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José Antonio Ramos Sucre: Intervenciones sobre el pasado

Con motivo de la publicación de El sacrificio de la página: José Antonio Ramos Sucre y el arkhé republicano (Leiden: Almenara, 2020) ofrecemos un extracto del libro reelaborado por el autor, Juan Cristóbal Castro (Caracas, 1971), basándose en otro texto de próxima aparición en Cuadernos de literatura ("Ramos Sucre: un montaje en retaguardia"). “Huérfano simbólico –Ramos Sucre– labró procedencias ficticias, erradas y errantes, vacías o destituyentes, migrantes o desplazadas. Como buen exiliado del arkhé nacional, desterritorializó ascendencias y patrimonios culturales”. 

Plaza Bolívar de Cumaná, c. 1929. s/a

Tanto Ajmátova como Mandelstam tenían la sorprendente habilidad de saltar, en cierto modo, las barreras del tiempo y el espacio al leer la obra de poetas ya muertos. Por su naturaleza, semejante lectura es generalmente anacrónica […]. Equivalía a conversar con los desaparecidos 

Nadezda Mandelstam 

El lector se convirtió en el libro. Y la noche de verano era como el ser consciente del libro 

Wallace Stevens

 

“El ayer aún no ha nacido”, decía el poeta Osip Mandelstam, a comienzos del siglo XX, en su ensayo La palabra y la cultura (2003: 21). En cierta medida, el anacronismo deliberado que Jorge Luis Borges empieza a hacer en la década de los treinta con sus trabajos para la Revista Multicolor de los Sábados surge como reacción frente al culto del futuro promovido por ciertas líneas de las vanguardias y el mismo progreso. Esta técnica la vemos por igual en la escritura de Ramos Sucre, en eso que Guillermo Sucre caracterizó en la “Introducción” a su obra que hiciera para la edición del Fondo de Cultura Económica como “bricolaje”, usando el famoso término de Levi-Strauss, donde el poema se convierte en “una verdadera relectura” (1999: 32). Sin despreciar algunas de las técnicas de la poesía moderna, nuestro autor cambia su mirada y la dirige ahora a los desechos que deja la historia universal de corte eurocéntrico en las zonas periféricas de un remoto país poscolonial, para reconstruirlos bajo esa erótica necrófila que, como el culto monumental del heroísmo nacional, también va al pasado pero para descolocarlo, desplazarlo, migrarlo. Es un intrépido recolector de figuras del ayer, arqueólogo de ruinas y catástrofes, que rastrea, como señala en La ciudad de las puertas de hierro, entre “los dudosos vestigios de una fortaleza edificada» para dar con el «rumor imperecedero» de los «pasos de Alejandro Magno” (2001: 295). 

No es difícil percatarse de la puesta en juicio de la temporalidad cronológica en el poeta venezolano. “El tiempo es una invención de los relojeros”, reza uno de sus aforismos publicado en la revista Élite (2001: 450). Hablo de una tendencia que está en relación con la pérdida de la experiencia que Walter Benjamin vio en los tiempos modernos, en trabajos como Experiencia y pobreza, El narrador o sus estudios sobre Baudelaire. Esa tendencia también tiene que ver con una crisis de la idea de individuo, que afectará tanto a la promesa de felicidad del trabajo de un sujeto racional y cognoscente como a la especificidad existencial de una subjetividad (in)capaz de procesar desde la intimidad de su experiencia singular las múltiples informaciones que le vienen del entorno y de la realidad cotidiana. De igual modo, y esto me parece muy importante para los fines de esta exploración, afectará su posibilidad de insertarse dentro de una tradición y comunidad del pasado que le dé sentido a sus obras y actos. De ahí que para Georg Simmel en La metrópolis y la vida mental (1903), tan importante por cierto para Benjamin, el individuo “se ha convertido en un simple engranaje de una enorme organización de poderes y cosas que le arrebata de las manos todo progreso, espiritualidad y valor para transformarlos a partir de su forma subjetiva” (2005: 9). Así, frente a la “iniciativa del individuo” que entra en contradicción con la “aciaga incertidumbre” de la “prosperidad de la guerra clamorosa”, tal como leemos en Ramos Sucre en Crítica al hablar del pueblo alemán (2001: 44), o frente a la “pérdida de personalidad” de una “cultura adquirida de prisa”, que vemos cuando el poeta critica la “agitada vida contemporánea” en la que vive, no le quedará más opción a su poesía que valerse, como un grito de rebelión, de las máscaras de la primera persona, poniéndolas a circular de diferentes formas en territorios insospechados (Reflexiones sinceras, 2001: 565). 

El “yo” en la sociedad moderna que le toca vivir se ha ido transformando en un mero consumidor y en una forma de mercancía con demandas muy limitadas, específicas. El interés productivo iba en muchas ocasiones primando sobre lo relacional y comunitario. Lo íntimo, lo (im)propio, esa frágil región del secreto y la confesión, de la vida singular, de la duda y la vergüenza, se racionaliza en el espacio privado bajo la figura que otorga la nueva fuerza de trabajo de una industrialización creciente, de un imaginario del progreso, que aparece de distintas formas en Venezuela. En una dictadura tan férrea como la venezolana la consigna de paz, progreso y trabajo buscaba la homogenización del cuerpo como homo economicus, extirpando su demanda política y ética; el individuo valía en tanto trabajador, consumidor y colaborador del Estado, aun cuando tuviera incluso que suspender a veces esa misma eficiencia en aras de un supuesto bien común dirigido, direccionado, por los caprichos del hombre fuerte; esa productividad anhelada por la obediencia servil, silenciosa, al padre tirano, encarnaba en los destinos de la nación y de la república. 

Explorar la obra de Ramos Sucre siguiendo estos presupuestos, y en diálogo con algunas reflexiones de Walter Benjamin y otros autores, implica ver su técnica de relectura menos como un ejercicio estético pasivo, doloroso (recordemos el culto victimario que ha rodeado a su figura) que como un trabajo político y cultural mucho más deliberado de lo que se piensa, donde podría haber humor, irreverencia, libre arbitrio. Para ello será preciso insertar sus textos en dos coordenadas. Primero, como síntoma de una crisis moderna de apropiación del pasado, producto del auge de la sociedad de masas y de la decadencia tanto del relato europeísta como de la narrativa criollista finisecular. Y segundo, como una reacción frente a las operaciones de racionalización de la historiografía oficial que han seguido los positivistas. 

En este sentido, hay insistir en que en su poesía hay un trabajo peculiar de lo impropio, de la impersonalización, de lo anónimo, que no sólo corresponde a las lecturas literarias que llevó a cabo con tanta lucidez y cuidado, sino también a su necesidad de intervenir sobre realidades muy específicas. Dicho de otro modo, sus textos ponen en escena una manera de armar un pasado falso que sirve, al mismo tiempo, de crítica a ciertas construcciones del ayer –y también de experiencias alternas a estas operaciones y apropiaciones– muy cercanas al poder gomecista. 

La vivencia literaria

Quien lea los poemas de Ramos Sucre siendo fiel a algunas ideas de Walter Benjamin, sobre todo al Benjamin lector de Baudelaire, puede sospechar que en el fondo el autor de Cumaná no está sino buscando una forma de aprendizaje vital vicario, sustitutivo, basado en el principio de la remembranza, que ya no se concentra en el espacio individual y social sino, por el contrario, en lo que podríamos llamar, a falta de otro término, como “vivencia literaria” moderna. Una vivencia particular, pues parte desde otras coordenadas espacio-temporales. “Yo había arribado a aquel paraje cumpliendo un encargo del gobierno británico”, dice una de las figuras del yo en el poema “El viaje en trineo”, que transcurre en un lugar frío cerca del Cáucaso y en la era de los zares (2001: 319). En otro momento, está en “los caminos de Italia” justo después de “las guerras napoleónicas”, cuando “Leopardi recogía en su obra el acento de la patria ofendida”, tal como describe en El lego del Convento (2001: 399). En La procesión está en la Edad Media, rodeando “la vega” de una “ciudad inmemorial”, y se encuentra con el papa León I, famoso por haber detenido a los hunos comandados por Atila (2001: 450). 

Si bien es cierto que estos elementos de despersonalización propios de la modernidad no llegaron a darse de manera tan radical como en Europa o en los Estados Unidos, eso no quiere decir que no se manifestaran en ciertas zonas de la vida urbana de Venezuela y especialmente en Caracas; más si tomamos en cuenta que nuestro poeta viene de la pequeña ciudad de Cumaná. Por el contrario, quizás se hayan dado en esos lugares de manera mucho más radical y vertiginosa, me atrevería a decir, por las condiciones mismas de un país emergente en lo económico y en lo cultural, obligado en cierta medida a seguir algunas empresas de racionalización del saber y del trabajo, que arrastraba las tensiones de un cambio todavía muy desigual. De igual modo podría suceder con las nuevas demandas en los imaginarios de la vida social, sin otros mecanismos de compensación, mediación o crítica, como pasaba en varios países industriales, lo que llevó quizás a Ramos Sucre a apostar por otra forma de “subjetivización” que se puso en escena en la factura verbal e imaginal de sus poemas. 

Por vivencia literaria entiendo, claro está, no un compendio de hechos estéticos o un archivo museístico y fetichizado de expresiones de alta cultura, sino una manera virtual de afectividad personal que se da a partir del imaginario que promueve el texto escrito y cierto uso de la cultura. No es ni inmanente ni trascendente, si lo vemos con cuidado; es, por el contrario, potencial, retrospectivo, fantasmático. Muestra una imposibilidad de hacer experiencia el tiempo orgánico de la tradición –vinculado en este caso al culto heroico venezolano–, asimilando más bien esa otra experiencia del shock de la cual hablaba Benjamin cuando analiza a Baudelaire y la subjetividad moderna. Imposibilidad o carencia que no esteriliza o socava, sino que más bien abre y germina, potencia y virtualiza, pues permite a su vez varias posibilidades de encuentro con otros tiempos y otras tradiciones. No queda afuera de nuestro mundo simbólico, ni adentro del universo ficcional: está en los límites, en sus fronteras o intersticios. Es, para decirlo de otra forma, una manera de apropiación cultural que pone en escena un pasado falso en la que se reviven o bien episodios ficticios como si fueran reales, o bien episodios de otros momentos como si fueran presentes. Se trata, en suma, de un espacio de efervescencia contaminante, una memoria activa y construida en retaguardia que mezcla textos y contextos, cronologías y temporalidades, discursos y hechos; un lugar donde la única realidad es la realidad de la palabra como imagen en eso que, salvando las claras distancias, José Lezama Lima una vez llamó “sobrenaturaleza”. 

Vayamos al terreno de los ejemplos para mayor claridad. En El ensueño del cazador, publicado en La Torre de Timón (1925), se cuenta una visita a un “país remoto” donde el sujeto lírico recuerda “la ventura de los moradores y sus costumbres, y sus desviaciones inocentes” (1999: 134). Se rememora no sólo un hábitat de antaño (un lugar pastoril, propio de alguna parte de Europa, cercano a las nostalgias de la “zona tórrida” que Bello resucitara en sus poemas sobre la agricultura en América Latina), sino otra época: algún período de la Grecia clásica o del Renacimiento. Pero hay más. Se recuerda sobre todo un espacio virtual, que no siempre corresponde con los actos ni con las tramas textuales que se reviven; no es, si lo vemos bien, sino un collage de imágenes tomadas de la literatura y la historia, un territorio de retazos geográficos y temporales: una mezcla imprecisa, borrosa, ilimitada, llena de imaginarios y fantasías. Esta operación se ve más claramente en otro texto. En La Cábala, aparecido en el libro El cielo de esmalte (1929), un “caballero de rostro famélico y de barba salvaje”, que se había sumergido en la “ciencia de los rabinos”, abandona pronto esta afición y decide “recorrer un mar lejano” (1999: 332). El personaje extraviado tendrá luego signos de “salud”, según escuchó la voz del poema, gracias al testimonio que le diera nada más y nada menos que el propio Cervantes. 

el procedimiento de Ramos Sucre se inscribe en esa necesidad de releer creativamente el ayer, de reinventarlo, pero su particularidad reside en el hecho de que se trata de una vivencia (im)personal: una suerte de Erfahrung benjaminiana que se (im)personaliza a través del recuerdo falso, de una experiencia vicaria que usa la figura de la rememoración anónima, impropia, para acercarse a un mundo que no existe, viviendo posibilidades no previstas por el archivo cultural de Occidente. 

El protagonista del poema no sólo presencia una realidad que no existe, sino hasta escucha y habla con personas del pasado; se transporta, sin decírnoslo. Lo virtual en el poema es, en este caso, producto del entrecruzamiento de varias leyendas y episodios, entrecruzamiento que crea un espacio no previsto, un lugar nuevo, distinto al original –o a los originales, pues se trata de varios lugares–. El texto vincula la mitología clásica (aparecen las “cícladas»” y las “oceánidas”) con la novela moderna: “el caballero” pareciera ser claramente el Quijote. Además, incluye elementos históricos y biográficos: el mismo Cervantes es quien advierte al sujeto lírico de los cambios, porque es quien ha estado al tanto de lo ocurrido, como si fuera un conocido suyo. Abre también una posible relación esotérica, secreta, entre los rabinos, el estudio de la cábala y Cervantes, quien le ha contado directamente la historia al narrador antes de que esta se convierta en la célebre novela. El personaje y el poema parecieran cruzar espacios históricos y literarios: de la España de Felipe III se va a la de Alfonso el sabio, para terminar al parecer en la Venecia del Otello de Shakespeare. 

Estamos hablando entonces de una manera de vivir que no tiene que ver para nada con eso que entendemos como “vida real”, que mezcla de forma arrojada e irreverente tiempos distintos, figuras literarias con figuras reales y referencias mitológicas con rituales religiosos y místicos. Todo ello en un entrecruzamiento de perspectivas y escenas físicas distintas, casi como un cuadro cubista o como un collage dadaísta, muy propio también de la lógica del sueño. Sin embargo, para Ramos Sucre el pasado no tiende a encarnar en un presente mesiánico débil o nostálgico, como en la frase de Mandelstam o como en Benjamin con su “tiempo del ahora”, expuesto en Tesis sobre la historia (2010: 32). Tampoco tiene que ver con el “simple anacronismo deliberado” borgeano (1985: 450), que empieza a realizar en los años treinta con Historia universal de la Infamia (1935), siguiendo a Marcel Schwob en sus Vidas imaginarias (1896) y a Macedonio Fernández en algunas de sus reflexiones de los primeros fragmentos de Museo de la Novela de la Eterna (1967), aun cuando haya algo de ello. Menos aún tiene que ver con la recreación clasicista de un T. S. Eliot, que guarda correspondencias con la búsqueda de Mandelstam, o de la traducción creativa que Ezra Pound hiciera con sus Cantos (1924). Sin duda, como dije, el procedimiento de Ramos Sucre se inscribe en esa necesidad de releer creativamente el ayer, de reinventarlo, pero su particularidad reside en el hecho de que se trata de una vivencia (im)personal: una suerte de Erfahrung benjaminiana que se (im)personaliza a través del recuerdo falso, de una experiencia vicaria que usa la figura de la rememoración anónima, impropia, para acercarse a un mundo que no existe, viviendo posibilidades no previstas por el archivo cultural de Occidente. 

No se trata de recuperar una tradición perdida ni, menos aún, de volver al pasado clásico y heroico, como han propuesto algunos erróneamente, a mi modo de ver. Pareciera ser, por el contrario, una forma de recuperar una vivencia a través de la recreación de un lugar inventado que no existe sino como documento imaginario, y que se labra desde distintas referencias culturales, desde distintos episodios en los que se entrecruzan de forma arbitraria eso que distinguimos como ficción y realidad. Si bien Ramos Sucre no tematiza esta tendencia –no habla de ella–, la pone en acción en sus poemas con las máscaras de su “yo”. 

La memoria ficticia

Me parece muy ilustrativo para explicar el punto anterior comentar un conocido cuento de Jorge Luis Borges llamado La Memoria de Shakespeare. El protagonista, Herman Soergel, recibe un “objeto mágico” que es precisamente la memoria del bardo inglés, una suerte de don en la acepción de Marcel Mauss, pues se trata de un regalo revestido de un maná bien peculiar. Al principio nota algunos leves cambios: unas frases y una melodía que no conocía, después varias imágenes visuales que van ocupando su mente. Al rato, el terreno se hace convulso, hasta peligroso; se con-funden imágenes del pasado con las de su presente. “En la vigilia soy el profesor emérito Hermann Soergel, que manejo un fichero y que redacto trivialidades eruditas, pero en el alba sé, alguna vez, que el que sueña es otro” (Borges 1985: 399). La vivencia literaria sustituye así la realidad: la con-funde. Alonso Quijano es el Quijote, y Madame Bovary reproduce el adulterio que lee en las novelas sentimentales. Esta vivencia Ramos Sucre la pone en escena desde otra variante. Ya no se puede salir a batallar contra fantasmas, o dejarse enamorar por una ilusión. En la modernidad donde escribe el poeta lo que queda es hacer de la lectura cuerpo imaginario, virtual –siempre fragmentario, ruinoso-, reinventar el pasado como si fuera ficción. Sus personajes son testigos y protagonistas de episodios librescos que tienen la particularidad de fundir mundos reales con mundos ficticios, como si todo fuera (¿ex?)-critura, (¿trans?)textualidad: el sujeto lírico pareciera estar así en una máquina del tiempo virtual, capaz de revivir momentos fijados por la página independientemente de sus fechas y lugares. 

Los ejemplos son numerosos en su obra y condensan distintos despliegues y propuestas. Me concentro brevemente en uno de los textos de Las formas del fuego, titulado Fragmento apócrifo de Pausanias. En él, bajo una lógica de escenas fílmicas –que aparecen no obstante de forma desarticulada, como si se tratara de collages–, se refieren varios hechos. Primero, asistimos a un doble movimiento: por un lado, se describe cómo Teseo persiguió a las amazonas y sedujo a su reina; por otro lado, se muestra cómo las amazonas escaparon “sobre el Bósforo congelado”, no sin antes sufrir la pérdida de una de ellas, que muere en el “sitio de su nombre”. Luego aparece la figura de un “autor anónimo”, que evidencia el papel de lector del sujeto lírico y que habla ahora de las “valentías del hijo de Teseo”, entre las cuales se cuenta el amorío con una “sacerdotisa”. Después, en una suerte de ruptura temporal, cuenta cómo este se contagió de una rara enfermedad de la mente, “amenazando con volverse loco”. Pero el relato no termina ahí. De improviso regresa otra vez a Teseo, quien consulta a varios sabios y decide traer un médico de Egipto para curar el mal de su hijo. Este termina de curarlo, dejando como “memoria de su paso, una esfinge de su persona” (2001: 190). En ese momento aparece de pronto el sujeto lírico del poema, sin darnos ninguna referencia concreta del lugar de enunciación, sugiriendo que está más bien dentro de la historia del escritor “anónimo”: “Yo la he visto entre los simulacros y ensayos de un arte rudimentario” (2001: 190). Testimonia, así, la veracidad del episodio descrito en un texto cuyo creador desconocemos y cuya evidencia proviene a la vez de él, casi como en el mundo de Tlön borgeano. 

El poema construye una versión peculiar, supuestamente tomando como referencia al famoso historiador y geógrafo griego de finales del siglo II a.C, Pausanias, quien se dio a conocer como autor de una compilación fragmentaria e incompleta de la historia de la antigüedad titulada Descripción de Grecia, y que no escribió sobre este episodio. Sólo en la primera parte, donde se cuenta la pelea contra las amazonas y el supuesto amorío con una de ellas, es que Ramos Sucre es fiel al texto del autor griego, pero las acciones del autor apócrifo son inventadas: los hijos de Teseo (Hipólito, Demofonte o Acamante) nunca tuvieron una relación con una “amazona cautiva”, ni tampoco el episodio de la enfermedad se conoce en la literatura de la antigüedad. Lo curioso es que, además de atribuir falsamente una historia, el sujeto lírico asevera que ha presenciado alguna parte de la misma, que la ha “visto”. En cierta medida, no sólo entra en el espacio temporal del poema, sino que también se vuelve cómplice de la falsedad; erige un testimonio equívoco, pues se hace testigo de los hechos que se describen y sigue el juego de la mentira y la tergiversación textual. ¿No hay irreverencia aquí? ¿No está el supuesto “solitario erudito” burlándose de toda la pontificación mítica que se le ha dado a estos episodios en la cultura de Occidente, cuestionando además personas y hechos que serán usados como metáforas para el culto a nuestros héroes de la independencia? El humor es evidente –poco se ha hablado de ello, por cierto–, y muestra una temeridad subversiva, un reto claro para romper con todo fetichismo academicista, con toda pretensión erudita que vea el pasado como un museo de piezas muertas, coleccionables, como objeto pasivo, acrítico, de culto filisteista. El poema está construido en escenas fragmentarias, en núcleos narrativos sin transiciones, como una película experimental dadaísta, y además el sujeto lírico entra y sale de él, desplegando otras posibilidades de lectura, inventando otras historias y acciones sin rubor alguno entre cortes y disecciones de escenas. Quizás por eso tiene razón Salvador Tenreiro cuando señala que toda su “obra se va construyendo, ciertamente, entre ruinas, entre fragmentos (del mundo y de otros textos)”, que a su vez se relacionan con la “presencia ruinosa –ruindosa– de arcaísmos y de modelos perifrásticos guardados en la memoria de la lengua” (2001: 946). 

Desde luego pareciera ser una técnica, como bien sugiere Victor Azuaje (2008a), cercana al remake, pues entraña una correspondencia con el tipo de apropiaciones que se dan en el cine, que a su vez está vinculado a las experimentaciones y búsquedas vanguardistas y modernas. Tenreiro lo ve más bien vinculado con el desarrollo del “monólogo interior” moderno, en tanto pone de “relieve la simultaneidad de los acontecimientos y de la expresión que da cuenta de ellos” (2001: 950), algo que nota más claramente en el poema La tribulación del novicio. Pero hay que verlo también como una apuesta que evidencia una crisis vivencial; como dice el mismo Tenreiro, el yo “rememora” y lo hace “en lo vivido, en lo soñado” (2001: 950), con la diferencia de que, tal como sucede en el poema que analiza, “el pensamiento se fragmenta” y no “hay orden cronológico en los acontecimientos, porque no hay pasado” (2001: 951). 

Volviendo al cuento de Borges, que creo que nos sirve para entender la experiencia de Ramos Sucre, resultan sumamente ilustrativas algunas observaciones que hiciera Ricardo Piglia años después. En un breve trabajo titulado “La memoria ajena”, Piglia sostiene que “la metáfora borgeana de la memoria ajena, con su insistencia en la claridad de los recuerdos artificiales, está en el centro de la narrativa contemporánea” (2003: 6). Cita a Burroughs, Pynchon, Gibson y Philip K. Dick, donde según él “asistimos a la destrucción del recuerdo personal”, y donde se realiza “el sentido de la muerte de la memoria como condición de la temporalidad personal y la identidad verdadera” (2003: 6). Va incluso más allá de Benjamin, quien veía la memoire involuntaire de Marcel Proust como un síntoma de la incapacidad de recordar y procesar las vivencias del día a día por la sobre-estimulación moderna. En este caso, la realidad que describen nuestros narradores es peor. Ya no son momentos del pasado familiar que aparecen de improviso, sino que se trata de “un paisaje en ruinas, el campo después de una batalla”, siguiendo a Piglia. La verdad resulta implacable: “No hay memoria propia ni recuerdo verdadero, todo pasado es incierto y es impersonal”, sostiene (2003: 6). 

Se trata, por supuesto, de una mirada peculiar de Piglia, más cercana a sus lecturas de Benjamin, Brecht o Foucault que a los temas que trataba Borges. También es cierto que hay una sobre-dramatización de la crisis del recuerdo personal, que casi queda superado como tabula rasa. En todo caso, me parece una visión completamente válida que permite entender algunas intervenciones de los escritores desde la ficción literaria para localizarse desde otro lugar frente a las narrativas estandarizadas que provenían el cine, la radio, la televisión y el espectáculo en general. Para Piglia todo esto tiene que ver con la realidad moderna: “La cultura de masas (o mejor sería decir la política de masas) ha sido vista con toda claridad por Borges como una máquina de producir recuerdos falsos y experiencias impersonales. Todos sienten lo mismo y recuerdan lo mismo y lo que sienten y recuerdan no es lo que han vivido” (2003: 7). A Ramos Sucre se lo puede leer también desde esa perspectiva, a pesar de que sus críticos tienden a borrar no sólo el contexto en el que escribe, sino también la misma modernidad residual –o mejor dicho: “modernización sin modernidad”– donde se produjo su obra. Si bien es verdad que el gomecismo había dejado desolada a Venezuela en muchas cosas, no dejó de haber un espacio de transformaciones sociales y culturales ampliamente reconocibles, en el que hubo un desarrollo peculiar de tecnologías y ritos propios de lo que algunos han llamado como sociedad de masas que fueron pioneros en la historia del país. De ahí que resulte importante considerar las dimensiones modernas de su posicionamiento.

Anacronismo bárbaro

En su crítica a una construcción del pasado como tiempo “homogéneo y vacío”, al decir de Benjamin, Ramos Sucre se rebela con varias estrategias radicales de robo, falseamiento y distorsión. Insisto en que su modo de leer no es frío ni evasivo, y menos aún pasivo. Va más allá. En el poema La redención de Fausto, publicado en El cielo de esmalte (1929), vemos algunos elementos representativos de esta disección del pasado como espacio orgánico y racional. Leonardo de Vinci le da a Alberto Durero un “ejemplar de la Gioconda”, y ese cuadro termina después iluminando la estancia de Fausto, quien se la pasa riñendo con Mefistófeles (“antecesor de Hegel”). La mujer del cuadro desaparece. Sale de la obra y posa finalmente “la mano sobre el hombro del pensador” para apagar su “lámpara vigilante” (2001: 389). Allí puede verse cómo su técnica de lectura procede como el montaje: toma extractos de una novela y un mito (el de Fausto), fragmentos de la biografía de Leonardo de Vinci y Durero, referencias a Hegel, y los mezcla y relaciona de manera arbitraria. No hay una lógica lineal de la causalidad ni, mucho menos, respeto por su continuidad. La historia queda diluida en varias cronologías y temporalidades, que se funden en el poema como un retrato cubista; pareciera haber, como dijera Carl Einstein de Picasso, una “falta de fijeza” y una “predisposición al cambio” (2013: 8) en una especie de “simultaneidad dialéctica” o “múltiple” donde “las cosas ya no son cosas sino palabras en un discurso” (2013: 25). Lo representado sale de la pintura, y la realidad histórica entra dentro de la ficción. Todo se funde, se mezcla en el poema de forma algo errática y desordenada. Queda claro en qué consiste el procedimiento; ahora bien, más que verlo siguiendo la lógica del collage vanguardista, creo que es más acertado hablar de ese “bricolaje”, como sugiere atinadamente –y de forma metafórica– Guillermo Sucre. No hay que perder de vista que la reconstrucción fragmentaria de Ramos Sucre era la de un sujeto periférico en una situación cultural de carestía, trabajando con ruinas imaginarias y culturales; en ese sentido, lo que hacía sería más bien una suerte de montaje poscolonial: desde los materiales exiguos que le llegan a su lugar precario de excolonia subvierte los postulados que pretenden erigir una cultura universal en la que todavía se instalan mapas que privilegian unos espacios sobre otros, un “nomos” de periferias y centros, de privilegios y diferencias. 

Como se sabe, Lévi-Strauss al hablar de Picasso decía que esta técnica era un “repertorio cuya composición es heteróclita” y que trabaja con “los medios (materias primas, instrumentos) que tiene a su alcance” (1997: 35-36). Algo parecido, pero desde otra área, hace nuestro poeta cuando explora episodios de La Eneida, de las obras de Shakesperare o de los filósofos griegos desde una aislada Caracas, con una universidad cerrada, con ediciones de libros viejos y olvidados, donde paradójicamente llegan autos últimos modelos, hay publicidad relevante de prendas de moda y no escasean los viajes a Europa o Estados Unidos por parte de familias en ascenso social y económico. Ahora bien, si el antropólogo francés lo está pensando también para considerar el mito, debe decirse que en el caso del escritor venezolano no hay ni una cosmología mítico-religiosa ni un “saber consejo”, en los términos de Walter Benjamin, que pueda estructurar en un orden narrativo centrado, de corte metafísico y vivencial esos despojos de episodios disímiles que recoge, lo que evidencia el carácter moderno de su poesía; menos aún hay en sus trabajos un fluido continuo de imágenes y recuerdos que puedan irse fundiendo en un todo, aunque de forma aleatoria, en un ritmo y una cadencia particular, estos aparecen disruptivamente, con cierto grado de violencia fragmentaria. 

Desde ese aislamiento, y que me perdonen la analogía, Ramos Sucre trabaja como un astuto ladrón textual. Roba historias y las combina (la vida de Leonardo con la de Durero), toma extractos de espacios ficcionales y artísticos (el Fausto, o la misma Mona Lisa) y los trafica con espacios reales (el del pintor renacentista), acaso como necesaria venganza para contravenir las restricciones físicas y culturales de su tiempo y su situación. También, si se me excusa de nuevo la expresión, es un pícaro mentiroso, hábil artista del falseamiento, de la distorsión: dice que Leonardo le dejó la Mona Lisa a Durero y que el cuadro terminó en la habitación de Fausto, cuestionando siempre la mirada del testigo neutro que se acerca al pasado con “objetividad”. Lo mismo puede decirse de casi toda la obra poética del reconocido autor venezolano, llena de trampas, desvíos y fracturas. Esto no podría hacerlo, volviendo al punto que he querido dilucidar, sino en el tiempo de lo que Benjamin llamó la “era de la reproducción técnica”. No hay “aura” en el poeta venezolano a la hora de intervenir y apropiarse de los materiales de la historia y la mitología. Su lectura de la “cultura occidental” no es estática, decorativa o trascendental; no se regodea en el fetichismo modernista –en sus colecciones librescas, en el abuso de las clasificaciones y enumeraciones en ese gran libro de la vida que busca su literatura refinada, ni en su metafísica de la melodía y las correspondencias– al estilo de Darío o Silva. Es, insisto, una lectura subversiva, fantasmática e impersonal. Por eso decir, por otro lado, que eso es simple “intertextualidad” es insuficiente y hasta equívoco, a mi juicio. El diálogo con otras fronteras y textualidades no explica su propuesta; los vínculos, conexiones y afinidades de sus textos poseen una particularidad que no basta con apuntar en términos generales como un simple acto dialógico. Por el contrario, si vemos bien, lo que hay es apropiación indiscriminada, desvío voluntario, reescritura vampiresca, tergiversación descarada. Hablamos, en otras palabras, de una forma peculiar de violencia simbólica y barbarie intelectual cercana hasta cierto punto al canibalismo cultural de las vanguardias brasileñas y a la llamada necrofilia del Techo de la ballena. E insisto una vez más: no olvidemos su humor, su irreverencia, concedámosle el derecho a su poesía a cierto grado de risa y burla.

Juan Cristóbal Castro. El sacrificio de la página. José Antonio Ramos Sucre y el arkhé republicano. Leiden: Almenara. 2020.

Cuando hablo de “barbarie intelectual” me refiero entonces a algo más complicado, enmarcándolo en las implicaciones que hay desde el documento cultural de ciertas líneas de su metaforicidad. “El ser bárbaro no implica el ser ignorante, ni indocto”, aclara Miguel Unamuno en su breve ensayo “Prosa Aceitada”; de hecho, para él un bárbaro “puede ser doctísimo y hasta sapientísimo” (1941: 37). Lo que determina esta condición es irrumpir “en un campo desde otro campo, con otras preocupaciones, con otros prejuicios” (1941: 37). Se busca así quebrar los rígidos marcos disciplinarios para poder abrir nuevas e inesperadas relaciones epistemológicas. De modo similar, Benjamin en Experiencia y pobreza (1933) habla del nuevo bárbaro como aquel artista que irrumpe sobre la crisis de experiencia de la sociedad moderna, erigiendo nuevas construcciones con las ruinas que quedan. Ramos Sucre ejercita, si seguimos estas reflexiones, una especial lectura “bárbara”: una manera de intervenir y romper el secreto pacto que se ha labrado entre el autor, como autoridad y dueño de sentido de una obra; el contexto, como el espacio que determina su horizonte de significación; y, por supuesto, la historia, como el devenir que funde, fija y relaciona estos lugares, que sirve como marco que cierra, clausura y delimita sus exégesis. 

Si bien Ramos Sucre no sigue a Paul Klee o a los vanguardistas, que tanto admirara Benjamin en su trabajo de construcción de tabula rasa para el futuro de una nueva sociedad, sí comparte con ellos su ejercicio desde las ruinas de la experiencia y la memoria. Ya no son vestigios materiales sino culturales, a través de los cuales su esfuerzo constructivo se dirige al pasado, a los residuos de la cultura y la historia que quedan de ese imaginario occidental. 

Este trabajo del reciclaje desde una zona marginal o precaria me lleva a pensar en una vieja película del director argentino Alejandro Agresti, El viento se llevó lo que (1999). A un pueblo alejado de la Argentina llegan extractos de películas en malas condiciones. Para proyectarlas, los habitantes tienen que recomponerlas y terminan creando films muy distintos. Ramos Sucre va haciendo lo mismo con los deshechos del imaginario mítico de Occidente, pero de forma deliberada, consciente, incursionando en espacios de forma ilícita, tomando sin pedir permiso escenas y eventos de la literatura y la historia, combinando acciones de distintas regiones y culturas sin mayor prurito o vergüenza. 

El ejercicio tiene desde luego muchas implicaciones, pero para entenderlo mejor faltaría inscribirlo dentro de las condiciones discursivas de su época, pues desde ahí podemos entender sus desplazamientos migratorios, sus des-territorializaciones, sus fugas del arkhé republicano de corte nacional, centrífugo. Detengámonos muy brevemente en ello. 

Los males del historicismo

Este acto de robo y lectura bárbara de Ramos Sucre tiene, como he dicho antes, correspondencias con síntomas de su tiempo histórico. No me parece casual que esta exploración se dé muy cercana a un evento peculiar, a saber, cuando se abre en Venezuela una polémica sobre la naturaleza de la autoría en la revista Billiken, el seis de diciembre de 1919. Allí se dio a conocer una falsificación de Rafael Bolívar Coronado, otro difuso maestro del artificio y la simulación, cuyos trabajos ameritan un estudio cuidadoso. En un artículo sin firma se denunciaba un libro, cuyo supuesto prólogo era de Luis Felipe Blanco Meaño, pero en el fondo este no había participado en una sola línea del mismo. Todo ello ha podido llevar a repensar lo que varios críticos entienden como la función de la figura autoral en la literatura en esos momentos, puesto que el mercado de trabajo con nuevas tecnologías había abierto otras maneras de entender la autoría, distintas a la visión que se tenía en el siglo XIX; no en balde para 1928, en una de sus crónicas periodísticas, José Rafael Pocaterra desde Canadá se quejaba de cómo se reproducían “folletines sin que el autor perciba un céntimo”, y cómo se insertaban “cuentos o versos creyendo hacer un gran favor con reimprimirlos” (1975: 415). Unos años después de la polémica, Ramos Sucre nos dirá algo muy cercano a los trabajos del falsificador venezolano y a las quejas del escritor, como si estuviera homenajeando ese gesto: “Lo único decente que se puede hacer con la historia es falsificarla” (1999: 452). La misma actitud la encontramos en el historiador Tiberio Mendoza, de la novela Cubagua (1933) de Bernardo Núñez, que le roba y plagia el manuscrito a Leiziaga. 

Queda por incluir otro elemento que  hasta ahora no he considerado en este cuestionamiento de la temporalidad cronológica y que introduce una dimensión más claramente política dentro de la vivencia literaria de Ramos Sucre. Como sabemos, ya desde comienzos del siglo XX la máquina estatal venezolana comienza a modernizar su burocracia con la presencia de los positivistas Laureano Vallenilla Lanz, José Gil Fortoul, César Zumeta o Pedro Manuel Arcaya, entre otros. El primero se encargó de ordenar el Archivo Nacional, el segundo de regular –con ciertos problemas– la instrucción pública, y el tercero de reorganizar el sistema consular, además de proveer consejos para modernizar la economía del Estado. De igual modo, en sus estudios históricos y sociológicos ya venían apropiándose de la memoria nacional. 

Tanto Vallenilla Lanz como Gil Fortoul van a ser claves para promover una nueva historiografía cuyo culto a la reconstrucción objetiva del pasado va a servir de legitimación para armar una narrativa que convalide el régimen gomecista, por más que sea una convicción que venía de antes. El primero lo hace en un trabajo temprano, Influencia del 19 de abril de 1810 en la independencia suramericana, con el que obtiene el premio de un certamen organizado por la Gobernación del Distrito Federal, y luego ya con su reconocido libro Cesarismo democrático, donde prosigue sus líneas de investigación; y el segundo lo desarrolla con su Historia constitucional de Venezuela –el primer tomo apareció en 1906 y el segundo dos años después–, donde analiza ya de forma sistemática algunas premisas e intuiciones de sus trabajos Filosofía constitucional (1890) y El hombre y la historia (1896). En la versión oficial que promueven estos intelectuales para justificar al “gendarme necesario” se da un secreto pacto entre dos líneas. Por una parte, está el acercamiento empirista, que pretende desprenderse de todo culto teleológico y romántico y promueve una racionalización contextual de la lectura del pasado: el respeto a las fuentes claras, la exactitud de las referencias, el rigor científico, el estilo imparcial y ponderado; por otra parte, está la reinvención heroica, que se valida en tanto propulsora del nuevo sujeto nacional, de su herencia cifrada en la esencialización del llanero, en la negación de la tradición letrada e institucional, en la reificación del “pueblo” y en el igualitarismo guerrerista del venezolano. 

De esta manera el pasado se objetiviza y se hace hecho científico a estudiar, siempre y cuando cumpla con la licencia poética de reinterpretar el legado heroico como discurso identitario. Por un lado, hay un corte y racionalización, en cuanto al estudio de la historia; y por el otro, una línea de continuidad, en cuanto al sujeto de la nación, como empresa mesiánica que busca emancipar al venezolano de las cadenas del pasado. El tiempo fragmentario de la cultura de masas se controla, se dirige, se reinterpreta con este pacto, y por eso Gómez interviene en el cine, en la radio, en la prensa; para contraponerse al potencial anárquico de los medios y sus mediaciones, él encarna y proyecta la hazaña teleológica de avance y progreso nacional; es el conductor del cuerpo nacional, político. 

También con estos escritores positivistas se busca un nuevo reparto que dirija las relaciones entre mundos de ficción y mundos referenciales, que establezca marcos de división, discriminación y jerarquización. En un artículo de Lisandro Alvarado publicado en El Cojo Ilustrado en 1892, “Armenio y Dorotea”, se reflexiona sobre esta relación no sin cierto dejo de desaprobación, previniendo a los lectores del poder que tienen algunos despliegues retóricos e imaginales. “Buscar ficciones para el pensamiento es protestar de algún modo contra el falso orden que existe, y la adoración de las cosas sobrenaturales, la poesía, abre el campo a esos engaños”, dice (1892: 19). Ve así a los “genios” creadores como exploradores “de la soledad de la enajenación mental”; su estilo y lenguaje son peligrosos, pues sus “ademanes provocan la imitación inconsciente” y sus “impulsos llegan a ser contagiosos” (1892:19). Para estos historiadores profesionales la reconstrucción del pasado no puede valerse de gestos románticos o literarios, pues estos no son cercanos a la verdad: son poco objetivos. Una breve reseña de Laureano Vallenilla Lanz sobre la obra de Dumas aporta otros elementos significativos sobre esta división. Al comentar cómo Los Tres Mosqueteros se basa en muchos hechos históricos, afirma lo siguiente en un texto que publicara para El Cojo Ilustrado: “La historia puede ser una novela; la novela no debe ser jamás una historia” (1911: 505). El argumento evoca la distinción de Aristóteles en su Poética, donde sostenía “que no es obra del poeta decir lo que ha sucedido, sino qué podría suceder” (1987: 60), y a toda una tradición que ha ido cercando las fronteras entre ficción y realidad, historia y literatura, entre lo posible o verosímil y lo que es real y verdadero. De igual forma sucede con la naciente historia literaria. Lo vemos con La literatura venezolana en el siglo diez y nueve (1906) de Gonzalo Picón Febres, que es para muchos el primer trabajo sistemático de historiografía literaria nacional, en diálogo con acercamientos parecidos, como el del mismo José Gil Fortoul (1904) titulado La literatura venezolana. En la dedicatoria que Picón Febres le hace al dictador Cipriano Castro habla de su interés por contribuir con el “progreso intelectual” del país y define su acercamiento como una mirada retrospectiva que incorpora por igual la literatura y la historia, inspirado por “la severa musa de la imparcialidad” (1930: 20). En un momento se condena la historia mal llevada, donde encuentra muchos vacíos y en donde “abundan los epítetos de relumbrón o sonaja, las hipérboles descomunales, los escarceos y vaguedades de la imaginación, el prurito de soñar en períodos llenos de elocuencia, y las descripciones poéticas teatrales” (1930: 20). Distingue entre realidad y ficción, separando sus terrenos. Destaca el valor de la causalidad histórica, del juicio imparcial, fuera de las pasiones. La historia para él es “la ciencia experimental de los hechos consumados” que deben ser investigados de modo “escrupuloso y seguro, analizarlos con atención y estudio detenido”, además de “comprobarlos por medio de documentos fidedignos e inequívocos” (1930: 22). Y así enmarca el acercamiento literario a un patrón contextual e histórico. 

La crítica literaria moderna debe para él analizar “las condiciones generales del medio ambiente en que se producen las obras” y el “momento histórico político-social, como el temperamento del autor, como la escuela a la que pertenece” (1930: 203). De igual modo también destaca que atienda el “parecido con otros escritores, como el fondo de su producción y la parte de originalidad ingénita que se les ve en el estilo” (1930: 203). Todo un programa de lectura que circunscribe la obra a un tiempo determinado, a una relación particular entre textos, a una intención autoral y a un estilo, que encuadran la obra dentro de un sistema de vínculos. 

Este movimiento que separa la ficción de la historia y que enmarca la obra en coordenadas historicistas se disuelve en Ramos Sucre. El pasado no es asequible sino como invención o recreación, en muchos casos de manera trágica; sólo nos quedan de él sus vestigios, y el sujeto nacional se borra, entra en crisis. Dicho de otro modo, si el positivismo contextualiza el ayer, Ramos Sucre lo descontextualiza y lo pone en duda; si Laureano Vallenilla Lanz o Gil Fortoul reifican heroicamente al sujeto nacionalista (el Bolívar y el Gendarme), Ramos Sucre lo impersonaliza y lo vuelve sujeto lírico amoral, decadente, sin lugar preciso de residencia e identidad. “Recordar con una memoria extraña es una variante del tema del doble pero es también una metáfora perfecta de la experiencia literaria” (2003:7), decía Piglia sobre Borges en el ensayo que he venido comentando. Ramos Sucre trabaja otra zona. Le interesa la experiencia literaria como forma de desposesión ficcional con propósitos claramente deslegitimadores. Para él se trata de un recorrido, podríamos decir siguiendo a Maurice Blanchot, de absoluta y radical “impersonalidad”, donde el “yo” egolátrico se suspende en el abismo de lo virtual, en las máscaras de una ficción que explora los espacios de la letra y (con)funde los discursos del pasado. 

Hijo de una familia mantuana venida a menos, trabajador de roles secundarios en las instituciones de un Estado dictatorial, no le quedó mucho para relacionarse con un pasado nacional “virtuoso” y por ende apostó por otros tipos de (a)filiación. Huérfano simbólico, labró procedencias ficticias, erradas y errantes, vacías o destituyentes, migrantes o desplazadas. Como buen exiliado del arkhé nacional, desterritorializó ascendencias y patrimonios culturales. 

Pensemos cómo un sujeto lírico sin nombre, pasado o procedencia, se entrevista con la misma Celimena, protagonista del drama de Moliére (“Dionisiana”) como si estuviera viva. O cómo un extranjero desconocido, que al parecer sigue un encargo del gobierno británico, se interna en el Asia, reviviendo atmósferas de la literatura rusa donde logra hasta envenenar a un naturalista, sin saber a ciencia cierta de su misión, de su origen, de lo que le sucederá después (“El viaje en trineo”). “Beatriz se viste de un tinte sangriento al aparecer en presencia de Dante”, nos dice el narrador de uno de sus poemas, quien testimonia cómo “se envuelve en el trasunto de una llama vehemente al asistirlo en la escala sideral del Paraíso” (“La Acedia del Claustro”), pero de nuevo desconocemos quién nos habla, dónde está ubicado y cuál será su destino; los adverbios de tiempo y lugar son confusos, lo deíticos y ostensivos no anclan lo suficiente al texto dentro de la realidad referencial. No hay marcas, registros, evidencias, de identidad o pertenencia; no hay rasgos que permitan una subjetivación desde la nación, la localidad y hasta la lengua propia, pues, como sabemos, su castellano está hecho en base del latín y de las construcciones con otros idiomas.

Sólo vemos un testimonio migrante, que visita distintas regiones de la cultura de forma impersonal. Alguien que aparece y desaparece: una mirada, un punto de focalización, una interfaz narrativa, una escena o situación. Formas fantasmales de no-pertenencia, de impropiedad, que destituyen el lugar de enunciación, la territorialización misma que divide los espacios del saber. Es la venganza de un intruso foráneo, el que aparece sin ser invitado, de un desterrado que entra en los espacios inasibles de la máquina mitológica occidental.

El tema de la experiencia cobra cierta relevancia en este aspecto. Para Benjamin está relacionado con la tradición, con la posibilidad de apropiarse personalmente de ella, reviviendo los actos de nuestros ancestros como si fueran propios. En Ramos Sucre vemos una crisis de grandes proporciones, si partimos de esta noción. Sus ancestros fueron héroes y magistrados, modelos de reciedumbre y conducta ejemplar, que en la pacificación gomecista fueron relegados, negados o mal interpretados, todavía más cuando la cultura de masas proponía al mismo tiempo otros modelos e identificaciones populares: estrellas de cine, figuras de publicidad, personajes de tiras cómicas, héroes y galanes extranjeros. Hijo de una familia mantuana venida a menos, trabajador de roles secundarios en las instituciones de un Estado dictatorial, no le quedó mucho para relacionarse con un pasado nacional “virtuoso” y por ende apostó por otros tipos de (a)filiación. Huérfano simbólico, labró procedencias ficticias, erradas y errantes, vacías o destituyentes, migrantes o desplazadas. Como buen exiliado del arkhé nacional, desterritorializó ascendencias y patrimonios culturales. 

Lo mismo puede decirse en la conexión del poeta con el mundo cosmopolita europeo. Primero, el relato civilizatorio decimonónico estaba en crisis (tiempo de entreguerras mundiales) para el momento en el que escribe. Segundo, él mismo estaba atado a un país cuya narrativa identitaria oficial era profundamente anti-intelectual y caudillesca. Y tercero, la nueva cultura de masas, con sus tecnologías, productos de consumo y mediaciones, proponía otra manera de vincularse con las herencias del pasado, donde terminaba de predominar el modelo norteamericano sobre el francés, el inglés o el alemán; además, la cultura del libro iba siendo sustituida por la fragmentación periodística y las tecnologías de la radio y el cine. 

Si toda tradición, en el sentido más convencional de la palabra, es una transmisión entre padres e hijos de un legado, de una memoria, de una deuda y también de una autoridad, ¿qué forma de Europa y su relato civilizatorio revivir? ¿Qué padres nacionales e internacionales asumir y adoptar? ¿Qué recuerdos retomar, actualizar? El hueco dejado por esa carencia es lo que estimula el deseo y la fantasía libresca del escritor, que ya no es ni un héroe ni un letrado clásico, como sucedía con sus ancestros decimonónicos. “Yo adolezco de una degeneración ilustre” (1999: 24), se advierte en uno de sus poemas más célebres; pero en “Plática profana” se señala de forma mucho más directa: “Se asegura la necesaria desaparición del poeta y del héroe en la próxima civilización del porvenir” (2001: 6). Quiebre con una filiación o genealogía, que es a su vez –vale acotar- el quiebre con una herencia patriarcal y patrimonial, con una figura el “paters” heroico, del hombre restaurador del orden perdido; quizás por eso en su poesía sobresalen masculinidades heridas, fracasadas, decadentes, atrapadas por las fantasías de mujeres virginales, muchas de las cuales son sacrificadas por huestes desconocidas, bárbaras. Así, la exploración sobre el vacío de una pertenencia, sobre la ausencia de un legado ya imposible de obtener, le sirve como puesta en escena para llevar a cabo su “vivencia literaria”. 

El poeta de Cumaná, a falta de una herencia del pasado, va buscando entonces una experiencia en el archivo cultural de Occidente, y desde ahí crea lugares alternos de vivencia (im)personal, espacios ficcionales de apropiación singular. Además, Europa siempre fue para él una forma de lectura, ya que sólo la conoció el último año de su vida. De manera que su forma de responder frente a esta crisis, es poniendo en escena ese acto de leer como una vía de experiencia impropia, carente de residencia o arkhé nomológico, de topos. ¿No es este, por lo demás, uno de los síntomas por excelencia del artista moderno? Baudelaire lo hizo con su Correspondencias, según Benjamin, Borges lo desarrolló con la “invención de sus precursores” y Mandelstam lo llevó a cabo con su empeño de revivir y recrear a los griegos bajo formas propias de su contexto y tradición. “La lectura es el arte de construir una memoria personal a partir de experiencias y recuerdos ajenos”, aclara Piglia (2003: 7). ¿Y acaso eso no es lo que hace Ramos Sucre, al hacer de la escritura una re-lectura tan radical que se convierte en recorrido sensorial, afectivo, por otras regiones y tiempos? 

Su lectura no es por ende evasiva, y menos aún nostálgica de otras épocas, como han señalado muchos comentaristas. Es, por el contrario, crítica: crea una forma de vivencia que busca una nueva distribución de nuestra relación entre el presente y el pasado, entre lo marginal (periférico) y lo central (europeo), entre lo vivo y lo muerto, entre el documento historiográfico y el documento ficcional, entre lo visible y lo invisible, que sigue eso que el filósofo Jacques Rancière en otro contexto ha llamado “régimen estético”. Una forma de abertura, podríamos decir, que a su vez está creando las condiciones de una nueva comunidad porvenir entre tiempos y lugares, entre culturas y miradas, entre usos y apropiaciones de ese archivo del pasado.

“El derecho y el arte son una enmienda del hombre hacia la realidad” (1999: 450), sostiene el poeta en Granizada, haciéndonos ver que la vivencia literaria por ser creación artística sirve para intervenir sobre la vida, y esto incluye por supuesto intervenir también sobre los engaños de la “autenticidad” del individuo, de su memoria y temporalidad. Por eso usa la escritura como una forma de recuerdo perdido e impersonal. Secretamente intuye que la primera persona, como dueña y propietaria de una realidad y de un cuerpo, es un artificio retórico abierto a diferentes abusos; sabe, sobre todo dentro del contexto venezolano, que el “yo” es una argucia proclive a supeditarse o bien a las operaciones de manipulación identitaria del nuevo sujeto nacional gomecista y su pedagogía positivista, o bien a la racionalización del individuo visto como simple objeto de consumo, de intercambio mercantil, en la modernización residual del “Estado mágico” venezolano. Por eso lo desactiva en sus poemas con visitas inesperadas a regiones virtuales, que se mueven entre la historia y la ficción bajo una técnica particular de la necrofilia bárbara donde no hay jerarquías autorales, culturales o espaciales, bajo una forma de democracia de la letra en la que funden y confunden sujetos o identidades, bajo una suerte de comunismo literario donde el sujeto lírico tiene el derecho de entrar por igual a obras de Cervantes como a pinturas de Leonardo da Vinci, donde puede ser pastor o caballero, tirano o amante, sin que haya que pagar algún saldo simbólico, material, individual por eso. El “yo elocutivo” de sus textos reproduce entonces una mirada, un testimonio, de un espacio simbólico múltiple. No está aquí, ni allá. Se mueve entre el mito, la ficción literaria y la historia. No quiere ser verosímil; menos aún, posible. Es sólo desde una virtualidad radical, desde una (im)posibilidad neutra, que se erige como dispositivo expropiador de pertenencias. 

Dicho de otro modo, la vivencia literaria no es simplemente un trabajo de estetas contemplativos, sino una exploración que se posiciona críticamente frente a distintas formas de construir el ayer. Sólo desde allí se invierte la ecuación: no ser nadie es ser todos; no poseer la realidad tangible de mi individualidad, me permite poseer la realidad intangible de la cultura; hay una «democracia de la letra» en el sentido de Rancière, pero también en el sentido de-colonial al romper las coordenadas que distinguen un afuera europeo y occidental frente a un adentro nacionalista, periférico, aldeano; hay incluso una deslocalización de esta misma distribución, un no-lugar pluri-textual que defiende el derecho a la apropiación descentrada y obviamente desfazada. Esa es su «experiencia» literaria moderna, la forma como trabaja en definitiva una memoria ficticia que, a diferencia de los vanguardistas, resurge por su valor de retaguardia frente al curso lineal del progreso.

©Trópico Absoluto 

Bibliografía

Directa

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Indirecta

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Juan Cristóbal Castro (Caracas, 1971), estudió Comunicación Social y Literatura en la Universidad Central de Venezuela. Doctor en Literatura por la Universidad de California. Fue profesor en la Universidad Javeriana de Bogotá. Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica de Valparaiso, Chile. Ha publicado los libros Alfabeto del caos: crítica y ficción en Paul Valéry y Jorge Luis Borges (Caracas: Facultad de Humanidades y Educación, Universidad Central de Venezuela, 2007), e Idiomas espectrales: lenguas imaginarias en la literatura latinoamericana (Bogotá: Editorial Javeriana, 2016).

3 Comentarios

  1. Alba Rosa Hernandez Bossio

    No es el espacio para comentar y preguntar sobre el ensayo crítico solo para aclarar que la foto es de Miguel Ramos Sucre, repetidamente publicada como de José Antonio. La confusión nació cuando Chela Ramos Sucrre permitió a los fotográfos de la revista El Paseante- – donde salió una antología del poeta y la reproducción del texto de Pérez Perdomo- «tomar» las fotos de José Antonio y de su familia, sin indicarles quiénes eran. De modo que muchas veces la foto de Lorenzo también ha pasado por la suya, incluso la de su padre. Y en la edición crítica de Archivos se reiteró el error al no identificar las fotos.

    1. Muchas gracias por su observación. Ya hemos eliminado la foto y buscaremos el volumen de su edición crítica publicado por Bid and Co. para identificar correctamente las imágenes. Reciba mis saludos cordiales. MSF.

  2. Alba Rosa Hernandez Bossio

    repito que la foto es de Miguel Ramos Sucre, hermano de José Antonio, con frecuencia publicada como suya, debido a un error originado cuando Chela Ramos Sucre permitió a los fotografos de la revista El pasante «tomar » todas sus fotos de José Antonio y de la familia sin especificar su identificación. De ahí que muchas veces la de Lorenzo y la de Miguel, incluso la de Jerónimo su padre, se publiquen como fotos de José Antonio. Hasta en la edición crítica de Archivo se reproducen las fotos sin identificación. Sólo en la edición crítica de Bid and Co. editores aparecen las cuatro únicas fotos certificadas, hasta ahora, del poeta

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