Presencias reales. El sentido del sentido. Un comentario introductorio (30 años después)
La editorial Ex-Libris publicó en Caracas, en 1989, una hermosa versión española de la conferencia “Presencias reales. El sentido del sentido”, de George Steiner. La conferencia la había dado unos años antes Steiner en Cambridge y la editorial Vrin, en Francia acababa de publicar una versión trilingüe (inglés, alemán, francés) con un comentario de Alexis Philonenko. Rafael Tomás Caldera me regaló el ejemplar y pensamos, a sugerencia suya, en traducir la conferencia (que después Steiner extendería para convertirla en un libro con el mismo título). Steiner nos dio permiso para publicarla como una “plaquette” y Josefina Berrizbeitia y yo hicimos la traducción. Steiner nos pidió unos cinco ejemplares, que le enviamos de inmediato. En su breve carta de agradecimiento, luego de resaltar que no era eso una “plaquette”, me escribió algo como “I have never been so handsomely published!”. Hace un par de años, los editores de “Libros del fuego” se interesaron en volver a publicar la traducción, así que la revisé y escribí un nuevo prólogo -que finalmente se publica a continuación-, más extenso, quizá balanceando un tanto su disputa con lo que el llamó la “nueva filología” (pensando sobre todo en Derrida). En ese prólogo, yo intentaba mostrar que su honestidad intelectual no le permitía quitar validez a lo propuesto por esos nuevos lectores, pero que su caracterización, en cierto sentido tenía un cierto sesgo generalizador que desdibujaba las apuestas de la desconstrucción. La nueva edición nunca se publicó en papel, y ahora finalmente podemos hacerlo en versión digital en Trópico Absoluto. En estos días de homenaje, quizá sea necesario recordar que con su honestidad de pensamiento Steiner no se habría atrevido a decir que “ponía en su puesto a Derrida”. A lo sumo, buscaba enfrentar lo que veía como la apertura a problemáticas consecuencias éticas con una discusión de altura que no disminuía, sino al contrario, enfatizaba los aportes del pensador (esto es preciso no olvidarlo) de origen argelino —que conservó su acento hasta el final de sus días.
La conferencia “Presencias reales” que Steiner pronunciara en la universidad de Cambridge en 1985, fue su contundente aporte a la imperiosa necesidad ética que sintió un importante sector de la intelligentsia y de la academia occidentales de responder, de manera a la vez informada y radical, a lo que para el momento –y todavía hoy en día, para algunos– lucía como el surgimiento de un pensamiento que encarnaba una grave amenaza a la tradición y a los valores que sustentaban la concepción de las democracias liberales e incluso a la noción de lo humano que los fundamentaba. La seriedad de su respuesta puede calibrarse en el hecho de que en ella Steiner desplegaba, además de su amplia y conocida erudición, una lectura atenta de los textos que con el tiempo conformarían el canon de ese nuevo pensamiento que él llama, alternativamente, “la nueva semántica”, “la semiótica desconstruccionista”, “la escuela de Yale” pero, sobre todo, “la desconstrucción”. Sin embargo, habiendo transcurrido más de tres décadas desde su publicación, en 1986, quizá valga la pena repasar brevemente los diversos aspectos de este complejo ensayo que apela a registros conceptuales que van de la historia de las ideas al manifiesto ético, pasando por la filosofía, la historia del arte, la crítica y teoría literaria. Ello nos permitirá, con la perspectiva histórica, examinar la validez que conservan sus argumentos, así como la vigencia de sus lecturas y propuestas.
En primer lugar, habría que indicar como un importante mérito de la conferencia el trazado de una genealogía informada y compleja de lo que, a partir del trabajo crítico-filosófico de Jacques Derrida de finales de los años 60, vino a llamarse la “desconstrucción”. Para ello, Steiner se remonta a lo que, a lo largo de toda su obra, él mismo había denominado la “crisis del sentido”: un fenómeno que detecta en las transformaciones que introducen en la tradición literaria ciertas poéticas y prácticas experimentales (Rimbaud y Mallarmé son sin duda sus referentes predilectos, como lo son también Kafka y Hofmannsthal); en las problematizaciones de la subjetividad como centro controlador de la intencionalidad que provienen del campo del psicoanálisis (Freud, Lacan); en el “giro lingüístico”, que comienza con las reflexiones de Frege sobre la significación y se extiende a las filosofías analítica y del lenguaje común anglosajonas, pasando por Wittgenstein y su recepción por parte del Círculo de Viena; en los avances de la lingüística, a partir de la publicación de la obra de Saussure y sus posteriores desarrollos en las de Jakobson y Benveniste, entre otros; en la tradición filosófica que, comenzando en Nietzsche –a quien Steiner, curiosamente, no nombra en este caso–, alcanza en los escritos de Heidegger un momento culminante y definitorio que abonará el terreno para las derivaciones que los “desconstruccionistas” propondrán a partir de su obra. Dicha genealogía es sin duda iluminadora: evidencia que el impulso de la desconstrucción no surge de la nada, sino que es el resultado de un pensamiento que venía decantándose de la tradición de la filosofía occidental precisamente por problematizar lo que consideraba como premisas no examinadas. (La asociación de esta historia con los avances del pensamiento matemático que Steiner propone, invocando el teorema de la incompletitud de Gödel, se nos antoja hoy menos convincente.) A todas luces, lo que Steiner llama la “crisis del sentido” era una realidad en la mayoría de los ámbitos culturales e intelectuales del cambio del siglo XIX al XX, y no podía no tener implicaciones en el ulterior surgimiento de formas alternativas de pensamiento –en todos los campos del saber.
En segundo lugar, habría que reconocer que la lectura y exposición que hace Steiner de las premisas de la desconstrucción exhiben una imparcialidad que, hasta cierto punto, les hace justicia. Así, reconoce que no hay lectura que no sea interpretación y, por ello mismo, que ninguna puede ser demostrada como verdadera conclusivamente; que toda proposición estética es necesariamente arbitraria y responde a presuposiciones de orden ideológico (locales, históricas, culturales); que el consenso sobre el gusto es una confirmación sólo de tipo estadístico y refleja inevitablemente relaciones de poder; que la interpretación se sustenta en parte en una acumulación de la tradición… Afirmaciones que resultan, como bien apunta Steiner, indiscutibles.
a contracorriente de tanta crítica superficial, de tanto gesto descalificador displicente que pretendía invalidar –por irracionales, por “sofístas”– los postulados y desarrollos de la desconstrucción, Steiner les reconoce un valor crítico inevitable y aun inescapable.
Como consecuencia de ello, es necesario llamar la atención sobre uno de los momentos más desconcertantes y sorprendentes de esta conferencia, sobre todo en lo que respecta a su propuesta argumental. Steiner confiesa: “Permítaseme decir desde ahora que no percibo ninguna refutación adecuada, lógica o epistemológica, de la semiótica desconstruccionista. […] [L]as falacias formales o peticiones de principio en realidad no invalidan el juego de lenguaje desconstruccionista o la afirmación fundamental de que no hay procedimientos de decisión válidos entre asignaciones de sentido contendientes y hasta antitéticas”. En este momento crucial de la exposición, Steiner reconoce que las propuestas teóricas de la desconstrucción no son filosóficamente rebatibles. Y esto implica que, a contracorriente de tanta crítica superficial, de tanto gesto descalificador displicente que pretendía invalidar –por irracionales, por “sofístas”– los postulados y desarrollos de la desconstrucción, Steiner les reconoce un valor crítico inevitable y aun inescapable. No podía ser de otro modo, luego de haber establecido que dicho pensamiento hunde sus raíces en algunas de las reflexiones fundamentales que se producen a principios del siglo XX en filosofía, en psicología, en historia, en arte y en literatura. Y es precisamente a partir de ese reconocimiento –signo de una profunda honestidad intelectual– que Steiner dará a su exposición el giro moral, ético que será la base de su respuesta. “Acudo –nos dice ahora– a la inferencia ética para concluir lo siguiente, para hacerlo moralmente, no lógica ni empíricamente, evidente por sí mismo”. Con ello se propone ofrecer una réplica contundente, radical a lo que llama en ese punto “los emplazamientos del nihilismo”.
Sin embargo, antes de adentrarnos en su contrapropuesta ética, quizá sea necesario examinar cómo la retórica de la conferencia, a pesar de lo observado anteriormente, va preparando el terreno para sustentar y reforzar, con elementos un poco más problemáticos, su “apuesta” final. En lo que se presenta como un breve resumen de las posturas post-estructuralistas, Steiner califica “nuestra” cultura como Bizantina y más adelante se refiere a la actual “inflación” del comentario y la crítica como “esa inversión en el orden natural [énfasis LMI] de valores e interés que caracterizan un período alejandrino o bizantino en la historia de las artes y del pensamiento”. De igual forma, en otro pasaje se refiere a estos nuevos críticos como a los “anárquicos e incluso ‘terroristas’ gramatólogos y maestros de espejos”, y a su praxis como “la cámara de ecos autista de la desconstrucción”, como “el ladrido y las ironías de la desconstrucción”, y hacia el final, como un “boxeo de sombra”. Por ello, su versión de cómo define el lector desconstruccionista el acto de leer, aunque en cierto modo adecuada, no deja de ser sesgada. Desatendiendo casi por completo la potencialidad analítico-crítica que requiere una aproximación desconstruccionista, según Steiner, para sus practicantes, esa lectura “no es más que una opción o ficción lúdica, inestable e indemostrable de un detector [scanner] subjetivo que construye y desconstruye señales puramente semióticas tal como se lo exigen sus propios placeres momentáneos, sus políticas, sus necesidades psíquicas o auto-decepciones” [énfasis LMI]. Pero cabría preguntarse, ¿es justa esta caracterización con los análisis textuales, literarios y filosóficos, de Derrida, Foucault y Lyotard, para sólo nombrar a los personajes más conspicuos de esta historia? ¿Habría suscrito alguno de ellos la afirmación que Steiner parece citar un poco más adelante de que “es más interesante leer a Derrida sobre Rousseau que leer a Rousseau”? A mi juicio, luego de darles crédito intelectual y crítico –y aquí entra la metaforización económica sobre la que se asentará al final el ensayo–, Steiner se los retira al trivializar en gran medida el tenor y el alcance de sus lecturas, identificándolas (¿de buena fe?) con las posturas y afirmaciones más superficiales de ciertos epígonos que contribuyeron a afianzar esa imagen distorsionada de que se trataba de proclamar un “todo vale” –que en definitiva equivalía a un “nada vale”; una imagen que ha sido sin duda el blanco, pero sobre todo el “hombre de paja” del que se ha servido la crítica más tradicional para descalificar las lecturas de la desconstrucción.
Es necesario entonces entender que esta conferencia expone con relativa objetividad algunas de las premisas, algunas de las propuestas de lectura, análisis y crítica de la desconstrucción, pero simultáneamente y subrepticiamente las distorsiona. En este sentido, como ocurre tantas veces en la tradición de formas de pensamiento (pienso, por ejemplo, en los textos de los gnósticos o en las exposiciones del pensamiento pre-colombino, que nos llegan interpretados y traducidos por sus críticos), no debemos perder de vista que a pesar de que Steiner presenta de manera aparentemente fiel diversos aspectos del pensamiento desconstructivo, en el fondo, lo que quiere es desalojarlo.
No reside, por tanto, en esos planteamientos, lo que confiere a su texto fuerza de reflexión y convicción. Lo medular de su propuesta consiste, antes bien, en plantear que, si bien no puede determinarse un sentido absoluto, inherente a los textos, hay que leerlos “como si”, como si lo tuvieran y a partir de allí comprometerse a su exploración. Y en esa invitación radica la tarea que le cabría a todo lector –y en especial a los maîtres à lire que prefiere, como Heidegger, como Benjamin– para contrarrestar las amenazas de un nihilismo que pretende acabar con la extraordinaria herencia de la literatura, el arte y el pensamiento occidentales. Esa sería la “apuesta” de Steiner –no sin resonancias con la de Pascal, por cierto. Y para exponerla, despliega toda la fuerza retórica de su estilo que se inviste en ese punto de un extraordinario élan ético y metafísico. Hemos de apostar por una forma trascendente de sentido, por “una presencia real de ser significante” –como dice de manera extraordinaria–, incluso si aceptamos o intuimos que no hay fundamento que garantice la existencia de esa presencia trascendente. Esas páginas de la conferencia, en las que habla de que todo gran arte dialoga con la presencia de Dios –una de las concreciones que adquiere esa noción de “presencia real”, que proviene del ámbito de la religión– o con su “ausencia sustantiva”, son de las más conmovedoras del texto y las más eficazmente esclarecedoras de las densidades de sentido que dan fisonomía y profundidad a las potencialidades de significación de las obras de arte.
Y sin embargo, cabría indicar aquí que, al margen de las caracterizaciones pueriles o desacreditaciones fáciles, no es otra cosa lo que intentan las más serias y minuciosas lecturas de la desconstrucción. En ellas, la invitación es también a buscar sentidos, sin duda, pero sentidos complejos, inestables, cambiantes; sentidos que no se dejen someter a un simple consenso histórico y que por tanto no sean susceptibles de petrificarse en “verdades” que casi siempre se convierten en imposiciones inobjetables. Y si bien es cierto que Steiner nos recuerda –con la metaforización económica que mencioné anteriormente– los “préstamos masivos” que las teorías de la interpretación y del análisis textual han tomado de la teología judeo-cristiana y de la exegética bíblica, no es menos cierto que las lecturas de la desconstrucción, sin desconocer esas deudas, buscan saldarlas con intereses al explorar y mostrar que el sentido de los textos se diversifica y complejiza con la historia, con las transformaciones culturales, con las nuevas tendencias del pensamiento; al postular, por tanto, que los textos poseen una riqueza significante que no puede reducirse a la mera operación funcional y/o comunicativa de la escritura ni a su transmisión de ideas establecidas y valores.
Por otra parte, no podía prever Steiner, en el momento de escribir su conferencia, que la desconstrucción, al menos en lo que respecta a sus representantes más destacados, propondría lecturas cada vez más elaboradas y sugerentes de autores como Agustín, Montaigne, Rousseau, Kant, Baudelaire, Rimbaud, Marx, Nietzsche, Artaud, Freud, Celan, etc. Tampoco podía prever el giro político-ético que tomaría posteriormente, por ejemplo, la obra de Derrida, sus lecturas de Benjamin, sus reflexiones sobre la amistad, sobre el perdón, sobre el tiempo, sobre la muerte –reflexiones que, sin embargo, ya se anunciaban en sus primeras obras.
Quiero decir con esto que hoy, al cabo de más de 30 años y de tantos otros textos producidos por la desconstrucción, me gustaría pensar que Steiner podría reconciliarse o al menos sentirse más cerca de sus intervenciones precisamente porque en ellas se activan la vigilancia, la sutileza y la profundidad necesarias a la hora de (re)leer y (re)pensar el acervo de obras artísticas y textos literarios y filosóficos; porque la desconstrucción, a fin de cuentas, propone un acercamiento más complejo, y por ello más enriquecedor, a lo que esos artefactos significan de manera problemática, oblicua, inestable. Quizá Steiner podría reconocer hoy que, en realidad, leer de ese modo la tradición –y siempre se trata de (re)leer la tradición: véase, por ejemplo, el hermoso libro de Sloterdijk, Derrida, un egipcio– es hacerle el honor de entenderla como una trama de formas del pensar que permanecen activas precisamente por tener que ser releídas y repensadas; formas de pensar que permiten, gracias a su inherente inestabilidad, hacerlas nuestras, significantes y todavía fundamentales para nuestros tiempos, por más oscuros que nos parezcan, y así, pagar la deuda que tenemos con ellas, y pagarla con los intereses –compuestos, diría Benjamin– de darles más crédito del que en ellas depositaron sus autores, las épocas que las vieron aparecer y aquellas lecturas que creyeron o pretendieron fijar sus sentidos.
Sin duda alguna, esta conferencia conserva una extraordinaria vigencia en cuanto a la pasión con la que esgrime la palabra para invitar a no abandonar una cultura del pensamiento, del cultivo de la reflexión, de la exploración de nuestra historia –la historia de occidente– desde la perspectiva comprometida en darle crédito a los textos: crédito en el sentido de “exceso virtual” y en el sentido de “fe” –fiducia–, para que como formas encarnadas de significación sigan haciendo posible la transfiguración del pensar y, con ella, la reflexión sobre nuestra existencia y las formas que asume y puede, potencialmente, asumir en la dinámica del devenir histórico y cultural.
Luis Miguel Isava
Caracas, septiembre y 2017
Addendum.
Sirvan las líneas anteriores, escritas en momentos en que todavía Steiner estaba entre nosotros, como reflejo de su más vehemente enseñanza: continuar el diálogo del pensamiento a través de la valoración, tanto conceptual como ética, de las obras por lo que éstas, al encarnar como textos, como objetos visuales o sonoros, comienzan a decir y dirán potencialmente en el porvenir para seguir redimensionándonos y transformándonos. ¿No habrá valido la pena una vida dedicada a enseñarnos, a recordarnos eso?
Luis Miguel Isava
Berlin, febrero y 2020
©Trópico Absoluto
Luis Miguel Isava (Caracas, 1958) es Ph.D. en Literatura Comparada (Emory University, Atlanta, USA) y profesor titular del Departamento de Lengua y Literatura de la Universidad Simón Bolívar (Caracas). Sus áreas de especialización son poesía y poéticas contemporáneas, relaciones entre literatura y filosofía, teoría, estética y estudios de cine. Ha escrito un libro sobre la poesía de Rafael Cadenas (Voz de amante. Caracas: Academia Nacional de la Historia, 1990) y un libro sobre teoría poética: Wittgenstein, Kraus, and Valéry. A Paradigm for Poetic Rhyme and Reason (New York: Peter Lang, 2002). Ha traducido una antología de la obra de Saint-John Perse (Canto para un equinoccio. 2da edición. Caracas: Monte Ávila, 1998), el ensayo de W. Benjamin: “La obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica” (Prólogo, notas y textos adicionales, LMI. Caracas: El Estilete, 2016), la antología Vacío de horas, de Enrico Testa (en colaboración con José Miguel Cestao; Caracas: El Estilete, 2016) y recientemente tradujo al inglés el libro de Hanni Ossott, Spaces to say the Same [Thing] (Caracas: Letra Muerta, 2017). En la actualidad, adelanta un libro, De las prolongaciones de lo humano, sobre las transformaciones de la experiencia a través de los artefactos culturales en general, y de las formas artísticas en particular.
1 Comentarios
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Muy interesante esta relectura de «Presencias Reales». Enhorabuena por esta reflexión actualizada que además añade una hábil visión de síntesis de las teorías y sus autores. Constituye una proposición estimulante como para seguir compartiendo en diálogo. Muchas gracias por compartirla.
Entre los interrogantes que surgen, me pregunto una vez más sobre la apuesta del «como si» en nuestra realidad (y particularmente la venezolana). Parece claro que a los epígonos mediocres y a sus trasuntos que podrían llamarse de «multígrafo» —como otras veces hemos conversado— poco les importa la relación de lectura-cultura-vida; pero no hay duda que a Steiner sí. Sin embargo, en su intelectualidad honesta, siento que a veces Steiner se detiene en «el puerto» (¡siempre es riesgoso partir!); pienso singularmente en su libro «En el castillo de Barba Azul». En esta «objeción» que hace a T. S. Eliot, Steiner argumenta que no se podría tomar en cuenta la definición que hace el autor de «The Waste Land» acerca de la cultura con una esencial base ética luego de que ocurriera la «Shoah» en la historia, y así desecha esta apuesta para seguir solo «ese «duro deseo de durar»» —glosando a Paul Éluard—, lo que se restringe exclusivamente al intelecto y a la creación. El problematizar es esencial y ello es aplicable a las «Notas» de Eliot, pero ¿no parece, en otras palabras y simplificando, que Steiner tome un inolvidable dolorosísimo tema ético para apartar paradójicamente lo ético de la cultura y elaborar un concepto purificado de esta reduciéndola a, digámoslo así, «resultados intelectuales elevados»? Según la conclusión de aquel libro, hay que apartar lo ético, y por ende la vida, quedando la cultura como un «logro», aislado como en un museo. ¿No hay una contradicción en ello? ¿No desaparece aquí, en parte el «como si»? De algún modo, una preocupación por una precisión semántica es también una preocupación ética, ¿no es así?
De nuevo agradecido a «Trópico absoluto» por esta oportunidad.