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Alfonso Dubuc en el túnel de la tristeza

Por | 4 noviembre 2020

En esta reseña, Miguel Gomes (Caracas, 1964) nos ofrece una lectura de Crema Paraíso (Madrid: Alianza, 2020), la novela del venezolano Camilo Pino (Caracas, 1970) publicada este año. Entre otras cosas, Gomes resalta aquí la habilidad del relato para escapar del oportunismo comercial que ha convertido a la tragedia venezolana en objeto de explotación por parte de la industria editorial. Un gran logro, sin duda, al que debe agregarse el talento expresivo del autor para convertir a Alfonso Dubuc, personaje central de la novela, en una figura capaz de sobrevivir en la imaginación del lector más allá de las acciones en las que se encuentra involucrado.

Crema Paraíso. Bello Monte, Caracas. (s/f) (s/a)

1.

Si bien David Lodge ―tan admirable novelista como crítico― está convencido de que el personaje constituye “the most important single component of the novel” (p. 67), entre las consecuencias de diversas rupturas que se produjeron en la tradición literaria de mediados del siglo XX destaca la casi extinción del arte de concebir seres de ficción capaces de sobrevivir en la imaginación del lector más allá de las acciones en las que se ven involucrados. El matiz y la intensidad del Humbert Humbert de Vladimir Nabokov; el Moses Herzog de Saul Bellow; el Dunstan Ramsay de Robertson Davies; la Sara sin apellido de Olga Gonçalves o el Pereira sin nombre de Antonio Tabucchi no abundan. Actantes sobran, pero escasean personajes densos, de perfiles psicológicos verosímiles por encarnar las ambigüedades y contradicciones que nos habitan.

Dos razones primordiales cabría alegar. Una, la aparición de corrientes como el Nouveau Roman, que, con el propósito de invertir los procedimientos usuales de la narrativa decimonónica francesa o rusa, subordinaron trama y personaje a las cosas del mundo o a la reificación del engranaje retórico. Otra razón sería el creciente imperio de los aparatos editoriales y, consiguientemente, de las leyes del mercado. Estas, al forzar a los escritores a seducir a un público convertido en clientela, exigen la frecuentación de géneros aptos, cuando no se cultivan con humor, para la conversión del personaje en “tipo”: la novela histórica, la ciencia ficción, la distopía, el neogótico ornado de sensibilidad adolescente o progre, varias subespecies del thriller.

En América Latina los factores anteriores vienen a sumarse a otro nativo, muy poderoso: la larga tradición que instrumentaliza el texto literario y lo supedita a programas sentidos como más indispensables que los de la literatura misma; en particular, de intervención en lo colectivo o, sin aspavientos, en lo nacional. Aquello que Alejo Carpentier compendiaba en 1975 con sentencias atronadoras: la novela latinoamericana “tiende hacia lo épico y para responder a las aspiraciones de un tiempo épico habrá de ser […] grande y pública, multitudinaria” (p. 160). En mayor o menor grado, no costaría divisar tales preferencias en vastas zonas de las letras regionales desde la Independencia hasta hoy. La “épica” invocada por Carpentier engendra personajes aprehensibles desde su exterioridad, desde sus efectos en el entorno, de carácter marcado por lo funcional, propulsores u opositores de ideas y, por lo tanto, siempre a punto de sacrificar su autonomía psíquica en los altares didácticos o combativos de la fosilizada alegoría política. Los totalitarismos disuelven al individuo: una narrativa sedienta de totalizaciones suele operar de manera similar sobre el personaje.

La novela venezolana de las últimas décadas no es una excepción y los protagonistas memorables se cuentan con los dedos de la mano. Pese a las muchas virtudes de no pocas obras, la concepción de personajes anímicamente consistentes no parece ser una de ellas. Lo afirmo sin sugerir que el retrato de los mecanismos de la mente humana requiera solo experiencia o empatía: para convertir esas disposiciones en arte resulta igual de irreemplazable el talento expresivo. Los personajes, después de todo, no son personas, sino efectos de un texto en nuestra percepción gracias a un conjunto de técnicas que van desde la descripción directa o la metonímica ―el scenic method de Henry James (p. 258)― hasta la manipulación de registros del habla o sociolectos y dialectos conocidos por el autor.

2.

La pericia técnica a la que me refiero la tiene Camilo Pino. A Crema Paraíso (2020), su tercera novela, la vertebran menos sus anécdotas que las reacciones de Alfonso Dubuc en ámbitos éticos tan disímiles y tortuosos como los de la paternidad fallida, la ambición, la culpa, la sexualidad en sus más estridentes modulaciones o la exposición de su vocación artística a la lógica de los mass media y a los malentendidos ideológicos latinoamericanos. En otras palabras: aunque se trata de uno de los títulos que el mercado ha puesto a circular aprovechando el valor de cambio que en España ―dada la situación política de ese país― se le asigna a Venezuela, Pino se las arregla para entregarnos una narración difícil de reducir a las obligaciones doctrinarias que asedian a lo venezolano en el horizonte de expectativas peninsular.

Pino se limita a obedecer sus hábitos estéticos y no las reglas que le impondría la ampliación del número de sus lectores: Valle Zamuro (2011) también había practicado esa oblicuidad con respecto a la era chavista, abordando los sucesos caraqueños de febrero de 1989 con solo esporádicos giros prospectivos

Una primera señal de emancipación nos la ofrece la oblicuidad con que surge el chavismo, por más que los acontecimientos cubran la dramática involución de un Estado que viajó desde el cuarto puesto entre los de mayor producto interno bruto del mundo en los años cincuenta hasta el cúmulo actual de ruinas. Hay innegables remisiones a la decadencia: “Ipostel, como el país entero, colapsó en febrero del 83, en lo que hoy se conoce como Viernes Negro, pero esa es otra historia” (p. 22); “En esa época Caracas era un monstruo amable. Hoy en día, salir de noche es huir, escapar” (p. 116); “Venezuela se había convertido en un infierno: violencia, desabastecimiento, podredumbre moral… Estábamos viviendo un proceso de africanización. Los chavistas no se habían metido con él [Alfonso Dubuc] porque no les convenía: era demasiado respetado internacionalmente” (p. 167). Ha de enfatizarse que esas pinceladas, no obstante, se difuminan en un cuadro repleto de motivos acuciantes. Pino se limita a obedecer sus hábitos estéticos y no las reglas que le impondría la ampliación del número de sus lectores: Valle Zamuro (2011) también había practicado esa oblicuidad con respecto a la era chavista, abordando los sucesos caraqueños de febrero de 1989 con solo esporádicos giros prospectivos: “Quizá el futuro de la ciudad sea así, un cielo de zamuros. Quizá tenga que convivir con ellos lo que me queda de vida” (p. 124). El protagonista de la inquietante Mandrágora (2016), novela que oscila entre la fantaciencia y un horror somático al estilo de David Cronenberg, tiene lazos insinuados con Venezuela, aunque secundarios y casi accidentales en una intriga que se mueve entre Buenos Aires, Miami y Londres.

Crema Paraíso se libra de las garras del oportunismo comercial cuando, por vías semejantes, sus elementos fundamentales nos obligan a instalarnos no tanto en los avatares de la vida pública como en los de la privada, que a veces colide con aquella y no es menos compleja. La energía de la historia emana, de hecho, de los roces entre un padre obsesionado con su carrera de poeta y un hijo que crece en un doble abandono afectivo: si el padre, presente en lo físico, se ausenta en lo anímico, la madre, previamente, se encontraba lejos en ambos sentidos, puesto que, tras su divorcio, se había ido de Venezuela para iniciar una nueva familia en Francia. Por otra parte, esas relaciones tienen dos ejes: el cronológico de la memoria y el espacial de la geografía; las relaciones familiares empapan de intimidad, de negociaciones sentimentales, la emigración y los viajes múltiples que articulan el argumento. El realista y coherente contraste entre Alfonso Dubuc y su hijo Emiliano acaba definido por las huellas que las vivencias dejan en el lenguaje: mientras que el español de aquel es el esperable de un escritor venezolano de su generación, el de éste es el de alguien que carece de formación literaria ―la abomina (p. 164)― y se ha sumergido en la anomia cultural de Miami, donde ha tenido que domiciliarse ―sus anglicismos, deliberadamente, son copiosos pero no sorprenden en los Estados Unidos: “Bueno por ellas” en lugar de “me alegro por ellas” (p. 165); “tener sexo” en lugar de “tener relaciones sexuales” (p. 236); “al punto de que” por “a tal punto que” (p. 240).

Una de las imágenes retornantes más poderosas de Crema Paraíso es la de Alfonso ante el viejo espejo de su baño; un espejo roto con el que conversa y al que, en su probable demencia senil ―opinión de Emiliano―, atribuye poderes mágicos (p. 195). La masculinización de la historia de Blancanieves sometida a una importante variación adicional, la de quien se dirige a su reflejo con el remordimiento de casi haber destruido, por narcisismo, a su propio hijo, es indicio de que el personaje se erige en centro del acto narrativo.

3.

“El túnel de la tristeza”: esa frase del monólogo de Alfonso (p. 125) nos permite intuir que ha conocido los laberintos de la depresión y quizá se haya extraviado en ellos alguna vez. El extravío ha podido ayudarlo a superar el narcisismo, la incapacidad de asimilar y respetar la existencia del otro. Pero lo que le da mayor plausibilidad psicológica al viejo Dubuc es que esos ajustes no logran eximirlo de escollos morales. El deseo de recobrar a Emiliano, de reparar el abandono al que lo condenó durante una etapa crucial, la de la adolescencia, de ningún modo le depara un fácil y cristiano proceso de arrepentimiento, penitencia y absolución. Si algo verificamos en el tenor de sus meditaciones es una incorporación madura de la Sombra ―los aspectos más abyectos de nuestra personalidad o nuestra memoria― y la percepción de una raigal soledad al acecho en cada intento de definirse mediante las máscaras sociales del padre, el poeta, el amante. Las distonías de Alfonso revelan la heterogeneidad indisoluble de la experiencia humana, todo lo que tiene de esperanzado, de anhelo dolorosamente incumplido y, también, de ironía desencantada que nos incita a sonreír mientras analizamos nuestros errores:

Los pedacitos reflejan imágenes parciales de mi rostro […], la cara del viejo que soy repartido en trocitos del presente; el mejor poeta vivo de Occidente en su momento de mayor madurez, con el control absoluto de sus dones. Me veo y lo entiendo todo: este espejito contiene mis poderes. Es tan evidente que no lo podía ver […]. Y en medio de todo, Emiliano, mi Emiliano. Espejito, espejito (p. 159).

La conciencia en tránsito de Alfonso incluye la captación clara de las decisiones o inclinaciones que lo incomodan y sin las cuales a duras penas sería el poeta admirado que ocupa un lugar canónico no solo en Venezuela, sino más allá de sus fronteras: “me acordaba de Emiliano y me entraba una culpa espantosa por estar pensando en mi carrera y no en mi hijo” (p. 121). La culpa se alimenta de la admisión de haber tratado de forma diferente a su primogénito y a las mellizas de un matrimonio posterior, de cuando su prestigio literario se había consolidado: “Con ellas he sido buen padre. Son dos niñas hermosas con sus vidas encarriladas. Con él estoy en deuda y ha llegado la hora de saldarla” (p. 157). Precediendo al dictamen, los orígenes de la deuda se vuelven transparentes para Alfonso, y se remontan a su juventud:

“Al contrario de lo que la gente cree, los poetas somos egoístas. Mi hijo estaba a punto de ser expulsado del colegio y a mí lo único que me importaba era el castellano que hablaba con su amigo” (p. 28).

La rectificación de su comportamiento como padre se traduce en deseo de acompañar a Emiliano en un viaje a Berlín, con el fin de participar juntos en un reality show ―que ocupará las últimas páginas de la novela― y complacer al joven Dubuc, ya que los veinte mil euros que paga la compañía televisiva alemana lo respaldarán en Miami, donde su situación económica dista de ser holgada. No ha de soslayarse, con todo, que las actitudes de Alfonso no se limitan a alterarse en el terreno de la paternidad. En el de lo político es notable su desengaño de los mitos y clichés izquierdistas de los sesenta, con su ansia infantil de mimetizar la imagen de Víctor Valera Mora ―uno de los “buenos revolucionarios” de Carlos Rangel― y, desde luego, el escenario ideológico en el que el “Chino” representaba su papel. La mudanza comienza durante la visita que hace Alfonso a Cuba, invitado por Casa de las Américas, cuando descubre la naturaleza prejuiciada y policial del régimen, así como la no desdeñable cuota de frivolidad de la clase intelectual que en ese entonces se suma con ardor a la causa. El sauditismo cultural de los sectores letrados caraqueños de los sesenta y setenta, el espíritu competitivo de su sociedad intelectual, en los que el poeta Dubuc se sumerge inicialmente, se añaden para espesar la “tristeza” que se aposentará en su alma, lo cual se percibe tras la acumulación de retratos, sardónicos unos, recatados otros, de personalidades de la historia literaria reciente: no están allí diseminando, con regocijo o ponzoña, habladurías y “leyendas urbanas”; resultan más bien imprescindibles para ensimismar a un Alfonso que ha saciado sus ambiciones.

A pesar de lo anterior, nunca desaparece su fatuo machismo y este lo escolta hasta el final, tras haber corregido con las mellizas su conducta como padre y haberse planteado la necesidad de comulgar con Emiliano:

Es una lástima que haya tenido que llegar a viejo para entender que, además de dotarme con una sensibilidad poética prodigiosa, la naturaleza me concedió una memoria erótica fotográfica y, sobre todo, el poder de provocar deseo sexual. Lo primero siempre lo presentí y terminó definiendo mi vida, aunque tardé décadas en entenderlo. Lo segundo ha sido un descubrimiento cuyos mecanismos, irónicamente, aprendí a controlar cuando entré en la tercera edad y mi vigor empezó a disminuir. Por fortuna, el descubrimiento de mis poderes coincidió con la invención del viagra (pp. 50-51).

El narcisismo aquí se entrevera de priapismo psicológico ―como el descrito por diversos psiquiatras o terapeutas, entre ellos Eugene Monick (pp. 106-107), James Wyly (pp. 32-35) o Rafael López Pedraza (pp. 127-131)― y, durante las secuencias dedicadas al reality show ―sean reales o, como sospecho, fantasmagorías seniles de Alfonso―, vuelve a emerger, poniendo en riesgo sus ahora apreciadas responsabilidades familiares (p. 205). Esas vacilaciones, esos tropiezos solo hacen creíble al personaje; prueban que no hay redenciones o regeneraciones permanentes en su trayectoria.

4.

Crema Paraíso ofrece externamente una imagen de discontinuidad o desbalance entre sus tres secciones. En la primera, brevísima (pp. 11-18), el narrador es Emiliano y se presenta la situación básica de la oferta hecha por una emisora alemana de reunir a padre e hijo para participar en un programa televisivo. En la segunda, la más extensa y absorbente (pp. 19-159), Alfonso toma la palabra y repasa su existencia hasta el momento en que accede a ir con Emiliano al show. En la tercera (pp. 161-249), no tan breve como la primera, pero considerablemente más que la segunda, se despliega una comedia de enredos, una farsa “masmediática” donde el pasado político de Cuba y Alemania se conjugan en Beata, la fugaz amante que Alfonso tuvo en su visita a la isla, agente de la Stasi que concurre al programa junto con su hija, Ulrika, dando pie a un cuadrángulo entre amoroso y esperpéntico de padres e hijos, calculado con frialdad por los productores para atrapar a los televidentes.

La asimetría del conjunto podría adjudicarse, en un primer instante, a impericia; si se piensa con detenimiento, es interpretable, sin embargo, como correlato del espejo roto de Alfonso. Tengo para mí que la centralidad del personaje del poeta Dubuc autoriza incluso una explicación menos a ras de la superficie narrativa: la parte primera y la tercera actúan como trasuntos de la imaginación literaria paterna aunados al ansia profunda de quien desea recuperar a un hijo. Tan caricaturesco y leve es el tono, tan lineal ―salvo en lo elocutivo― la personalidad de Emiliano en esas partes, que no puede sino sospecharse que el punto de vista con que lo plasman sus propios monólogos es ajeno a él: la perspectiva de un padre que trata de comprenderlo, que trata de recrearlo por medios discursivos tal como alguna vez contribuyó a crearlo en la carne. La atmósfera circense de las peripecias televisivas, discrepante de la penetración y la pausada captación histórica y social del monólogo central de Alfonso, refuerza dicha posibilidad: todo lo que sabemos de Emiliano en la apertura y el cierre de la novela podría ser fruto de una fantasía compensatoria senil; un episodio de ese diálogo inquietante, alucinado, con el espejo roto de la psique de un poeta aterrado por su raigal fracaso como padre. A lo que se suman pormenores, en lo que a mí respecta, decisivos: el hijo, a la larga, parece calcar obsesiones paternas. Una de ellas, la erótica por Beata-Ulrika; otra, la de Crema Paraíso, de corte laboral, pues Alfonso en su juventud intentó ganarse la vida solicitando empleo en uno de esos expendios caraqueños de comida rápida, y lo rechazaron. En el desenlace Emiliano invierte el dinero que ha ganado y el que su padre le presta en una nueva empresa Crema Paraíso, que consistirá en un ejército, si todo sale bien, de carritos de perros calientes, al principio, en la Florida y, después, en Nueva York, California…

La imperativamente risueña y enfática artificiosidad delata un espejismo afectivo, la febril ilusión de un escritor. Nos obliga a aceptar la sutileza con la que la mente de Alfonso Dubuc ha estado envolviéndonos.

©Trópico Absoluto

OBRAS CITADAS

Carpentier, Alejo. Los pasos recobrados: ensayos de teoría y crítica literaria. Alexis Márquez Rodríguez, ed. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 2003.

James, Henry. The Notebooks. Chicago and London: The University of Chicago Press, 1981.

Lodge, David. The Art of Fiction. London: Penguin Books, 1992.

López-Pedraza, Rafael. Hermes and His Children. Zürich: Spring Publications, 1977.

Monick, Eugene. Phallos: Sacred Image of the Masculine. Toronto: Inner City Books, 1987.

Pino, Camilo. Crema Paraíso. Madrid: Alianza, 2020.

__________. Mandrágora. Miami: Suburbano, 2016.

__________. Valle Zamuro. Caracas: Punto Cero, 2011.

Rangel, Carlos. Del buen salvaje al buen revolucionario. Caracas: Monte Ávila Editores, 1976.

Wyly, James. The Phallic Quest: Priapus and Masculine Inflation. Toronto: Inner City Books, 1989.

Miguel Gomes (Caracas, 1964), estudió literatura en la Universidad Central de Venezuela y en la Universidad de Coimbra. Doctor en literatura por la Stony Brook University, New York. Board of Trustees Distinguished Professor de la Universidad de Connecticut, donde enseña desde 1993. Miembro de la Academia de Artes y Ciencias de Connecticut y miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Posee una amplia obra narrativa. Entre sus libros de crítica se cuentan: Los géneros literarios en Hispanoamérica (Navarra: Ediciones Universidad de Navarra, 1999) y La realidad y el valor estético: configuraciones del poder en el ensayo hispanoamericano (Caracas: Editorial Equinoccio, 2010).

1 Comentarios

  1. Elena Broszkowski

    Magnífica novela. Gracias por esta mirada académica a sus personajes. Me parece que otro elemento importante es desmitificar la supuesta profundidad de aquella generación de los sesentas, su total egocentrismo y los resultados de ello en la generación que la sucedió. A través de estos dos personajes se ve claramente eso

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