pasado. Con mirada aguda, Castro se pone en la tarea de leer en la materia que construye el presente de Venezuela los signos que hacen aparecer esa imagen de la historia a la que se refería Walter Benjamin. Porque, si bien hay un impulso creativo en la escritura de Castro, se percibe también el peso de la necesidad de analizar y, sobre todo, entender la realidad política y social de Venezuela con sentido de responsabilidad hacia el pasado.

Arqueología sonámbula (¿novela? ¿ensayo? ya hablaremos de su propuesta formal) propone, a mi entender, un interesante juego de espejos. Es un texto reflexivo en el doble sentido de la palabra, es un ejercicio del pensamiento y es una “superficie” (textual) en la que podemos ver, por ejemplo, el reflejo de la historia de Venezuela en la historia familiar y personal del personaje principal; o también, el devenir ruinoso de un país como reflejo de un discurso ideológico: “hay ruinas de ruinas, pero las ideológicas son las más fascinantes” (29) nos dice el personaje/investigador en un momento.

Antes de comentar con más detalles algunas implicaciones teóricas y formales del texto de Castro, partamos de su núcleo narrativo. Arqueología sonámbula cuenta la historia de un académico venezolano, residente en Bogotá, que emprende un viaje de regreso a Caracas para encargarse de los últimos trámites de la venta del apartamento de su mamá. Durante su viaje, el personaje se reencuentra con viejos amigos y regresa a lugares que estimulan su memoria: “llegar a un lugar conocido es siempre llegar a otro espacio, pues uno no solo visita el lugar físico de la geografía, sino también el fantasmal del pasado” (36).  Así, el relato del presente se convierte en un diálogo con el pasado que se convierte, finalmente, en una investigación. Ahora bien, hagamos una precisión, la voz narrativa no es propiamente la del personaje. No es el investigador quien narra su viaje en primera persona, hay una suerte de desdoblamiento del personaje que proviene de la estrategia narrativa del “texto dentro del texto”. Es decir, es desde un cuaderno de notas que tenemos acceso al relato de viaje del personaje. Hay aquí, entonces, un primer efecto de “reflejo”, o también, un gesto auto-reflexivo. Desde el principio sabemos que estamos leyendo unas notas en un cuaderno que se encontró en un apartamento en Bogotá, por lo tanto, la voz es desde el principio una escritura que, además, por las pistas que ofrecen unas notas al pie, ha sido editada por otro personaje, casi imperceptible, que merodea el relato.

Juan Cristóbal Castro. Arqueología sonámbula. (Anfibia, 2021)

Así, Arqueología sonámbula se va tejiendo entre fragmentos narrativos en los que se relata el viaje del personaje principal y fragmentos más ensayísticos en los que leemos las disquisiciones del personaje sobre el proceso histórico que ha venido transformando la realidad contemporánea de Venezuela. Partiendo del hecho de que el texto se presenta como un ensamblaje de relatos, comentarios de textos, memorias, notas de investigación, fotografías, podríamos decir que, como lectores, tenemos acceso a una suerte de “tras bastidores” del proceso de investigación de un académico. En los fragmentos más ensayísticos, no leemos la prosa árida de la argumentación académica sino el momento previo a esa escritura final, el momento de la obsesión con el objeto de estudio, de la lectura, de la exploración y la construcción de los caminos del pensamiento.

El objeto que moviliza la reflexión son las ruinas y su encuentro con ellas. Desde un punto de vista teórico, hay una conexión fuerte del texto de Juan Cristóbal Castro con el trabajo de Walter Benjamin, en particular “Las tesis sobre el concepto de la Historia”, el ensayo sobre el origen del Trauespiel –en el que Benjamin compara la ruina con la figura de la alegoría, como un símbolos, ambos, de la transitoriedad de la propia existencia– y la investigación sobre los “pasajes de Paris” [Passagen-Werke], el trabajo sobre unas ruinas particulares que obsesionaron a Benjamin, esos espacios de la modernidad –las galerías o pasajes, precursores de lo que llamaríamos hoy “centros comerciales”– que existieron en París a finales del siglo 19.

Con espíritu benjaminiano, Juan Cristóbal Castro se propone mostrar cómo una investigación sobre las ruinas requiere que ellas sean leídas desde diferentes territorios. Uno de ellos, por supuesto, es la propia historia venezolana, este sería el diálogo directo de la ruina contemporánea con el proceso que la produjo. Otros territorios desde donde reflexiona Castro son la filosofía, las artes plásticas –hay, por ejemplo, un fragmento que aborda el análisis de una obra tan emblemática en Venezuela como “Miranda en la Carraca” de Arturo Michelena– incluso desde la relación entre la historia natural y la política como en el caso, tan doloroso como revelador de la capacidad del régimen chavista de “institucionalizar” la destrucción, de la tragedia de Vargas, el deslave que devastó poblados enteros del estado Vargas. No me detendré en todos los territorios de reflexión –no quiero revelar todo el entramado del texto, muy complejo para una reseña– pero sí voy a adelantar un comentario sobre la lectura histórica que Juan Cristóbal Castro hace de las “ruinas contemporáneas” venezolanas. Luego, quiero tratar dos aspectos que me interesan del texto, uno de ellos es la función de archivo que adopta, es decir, su acercamiento a la materia de la historia. El otro es la posibilidad introspectiva que esa misma función de archivo abre en la reflexión del investigador.

Desde su llegada a Caracas, el personaje se encuentra con unas imágenes muy reveladoras del proceso histórico que ha tenido Venezuela en sus últimos años. Observa, por ejemplo, que los afiches y las imágenes tanto de Bolívar como de Chávez se encuentran desgastadas, rayadas, destruidas. La simbología es clara, a pesar la grandiosidad que se quiere imprimir en los monumentos y en las imágenes, el avance de la destrucción es indetenible, “marcaba un sino, una fatalidad” (18).

Las ruinas han proliferado en Venezuela como testigos materiales de la acción destructiva del proceso revolucionario y de un discurso que pone el presente en un constante estado de transición, como en batalla interminable contra un enemigo que siempre se recicla. Pero la reflexión de Juan Cristóbal Castro no se queda ni en la descripción de la realidad actual ni en la historia reciente, su lectura de las ruinas permite que sean ellas las que cuenten una historia mucho más amplia. Si bien es cierto que el gobierno de Chávez, articulado con el discurso de los regímenes comunistas, permitió la destrucción del pasado en función de una “nueva república”, Castro llama la atención al hecho de que este gesto destructivo nos ha acompañado desde hace mucho más tiempo: “La Venezuela de la «Tercera República» se perdió en los estragos de la Guerra Federal; la Venezuela de Guzmán Blanco terminó disolviéndose en los caudillos posteriores, la modernidad perezjimenista se fue quedando atrás con la democracia; de hecho, los venezolanos se identificaron como comunidad por-venir, como gentilicio futuro, movilizados para realizarse como país” (88). Podemos recordar, en este aspecto, a Mariano Picón-Salas cuando en las primeras líneas de “Comprensión de Venezuela” (1983 [1949]) dice: “Desde que Andrés Bello, al final de la Colonia, escribía un resumen de la historia del país, los venezolanos nos hemos inclinado a ver el recuento de nuestro pretérito como anuncio y vaticinio del porvenir” (9).

La reflexión de Juan Cristóbal Castro se dirige, entonces, hacia el proceso de modernidad del país y las importantes contradicciones que produjo, sobre todo en su relación con el pasado, con la autoridad institucional y la tradición: “¿cómo establecer principios de autoridad, cuando todo es movible y cambiante?”  (89) se pregunta el investigador. De allí se desprende la importancia de estudiar, leer y pensar las ruinas: “Nada más indispensable para pensar las ruinas en Venezuela que entender estas tensiones y contradicciones en su proceso de modernizador” (90). Aunque el ejercicio reflexivo de Castro se enfoca en el proceso revolucionario venezolano, no deja de atar los cabos que lo unen con la historia más amplia de la modernidad venezolana que, si por una parte, supuso un desarrollo económico importante en la región –en buena medida producto de la explotación petrolera– por otra parte, fue consolidando un imaginario del exceso y de consumo que se no se quebró del todo luego de la crisis del “viernes negro” de 1983. Aunque el “viernes negro” aceleró un proceso de desigualdad económica que enfrentó al venezolano con una dura realidad social, ese imaginario de exceso y riqueza, esa conjunción del mito de El Dorado con el petróleo, no dejó de ejercer una importante influencia en un plano simbólico.

Esta conclusión podemos extraerla de la lectura que se hace en Arqueología sonámbula de la ocupación de la Torre Confinanzas, re-bautizada luego como “La torre de David”. La Torre en cuestión fue un edifico que comenzó a construirse en los años ochenta del siglo pasado con el fin de ser la sede de un consorcio bancario. El edificio, sin terminar, fue tomado por una “comunidad informal de más de dos mil quinientas personas” (140). Al leer esta “imagen de las ruinas”, Juan Cristóbal Castro puede precisar la idea de que, en la acción de apropiación de la torre, lo que opera es un imaginario de reclamo de los “sueños” del país. Si no, ¿por qué tomar un símbolo de la “sobre modernidad” venezolana? “cuando los «okupas» deciden tomar precisamente ese espacio podrían querer decirnos que «desearían» ser protagonistas de esa Venezuela «nueva rica» que una vez representó la torre y a la cual no tuvieron acceso como hubieran querido, lo que explicaría la manera como operan los imaginarios. Ese es el sueño que nos ha perseguido, el sueño del Dorado, se dice” (155). Algunas páginas más adelante leemos: “Al final, todo vestigio esconde detrás algún sueño de grandeza” (164).

La investigación “arqueológica” de Juan Cristóbal Castro desentierra una historia que corre el riesgo de borrarse en función de los mitos de la nación; sin embargo, la hipótesis del investigador es que los traumas de la historia están inscritos, de alguna manera, en la realidad, han sido parte de su molde y se conservan en las ruinas. Por ello, la historia que cuenta Arqueología sonámbula es contada también a través de imágenes que hacen patente la realidad de la que nos habla el texto.

Las fotografías que aparecen en Arqueología sonámbula permiten activar una función testimonial del relato y una sensación de proximidad hacia la materialidad de la ruina. Este, por cierto, es otro aspecto que Castro retoma de Benjamin. En un comentario sobre el estudio del Trauespiel de Benjamin, Adorno dice que “él trajo la idea de la historia desde la infinita distancia a la infinita proximidad” (Buck-Morss, 160). En sintonía con una propuesta de proximidad a las ruinas, Castro muestra las imágenes de la destrucción. Las fotos no tienen la función de un excedente estético, son parte de la función archivística del texto porque ellas permiten el acercamiento al fenómeno de la ruina. Algunas de las fotos, por ejemplo, muestran una de las casas derruidas de Vargas o un muro de cemento y bloque que se ha forzado, impuesto, podríamos decir, incluso, violentamente “inscrito” en los muros de cristal de la “Torre de David”. La textura de la fotografía del muro de bloque produce el efecto casi “táctil” de quien está presente y puede tocar la ruina.

La imagen como testimonio de las ruinas adquiere un papel importante en la construcción del relato, es un reflejo del componente sensible (material, sensorial) del archivo. Sobre este aspecto testimonial del archivo, Paul Riœur, en La memoria, la historia, el olvido (2000), señala : “el testimonio no concluye su carrera con la constitución de los archivos; resurge al final del recorrido epistemológico, en el plano de la representación del pasado por el relato, los artificios retóricos, la configuración de imágenes” (208). Es en esta manera que sugiere Ricœur que Arqueología sonámbula se constituye en un relato, conformado por diferentes voces, citas, imágenes –tanto de lugares como de obras pictóricas, recortes de prensa y fragmentos de propaganda política revolucionaria–, que entrelaza, desde el ejercicio intelectual, los diferentes materiales que constituyen un archivo de las tensiones, contradicciones y destrucciones, del siglo 20 venezolano. 

Un poco más arriba me hacía las preguntas sobre la clasificación del texto ¿novela o ensayo? No es difícil darse cuenta de que el libro resiste semejantes clasificaciones. Su propuesta formal se alimenta por igual del ensayo como de la novela. En la tradición de las novelas que se acercan a la historia venezolana, como Falke, de Federico Vegas o País Portátil, de Adriano González León, la reflexión histórica es parte del entramado novelísitico. Pero a diferencia de estas novelas, Arqueología sonámbula hace funcionar el texto como el material de archivo del investigador, y así es mostrado, sin el artificio de construir un relato subjetivo que homogeneice los fragmentos de las diferentes fuentes documentales. En el caso del texto de Juan Cristóbal Castro no hay una apropiación diegética del relato histórico o de la reflexión ensayística, sino que estamos en presencia de un texto que muestra sus límites y fronteras entre el relato del personaje –la narración propiamente dicha– y el producto de la reflexión, las notas, las fotografías, los comentarios de textos. Creo que esto se debe a que Castro no quiere borrar la presencia del investigador, al contrario, quiere mostrar cómo los discursos, que provienen de las diferentes fuentes documentales, se reflejan y actúan unos sobre otros en una suerte de juego de espejos.

Pongamos un ejemplo que se desprende del momento inicial del relato que comentamos más arriba. Como sabemos, la llegada del personaje principal a su país está marcada por su encuentro con esas imágenes que, en principio, debían mostrar la grandeza de una nueva etapa histórica pero cuyo estado actual es de absoluto deterioro. En seguida, leemos un fragmento en el que el personaje cita a algunos autores cubanos que, a su vez, reflexionan sobre las ruinas que el comunismo ha dejado en La Habana. Leemos entonces a Iván de la Nuez: “La Habana aparece como una ciudad devastada… Una capital que aunque no ha vivido la guerra –pese a que ha sido anunciada cada día– vive en el estado físico de la postguerra […] no ya por la batalla de las armas sino por la guerra de las palabras” (39). Se produce entonces un efecto reflexivo de una realidad superpuesta a otra, lo que, finalmente, amplía las fronteras del análisis. En nuestras ruinas ¿qué corresponde a un efecto de la ideología comunista y qué corresponde a nuestra propia historia? El texto de Juan Cristóbal Castro adelanta algunas respuestas –que hemos tratado ya– desde su mirada, y también ofrece el material para nuestra propia exploración.

La realidad con la que se encuentra el personaje está reflejándose constantemente con otras realidades y con otros momentos históricos. ¿De qué otra manera podríamos entender la ruina venezolana si no es a través de su reflejo en otra realidad que lleva también el mismo signo de destrucción y por efecto de una similar “guerra de las palabras”? La comprensión de la ruina como signo de un proceso histórico se hace más clara cuando la ponemos en diálogo con “historias” que llevan también el peso de querer cumplir con un destino histórico, aun en detrimento de su propia población.

Hay un último aspecto que quisiera mencionar de Arqueología sonámbula que es esencial dentro de su propuesta formal y que le da sentido al giro reflexivo, en su doble acepción, de su escritura. Aunque es un libro con una fuerte carga de reflexión teórica y con una amplísima red de referencias documentales, no por ello deja de tener una dimensión muy personal y sensible: “Reconstruir lo perdido, hacer presente la ruina, requiere de tiempo, fuerza y sensibilidad” (45) leemos en el texto de Castro. El viaje del personaje –la vuelta a su país, a la historia de su país, a la historia de su familia, a la historia de su padre– tiene dos caminos paralelos, uno de ellos el de explorar las propias heridas inscritas en su historia familiar, pensar en ellas, volver a ellas con la esperanza de hallar, al menos, cierta tranquilidad en la acción última de dejar el país definitivamente. El otro es el camino que toma el viaje en la realidad dura y árida con la que se encuentra el personaje. En este camino, el del presente, las heridas son reales, se infligen en el cuerpo y muestran la dinámica de supervivencia en la que se ha metido el país. Es una dinámica que produce ruinas. No son las ruinas de un pasado que se ha ido deteriorando, son las ruinas de un presente que produce destrucción.

Mencioné el hecho de que el dispositivo narrativo al que recurre Castro es el del texto dentro del texto, lo que leemos es el material encontrado en un cuaderno de notas. Por otro lado, mencioné también que el libro puede verse como el material de archivo de un investigador; como si, al leer, tuviéramos acceso al entramado de una investigación. Pues bien, creo que esta propuesta formal, que implica un reflejo del autor en los materiales a los que él mismo se acerca, permite un acceso más profundo a la subjetividad que, por ejemplo, una narrativa completamente encerrada en el “yo”, es decir, una que se narra desde una total subjetividad. Una novela en primera persona en la que toda la escena se construye desde la perspectiva del yo puede tender a construir una imagen autoral que se fundamenta en el ego. Puede caer incluso en giros narrativos naturalizados y naturalizantes del “yo” que terminan romantizando la figura del autor. Despojarse del “yo” rector, como hace Arqueología sonámbula, y enfocarse en el fragmento, en lo material, en la huella que nuestro cuerpo ha dejado –nuestro cuerpo individual pero también nuestro cuerpo colectivo– conduce, a mi entender, a una introspección mucho más intensa. Puede abrir caminos sobre los que no tenemos total control pero que devuelven una imagen –la imagen de quien se atreve a mirar las ruinas de su propio pasado– despojada de todo mito. Y, quizás, en esa imagen podemos empezar a pensar nuestra propia historia.

Los caminos que abre el texto que investiga las ruinas son caminos sinuosos, llenos de peligros. Esencialmente, un libro que investiga la historia de la manera en que Arqueología sonámbula lo hace nos pone a mirar de frente a la realidad de la única manera en que es posible verla y, a la vez, reconocernos a nosotros en ella a través del efecto reflexivo de su propuesta. La ruina es también un espejo de la historia. Benjamin decía, en sus “Tesis sobre la Historia” que articular el pasado de manera histórica no significa reconocerlo “como realmente era” sino que significa la apropiación de una memoria tal como aparece en un momento de peligro. Efectivamente, tratar de encontrar las respuestas para la violencia y la destrucción en el pasado es un ejercicio que depara momentos de riesgo para el investigador, puesto que en ese pasado el investigador va a encontrar sus propias huellas. Como decía Habermas, recordar es un acto de solidaridad, pero no solo hacia las generaciones anteriores, sino también hacia la generación a la que pertenecemos; es un acto de solidaridad también con el presente, el eterno olvidado en la tensión entre el pasado mítico y el futuro prometedor. Arqueología sonámbula, es mi propuesta de lectura, ha logrado inscribir –en el papel– esa memoria –tanto del personaje como del país– que permite confrontar el presente (ruinoso) con la historia que lo ha producido. Y su lectura es un reflejo de nuestro propio semblante, sonámbulo de país.

©Trópico Absoluto

Humberto Medina (Caracas, 1974) es sociólogo, MA en Literatura Latinoamericana por la Universidad Simón Bolívar y PhD. en Literatura, mención Estudios Hispánicos, por la Universidad de Montreal. Profesor de literatura en la Universidad Simón Bolívar entre el 2008 y el 2014. Reside en Canadá desde el 2015. En 2016 fundó la revista Hispanophone, dedicada a la difusión de la cultura latinoamericana en Canadá. Actualmente prepara la investigación doctoral “Ecos en la escritura. Tecnología y cuerpo en la novela latinoamericana de vanguardia” para su publicación. 

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