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Alberto Barrera Tyszka y las formas de lo real

Por | 14 diciembre 2019

Miguel Gomes (Caracas, 1964) se acerca en este breve estudio a eso que podemos reconocer hoy como el “corpus del ciclo del chavismo“. Es decir, la narrativa y la lírica –pero podríamos decir, toda la creación cultural– producida a la sombra omnipresente del caudillo. En su análisis Gomes se enfoca en el proyecto de escritura de Alberto Barrera Tyszka, observando cómo se entretejen, se dibujan y desdibujan las fronteras entre el lenguaje de la ficción y las formas de lo real.

“Chávez es otro beta”. Imagen usada durante la campaña electoral para las elecciones presidenciales del año 2012. Ejército comunicacional de liberación. Estado Miranda, Venezuela.

El corpus ya extenso del ciclo del chavismo, es decir, la narrativa y la lírica –aunque podríamos decir toda la creación cultural– producidas por venezolanos con remisiones francas o veladas al contexto nacional de entre milenios, ha ido generando varios patrones de referencia en los cuales la obra literaria se debate entre la connotación y la denotación, entre lo figurado y lo literal. De estos patrones quisiera destacar tres. El primero de ellos es aquel que insinúa o permite al lector intuir paralelos entre los enunciados y el horizonte sociopolítico o cultural; aquí la connotación ofrece su máxima capacidad expresiva. El segundo nombra directamente los referentes “exteriores” y coloca sin mayores oblicuidades personajes ficticios o hablantes poéticos en esos teatros por todos conocidos, resultando claro el predominio de la denotación, así como la proximidad a registros testimoniales. El tercer patrón da por supuesto el reconocimiento de dichos referentes, incluso dejando el texto, enfáticamente, de nominarlos, lo cual nos dificulta distinguir lo connotado y lo denotado.

Para poder ilustrar con exactitud a qué me refiero, me concentraré a continuación en un género, la novela, y en un autor indiscutiblemente influyente, Alberto Barrera Tyszka, concediendo mayor espacio en mis disquisiciones a la tercera modalidad referencial, de aparición más reciente en su escritura y, por lo tanto, menos analizada por sus críticos.

Antialegorías de la nación

Las novelas iniciales de Barrera Tyszka ilustran a cabalidad los poderes del lenguaje figurado cuando los horizontes políticos resultan obvios para el público inmediato de una obra. También el corazón es un descuido (2001), por ejemplo, relataba las desventuras de un periodista caraqueño que, agobiado por una crisis conyugal, se va a los Estados Unidos a escribir acerca del escandaloso juicio de otro venezolano, obsesionado con mujeres feas y asesino de una de ellas. Los aprietos personales del periodista y los muy “mediáticos” de su compatriota terminan relacionados especularmente.

Alberto Barrera Tyszka. También el corazón es un descuido. México: Plaza & Janés, 2001.

Y los reflejos se propagan en otro ámbito: el “Carnicero de Stonehill” es oriundo ―puntualiza el narrador― de la “República Bolivariana”, cuyo militarismo, pese a las florituras del culto heroico, “da grima” (p. 119). Si a esa alusión al chavismo se añade que el país de origen de los personajes principales es célebre por ser “de misses” (p. 126), no tardará en sospechar cualquier lector alerta que un discurso acerca de lo colectivo circula bajo las estructuras superficiales de un thriller; ni costará demasiado que adivine una meditación sobre los vínculos entre el culto de la belleza en sus acepciones más triviales y los impulsos destructivos o autodestructivos de una sociedad capaz de olvidar los más importantes principios democráticos, tal como el Carnicero, luego de sacarle el páncreas, el hígado, los riñones y la vesícula a su víctima, se descuida de hacer lo mismo con el corazón (p. 138).

La enfermedad (2006) ―que los nostálgicos de una literatura venezolana ajena a los avatares de la vida política trataron inicialmente de limitar al orbe de lo intimista― no desecha los mecanismos exhibidos por el autor en su primera novela. El argumento en apariencia se concentra en lo afectivo y lo ético, narrando, por una parte, los dilemas familiares del médico Andrés Miranda ―quien duda acerca de informar a Javier, su padre, que este pronto morirá de cáncer― y, por otra, el empeño enfermizo de uno de los pacientes de Andrés en que le diagnostiquen una enfermedad que los médicos no localizan. La convergencia de dos historias, como en el libro de 2001, vuelve a incitar lecturas geminadas o simétricas, y estas se abren a registros múltiples cuando nos tropezamos con pasajes que sugieren un contexto político relativamente explícito, con campañas electorales en las que un candidato vocifera que ha llegado “la hora de los pobres” y cuyas arengas “en contra de los viejos partidos políticos […] prometía[n] un nuevo paraíso” (pp. 59-60), además de pasajes que politizan el drama médico mediante sus metáforas: “Javier Miranda [habita] una estructura dañada, metido dentro de una piel que no gobierna, que ya no dialoga con él, que tiene otro gobierno, que no le responde” (p. 106); o que politizan la medicina, como uno de los volúmenes que revisa Andrés:

Leyendo El cuerpo herido, un diccionario imprescindible […], encontró por fin las palabras que tanto buscaba: “Según el lenguaje bélico, tan frecuentemente utilizado como metáfora global de la cirugía, la operación quirúrgica cruenta sería un acto de violencia […] La violencia quirúrgica ha generado la imagen del poder del cirujano sobre el paciente y de la entrega de este en un ritual de sumisión”. (p. 108)

Las estructuras dobles de la primera fase de la novelística de Barrera Tyszka son ostensibles, asimismo, en Rating (2011) con la oscilación narrativa entre la voz de Manuel Izquierdo, un guionista desengañado de la vida, y la de Pablo Manzanares, joven universitario, aspirante a poeta, a quien la necesidad material pone a merced de los estudios de televisión. La oscilación deviene confluencia enunciativa, a lo que se añaden otras manifestaciones de duplicidad. La más evidente es la écfrasis de programas ―acaso inspirada por las radionovelas de La tía Julia y el escribidor de Mario Vargas Llosa―, siendo el doblez mayor el hecho de que, aunque toda la intriga gire alrededor de la comunicación de masas, el contexto político vuelve a infiltrarse con el intento de incorporar en un reality show a los damnificados de numerosos derrumbes y los indigentes desatendidos por el Gobierno ―“¿No te parece un desafío? ¡El país como una gran telenovela!”, exclama entusiasmado el jefe de Manuel y Pablo (p. 118)―, por no mencionar que el Presidente de la República podría participar en el show (p. 261).

Esas “metáforas globales” ―usemos la frase citada en La enfermedad―donde una trama privada o, si tal cosa existiera, apolítica emite signos que estimulan la captación de paralelos con tramas colectivas de gran intensidad ideológica, en el caso que nos ocupa esquiva las rigideces de las alegorías de la nación, tan tradicionales en la narrativa latinoamericana. Ante todo, porque el humor obstaculiza que a rajatabla traduzcamos los eventos en sermón o doctrina; repárese en que el kitsch de los medios de comunicación o la cultura de masas en general tiene una fuerte presencia en las historias, desde el periodista que protagoniza la primera hasta el examen de la claustrofobia de los estudios televisivos en la tercera, sin soslayar el sentimentalismo que traspasa a La enfermedad ni sus guiños a las telenovelas u otros seriales, como lo es el cliffhanger con que transitamos de la parte uno a la dos (pp. 98-101), o la idea del contrapunto de dos anécdotas en las tres obras, característico, según asevera Greg Smith, de sitcoms como M*A*S*H o Seinfeld (pp. 83-84). Que sea constante ese comercio ―como en el Camp― de lo serio y lo burlesco, lo elevado y lo frívolo, nos aconseja precaución frente a elucidaciones trascendentes de las posibles alegorías, y las colocan en un plano donde la indeterminación socava las intenciones edificantes. Ese cuestionamiento de las lecciones es propio de una escritura deconstructiva de sí misma: acaso convenga hablar no de alegorías, sino de antialegorías.

El paroxismo referencial

Si en sus novelas precedentes se establecía un margen lúdico que afectaba a la seguridad con que podíamos entregarnos a la hermenéutica, con Patria o muerte (2015) se observa un cambio notable. La ironía surge, más bien, de la adopción a quemarropa de lo alegórico, lo que potencia y libera el kitsch indisociable de las prédicas y los salvacionismos estentóreos; es decir, a las empecinadas alegorizaciones que caracterizan el discurso chavista, en el cual se equipara la acción de los Padres de la Patria y la acción de quienes se postulan como sus encarnaciones contemporáneas, se responde miméticamente, y en la réplica, por ende, resuena la sátira.

en sus diálogos los personajes concluyen que “Chávez es tan ególatra que no soportó estar enfermo él solo: contagió a todo el país”

El proceso arranca del título. Desde la ambigua disyuntiva del eslogan, que no especifica si el deber patriótico debe llevarse hasta sus últimas consecuencias o si el patriotismo es un equivalente absoluto de la muerte, los significados de la historia se reajustarán una y otra vez entre lo dramático y lo melodramático, entre lo sublime y lo abyecto, puesto que el heroísmo es sustituido por la más pura cotidianidad de los venezolanos durante las semanas de agonía de Hugo Chávez, en un entorno pródigo en mentiras, corrupción, violencia, pobreza material y moral. Frontales son las analogías entre la dolencia del líder y la de la nación, a tal punto que se nos advierte que “El miedo se reproducía de manera desordenada. Como una metástasis” (p. 85). Por si lo anterior no bastara, en sus diálogos los personajes concluyen que “Chávez es tan ególatra que no soportó estar enfermo él solo: contagió a todo el país” (p. 196). Esa alteración de las estrategias elocutivas fosiliza en cierta medida la connotación volcada a lo político o social y la revela como suma de crudos formulismos, en los cuales los tropos cesan de serlo para erigirse en ramplones sinónimos del vocabulario literal. La agonía y la muerte de un país se palpan demasiado en las experiencias directas de los venezolanos ―los ficcionalizados y muchos de los primeros lectores de la novela― como para confiar una urgida narración a las evanescencias interpretativas.

Pese a los abundantes rastros del interés de Barrera Tyszka por la cultura de masas, nunca su escritura había estado tan cerca de lo testimonial.

Un país de cuyo nombre no quiero acordarme

Si en el segundo patrón de referencialidad, dominante en Patria o muerte, la denotación se afianza tras intrincadas negociaciones con la connotación, la poética del autor da otro vuelco más con Mujeres que matan (2018).

Sebastián Ruiz Jiménez debe suspender sus estudios en los Estados Unidos para volver a su ciudad natal debido al suicidio de su madre, Magaly, quien le ha dejado tres notas de despedida; que una de ellas esté desdibujada por haberse mojado en la fúnebre bañera desencadena una averiguación del hijo, sospechoso de las circunstancias de la muerte. En el transcurso de la investigación, Barrera Tyszka no abandona sus técnicas; por el contrario, las refina. El peso de los mass media, para no ir lejos, se atisba en la modulación hacia la pulp fiction y los thrillers cinematográficos, así como en la hiperbolización de lo noir cuando descubrimos que un auténtico círculo de femmes fatales ha cometido una serie de homicidios. La comicidad del novelista se acentúa con el detalle de que las asesinas pertenecen a un club de lectura sobreestimulado por Te daría mi vida… ¡pero la estoy usando!, manual de autoayuda de Alma Briceño ―lo que no deja de evocar, imbuido ahora en la retórica de Conny Méndez, el chiste visceral inscrito en la frase También el corazón es un descuido. Quizá lo más apasionante sea la recreación del escenario de los crímenes. La ciudad donde “era común encontrarse a personas hurgando entre las bolsas de basura, buscando comida” (p. 19); donde “la escasez se había ampliado con rapidez […]. No se encontraba nada […]. Siempre había una fila” (p. 38); donde todo “se derrumbaba en cámara lenta [y] la devastación parecía tener un libreto [ya que] destruir también requiere un método” (p. 72), permanece innominada, a tono con la abstracción que representa: “no era una ciudad, sino una muerte disfrazada de calles y edificios” (p. 90).

Lo mismo cabe resaltar en el orden político:

Pero el Alto Mando decía que no había hambre. El Alto Mando aseguraba que era una manipulación mediática. El Alto Mando denunciaba que el hambre era invento de los enemigos. El Alto Mando decía que el Alto Mando defendía y protegía a todos los ciudadanos de una invasión extranjera. El Alto Mando repetía que gracias al Alto Mando el pueblo se había salvado.

¿Quién era el Alto Mando? Nadie parecía saberlo.

¿Qué era? Era una voz acompañada de muchos hombres con armas.

¿Dónde estaba? En todos lados. (pp. 20-21)

Alberto Barrera Tyszka. Mujeres que matan. Ciudad de México: Random House, 2018.

Además de que la anáfora y otras estructuras paralelísticas, con su calculado estatismo, nos recuerdan que la comunicación directa queda suspendida o se posterga en una obra de ficción, ha de recordarse que las elisiones o los simbolismos onomásticos son usuales en el género de la utopía y en su contragénero, la distopía, así como en clásicos de la novela del dictador ―piénsese en la ficticia “Santa Fe de Tierra Firme” de Tirano Banderas― o en la cinematografía que ridiculiza la corrupción latinoamericana ―uno de los personajes centrales de Le Charme discret de la bourgeoisie es el embajador en Francia de una imaginaria “República de Miranda”. Tampoco debemos ignorar que en esos casos la referencialidad se refuerza en el orbe de la pragmática del texto: lo innombrado se transparenta en los contextos primarios de producción de la obra literaria, sea mediante materiales que Gérard Genette denomina paratextuales ―notas de solapa, publicidad, entrevistas―, sea por el horizonte de expectativas de los primeros receptores. Se requerirían dosis extraordinarias de candidez para no comparar ese “Alto Mando” con gobiernos específicos, considerando la obra, leída y premiada, de Alberto Barrera Tyszka y datos imposibles de desconocer para un público que llega a Mujeres que matan familiarizado con el autor en sus columnas de opinión publicadas en el New York Times o tras enterarse de que fue responsable, junto con Cristina Marcano, de la primera biografía de Hugo Chávez. Toda lectura se desarrolla en situación y el referente Venezuela, omnipresente internacionalmente desde hace lustros, se haría redundante de aparecer sin desvíos en esta novela, dado el tipo de alegoremas y antialegoremas congregados en ella.

Un énfasis más en la referencialidad y esta novela habría derivado hacia el panfleto; la oblicuidad la convierte, sin embargo, en una obra imprescindible en el ciclo literario que desde fines del siglo pasado ha ido generando el impacto del chavismo.

Parte imprescindible de la debacle nacional descrita son los personajes femeninos que, en busca de camaradería y justicia, acaban transformándose en asesinas, absorbidas por la lógica del poder tan inubicable como aplastante que se adueña de la nación. El desmoronamiento físico de la sociedad se incorpora en sus psiques. “No había ni siquiera economía. Solo quedaba el caos. Porque el caos era lo único que podía administrar el Alto Mando”, acota el narrador (pp. 206-207): el caos moral aprisiona a cada uno de los individuos de una colectividad que se abrió en algún momento al autoritarismo. Un énfasis más en la referencialidad y esta novela habría derivado hacia el panfleto; la oblicuidad la convierte, sin embargo, en una obra imprescindible en el ciclo literario que desde fines del siglo pasado ha ido generando el impacto del chavismo.

Dicha oblicuidad, presumo, no es accidental ni inconsciente. Por algo, el epígrafe de Anna Ajmátova nos depara una pregunta esencial: “Pero ¿dónde está mi casa y mi cordura?” (p. 7). El asunto de fondo de la novela son las ruinas que van dejando a su paso los éxtasis del poder; Mujeres que matan, desplazándose en la indiscernible frontera entre lo literal y lo figurado, nos retrata con sus abstenciones referenciales el silencio que sigue a la constatación de una vasta e irreparable tragedia.

Como he anticipado al principio de estas líneas, los tres patrones de remisión al mundo social que he examinado no son exclusivos de un autor. En el primero no costaría integrar igualmente novelas como Latidos de Caracas (2007) de Gisela Kozak; La huella del bisonte (2008) de Héctor Torres; Bajo tierra (2009) de Gustavo Valle; Blue Label (2010) y Liubliana (2012) de Eduardo Sánchez Rugeles; Cuaderno de Manhattan (2014) de Víctor Carreño; Nube de polvo (2015) de Krina Ber o El hombre azul (2016) de Pedro Plaza Salvati. En el segundo, Los maletines (2014) y La ola detenida (2017) de Juan Carlos Méndez Guédez; The Night (2016) de Rodrigo Blanco Calderón y Los cielos de Curumo (2019) de Juan Carlos Chirinos. En el tercero, la ya clásica Nocturama (2006) de Ana Teresa Torres; Escuela para pobres (2009) de Alejandro Padrón y ―a pesar de su clara contextualización venezolana, por evitar mencionar con sus nombres propios a Chávez u otros participantes o elementos claves del chavismo― La hija de la española (2019) de Karina Sainz Borgo. La lista no pretende ser exhaustiva. Lo que tal vez no hallaremos es un proyecto de escritura como el de Barrera Tyszka, vertebrado novela a novela por el desafío metódico, abarcador, a las fronteras convencionalmente interpuestas entre el lenguaje de la ficción y las formas de lo real.

OBRAS CITADAS

Barrera Tyszka, Alberto. La enfermedad. Barcelona: Anagrama, 2006.

—. Mujeres que matan. Ciudad de México: Random House, 2018.

—. Patria o muerte. Barcelona: Tusquets, 2015.

—. Rating. Barcelona: Anagrama, 2011.

—. También el corazón es un descuido. México: Plaza & Janés, 2001.

— y Cristina Marcano. Hugo Chávez sin uniforme: una historia personal. Madrid: Debate, 2005.

Genette, Gérard. Seuils. Paris: Seuil, 1987.

Smith, Greg M. “Plotting a ‘Show about Nothing’: Patterns of Narration in Seinfeld”. Creative Screenwriting. Núm. 2.1, 1995, pp. 82-90.

© Trópico Absoluto

Miguel Gomes (Caracas, 1964), estudió literatura en la Universidad Central de Venezuela y en la Universidad de Coimbra. Doctor en literatura por la Stony Brook University, New York. Board of Trustees Distinguished Professor de la Universidad de Connecticut, donde enseña desde 1993. Miembro de la Academia de Artes y Ciencias de Connecticut y miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Posee una amplia obra narrativa. Entre sus libros de crítica se cuentan: Los géneros literarios en Hispanoamérica (Navarra: Ediciones Universidad de Navarra, 1999) y La realidad y el valor estético: configuraciones del poder en el ensayo hispanoamericano (Caracas: Editorial Equinoccio, 2010).

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