Teatro venezolano del siglo XX (I): La Alborada del nuevo siglo
Durante las primeras décadas del siglo XX, el teatro tiene expresiones de gran importancia en Venezuela. A pesar de las tesis de Mariano Picón Salas sobre la Venezuela empozada del atraso gomecista, el investigador Leonardo Azparren Giménez (Barquisimeto, 1941) encuentra en esos años los orígenes de un teatro que, como el resto del país, comienza lentamente a transformarse, a modernizarse, y a sentar las bases de una disciplina que en poco tiempo será reconocida como uno de los pilares del campo cultural venezolano.
Este artículo forma parte de una serie de un volumen en preparación: Historia crítica del teatro venezolano 1594-1994. Para esta versión digital se han simplificado las citas y referencias al máximo, incorporándolas al texto.
El campo intelectual
Es frecuente evaluar un país tan solo por su actividad política. Tal el caso de Venezuela en los tiempos de las dictaduras de Juan Vicente Gómez (1908-1935) y de Marcos Pérez Jiménez (1952-1958); dos períodos cuyos estudios y valoraciones han estado dominados por las ciencias sociales. Sin embargo, incluso en una dictadura tan atrasada como la de Gómez –que caracterizaría con acritud Mariano Picón Salas en sus bien difundidos ensayos– es posible observar cómo se organiza un pequeño campo cultural, que sentará las bases de algunos de los movimientos más interesantes de las artes venezolanas a comienzos del siglo pasado.
Ya desde 1909, tras el golpe de mano que convierte a Gómez en presidente de la república en sustitución de su compadre enfermo Cipriano Castro, hubo manifestaciones renovadoras en las artes plásticas, gracias a jóvenes artistas negados a continuar con el academicismo de la Academia de Bellas Artes. En 1912, fue creado el Círculo de Bellas Artes, de donde surgieron los primeros artistas venezolanos de importancia del siglo XX: Armando Reverón, Rafael Monasterios, Federico Brandt y Manuel Cabré. El Círculo dio origen a la “Escuela de Caracas”. Su amplitud intelectual con la presencia de escritores e intelectuales es el precedente inmediato a la generación del 18, fundamental en la renovación de la literatura venezolana.
La literatura de las primera décadas del siglo XX es hija directa del modernismo. Reinaldo Solar, personaje de Rómulo Gallegos en la novela homónima, expresa la disconformidad del individuo en sus relaciones con su entorno familiar y social, lo que implica una crítica a la situación de la sociedad venezolana:
“Exploremos nuestro yermo espiritual, mostrando, desnuda y verdadera, el alma abolida de nuestra raza; sembremos nuestro dolor, la incurable melancolía de nuestra incapacidad, para cosechar nuestro arte.”
Preguntarse por la realidad nacional será constante en la literatura y la cultura en tiempos del gomecismo. Aunque la dictadura no cesó en controlar a la sociedad, los escritores desarrollaron un pensamiento que apostó a la democracia y la libertad, y escribieron para que las relaciones con la identidad nacional no entraran en contradicción con el cosmopolitismo de la modernidad de su tiempo. Antes y a partir de la “Semana del Estudiante” de 1928, el gomecismo tuvo que hacer frente a intelectuales negados a adherirse al régimen, al precio de la cárcel y la muerte. José Rafael Pocaterra, Rufino Blanco Fombona, Pedro María Morantes “Pío Gil” y José Pío Tamayo fueron algunos de los que tuvieron una actitud indeclinable.
Muerto Gómez, los cambios producto del Programa de Febrero de 1936 incluyeron la creación del Instituto Pedagógico de Caracas. Mariano Picón Salas fue el encargado de esa tarea, para la cual trajo desde Chile, donde había sido profesor de su universidad, a un grupo de profesores con la misión de diseñarlo. La diáspora de la guerra civil española y las migraciones posteriores a la II Guerra Mundial contribuyeron con su desarrollo, porque fueron muchos los intelectuales que allí comenzaron su vida intelectual en Venezuela, como Pedro Grases, Juan David García Bacca y Ángel Rosenblat, quienes formaron a escritores de la importancia de Óscar Sambrano Urdaneta, Alexis Márquez Rodríguez y Domingo Miliani.
La primera modernidad teatral
El teatro de las primeras tres décadas del siglo XX no fue solo la obra de los sainetistas y sus éxitos. El teatro venezolano buscó colocarse al lado de la narrativa y la pintura, que daban muestras de ser expresiones nacionales con lenguajes menos localistas, aunque algunas voces escépticas no se hicieron esperar. Jesús Semprún (El Universal, 07/08/1910) considera la posibilidad de un teatro nacional y afirma que intentar fundarlo en Venezuela es una idea “completamente absurda y fantástica”. Cuando aterriza en la vida diaria, concluye: “Aquí no tenemos actores, ni tenemos un lenguaje teatral”. Estas consideraciones las vincula con una opinión sobre el país y su sociedad:
“Si los Destinos tienen decretado que lleguemos á ser un pueblo unido, rico y feliz, ya tendremos con la unión, la riqueza y la dicha, un teatro digno de ellas.”
Leoncio Martínez (El Universal, 02-07-1912) también observaba algunos problemas. Según él, algunos autores:
“queriendo ser criollos, rebasan el extremo y sin el menor revestimiento de poesía acogen como sujetos de sus farsas los productos de la más baja estofa y como flores los hongos de la podre.”
Semprún y Martínez compartieron una visión determinista. Eran necesarias algunas condiciones objetivas para que pudiese darse una dramaturgia que expresara al país. Parece que ambos no conocían algunas obras que comenzaban a escribirse, o sus conceptos sobre el teatro seguían influenciados por algunos modelos de origen decimonónicos. En todo caso, las posiciones de ambos hablan de una discusión sobre el estado y las perspectivas de la literatura y la dramaturgia, en momentos cuando era marcada e irreversible la ruptura con la tradición.
…hubo allí innovaciones dramáticas importantes; incluso, hubo quienes buscaron liberarse del costumbrismo. Fue el tiempo del inicio de la primera modernidad teatral venezolana.
También en esos años, algunos autores fueron ignorados en la caracterización del período. Sin embargo, hubo allí innovaciones dramáticas importantes; incluso, hubo quienes buscaron liberarse del costumbrismo. Fue el tiempo del inicio de la primera modernidad teatral venezolana. Por esto, Carlos Guerra se expresaba así (Fantoches, 10/08/1932):
“No es rigurosamente necesario para hacer teatro venezolano, es decir, de autores venezolanos, que las obras sean típicamente nacionales, como tal, y hasta mejor, que sean del mundo.”
Los cambios por el paso de una economía agraria a otra minera acabaron con el romanticismo y el melodrama, suplantados por el realismo en todas sus formas y la vanguardia. La crítica comenzó a ser diversa en sus análisis sobre la dramaturgia nacional. El Cojo Ilustrado avocó por la modernidad al apoyar la nueva forma de representar de las compañías visitantes, “sobria, natural, inspirada en la vida” (15/09/1909). Saludaba a la Compañía Fuentes por venir “a mostrarnos Teatro moderno” para, líneas más abajo, criticar el ambiente teatral de la época. A su vez saludó el estreno de Cuento de Navidad de Simón Barceló, “la cual fue aceptada hace dos meses en el Teatro Español de Madrid”. Después del estreno, La Alborada (Nº VII, 21/03/1909) fue contundente:
“Nos parece que aquella falta de vida, aquel algo de fastidio es intencional en el autor que quiso hacer un tour-de-force, sacrificando el interés al fondo.”
La crítica respiraba en 1909 un aire fresco por el viaje sin retorno de Cipriano Castro. Una mentalidad teatral moderna se anunciaba en momentos cuando el país se adentraba en una noche oscura que duraría 27 años. El realismo social de Rómulo Gallegos (Los ídolos, ¿1909?, inédita, El motor, 1910 y El milagro del año, 1915), con una perspectiva emparentada con la visión ibseniana de la moral, presentó el drama de un nuevo país a medio camino entre el peso de la tradición y los impulsos por alcanzar el mundo moderno. Salustio González Rincones también representó el nuevo sistema de relaciones sociales en Las sombras (1909) y El puente triunfal (¿1910?). El grotesco épico de Julio Planchart (La república de Caín, de 1913-15 pero publicada en 1936) fue revolucionario por su tema, sus ideas y su lenguaje. El surrealismo de Arturo Úslar Pietri (E ultreja, 1927, y La llave, 1928) impresiona, pues escribió un teatro en el que la fábula y la anécdota desaparecen para dar paso al valor en sí de la situación dramática. Los ensayos vanguardistas de Andrés Eloy Blanco (El Cristo de las violetas 1928, El pie de la Virgen 1929, Abigail 1937 y Los muertos las prefieren negras 1948-1950) expresan la tendencia al cambio en beneficio de nuevos lenguajes que dieran al escritor libertad de escritura y temática.
La inauguración del Teatro Nacional en 1905 ayudó a institucionalizar la profesión del teatro, apoyada por empresarios, propietarios y administradores de salas. Hacia 1917 Caracas tenía 14 teatros, “y hay público para todos” decía un columnista de El Nuevo Diario. Los lugares de encuentro de la cultura escénica eran, además del Nacional, los teatros Municipal, Caracas (hasta su destrucción por un incendio el 1º de abril de 1919) y Calcaño, los circos Victoria y Metropolitano y El Nuevo Circo. El derrumbe del Teatro Caracas, inaugurado en 1854, significó la desaparición de un escenario en el que se forjó buena parte de la tradición teatral del siglo XIX y comienzos del XX.
La zarzuela y la opereta se enseñorearon en las principales salas, mientras dramaturgos, actores y empresarios crearon compañías dedicadas al teatro venezolano, y prevaleció una actividad teatral ecléctica que favoreció cambios y preparó los cambios que se iniciaron en 1936. El predominio de compañías extranjeras, en paralelo al surgimiento de una dramaturgia interesada por el país, significó un divorcio entre la dramaturgia nacional y la producción espectacular. Así se fue dando una dramaturgia sin escena con rasgos algo endémicos.
La actuación naturalista fue introducida por la Compañía de Francisco Fuentes (1909), con obras de Shakespeare (Hamlet), Rostand (Cirano de Bergerac) y Sardou. Su estilo chocó con el pomposo que venía del romanticismo y el melodrama, y su técnica fue considerada por El Cojo Ilustrado “sobria, natural, inspirada en la vida” (15/09/1909). El elogio al estilo de actuación moderno fue parte de una crítica que planteó una redefinición del teatro e hizo consideraciones sobre la posibilidad de la existencia de un teatro nacional. Fuentes, sin embargo, se negó a representar El motor, de Rómulo Gallegos, para no involucrarse en la política.
Estamos en el inicio de un nuevo período, por lo que no es casual una discusión en cierto sentido principista. No se ocultaba la preocupación y el interés por establecer un nuevo sistema de correlaciones entre el teatro y la sociedad. La Alborada (14/02/1909) fijó posición en dos aspectos: su rechazo al vaudeville y a la zarzuela española, “que ya no conserva otro atractivo que el de la cruda pornografía y eso para los espectadores libidinosos”. Era una crítica que involucraba lo que los redactores de la revista pensaban del teatro nacional:
“Nuestro Teatro Nacional – ¿tendremos valor para convenir en ello? – ha sido hasta ahora una página de desastres. (…) Sea, hagamos Teatro Nacional; pero tengamos presente que hay que hacerlo desde el principio, porque no hay nada, nada, nada, hecho en esa materia” (Nº IV, 20/02/1909).
Esta preocupación se fortaleció con tendencias que querían tener actores criollos al lado de los dramaturgos. Fue una reacción respaldada por el público para garantizar la proyección de Emma Soler, Aurora Dubaín, Teófilo Leal, Antonio Saavedra, Jesús Izquierdo, Rafael Guinand, Rafael Pellicer, Juan Sánchez López y Luis Alberto Sánchez.
En 1915 y 1924 hubo los primeros intentos para crear compañías profesionales venezolanas. El proyecto de 1915 fue para “poner en escena el género criollo”, y contempló pagar derechos de autor y crear una escuela de declamación, como se entendía la formación actoral.
En 1915 y 1924 hubo los primeros intentos para crear compañías profesionales venezolanas. El proyecto de 1915 fue para “poner en escena el género criollo”, y contempló pagar derechos de autor y crear una escuela de declamación, como se entendía la formación actoral. Su director fue Jesús Izquierdo, acompañado por Emma Soler, primera actriz de la época, Antonio Saavedra y Rafael Guinand. Se respaldaron en unos veinte dramaturgos venezolanos y su repertorio inaugural incluyó Percances en Macuto de Carlos Ruiz Chapellín, El rey del cacao de Leoncio Martínez y Al dejar las muñecas de Leopoldo Ayala Michelena. Los promotores del proyecto previeron crear una escuela de declamación, emplear escenógrafos “criollos” y música inspirada “en los aires populares típicos”.
Este optimismo hizo frente a la realidad dominada por las compañías extranjeras. A finales de 1916 se hablaba de reunirse para, de nuevo, “hacer un nuevo esfuerzo en pro del arte escénico venezolano que poco a poco y en silencio va tomando cuerpo y auge” (El Nuevo Diario, 22/12/1916). Rafael Guinand y Antonio Saavedra siempre estuvieron comprometidos en proyectos de esta índole y asumieron el teatro como oficio y modo de vida. Como dramaturgos y actores fueron los máximos intérpretes del público popular y de la incipiente burguesía comercial urbana. En 1922, Saavedra construyó el Salón Victoria para la Compañía Barronis-Saavedra dedicada al teatro de variedades. Dos años más tarde, Guinand, Ayala Michelena, Leoncio Martínez y Ángel Fuenmayor crearon otra compañía que contempló una Escuela Práctica de Teatro y Música.
Mucho entusiasmo hubo con la nueva compañía y las convocatorias no se hicieron esperar. Uno de sus promotores, Leopoldo Ayala Michelena, hizo un gran exhorto previo al debut. Por su parte, la propia compañía dio una declaración oficial (Fantoches, 28/10/1924):
“Bajo felices augurios y con el único fin, como luminoso ideal, de propender a la formación definitiva del Teatro Venezolano, nos hemos constituido en Compañía, seleccionando elementos artísticos ya consagrados por la popularidad y el aplauso […] Y contamos de antemano con el favor del público, pues, dicho sea en verdad, si hasta ahora el Teatro Venezolano no ha adquirido una forma estable y preponderante, débese a la falta de cohesión, defectos de régimen interno y nunca a que el público haya negado a la Obra nacional ni su concurso ni su aplauso.”
Este nuevo proyecto debutó con Almas descarnadas de Ayala Michelena, y la reposición de El rompimiento de Rafael Guinand. Ese mismo año produjo El dotol Nigüín de Guinand, Salto atrás de Leoncio Martínez y obras de Ángel Fuenmayor, Pablo Domínguez, Jacobo Capriles, Ruiz Chapellín, Ayala Michelena, Eduardo Innes González y otros autores locales. Pero de nuevo la realidad se impuso y el proyecto tuvo una vida corta. La competencia internacional era más fuerte que el empeño de los dramaturgos venezolanos. Margarita Xirgu, “eminente trágica española”, debutó en el Teatro Municipal el 19 de abril de 1924 con Magda, de Hernan Sudermann. Durante un mes se presentó en el Teatro Municipal con un repertorio que incluyó Rosa de otoño, L’Aigrette (Dario Nicodemi), María Rosa (Guimará) y La niña de Gómez Arias, refundición de Eduardo Marquina de una obra de Calderón.
Después de 1924, las compañías de Ricardo Calvo, Ernesto Vílchez y Gonzalo Gobelay removieron de nuevo la escena venezolana con repertorios que incluyeron desde Shakespeare hasta Jacinto Benavente, el autor privilegiado de la época. Fue un ambiente efervescente en el que el teatro fue considerado objeto de estudio. En 1924 apareció El teatro en Caracas de Juan José Churión, con la que este crítico siguió los pasos de Manuel Antonio Marín (El teatro en el Zulia, 1896) en el rescate de la memoria teatral nacional. Si El Cojo Ilustrado (Nº 388; 15/01/1908) había publicado Un oso, de Antón Chejov y Brand de Henrik Ibsen (21/03/1909), Cultura venezolana publicó artículos y textos de Luigi Pirandello en varias ocasiones.
Aunque no define a la dramaturgia de las primeras décadas del siglo XX, el sainete determinó la atmósfera de la vida teatral al proveer la visión pintoresca y evasiva que necesitaba el momento político. Gallegos, Planchart, Fuenmayor, González Rincones y Úslar Pietri fueron autores de una creatividad y un discurso renovadores y una nueva sensibilidad teatral en el uso del lenguaje y los temas. A ellos se sumaron Francisco Pimentel (Job Pim), un autor que transgredió las normas del sainete con la escritura desacralizada e irrisoria del género, Andrés Eloy Blanco (1896-1955; El Cristo de las violetas, 1925, y Al pie de la Virgen, 1929) y Víctor Manuel Rivas (1909-1965; El puntal, 1933). El caso extremo es Julio Planchart, quien debió esperar la muerte de Gómez en diciembre de 1935 para publicar su obra el año siguiente.
En 1933, por iniciativa de Jesús Izquierdo, Rafael Guinand y Pedro Elías Gutiérrez hubo otro intento para crear una agrupación teatral con los auspicios del gobierno del Distrito Federal. En los tres meses que duró el esfuerzo estrenaron El puntal y La zamurada de Víctor Manuel Rivas, Bagazo de Leopoldo Ayala Michelena, De puertas adentro de Ángel Fuenmayor, Tremedal de Pablo Domínguez y La mamá Fifina de Eduardo Innes González
En general, el teatro venezolano fue solo aceptado por la sociedad conservadora del gomecismo en tanto diversión local. La revista Fantoches fue defensora perenne de la aventura teatral, incluso con críticas a las reservas sociales que imponían censuras morales y estimulaban el desinterés. Cuando analiza dos obras de Ayala Michelena (Al dejar las muñecas y Bagazo), Antonio José Lima (26-05-1933) anota las que, según su criterio, son “las causas principales que han motivado su olvido”: la ausencia de la mujer en la profesión actoral por “el prejuicio de una sociedad irresponsable y gazmoña, que supone amoral a un gremio como el de los actores”, y la incuria de un núcleo, bastante nutrido por cierto, de intelectuales y no intelectuales, que ha visto siempre con desidia los esfuerzos por nuestro teatro no cooperando siquiera con su asistencia al mayor auge y sostenimiento que en todas las ocasiones se ha pretendido darle.
La dramaturgia de La Alborada
A comienzos de 1909, ido Castro, hubo un leve optimismo sobre el futuro. El cientificismo, el racionalismo positivista y el cambio social fueron las marcas de un pensamiento crítico sobre el pasado inmediato. Es el contexto inmediato en el que aparece la revista La Alborada, el 31 de enero de 1909, cuyos primeros redactores fueron Henrique Soublette y Julio Planchart, a quienes se sumaron a partir del segundo número Julio Rosales y Rómulo Gallegos. A su lado, por amistad y afinidad intelectual, Salustio González Rincones.
La Alborada formuló un discurso cultural cuyo aliento fue un sentimiento dramático de país poco o nada antes expresado y una disonancia socio-política basada en un positivismo crítico, que asimiló los códigos del realismo y el naturalismo y postuló casi una profesión de fe en su primer número (31/01/1909):
“Ahora nos toca hablar, no cerréis los oídos porque nos veremos en el caso de rompérselos; no os ocultéis debajo de la tierra, porque os sacaremos y os alzaremos hasta la picota, gritando a los cuatro vientos nuestra acusación.”
Sus editores irrumpieron impelidos por una urgencia expresiva ante la necesidad de un despertar nacional: “Desde nuestra oscuridad pudimos seguir con dolor y odio serenos la bancarrota de la Patria”, añadieron. Esta mezcla de odio y dolor es el contexto en el que el primer discurso teatral moderno expresará su sentimiento dramático de país. La revista no ocultó un escepticismo con el que se extrañó del mundo social y dio forma al contexto intelectual de su discurso: un individualismo lúcido y descorazonado. En el primer número es enunciado: “¿Para qué maldecir el pasado, si el porvenir, hay que decirlo con toda sinceridad es oscuro?”.
Es poco pero comprometido el espacio que la revista dedica al teatro nacional. La publicación de un fragmento de Brand, de Henrik Ibsen, es un índice elocuente de la visión del mundo compartida o, en todo caso, buscada. Junto con los elogios propios del estilo de la época al trabajo de un actor o una actriz, cuando se le presentó la ocasión la revista fue precisa respecto a los autores nacionales y a su recepción por el público. De su seno surgió la primera dramaturgia moderna que abrió el camino al realismo crítico que, con matices, dio forma al discurso teatral de buena parte del siglo XX.
¿Qué hago yo aquí? Esta pregunta, a su vez, generó una situación de enunciación que condujo a la opción “irse de” antes que “ir a”. Es la experiencia en la que germinó la dramaturgia alborada.
La Alborada desapareció pronto por presiones no del todo sutiles. No es difícil imaginar el desasosiego intelectual de sus jóvenes editores a la luz de sus trayectorias posteriores. Tampoco es cuesta arriba una primera deducción: la reacción de optar por el discurso teatral en procura de una hipóstasis de ellos con las situaciones y personajes ficcionales que crearon. Sabemos que el discurso teatral tiene maneras de expresar lo que el social o político no puede; también que sus ficciones pueden resultar más transparentes y trascendentes que las intenciones del autor. Por eso, si el discurso de la revista fue una grieta en el campo intelectual de la época, el dramático estuvo escindido por coacciones explícitas e implícitas, en términos tales que la experiencia existencial de vivir un contexto sin futuro promisorio condujo a una pregunta central: ¿Qué hago yo aquí? Esta pregunta, a su vez, generó una situación de enunciación que condujo a la opción “irse de” antes que “ir a”. Es la experiencia en la que germinó la dramaturgia alborada.
Una nueva dramaturgia
Salustio González Rincones, Rómulo Gallegos y Julio Planchart escribieron un discurso realista de inequívoca vocación social, en el que es central la relación del individuo con su contexto familiar y social de la que se derivan la crítica a la tradición y al statu quo social y político. Julio Planchart experimenta un lenguaje que va más allá del realismo de la época, y propone una discursividad comparable con lo que será el realismo épico. Los tres están englobados por el intertexto ideológico del positivismo, el carácter crítico de sus enunciados y el parentesco de las situaciones de enunciación. Son tres dramaturgos unidos por una preocupación central y por delinear bien las esferas pública y privada de los personajes y sus estrechas correlaciones.
Salustio González Rincones (San Cristóbal 1886 – Vapor Caribia 1933) es, además de dramaturgo, un poeta reconocido unánimemente por la crítica. No concluyó sus estudios universitarios de ingeniería y en 1910 se fue a Europa en funciones diplomáticas. Vivió en Madrid, Roma, Ginebra y París. Enfermo de Sífilis, en 1933, de regreso a Venezuela, murió en la travesía. De su obra dramática están publicadas Las sombras y El Alba (1909), El puente triunfal y Mientras descansa (1910) y Bolívar El Libertador (póstuma, 1943). Permanecen inéditas Naturaleza muerta (1910-1914) y Gloria patria (París, 1918).
Rómulo Gallegos (Caracas 1884-1969), el más universal de los escritores venezolanos, inició estudios de leyes que abandonó en 1905. En 1903 comenzó su carrera de escritor. En 1912 vivió en Barcelona (oriente de Venezuela) como director del Colegio Federal de Varones. En 1920 publicó su primera novela, El último Solar, que en 1930 tituló Reinaldo Solar. Incursionó en el cine, para el que escribió algunos guiones con relativo éxito. Su amplia e importante obra de narrador ha opacado su dramaturgia: Los ídolos (inédita, 1909), El motor (1910) y El milagro del año (1915). En 1947 resultó ser el primer presidente civil electo por el voto universal y secreto, depuesto por un golpe militar el 24 de noviembre de 1948. Premio Nacional de Literatura (1957-1958) y miembro de la Academia Venezolana de la Lengua.
Julio Planchart (Caracas 1885-1948) cursó estudios de Derecho, que no concluyó, en la Universidad Central de Venezuela. Profesor de literatura, historia y geografía. Por casi veinte años fue secretario de la Cámara de Comercio de Caracas. Director de Política Económica del Ministerio de Relaciones Exteriores y embajador en Chile. Miembro de la Academia Nacional de la Historia. Su obra crítica fue recogida en Temas críticos (1948). Su obra dramática incluye El rosal de Fidelia (1910) y La república de Caín (1913-1915)
En estos tres autores no es difícil percibir un claro parentesco discursivo y una visión compartida de su época, representada en una tipología de situaciones y personajes que surgen de un sentimiento dramático de país igualmente compartido. González y Gallegos desarrollan en sus afirmaciones y contradicciones una visión positiva que discierne las causas y motivaciones de su sentimiento dramático de país. Apoyados en la complejidad social de la situación de enunciación del Yo del autor y de sus protagonistas, los jóvenes dramaturgos se ubicaron en la historia real y marcaron distancia frente a la visión conservadora e ideologizada de los epígonos del romanticismo. Sin desprenderse de la función pedagógica asignada al teatro para modelar al ciudadano como sujeto social burgués, el discurso teatral de ambos critica varios referentes del discurso hegemónico: la familia, el orden social con su veneración a los valores instituidos y el poder político.
Si los artículos de La Alborada reclamaban una reordenación del país con base en una nueva teoría para la educación y una visión positivista de la evolución y la religión, el discurso dramático enunció situaciones existenciales de personajes solitarios, huraños y marginales con y gracias a utopías reordenadoras de vida. Este rasgo responde a dos ideas generadoras de conflictos y orientadoras del discurso: la utopía de un mundo social distinto y la experiencia del real; ambas coinciden en un callejón sin salida. Por primera vez en el teatro venezolano, y he aquí un rasgo digno de resaltar, la vida privada del individuo en crisis con su vida pública es la protagonista, situación básica de enunciación que integra a los tres en un discurso global que, por su proximidad con el de la revista, nos permiten enunciarlo como la dramaturgia de La Alborada. Los protagonistas son sujetos en quienes el componente cultural denota su desagregación del mundo social en el que viven. Este componente se da en situaciones de enunciación que conducen a callejones sin salida. Es un signo –el cultural– que simboliza y muestra la contradicción entre la visión utópica y la experiencia del mundo real.
El Marcelo Campos de González Rincones en Las sombras es un joven mestizo que, por ello, inicia sus estudios de medicina sin la plena aceptación de sus profesores. Su discurso sobre la ciencia con un nuevo propósito social se frustra ante los intereses pragmáticos del poder. Al final opta por el suicidio. Aunque el personaje peca de un ensimismamiento que bordea el melodrama por el recuerdo de la madre muerta, el discurso de la obra tiene la mirada puesta en el contexto social. Al año siguiente, el Guillermo Orosía de Gallegos en El Motor, maestro de escuela en El Pejugal y atildado en el vestir, compromete su vida en la construcción de una máquina de volar, objetivo que idealiza con el respaldo entusiasta de Sempro, su novia. La máquina de Guillermo no alcanza a volar en una celebración a la que asiste el presidente del país. Guillermo continuará viviendo con la chatarra en el patio de su casa, rodeado de la incredulidad de todos en el pueblo, incluida su madre, y sin su cargo de maestro. Ambos personajes representan la metáfora del joven amante del saber y la ciencia que busca estar por encima de su cotidianidad, sin lograrlo. Es el propósito y la estrategia de ambas obras.
En la siguiente obra de González, El puente triunfal, el puente en construcción permitirá a los hermanos Roberto y Clemencia pasar al otro lado y deslastrarse del peso de las tradiciones personificadas en su madre. Gallegos, por su parte, en El milagro del año enriquece el modelo cuando el anhelo de escapar del universo social en el que vive conduce a Valentín a cometer homicidio. Su delito se traduce en un grave conflicto de conciencia en su hermano, el padre Juan, quien conoce la verdad en la confesión de un moribundo víctima del naufragio provocado por Valentín y que, por tal, no puede revelar. Por eso le pide a la Virgen que en su fiesta anual realice el milagro del año. La justicia poética será fácil con una solución a lo Fuenteovejuna.
Sea por el deseo de desprenderse y trascender su mundo social, o por el desagrado de la vida familiar regida por la madre, los protagonistas descreen del sistema de valores y creencias tradicional. El sujeto principal denuncia la vida social y postula otra mediante diálogos argumentativos. La diversidad de personajes enriquece la tensión discursiva individuo↔mundo / hijo↔madre / hombre de cultura↔contexto rupestre, y constriñe las alternativas de los novio(a)s y amigos; así el discurso realista facilita enunciar referentes sociales diversos y complementarios.
Al asumir este tipo discurso, González y Gallegos ficcionaron temas insolentes para la ideología mesurada y evasiva del teatro de la época; desvelaron zonas de la moral que no eran objeto de discusión, por lo menos en público. Problematizaron las situaciones de enunciación en las que están situados los personajes escindidos entre los afectos, su extrañamiento del mundo y el impulso utópico hacia el futuro. Al no alcanzar sus objetivos postulados en el discurso personal, el fracaso, la desilusión y la frustración son las consecuencias.
Julio Planchart enriqueció en La república de Caín la insolencia temática con un alegato político contra el poder despótico y sus perversiones, tan problematizador que debió esperar 1936 para publicarla. Para ello construyó una parábola con personajes-máscaras que buscaron trascender el realismo y apuntar a un discurso épico y grotesco. La parábola escénica y lingüística se independiza del nivel icónico del habla realista y propone al espectador reconstruir los referentes sociales.
Desde una perspectiva ideológica, la urgencia temática de los jóvenes dramaturgos es clara. El discurso no surge por y en el aprendizaje de intertextos realistas, sino por la necesidad de dar una respuesta a urgencias del contexto social. La comunicación que proponen es interrogativa y da espesor a universos sociales imaginarios sustentados en lógicas discursivas coherentes, que construyen una teatralidad con referentes perceptibles.
La urgencia temática es evidente, por la intensidad con que representan la dimensión social de la vida privada. La selección y caracterización de los lugares de la acción, las relaciones de los personajes entre sí, sus atmósferas espirituales y la ostentación del trabajo físico e intelectual. En suma, el contexto de las situaciones de enunciación es un conjunto coherente de sentido en correspondencia con el habla empleada. El trabajo es un agente regenerador sinónimo de progreso que ayuda al sujeto en su accionar. La policromía de tipos sociales, los jóvenes emprendedores y el accionar concreto en/y con el contexto, traducen en espesor escénico el discurso global sobre la existencia social, tanto en sus alternativas innovadoras como en sus acciones.
En Las sombras, el laboratorio clínico en el que Marcelo Campos hace sus investigaciones médicas en compañía de condiscípulos y, después, alumnos, simboliza su ideal social de la ciencia. En El puente triunfal está en segundo plano el puente en construcción como referente esperanzador y, al mismo tiempo, perturbador de los hermanos Roberto y Clemencia. En El motor, Guillermo compromete todo su ser en la construcción de su máquina de volar sin salir del patio de su casa, respaldado por la solidaridad solitaria de Sempro. En El milagro del año, el padre Juan es el símbolo del núcleo ideológico de la fábula en el mundo del trabajo de un pueblo de pescadores. El barco perlero por el que Valentín delinque desaparece como referente discursivo en el precipicio de los acontecimientos.
En tanto nuevo campo cultural, técnica, ciencia e ideología mantienen una tensión con la familia, la religión y el poder que estructura un discurso moderno crítico.
Tales datos materiales modelan los referentes simbólicos de la discursividad. La técnica, en su significación de desarrollo material de la sociedad (la máquina de volar, el laboratorio, el nuevo puente, un barco perlero, etc.); la ciencia en tanto pensamiento positivo interpretante del mundo y promotor de nuevos sistemas de valores (la química, la vacuna contra la peste, las nuevas tecnologías, etc.); y una nueva ideología positiva (la idea de progreso, la posibilidad de una nueva condición humana mejor y libre, etc.). En tanto nuevo campo cultural, técnica, ciencia e ideología mantienen una tensión con la familia, la religión y el poder que estructura un discurso moderno crítico. Por este procedimiento, el discurso de cada autor está implícito en los comportamientos y en los discursos de los protagonistas. La intriga se enriquece con el conflicto de dos generaciones y el deslinde y cambio históricos promovidos pero irrealizables. El sujeto de la acción enfrenta, en su tarea por obtener el futuro, a un oponente sólido, ante el cual su discurso resulta un postulado paradójico y, por consiguiente, irreal e irrealizable.
El referente del Poder, presente o presentido en la acción y siempre actuante, bloquea a los sujetos. Por eso las dimensiones privada y pública se interrelacionan y complementan. Marcelo Campos estudia medicina gracias a la ayuda de un general, quien así le agradece haberlo curado en una escaramuza militar típica del sigo XIX. Pero los intereses del presidente le impiden aplicar la vacuna contra la peste. En consecuencia, la vida se le cubre de sombras. Guillermo Orosía no logra que su máquina de volar alce vuelo ante el presidente que visita El Pejugal, porque falla el precario motor que la mueve; en consecuencia, no son satisfechas sus expectativas de “irse de” su pueblo.
Son oponentes públicos que dan espesor social a la vida privada, problemática por el contexto familiar. Es un nivel de complejidad en el cual los protagonistas se interrogan e interrogan al mundo: ¿qué hago yo aquí?, parecen decir a cada instante. Es la pregunta que dio origen a un nuevo discurso en el siglo que se iniciaba, y marca un deslinde crítico con el período de constitución del teatro nacional (1817-1908). En el siglo XX los personajes no serán indiferentes al mundo social al que pertenecen, al que interrogan o, en la mayoría de los casos, con el que mantienen correlaciones críticas.
Otro elemento enriquecedor como oponente pasivo del protagonista que ahonda el conflicto, es el amigo, el personaje que conquistó el mundo exterior y regresa, afable pero distinto. Su pragmatismo y desapego afectivo del mundo local agranda, sin querer, el campo de oponentes al que hace frente el protagonista y agudiza su pesimismo cuando fracasa en la realización de su acto liberador. El amigo incorpora un mundo exterior libre de los convencionalismos locales, enriquecido por la cultura y los nuevos conocimientos y, en consecuencia, por los beneficios de la nueva vida. Es un personaje estrechamente vinculado por la idea de viaje, en tanto medio para trascender e “irse de”. Por primera vez el país, es decir, Venezuela, está presente en la fábula e intriga del discurso teatral como un elemento rector en las correlaciones de los personajes entre sí y con su contexto social.
Para hablar de sentimiento dramático de país acuñamos una metáfora adecuada y pertinente, enunciadora de conflictos personales arraigados que encontraremos décadas después en algunos de los más importantes dramaturgos del llamado “nuevo teatro” (1958-1994). Es la metáfora del viaje por el empeño de “irse de”. No es un viaje solo vinculado al amigo que regresa, cuyo discurso se construye alrededor de los beneficios del mundo exterior. El viaje es la utopía liberadora que desprende al sujeto del micro mundo del pueblo, del laboratorio, del vecino sin aspiraciones y de la familia. Es una aspiración que, al mismo tiempo, presupone la factibilidad práctica de alcanzar un mundo pensado y deseado sin coacciones, ahora vedado pero presentido gracias a la ciencia y la técnica.
En Las sombras, Marcelo Campos, desilusionado por las intrigas que bloquean su trabajo científico, le expresa a Diocleciano Peñafiel, el amigo que ha regresado del mundo exterior, sus deseos de irse. Campos, personaje en quien ha sido vista la figura del científico Rafael Rangel (1877-1909), quien se suicidó el 20 de agosto, resuelve su hastío y su depresión con el suicidio. Emerge el desasosiego del individuo moderno en el tránsito hacia el siglo XX por la esperanza frustrada ante las coacciones del contexto social. Y este desgarramiento es la cara pesimista de un ideal de modernidad y cambio.
El puente triunfal enuncia esa actitud con un rasgo de madurez dramática. Su discurso es el de una clase social agotada en su vida cotidiana que transcurre en una nadería chejoviana alrededor de la madre. Ella determina el orden. La conciencia del individuo solo y solitario frente al mundo se expresa en un ensimismamiento nostálgico. Los hermanos están en contraposición generacional a una madre que actúa como ancla y muro de contención.
La proximidad y las coincidencias de El motor con las dos obras de González no son casualidad. La obsesión por construir una máquina de volar es para viajar por encima del mundo cotidiano, lento y torpe. Aldana, el amigo que regresa como integrante de la comitiva del presidente, le ofrece la posibilidad de “irse de” y triunfar. En El milagro del año el héroe asesina a un compañero pescador para quedarse con el dinero de la venta y poder irse de su pueblo para alcanzar el progreso y bienestar que le dará el barco perlero que aspira comprar. Valentín es el más decidido de los protagonistas “alborados”, sin detenerse en reflexiones ni depender de ataduras familiares que lo vinculen, aunque denota respeto por algunos valores tradicionales.
Identidad y disonancia discursiva de Julio Planchart
Desde el sentimiento dramático de país compartido con sus amigos y con similares referentes principales, Julio Planchart escribió La república de Caín. Con la visión traumática del presente sometido por las coacciones del poder, escribe teatro político sobre el ejercicio del poder mediante un colorido sistema de imágenes teatrales de estirpe épica y grotesca. Para obtener su propósito emplea una estrategia construida con una imaginería muy teatral y un lenguaje autónomo y original que, si se tratase de rastrear la presencia de intertextos, habría que acudir a Alfred Jarry y Bertolt Brecht, presencias a todas luces imposibles en la Venezuela de 1913.
La república de Caín se aparta del realismo de la época. La fábula está historiada con un lenguaje y un modelo de relaciones interpersonajes con una teatralidad explícita alejada de la mímesis y la psicología, y proyectada como una parábola. Es, además, una obra con incitaciones subversivas hacia el espectador y contra la cultura y la política institucionales. La obra tiene un prólogo y cinco jornadas. Después de asesinar a su hermano Abel, acompañado de El Ojo y La Voz de la Conciencia, Caín llega a un estercolero adornado solo por un árbol seco, en el que está Esaú, quien acaba de negociar un plato de lentejas con Jacob a cambio de la primogenitura. Después de la anagnórisis, Caín y Esaú inician el viaje hacia el primer país que encuentren para tomarlo por asalto y usufructuar el poder. Así llegan a las Islas Mermadas. La acción es un recorrido crítico y grotesco por el ejercicio perverso del poder, acompañado de los comportamientos sociales concomitantes.
Caín y Esaú son máscaras creadas por la teatralidad del discurso. Igual son los otros personajes: El Indio, El Enfermo, Pericles, Ananías, Callok, Hallack, Ortiaz, El Alpargatero, Macha la verdulera y los músicos, militares, sayones y soldados, todos vestidos “como los de las ilustraciones de los más sencillos textos de Historia Sagrada para niños”. El recorrido de Caín y Esaú en su ejercicio despótico del poder es presentado con un lenguaje abierto, narrativo y distanciador. El verso refuerza el extrañamiento épico y enriquece la idea rectora: inquirir la actualidad y exponer el sentimiento dramático de país del autor. La obra está dedicada a la memoria de Enrique Soublette, “con quien compartí esperanzas de una patria mejor”, y a Rómulo Gallegos, “con quien he convivido en el dolor de patria”. El Pericles de Planchart es pariente próximo de Marcelo Campos y de Guillermo Orosía.
En las Islas Mermadas surge una rebelión contra los usurpadores liderada por Yacú, quien después del ahorcamiento de Caín asume el poder y se transfigura y transubstancia en el usurpador ahorcado ante un pueblo al que “lo doma el miedo con facilidad”. Para el autor, el ejercicio del poder es perverso en sí. La mascarada del poder solo permite postular una esperanza estoica ante la imposibilidad de resolver las coacciones sociales actuales. El final es pesimista o, cuando menos, escéptico en boca de El Joven:
Forraos de estoicismo y de esperanza.
Los dioses, con ser dioses, no lograron
inmortales vivir.
Caín no es inmortal.
Yo abrigo la esperanza de gozarme
con su muerte y su entierro.
En el prefacio de la edición de su obra, Planchart cuenta que un amigo, con “justa fama de hombre de letras preclaro” (¿Rómulo Gallegos?) le sugirió “quitarle tanto amargo” a la obra. Y comenta:
“En el mar de los amargos están anegándose siempre los sentimientos dulces, y con aquéllos compuse mi comedia, a la que noté vil por la vileza misma de los pensamientos de sus personajes.”
El discurso dramático de González y Gallegos encuentra en Planchart la realización plena de su recorrido. Las Islas Mermadas son el rastrojo de unos personajes condicionados por un pragmatismo oportunista o por una resignación pragmática. El universo dramático de estos tres autores está lleno de sentimientos de desarraigo familiar y con el país, configurando dos caras de una misma moneda. Sin la fuerza de sus textos capitales, en sus otras obras esa característica perdura, por lo que conservan una unidad discursiva no repetida en el teatro venezolano.
Salustio González Rincones fue el más prolijo. En El Alba (1909), Mientras descansa (1910), Naturaleza muerta (1910-1914), Gloria patria (1918) y Bolívar, El Libertador (póstuma, 1943), los personajes viven entre la nostalgia, la espera, la muerte y el deseo de “irse de”, en particular en las cuatro primeras. Los intelectuales y artistas de Naturaleza muerta viven entre el sentimiento de fracaso y la postulación de París como ideal de vida. El escritor arruinado de Gloria patria igual. En la última, González contrasta a Bolívar con José Antonio Páez y un grupo de personajes, ante quienes rechaza ser rey de la Gran Colombia para reivindicar su ser republicano y reivindica su panamericanismo y su amor por la Gran Colombia que alguna vez postuló sin suerte.
En Los ídolos de Gallegos, los personajes se debaten entre creencias tradicionales y opciones laicas, conflicto acentuado en Amaral, sacerdote apóstata hundido en un conflicto por no poder liberarse de sus antiguos ídolos, aún buscando otros en el arte y la belleza. “Irse de” es central en el conflicto, y aunque se va y regresa no logra su tranquilidad. El conflicto irresoluble entre la fe, como representación de un sistema de valores y creencias ancestral, y el amor al otro es, en síntesis, el drama existencial que preocupa el joven escritor.
Julio Planchart representa un ambiente desolado en El rosal de Fidelia, en el que el rosal condensa lo único hermoso de la vida de unos personajes que viven en un mundo ajeno a las contingencias de la vida más allá de ellos mismos. Es una metáfora poética con la economía de lenguaje necesaria para ser una pequeña obra maestra de un romanticismo que no caduca del todo.
Recapitulación
Hablamos de discurso teatral moderno en tanto el mundo social inscrito en el texto dramático representa nuevas zonas de la realidad y temas de una pertinencia incuestionable que valora la relación Yo–El Mundo; en tanto re-visión y crítica ideológica de asuntos neurálgicos, tales la familia y el poder; en tanto construcción en los diálogos de un habla nueva por sus imágenes y sus referentes. Modernidad en tanto una nueva conciencia histórica del estar en el mundo.
¿Qué hubiese pasado si el campo intelectual y político del régimen de Juan Vicente Gómez favorece las ansias de libertad de los personajes de estos autores y, en consecuencia, las de ellos mismos? Solo pueden formularse hipótesis, cuya utilidad podría ser la de comprender mejor la función y el sentido otorgados al teatro durante las primeras décadas del siglo XX. Otra sería tener una visión menos esquemática de un período teatral en el que se representó un sentimiento dramático de país rápidamente podado y que reapareció y se consolidó a partir de 1958, dando forma al nuevo teatro venezolano.
©Trópico Absoluto
Leonardo Azparren Giménez (Barquisimeto, 1941), es licenciado en filosofía y magíster en teatro latinoamericano. Profesor titular de la Universidad Central de Venezuela y coordinador de la maestría en Teatro Latinoamericano de esa universidad. Miembro de número de la Academia Venezolana de la lengua. Ha sido diplomático (1971-1991), director del Fondo de Fomento Cinematográfico (1982-86), presidente del Círculo de Críticos de Teatro de Venezuela (1986-88), miembro de la Editorial Monte Ávila (1994) y de la Fundación Teresa Carreño (1995-1999). Especialista en teatro venezolano y teatro griego, sus investigaciones se centran en los procesos de modernización del teatro venezolano y en el discurso teatral. Ha publicado, entre otros: Cabrujas en tres actos (1983); Documentos para la historia del teatro en Venezuela, siglos XVI, XVII y XVIII (1994); El teatro en Venezuela, ensayos históricos (1997); El realismo en el nuevo teatro venezolano (2002), y Estudios sobre teatro venezolano (2006).
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