Voces quebradas y lazos familiares en Penínsulas rotas, de Magdalena López
La holandesa Nanne Timmer ofrece una reseña de Penínsulas Rotas (Cáceres: La Moderna, 2020) la novela de Magdalena Lopez (Zúrich, 1973); según la autora, un texto que “es el testimonio fraccionado de una ensayista que ha mirado los entresijos de la región con un ojo extra. Un ojo que además de polemizar con romanticismos y revoluciones rescata restos, incertidumbres y memorias”.
Para entender nuestro entorno construimos relatos, y cuando nos encontramos en crisis con respecto a él, estos relatos se rompen, caen en pedazos. Es en esos momentos que nace la literatura.
Penínsulas rotas (Cáceres: La Moderna, 2020), la novela con la que debuta Magdalena López, nació así, narrada desde una crisis de representación, desde un yo en medio del desasosiego y la poca comprensión hacia las respuestas hechas.
Todo es fragmento en esta novela. Todo está despedazado: voces, acoples, historias. ¿Cómo escribir desde ese ahí? Desde un presente en ruinas la narradora intenta escuchar, descifrar: “Eloísa le traía trozos, pedacitos, vestigios de otras voces. Nada que pudiera ser totalizado ni que tuviera mucho sentido”, susurra Delfina, navegando por el recuerdo de lo que le había dicho su abuela en 2010. ¿Cómo encontrar su voz y construir un relato?
Desde esta inviabilidad del habla la autora construye un proceso semihistoriográfico, una saga familiar que se sirve de narrativas ya hechas, relatos grandes y épicos. El árbol genealógico al inicio hace sospechar cierta ambición de conjunto, como si se tratase de la búsqueda de una alegoría nacional o regional al estilo Cien años de soledad. Pero ese no parece ser el fin de Penínsulas rotas. En ella no existe la construcción de un todo, sino un ensamblaje de espacios, de experiencias.
A través de los escombros (¿de la familia, de la política, de la historia?) se busca una voz. Una voz que sea escritura y a la vez mirada propia. Una voz que bien pudiera ser la de la hija o la nieta del guerrillero en País portátil (1978), esa película venezolana basada en la novela de Adriano González León y premiada en el Festival de Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana en 1979. Una hija que fuera capaz ―desde el hoy mismo― de ver en retrospectiva la historia venezolana y alzar su testimonio. Una voz que fuera capaz de ver algo más que la hipótesis de un país.
Las tensiones de la geopolítica atraviesan toda la familia. En los papeles de las mujeres esas tensiones se hacen más visibles. En la década de los cuarenta, Eloisa ya se encuentra en una situación imposible, enamorada de dos hermanos: Diego, un militar con tejemanejes políticos; y Segismundo, un guerrillero comunista y electrofísico que se había ido a estudiar a la Unión Soviética. Estas oposiciones se repiten también entre sus hijos, Narciso y Salvador. Salvador y la madre de Delfina combaten el poder que el abuelo militar representa, tanto en Venezuela como en Nicaragua.
Voz, voces, que siempre se nos aparecen en monólogos, manuscritos, cartas; lo mismo entrelazando lo personal con lo nacional, que lo regional con lo transatlántico, como si la experiencia familia solo pudiera ser asimilada desde un nivel macro. El relato de la familia Garcés-Gil está entretejida con experiencias venezolanas, nicaragüenses y cubanas, pero también con la historia de Rusia, Colombia, Curazao, Angola y Portugal. En ellas hay golpes de estado y movimientos de liberación. Por eso no asombra que el tío Salvador, guerrillero comunista, pudiera llegar a ser partícipe del secuestro de un transatlántico para liberar a Portugal de la dictadura de Salazar y, a Angola del yugo colonial.
La novela busca ser el no-relato de los nietos que se hicieron adultos durante la época chavista, año en que muere ese abuelo amado y odiado a la vez. Son ellos los que ahora buscan una voz en medio del derrumbe. Intentan pegar los pedazos de un puzzle ―no sólo nacional― para reconstruir el relato de una familia que integra bandos ideológicamente opuestos y, con el tiempo, en disputa. Más que distinciones entre los regímenes a lo largo del siglo XX, lo que llama la atención en la novela de Magdalena López es el tamaño de la fractura.
Hay toda una pasarela de personajes entrañables, peculiares y únicos en Penínsulas rotas. Por ejemplo, la tía Maligna, que se pasa de mala en su disputa por la herencia, o el tíoabuelo inventor de una nave electromagnética que podría destruir toda la industria del petróleo (con todas sus fábricas y conexiones entre diferentes pozos), o el librero portugués, Arlindo.
Lo interesante es que el libro no mitifica ni añora ninguna época, tampoco denuncia. Es una voz post-épica que observa sin formular respuestas.
La novela tiene tres partes: en la primera (1945-2010), un mosaico de voces, la abuela Eloísa, el tío Salvador y el primo Rodrigo dialogan sobre los puentes que se trazan entre los monólogos. Delfina y la perra Bonita son las otras que asumen también la primera persona. En la segunda parte (1956-1957), las cartas que Salvador escribe a su madre y a su hermano desde el Liceo Militar de La Grita son partes de un rompecabezas irresuelto. En la tercera (2001-2010), ya metidos de lleno en el período chavista, predomina la voz de la nieta de Eloísa. Una voz que solo al final de la obra ―al verse reflejada en la ventana― se reconoce como Delfina.
Pero a pesar de toda esta carga histórica que atraviesa la novela, los silencios, los enigmas y cierta sensación de proceso incompleto la dominan. Esto es algo intrínseco a la memoria. Lo interesante es que el libro no mitifica ni añora ninguna época, tampoco denuncia. Es una voz post-épica que observa sin formular respuestas.
Penínsulas rotas me lleva a un imaginario caribeño y al topos isla, me lleva al personaje Gelsomina de la cubana Margarita Mateo en Desde los blancos manicomios; personaje que cree ser también la encarnación de un lugar: un yo aislado y roto que busca reconstituirse a través de su entorno. A Gelsomina se le aparecen los espectros literarios de poetas muertos, de escritores caribeños… A Delfina, voces diferentes que usa para establecer istmos entre miembros cercanos y lejanos de su propia familia. Pero no para reparar un yo o una idea de nación, como alguien con más sentido de unidad pudiera pensar, sino para narrar cómo podría perseguirse a la propia sombra por todo el país, recorrer sus pasos, buscarla, aunque eso signifique llegar hasta Nicaragua e indagar sobre el destino de su desconocida mamá. En la pérdida (del lugar, del yo) del sujeto Delfina, subyace una crisis, pero también una oportunidad, una reconstrucción.
Reconstrucción que pasa por el mismo título (penínsulas rotas: casi-isla), y continúa por un conjunto de fragmentos, como escribíamos antes, de donde es imposible levantar un gran relato sobre la reparación o la familia, ya que ese despiezaje es precisamente la negación de aquello que en el siglo XIX se clasificaba como la gran épica.
Magdalena López, quien además es ensayista, tiene una larga trayectoria en la academia y ha publicado excelentes estudios sobre la narrativa caribeña más contemporánea; trabajos donde destaca la voluntad de entender los paralelismos históricos de la región.
No conocíamos hasta ahora su voz en la ficción, y esta novela da fe de un gran hallazgo. Penínsulas rotas es una obra rica en cuanto a lenguaje y estructura y mueve un imaginario singular. Un imaginario que al igual que en muchos de sus ensayos aborda la relación entre historia y ficción, además del fracaso como experiencia transformadora. Esta novela, que podría situarse en la misma órbita de otras autoras latinoamericanas (pienso en Rita Indiana o Karla Suárez, por mencionar algunas), es el testimonio fraccionado de una ensayista que ha mirado los entresijos de la región con un ojo extra. Un ojo que además de polemizar con romanticismos y revoluciones rescata restos, incertidumbres y memorias.
©Trópico Absoluto
Nanne Timmer (La Haya, 1971) es poeta y ensayista. Enseña literatura latinoamericana en la Universidad de Leiden, donde se doctoró en 2004. Ha compilado los libros de ensayo Ciudad y escritura: imaginario de la ciudad latinoamericana a las puertas del siglo XXI (Leiden University Press, 2013), Cuerpos ilegales: sujeto, poder y escritura en América Latina (Almenara, 2018); y en breve se publicará su monografía El presente incómodo: subjetividad en crisis y novelas cubanas después del muro (Corregidor, 2021). En poesía ha hecho performances y videopoemas con el colectivo DODO, ha publicado Logopedia (Bokeh, 2012) y pertenece al proyecto El Nieuwe Acá.
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